28 de octubre de 2025

Introducción a la sociología del conocimiento

La semana pasada iniciamos la lectura de un nuevo libro en el seno del Seminario de Lectura del Instituto de Filosofía Edith Stein de la UCV. Se trata de un texto que nos introduce en una disciplina que es muy interesante, y que tiene que ver con la ‘construcción social de la realidad’, que viene a ser el título del libro al que me refería, escrito por Peter L. Berger y por Thomas Luckmann en 1967. De alguna manera me ha recordado algunas obras de Ortega y Gasset, o de Marías, que seguramente comentaré en breve. El objetivo de esta disciplina no es otro que tratar de comprender la representación que una sociedad se hace de la realidad, entendiendo realidad no tanto ‘algo que está ahí’, como ‘el papel que representa eso que está ahí para el ser humano’. Y entendiendo ‘eso que está ahí’ en sentido amplio: no sólo las cosas físicas o materiales, sino también las relaciones personales, las instituciones sociales, etc. Así lo declaran estos dos autores al comienzo de la introducción a su libro mediante sus dos tesis fundamentales: «que la realidad se construye socialmente y que la sociología del conocimiento debe analizar los procesos por los cuales esto se produce», dicen estos autores. Su análisis se centra en el ámbito de la sociología, sin tratar otros autores con los que hay un aire de familia más que evidente, y a los que se echó de menos (tal y como se comentó en el seminario), como los de la pragmática (Bateson, Goffman o Lakoff) o de la hermenéutica (Gadamer o Ricoeur).

El enfoque empleado es para mí bastante novedoso y, en la misma medida, interesante. No es un análisis crítico de qué sea la realidad, de su fundamento, de cómo conocerla, etc., tarea más propia de los filósofos, sino la constatación de algo mucho más sencillo e inmediato: que cualquiera de nosotros vivimos en un mundo que nos parece real, sobre el cual podremos saber más o menos cosas, es decir, podremos conocerlo con mayor o menor certeza. De lo que se trata es, en el seno del marco de la sociología, saber qué sabemos de todo ello, y cómo se construye ese conocimiento.

La actitud propia del sociólogo del conocimiento se sitúa en un estadio intermedio ―se puede decir― entre la actitud cotidiana y la actitud filosófica: se sitúa a cierta distancia de la primera, pero no llega a alcanzar la profundidad crítica de la segunda. El hombre de la calle vive en ese mundo real que conoce, sin preocuparse demasiado de esas cosas reales y de conocerlas más a fondo a menos que alguna situación problemática se lo exija: digamos que la ‘realidad’ y su ‘conocerla’ lo da por supuesto en su día a día, y no le presenta mayor problema. Lo que hace el sociólogo es hacer un primer alto en el camino, sobre todo al constatar, por ejemplo, que todo eso que los hombres cotidianos dan por establecido difiere sensiblemente de una sociedad a otra, de una cultura a otra. ¿Cómo es esto? ¿A qué se deben estas distintas ‘realidades’? Esta constatación muy bien puede situarse como su punto de partida. El filósofo, por su parte, dará una vuelta de tuerca más, realizando un análisis crítico tanto de lo que es realidad como de lo que es conocer, no dando nada por supuesto.

El sociólogo del conocimiento se sitúa en ese nivel intermedio, y siempre a la luz de la dimensión social del conocimiento, de la representación que una sociedad se hace de ese mundo en el que vive. Y ―como digo― su punto de partida se puede situar en esas diferencias que de facto se dan en distintas sociedades. Cabe pensar, pues, que el resultado dependa de los contextos sociales concretos y de las relaciones de todo tipo habidas en ellos. Y ello nos lleva a un segundo problema no menos interesante: no sólo a comprender esas diferentes ‘realidades’ que se dan en las distintas culturas, sino también a comprender cómo se da de hecho esa representación de la realidad que cada sociedad se hace. Seguramente sean estos dos asuntos los nucleares de esta disciplina para estos dos autores: «la sociología del conocimiento se ocupa del análisis de la construcción social de la realidad», conscientes de que no siempre ha sido así en la tradición de esta joven disciplina. 

Inicialmente se entendió como una ‘historia de las ideas’, como por ejemplo en Max Scheler, quien acuñó este término en 1925: un enfoque más intelectual, que permaneció al margen de la auténtica inquietud sociológica, y que consistió en contextualizar socialmente el origen de las grandes ideas de los intelectuales importantes de una época. Sería algo así como ‘aplicar un barniz sociológico a la historia de las ideas’. La preocupación básica era comprender la relación entre el pensamiento y el contexto cultural y social en que se originaba, la relación entre ambas dimensiones, etc. Si bien fue un primer paso en esta joven disciplina, importante para ir configurándola, lo cierto es que limitaba relevantemente sus posibilidades como tales. Esto es algo que se fue revisando en las siguientes décadas.

21 de octubre de 2025

El tránsito al helenismo de la concepción arcaica de la poesía y la música

Decíamos que, en la época arcaica, la poesía y la música eran vividas como puente o conexión con la divinidad, en las que primaba más la inspiración que la sujeción a reglas propias de las artes. Sin embargo, en el tránsito hacia la época helenista, la cosa fue cambiando. Esto es algo que se observa claramente en la poesía que, además de mantener su significado anterior, surgió otro modo de entenderla: ya no era sólo fruto de la inspiración, sino también todo aquello expresado en forma de verso. Si nos fijamos, esta segunda acepción la aproximaba de alguna manera con el resto de las disciplinas artísticas, si bien en un principio era claramente minoritaria. El poeta seguía siendo poeta no tanto por la forma métrica de su expresión como por su conocimiento, por su experiencia, así como por el modo en que lo había adquirido. Pero esta dimensión versificadora comenzó a extenderse, dimensión que, como decía, aproximaba a la poesía al ámbito de las artes, pues ya podía sujetarse a reglas. Platón y Aristóteles, por ejemplo, se hacen eco de ello, aunque en dos sentidos diversos. Platón explicaba en el Fedro la diferencia entre la poesía inspirada y la artesanal: no todos los poetas son ‘locos inspirados’, sino que los hay que producen versos empleando la rutina propia de la artesanía: «existe una poesía que surge del arrebato poético (manía), y otra poesía cuya composición se realiza a través de una destreza (téchne) literaria», explica Tatarkiewicz. Aristóteles, por su parte, apostó por rechazar ya abiertamente la poesía ‘superior’ reteniendo la ‘inferior’, aunque dotándole de mayor estatus que el que tenía reconocido como mero hacer artesanal; para el estagirita sólo había lugar para la poesía artesanal, sí, pero que de alguna manera podía suplantar a la inspirada, asumiendo sus rasgos. Algo análogo ocurrió con la música, seguramente más susceptible de ser llevada a unos ritmos y escalas con una fuerte impronta numérica.

A partir de entonces, en el período helenista comenzaron a permearse entre sí la poesía y la música por un lado, y el arte por el otro. Y hubo aquí una serie de influencias en ambos sentidos. Por un lado, la poesía se aproximó al arte versificándose y la música tabulándose; pero, por el otro lado, también ocurrió el efecto opuesto, en el sentido de que se empezó a buscar en el arte, cuanto menos en las disciplinas ‘más dignas’, aquel estatus del que hasta entonces habían gozado exclusivamente la poesía y la música, a saber: el de la inspiración y elevación. En el seno de las disciplinas artísticas, por primera vez se empezó a distinguir aquellas más vinculadas a lo que hoy en día entendemos como arte de las que no, así ya en Aristóteles.

Para que todo esto se consolidara tuvo que darse el tránsito tan importante a la época helenista, más allá no sólo de la mítica arcaica, sino también de la filosófica clásica, como puede verse en las nuevas corrientes filosóficas de esta época. En estas ocurrió un cambio fundamental, un cambio de mentalidad frente a la época de Platón y Aristóteles, caracterizado por una búsqueda de elementos espirituales y divinos, «búsqueda que llegaba tan lejos que los percibía allí incluso donde antes sólo habían sido observados un trabajo manual, una técnica y una rutina de lo más vulgares». Lo que para el griego arcaico era mera téchne, para el griego helenista era una posibilidad de acceso a lo divino.

En la época mítica, había dos planos: el cotidiano, el del arte en sentido lato, y el espiritual, el de la poesía y la música. Esquema que, con el nacimiento de la filosofía, comenzó a ponerse en entredicho, a modo de una ilustración a la griega. El acceso a lo divino ya no era privilegio de los poetas y los músicos, sino que también era posible hacerlo desde la razón, desde la filosofía, y por tanto también desde la téchne: del mismo modo que la filosofía podía acceder a aquel ámbito reservado para los vates, también el arte, cuanto menos el arte más elevado, podía hacer lo propio. Dejó de haber un mundo mítico, sustituyendo el acceso poético a lo metafísico por otro filosófico, y también artístico: la escultura o la pintura podían poseer también esa sabiduría tradicionalmente adscrita a la poesía. Los poetas y los artistas comenzaron a considerarse al mismo nivel. Postura que, si bien fue generalizada, no dejó de encontrar algunas resistencias.

Ello supuso un cambio generalizado también en la valoración del artista, cuyo trabajo ya no era meramente rutinario o manual, sino espiritual; era también creativo, inspirado, capaz de llegar hasta la esencia del ser. La opinión sobre el arte se transformó radicalmente, al dotarle de características que no tenía en el origen, capacitándole para acceder a lo metafísico y divino.

Plotino jugó un gran papel en la adquisición por parte del arte de esa dimensión interna y espiritual, proceso en virtud del cual la función mimética perdió vigor. O mejor, la resituó, pues las Ideas, inspiradoras de lo real, no tenían su fundamento en sí mismas sino que se debían al Uno-Bien, cima suprema del cosmos plotiniano, y a cuya luz había que contemplarlas. El talento del artista para tales menesteres comenzó a ser más valorado, así como el del propio arte, formando parte de la educación de la juventud. Dice Tatarkiewicz: «La poesía y el arte visual se pensaban que estaban ahora a un mismo nivel, y no coincidían sólo en el nivel más ínfimo de la técnica (como en Aristóteles), sino en el superior de la creatividad». La imaginación artística se enfrentó al respeto al canon técnico.

14 de octubre de 2025

Aprender a vivir, aprender a morir. Y viceversa

Tiene Montaigne un ensayo, "De cómo el filosofar es aprender a morir", en el que se trasluce, como en tantos otros, una interesante experiencia de vida. Después de hacerse eco de que la felicidad es el auténtico fin de toda vida humana ―como ya hiciera Aristóteles―, y de lo fácil que es confundirla con cierta sutil voluptuosidad, observa lo complicado que es, y el esfuerzo que supone, ir tras la primera, sí, aunque reconoce a la vez que vivir pendiente de lo segundo tiene también su complicación; y no siempre es tan fácil distinguir una cosa de la otra. Montaigne llama la atención sobre los no pocos esfuerzos que con frecuencia se realizan en pos de una vida voluptuosa, llegando incluso a realizar más sacrificios que tras la más sana felicidad. Y a lo que iba. Tanto en un caso como en otro ―en su opinión, aunque enseguida él mismo la matizará― el beneficio no se consigue tan sólo cuando se alcanza el objetivo, sino que «la propia persecución es agradable» (p. 124). Pero lo es ―y aquí es donde lo matiza― en la medida en que el objetivo sea adecuado, pues «la empresa se tiñe de la cualidad del objeto al que apunta, pues es una buena porción del resultado y consustancial a ella».

Esto es algo que da que pensar. Todos hemos tenido la experiencia de tener algún proyecto en mente, algún objetivo a conseguir, y el simple hecho de planificar nuestro comportamiento en orden a conseguirlo, así como el de comenzar a andar enderezándonos hacia él, ciertamente ya nos genera satisfacción. El asunto pasa por elegir bien esos objetivos en la vida, más banales o más decisivos, pues de ello dependerá en gran medida, una reducción voluptuosa de nuestra existencia, o una apertura felicitante.

Pero lo que me gustaría destacar es esta idea de la felicidad ―que también estaba en Aristóteles, por cierto― no como algo a alcanzar, sino como algo que ya se está dando en nuestra vida, que pasaría a ser, cuando sea el caso, una vida felicitante. La vida felicitante no se consigue tanto alcanzando nuestros objetivos, sino por el hecho de que esos objetivos sean humanizadores, personalizantes. No es lo mismo un objetivo virtuoso que otro vicioso; pero, en el ámbito de lo primero, tampoco es lo mismo un objetivo voluptuoso que otro felicitante, algo en lo que, como digo, es fácil confundirse, tomando como virtuoso lo que no es sino una mera satisfacción de nuestros intereses: «La ventura y beatitud que reluce en la virtud, colma todos sus aposentos y corredores, desde la primera entrada hasta la última barrera».

Pues bien, una de las felices consecuencias de la virtud es el ‘desprecio a la muerte’, lo cual dota a la vida de una dulce tranquilidad. En mi opinión, este desprecio a la muerte no hay que entenderlo como un menosprecio, una desconsideración, sino, más bien, como un ponerla en su sitio, asumirla como una parte integrante de la vida, y vivirla con naturalidad. Porque cuando no es así —continúa— cualquier empresa humana se ve comprometida. Y ahí estamos.

Por lo general, todos estamos abocados a la muerte, es ‘la meta de nuestra carrera’, no podemos sino apuntar hacia ella. Si nos espanta, ¿cómo podemos caminar en la vida ‘sin fiebre’? El remedio más común —decía ya en el siglo XVI— es no pensar en ella, dejarla al margen como si no existiera, para que no nos afecte su presencia en el horizonte, lo que nos indica que no hemos cambiado tanto durante todos estos siglos. Pero, ‘¿no es esta burda ceguera una brutal estupidez?’ Porque quien así vive no hace otra cosa que ‘embridar al asno por la cola’. Montaigne se hace eco de que, por el hecho de que este vocablo ‘les hacía daño a los oídos’, los romanos empleaban perífrasis para suavizarlo cuando se referían a ella: en vez de decir que alguien había muerto, decían que ‘había dejado de vivir’, por ejemplo. Frente a esta burda ceguera, en lugar de embridar al asno por la cola Montaigne apuesta por coger el toro por los cuernos. Y ello pasa por integrar la muerte como parte de nuestras vidas.

Lo primero que dice es que, a poco que lo que pensemos, ya conocemos personas de nuestra edad o más jóvenes que no están por el motivo que sea, algo que muy bien nos podría haber pasado a nosotros; por este motivo, lo cierto que es que ‘vivimos desde hace tiempo por extraordinario favor’. Cuando uno cae en la cuenta de esto, cambia ciertamente su actitud ante la vida; y ello suele ocurrir, por lo general, cuando la vida ha golpeado, o cuando peina canas. Hasta entonces, uno vive sin tener consciencia de que la muerte nos puede sorprender en cualquier esquina, tanto a nosotros como a nuestros seres queridos; efectivamente, no pensamos en ello… hasta que ocurre, y entonces la muerte nos ‘sorprende poniéndonos de pronto y al descubierto’.

No tiene sentido la huida. ¿Acaso es viable? Aprendamos, pues, a hacerle frente a pie firme, ‘tomando el camino contrario al común de la gente’: «quitémosle lo raro, acerquémosla a nosotros, acostumbrémonos a ella». Sin caer en ninguna paranoia, es cierto que la muerte nos puede sorprender en cualquier momento; tener esto presente no supone una triste vida que nos impida disfrutarla felicitantemente, todo lo contrario: quizá sea entonces cuando podamos disfrutarlos en mayor profundidad, por el sentido de presencia que uno adquiere, por el espesor existencial que gana. Porque quien se familiariza con la muerte, es en el fondo más libre; porque el que aprende a morir, ‘aprende a no servir’. «El saber morir nos libera de toda atadura y coacción. No existe mal alguno en la vida para aquél que ha comprendido que no es un mal la pérdida de la vida», sabias palabras, a mi modo de ver. Hasta entonces, nos sentimos esclavizados por el temor que nos suscita, condicionando nuestras vidas de modos más o menos sutiles, más o menos explícitos; cuando uno asume esta dimensión vital, la cosa cambia. Lo cierto es que, desde el día que nacemos, desde el primer día de nuestras vidas, de alguna manera comenzamos a morir: ya nuestro nacer nos endereza hacia nuestro morir. Quien huye de la muerte huye de sí mismo, pues ella forma parte de nosotros tanto como la vida.

En el fondo, cada uno muere como vive; y quien tiene miedo a la muerte tiene miedo a la vida. Quien vive una vida dichosa, morirá dichosamente; quien vive una vida triste, morirá tristemente.

Entiendo ‘dichosa’ y ‘triste’ en sentido profundo. Enseñar a una persona a morir, es enseñarla a vivir; familiarizarle con la muerte, es familiarizarle con la vida. Porque lo cierto es que no todos sabemos vivir, mucho menos morir. Cuenta Montaigne la anécdota de que un soldado se acercó al César para pedirle permiso para quitarse la vida, a lo que el César le contestó: “pero ¿crees estar vivo?” Seguramente una existencia penosa sea más dolorosa que el salto de una vida dulce y floreciente a la muerte. Una existencia aprovechada, dichosa, feliz, no se apega a la vida, sino que sabe despedirse de ella con tanta gentileza como fue su compañero de viaje. No vive pendiente ‘del día’, porque sabe que lo importante no es tanto su duración como su uso: cuánta gente de largos años ha vivido poco, y cuántos jóvenes han muerto despidiéndose de una intensa vida. ‘Vivir’ depende no tanto de los años como de nosotros, de nuestras decisiones y de nuestros objetivos en la vida. Cuando uno tiene esto claro en el horizonte, toda su vida cambia de color, reluciendo en ella un brillo de gran profundidad que propicia una existencia vivida fruitivamente, independiente de los vaivenes que ella nos ofrezca.

7 de octubre de 2025

Los trastornos infantiles como respuestas adaptativas al entorno

En el proceso educativo, sobre todo en los colegios e institutos, pero también en las universidades, se suele insistir en el hecho de que debemos ayudar a nuestros a alumnos no sólo a adquirir los conocimientos y competencias propios de nuestra disciplina, sino también y sobre todo a crecer como personas, ofreciéndoles una educación personalizada y adaptada a sus circunstancias, posibilidades y estado personal. Y, de alguna manera, estas son las dos dimensiones que todo profesor debe tener presente cuando comienza un curso: una de carácter académico, y otra de carácter personal: la primera relacionada con los contenidos específicos de su asignatura así como con la metodología pedagógica más adecuada, la segunda con los aspectos relacionados con su modo de ser, los cuales revertirán en facilidades o dificultades a la hora del desempeño adecuado de su aprendizaje.

Con todo lo compleja que pueda ser la primera dimensión, creo que la verdaderamente difícil (e importante) es la segunda, cómo y hasta dónde debe o puede ahondar un docente en sus alumnos desde este punto de vista personal, y qué puede hacer al respecto. Muy bien puede haber alumnos con personalidades sanas que ‘vayan solos’ ― por decirlo así― tanto en su vida como en el aula. También puede haberlos con personalidades más o menos sanas pero que, de alguna manera, presentan alguno trastorno leve que revierta en alguna dificultad para el aprendizaje, pero nada importante ―por decirlo así también―. No es menos común encontrarnos con alumnos con un carácter problemático, es decir, que posean rasgos disfuncionales que, en un grado de magnitud reducido, no les impidan vivir y estar en el aula con cierta normalidad, aunque ello les requiera cierto esfuerzo; no obstante, manejarse con ellos en el grupo comienza a complicarse. Por desgracia, en ocasiones el grado de magnitud de estos rasgos disfuncionales es mayor, dificultando no sólo su aprendizaje y las relaciones con sus compañeros, sino incluso el desempeño de su propia vida.

Hay una gran variedad de trastornos psicológicos, muchos de los cuales compartimos los adultos. Algunos no impiden en absoluto llevar una vida ‘normal’, lo que no quita que, con frecuencia, hagan sufrir a quien los padece, y también a quienes les rodean; otros, en cambio, sí que suponen una dificultad manifiesta para llevar esa ‘vida normal’. Sin ánimo de exhaustividad, se pueden distinguir los siguientes trastornos que ―como decía― caben darse en muy variado grado. La personalidad antisocial tiene que ver con un comportamiento prolongado de manipulación, explotación o violación de los derechos de otros sin ningún remordimiento, causando problemas en las relaciones, incluso alcanzando lo delictivo. La personalidad por evitación se corresponde con un patrón de timidez e introversión; en ocasiones puede derivar hacia una indiferencia vitalicia, convirtiéndose en un trastorno esquizoide. El trastorno límite de la personalidad tiene que ver con comportamientos prolongados de emociones turbulentas o inestables, lo que lleva a actuar impulsivamente estableciendo relaciones caóticas con otras personas. La personalidad dependiente es propia de aquellos que dependen demasiado de terceros para satisfacer sus necesidades emocionales y físicas, con lo que se suele conocer como apegos ansiosos. Hay también personas que actúan de una manera excesivamente dramática, con la intención de atraer la atención hacia ellas: son personas histriónicas; en ocasiones se acentúa este rasgo, aumentando las alteraciones en los patrones emocionales, de pensamiento y de conducta, alcanzando la esquizotipia o esquizofrenia leve. El famoso narcisista, caracterizado por un sentido exagerado del propio ego, una preocupación elevada por sí mismo. O también el trastorno obsesivo-compulsivo, es decir, una preocupación obsesiva por alguna idea o por alguna conducta, generalmente relacionada con las normas, el orden, el control o la perfección; es fácil identificarla por sus comportamientos extravagantes, rígidos y repetitivos. Por último, la personalidad paranoica propia de aquellos que viven bajo una continua desconfianza, recelando de los demás, con una inseguridad radical; en grados elevados, puede derivar en un trastorno psicótico completo como la esquizofrenia.

En mi opinión, todos participamos en menor o mayor grado en algunos de estos trastornos, lo que ―como decía― no nos suele impedir llevar una vida ‘normal’, por lo general. Y también podemos verlos con no poca frecuencia en nuestros alumnos, y en nuestros hijos. Podemos plantearnos por qué esto es así: ¿qué les ha ocurrido para que en menor o mayor medida tengan estos rasgos disfuncionales?, ¿qué ha pasado para que nuestros pequeños los padezcan a una edad tan sorprendentemente temprana? Existe el debate de hasta qué punto estos trastornos de la personalidad tienen su origen en factores genéticos o en factores ambientales (o educativos). Lejos de entrar en este debate, en mi opinión es un debate que hoy en día pierde fuerza. Lo digo en el sentido de que, tal y como nos explican cada vez con mayor amplitud los genetistas, lo cierto es que el ambiente interviene y mucho en el despliegue del código genético. Los genes se erigen en un programa cuyo despliegue precisa de elementos de su entorno, tanto a nivel intracelular, como intercelular o corporal, y ambiental, que lo enderezan según sean estas influencias. Evidentemente, estos elementos ambientales no pueden suplantar al código genético, pero sí modalizarlo. Algo que se complica en el caso de la especie humana, dado que en nosotros la dimensión social o cultural juega un papel fundamental.

Ciertamente, en muchos casos el origen de estos trastornos puede hallarse en situaciones objetivas que hayan tenido que vivir nuestros hijos: la pérdida del padre o de la madre, o de algún familiar cercano; alguna enfermedad grave que les haya afectado psicológicamente; algún episodio desafortunado, bien individual (violencia en el hogar o en el colegio, abandono físico o psíquico, accidente de cualquier tipo), bien social (hambrunas, guerras). Por lo general, estos trastornos suelen ser una respuesta adaptativa del niño a algunas de estas situaciones dramáticas: si el niño los adopta, es porque en un momento dado han sido ‘útiles’ para él. Si ha adquirido tal conducta ha sido para ‘adaptarse al medio’, a su entorno, sea externo a su familia o interno. Estos trastornos no dejan de ser en alguna medida un aprendizaje, llevado a cabo para poder salvar la situación en que se encuentran. A veces se trata de un hecho puntual muy grave, en ocasiones de una situación leve pero extendida durante un largo tiempo. Al principio estos trastornos se asumen como una tabla de salvación, pero luego se adueñan de la persona que los padece, se hacen con nosotros al apoderarse de nuestra personalidad, convirtiéndose en un rasgo parásito de nuestro carácter.