7 de octubre de 2025

Los trastornos infantiles como respuestas adaptativas al entorno

En el proceso educativo, sobre todo en los colegios e institutos, pero también en las universidades, se suele insistir en el hecho de que debemos ayudar a nuestros a alumnos no sólo a adquirir los conocimientos y competencias propios de nuestra disciplina, sino también y sobre todo a crecer como personas, ofreciéndoles una educación personalizada y adaptada a sus circunstancias, posibilidades y estado personal. Y, de alguna manera, estas son las dos dimensiones que todo profesor debe tener presente cuando comienza un curso: una de carácter académico, y otra de carácter personal: la primera relacionada con los contenidos específicos de su asignatura así como con la metodología pedagógica más adecuada, la segunda con los aspectos relacionados con su modo de ser, los cuales revertirán en facilidades o dificultades a la hora del desempeño adecuado de su aprendizaje.

Con todo lo compleja que pueda ser la primera dimensión, creo que la verdaderamente difícil (e importante) es la segunda, cómo y hasta dónde debe o puede ahondar un docente en sus alumnos desde este punto de vista personal, y qué puede hacer al respecto. Muy bien puede haber alumnos con personalidades sanas que ‘vayan solos’ ― por decirlo así― tanto en su vida como en el aula. También puede haberlos con personalidades más o menos sanas pero que, de alguna manera, presentan alguno trastorno leve que revierta en alguna dificultad para el aprendizaje, pero nada importante ―por decirlo así también―. No es menos común encontrarnos con alumnos con un carácter problemático, es decir, que posean rasgos disfuncionales que, en un grado de magnitud reducido, no les impidan vivir y estar en el aula con cierta normalidad, aunque ello les requiera cierto esfuerzo; no obstante, manejarse con ellos en el grupo comienza a complicarse. Por desgracia, en ocasiones el grado de magnitud de estos rasgos disfuncionales es mayor, dificultando no sólo su aprendizaje y las relaciones con sus compañeros, sino incluso el desempeño de su propia vida.

Hay una gran variedad de trastornos psicológicos, muchos de los cuales compartimos los adultos. Algunos no impiden en absoluto llevar una vida ‘normal’, lo que no quita que, con frecuencia, hagan sufrir a quien los padece, y también a quienes les rodean; otros, en cambio, sí que suponen una dificultad manifiesta para llevar esa ‘vida normal’. Sin ánimo de exhaustividad, se pueden distinguir los siguientes trastornos que ―como decía― caben darse en muy variado grado. La personalidad antisocial tiene que ver con un comportamiento prolongado de manipulación, explotación o violación de los derechos de otros sin ningún remordimiento, causando problemas en las relaciones, incluso alcanzando lo delictivo. La personalidad por evitación se corresponde con un patrón de timidez e introversión; en ocasiones puede derivar hacia una indiferencia vitalicia, convirtiéndose en un trastorno esquizoide. El trastorno límite de la personalidad tiene que ver con comportamientos prolongados de emociones turbulentas o inestables, lo que lleva a actuar impulsivamente estableciendo relaciones caóticas con otras personas. La personalidad dependiente es propia de aquellos que dependen demasiado de terceros para satisfacer sus necesidades emocionales y físicas, con lo que se suele conocer como apegos ansiosos. Hay también personas que actúan de una manera excesivamente dramática, con la intención de atraer la atención hacia ellas: son personas histriónicas; en ocasiones se acentúa este rasgo, aumentando las alteraciones en los patrones emocionales, de pensamiento y de conducta, alcanzando la esquizotipia o esquizofrenia leve. El famoso narcisista, caracterizado por un sentido exagerado del propio ego, una preocupación elevada por sí mismo. O también el trastorno obsesivo-compulsivo, es decir, una preocupación obsesiva por alguna idea o por alguna conducta, generalmente relacionada con las normas, el orden, el control o la perfección; es fácil identificarla por sus comportamientos extravagantes, rígidos y repetitivos. Por último, la personalidad paranoica propia de aquellos que viven bajo una continua desconfianza, recelando de los demás, con una inseguridad radical; en grados elevados, puede derivar en un trastorno psicótico completo como la esquizofrenia.

En mi opinión, todos participamos en menor o mayor grado en algunos de estos trastornos, lo que ―como decía― no nos suele impedir llevar una vida ‘normal’, por lo general. Y también podemos verlos con no poca frecuencia en nuestros alumnos, y en nuestros hijos. Podemos plantearnos por qué esto es así: ¿qué les ha ocurrido para que en menor o mayor medida tengan estos rasgos disfuncionales?, ¿qué ha pasado para que nuestros pequeños los padezcan a una edad tan sorprendentemente temprana? Existe el debate de hasta qué punto estos trastornos de la personalidad tienen su origen en factores genéticos o en factores ambientales (o educativos). Lejos de entrar en este debate, en mi opinión es un debate que hoy en día pierde fuerza. Lo digo en el sentido de que, tal y como nos explican cada vez con mayor amplitud los genetistas, lo cierto es que el ambiente interviene y mucho en el despliegue del código genético. Los genes se erigen en un programa cuyo despliegue precisa de elementos de su entorno, tanto a nivel intracelular, como intercelular o corporal, y ambiental, que lo enderezan según sean estas influencias. Evidentemente, estos elementos ambientales no pueden suplantar al código genético, pero sí modalizarlo. Algo que se complica en el caso de la especie humana, dado que en nosotros la dimensión social o cultural juega un papel fundamental.

Ciertamente, en muchos casos el origen de estos trastornos puede hallarse en situaciones objetivas que hayan tenido que vivir nuestros hijos: la pérdida del padre o de la madre, o de algún familiar cercano; alguna enfermedad grave que les haya afectado psicológicamente; algún episodio desafortunado, bien individual (violencia en el hogar o en el colegio, abandono físico o psíquico, accidente de cualquier tipo), bien social (hambrunas, guerras). Por lo general, estos trastornos suelen ser una respuesta adaptativa del niño a algunas de estas situaciones dramáticas: si el niño los adopta, es porque en un momento dado han sido ‘útiles’ para él. Si ha adquirido tal conducta ha sido para ‘adaptarse al medio’, a su entorno, sea externo a su familia o interno. Estos trastornos no dejan de ser en alguna medida un aprendizaje, llevado a cabo para poder salvar la situación en que se encuentran. A veces se trata de un hecho puntual muy grave, en ocasiones de una situación leve pero extendida durante un largo tiempo. Al principio estos trastornos se asumen como una tabla de salvación, pero luego se adueñan de la persona que los padece, se hacen con nosotros al apoderarse de nuestra personalidad, convirtiéndose en un rasgo parásito de nuestro carácter.

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