28 de mayo de 2024

Los conceptos pueden ser obstáculos en el conocimiento

Decíamos que el progreso del conocimiento crítico va a una con la insatisfacción de un espíritu inquieto, en el sentido de que, a éste, es fácil que una explicación pronto deje de satisfacerle, buscando explicaciones menos ad hoc. Si lo pensamos, esto está íntimamente relacionado con el hecho de poner conceptos: parece que, poniendo un concepto a un objeto o a un hecho, con eso ya lo tengamos todo claro, cuanto en absoluto es así. Un concepto no es sino un alto en el camino de profundizar en el conocimiento, en el cual, bien nos podemos detener satisfechos, bien podemos seguir adelante gracias a nuestra insatisfacción. En la investigación es fácil que pongamos nombre a realidades muy complejas, como puede ser átomo, o gen, o emoción. Si nos detenemos en la investigación en ese estado en virtud del cual hemos podido identificar un objeto biológico como gen, seguramente dejaremos de saber muchas cosas.

Un ejemplo de esto que estoy comentando lo podemos encontrar en Más allá del bien y del mal, en el que Nietzsche se plantea de qué estamos hablando cuando hablamos de ‘voluntad’. Comienza el §19 del capítulo “De los prejuicios de los filósofos”, primero del libro, afirmando que los filósofos suelen hablar de la voluntad ‘como si ésta fuera la cosa más conocida del mundo’, cuando a él, lo cierto es que le parece ‘ante todo algo complicado, algo que sólo como palabra forma una unidad’. Esta afirmación me parece muy interesante porque, cuando uno se pone a pensar en la génesis de un acto de voluntad, se da cuenta de que es algo complejísimo, complejidad que se desplaza cuando todo ello se engloba bajo un término, bajo un concepto que, en el fondo, admite todo tipo de prejuicios y valoraciones, como de hecho ocurre, sobrevolando la realidad de las cosas.

No me resisto a transcribir sus palabras las cuales, si bien pueden ser más o menos discutibles, creo que encierran una buena parte de verdad; por lo menos, el hecho de evidenciar una carencia al hilo de su crítica. Dice lo siguiente:

«En toda volición hay, en primer término, una pluralidad de sentimientos, a saber, el sentimiento del estado de que nos alejamos, el sentimiento del estado a que tendemos, el sentimiento de esos mismos ‘alejarse’ y ‘tender’, y, además, un sentimiento muscular concomitante que, por una especie de hábito, entra en juego tan pronto como ‘realizamos una volición’, aunque no pongamos en movimiento ‘brazos y piernas’. Y así como hemos de admitir que el sentir, y desde luego un sentir múltiple, es un ingrediente de la voluntad, así debemos admitir también, en segundo término, el pensar: en todo acto de voluntad hay un pensamiento que manda; - ¡y no se crea que es posible separar ese pensamiento de la ‘volición’, como si entonces ya sólo quedase voluntad! En tercer término, la voluntad no es sólo un complejo de sentir y pensar, sino sobre todo, además, un afecto: y, desde luego, el mencionado afecto del mando (…)».

Si a todo eso lo denominamos ‘voluntad’, y decimos que lo que hacemos cuando hacemos una acción es por nuestra voluntad, difícilmente podremos descender a los detalles, difícilmente podremos profundizar en toda esa constelación de factores que entran en juego en cada ocasión, pensando precipitadamente que eso que hacemos es… obra de nuestra voluntad. Y es que, cuando algo que ocurre en nosotros, o en la naturaleza, se halla cristalizado en un concepto, resulta muy difícil evitar la proyección sobre ese concepto del marco mental en el que nos encontramos situados. Quizá sea más adecuado tomar esos conceptos no como fieles representaciones de la realidad, sino como modos de representárnosla tal y como la conocemos en ese momento, consciente de que no son sino eso, una representación provisional, la cual muy bien es susceptible de ser sustituida o enriquecida por representaciones más fieles, en principio. Esto supone ―como él mismo dice al final del capítulo― que se abra «un mundo más profundo de conocimiento a viajeros y aventureros temerarios», capaces de poder ir más allá de los conceptos y de las palabras, hacia no se sabe muy bien dónde. Pero para ser un viajero o aventurero temerario, es preciso tener nuestro espíritu insatisfecho, y no complacernos en ninguna estación provisional.

21 de mayo de 2024

La ¿doble naturaleza?

Si lo pensamos un poco, parece que lo normal en la vida debería ser que uno se encontrara habitualmente bien consigo mismo, según una sensación de satisfacción, de armonía, de paz. Por desgracia, sabemos que no siempre es así; es más: seguramente sea algo excepcional. Creo que no es ocioso el preguntarnos por qué. Usualmente se asume que en el hombre hay una doble naturaleza. La primera naturaleza tendría que ver con la que se nace y que propicia que sea constitutivamente un miembro de nuestra especie, con las potencialidades propias que, en principio, deberían ser suficientes para desplegar su vida, tal y como acontece en el resto de especies. En nuestro caso, esta primera naturaleza se vería rápidamente modulada por una segunda, a causa de la influencia del ambiente y de la cultura, a través de la educación y de las relaciones sociales de todo tipo. Las deficiencias de todo ello serían el motivo de buena parte de nuestros males. Tanto es así que se afirma que esta segunda naturaleza no es la nuestra, sino que es aquello que se nos ha incrustado en el proceso de socialización, y que no nos pertenece de suyo.

¿Es correcto este planteamiento? ¿Ha lugar en nosotros a esa diferenciación entre la primera y la segunda naturaleza? Si así fuera, se podrían distinguir ambas; pero ¿cuál es esta primera naturaleza?, ¿existe alguien que viva únicamente a partir de ella?, ¿cómo debería ser? ¿No parece que, en el fondo, se entremezclen ambas naturalezas en una sola, que vendría a ser nuestro modo de ser humanos? A mi modo de ver no parece razonable afirmar que existe una primera naturaleza, una naturaleza humana ―digamos― pura, auténtica, pues desde el momento en que nacemos, incluso antes, la socialización ha hecho acto de presencia en nosotros. No tenemos un modo de ser ‘natural’, sino que nuestra naturaleza implica un modo de ser en el que se aúna lo biológico con lo espiritual. 

¿A dónde nos lleva esto? Desde el momento en que somos engendrados, y comienza nuestro desarrollo desde la primera célula que ya somos cada cual, con todos los procesos biológicos de multiplicación, diferenciación, etc., ese despliegue dirigido por nuestro genes se realiza a una con los recursos solicitados al efecto, recursos que, en nuestro caso y a causa de nuestra especificidad humana, no son sólo energéticos o materiales sino también espirituales. Se sabe que la conducta de la madre, sus hábitos de vida, etc., revierten en la configuración fisiológica de su bebé, algo en lo que también influye el entorno familiar. Si esto es así ―y todo indica que así es― supone un giro importante en nuestra idea de educación, tal y como ya vio premonitoriamente Rof Carballo.

Conforme uno va creciendo en la comprensión de todo lo que conlleva ser un miembro de nuestra especie, se da cuenta de que la distinción en niveles o capas de nuestro modo de ser no son sino formas de hablar para entendernos, pero que, en realidad, no somos sino una realidad unitaria, en la cual, eso sí, podemos adivinar distintas dimensiones. Conforme uno va ahondando en lo esencial, esa distinción se va tornando artificial, pues entonces, ante una mirada no divergente sino convergente, todo se unifica.

Ciertamente, no todos estamos así instalados en la realidad; más bien solemos vivir desconociendo toda la profundidad de nuestro ser, todo el calado que supone vivir de un modo auténticamente humano, contentándonos con vivir desde lo externo. Nicolás Caballero nos explica cómo la oración nos permite trascender ese modo superficial en que habitualmente estamos instalados en la realidad; quizá, antes que decir ‘modo superficial’ sería más oportuno decir ‘modo de superficie’, para evitar la carga peyorativa que tiene aquella expresión, porque no estoy hablando aquí desde ningún juicio de valor. Cuando uno pasa de estar en modo ‘superficie’ a estar en modo ‘profundidad’, se da cuenta de que la distinción entre fondo y superficie es artificial, no siendo más que modos de expresar el descubrimiento en nosotros de un modo de vivir más hondo, desconocido hasta su revelación, y que nos hace enfocar la vida y nuestra presencia en la realidad de un modo muy distinto. Uno, acostumbrado a vivir en modo superficie, cuando se da cuenta de que hay mucho más sí-mismo en lo profundo de su ser, tiende a conceptuarlo como esa dimensión profunda, distinta de la de superficie; pero, en el fondo, se trata de una única realidad, la de cada cual, que es como es, sólo que ahora es más rica, pues cuenta con todo aquello que habitaba en la profundidad y que permanecían velados en la superficie.

La oración de contemplación nos ayuda superar lo fugaz, lo superficial, lo diferente, las apariencias, las formas a las que nos ligan los sentidos y la imaginación, para ir a la trastienda, a las bambalinas, donde se encuentra la vida de todo; una vida a la que «ya no se llega ni con los sentidos ni con la imaginación; se llega únicamente, cuando se han acallado los sentidos y la imaginación». La contemplación posee una dimensión antropológica antes que espiritual, pues nos ayuda a redescubrir nuestro cuerpo, nuestra conciencia, aunándolo en una nueva experiencia en la que se difuminan las fronteras. Con el tiempo, ese modo de vida integrador dejará de estar presente en los momentos puntuales de oración para impregnar toda nuestra existencia. Porque la persona cambia conforme va descubriéndose a sí misma, conforme va descubriendo la riqueza de su sí-mismo, conforme va haciéndose eco de que hay mucha más vida allende de sus vaivenes y oscilaciones, de sus maneras de ser, de sentirse, de hacer; la oración nos permite reconocernos más allá de nuestras máscaras o roles habituales, transformándonos, ayudándonos a ‘más vivir’, a ‘más ser’; proceso que al principio no deja de tener cierta dificultad, en tanto que nos desnuda a nosotros mismos.

14 de mayo de 2024

La concepción arcaica de la poesía y la música en el mundo griego

Hablábamos en el anterior post que la idea de arte que se poseía fundamentalmente en el mundo griego estaba vinculada mayoritariamente con el de destreza, con la habilidad para, según unas determinadas reglas, realizar un producto. Y que, por este mismo motivo, la poesía y la música no eran consideradas estrictamente como unas disciplinas artísticas. ¿Cómo podía ser esto? Para comprenderlo, puede sernos de utilidad atender a cómo fue evolucionando en el mundo griego el estatus de la poesía y de la música en referencia al arte. Porque no hay que entender monolíticamente al arte griego, como si en todos sus siglos de existencia no hubiera habido evolución. Sí que la hubo, pudiendo distinguir en ella dos grandes etapas: la arcaica y la helenista, separadas por un período intermedio en torno al siglo V y IV a. de C., coincidiendo precisamente con la época en la que los grandes filósofos Platón y Aristóteles hicieron su aparición. ¿Casualidad? No lo creo. Como en todo cambio de época, los cambios nunca vienen de manera aislada, sino que se encuentran íntimamente interconectados; así ocurrió en nuestro caso, afectando al arte, a la filosofía, y a la vida cultural griega en general.
  
G. Moreau; Hesíodo y la Musa (1891)
G. Moreau: Hesíodo y la Musa (1891)
Ya dijimos que, debido a este concepto de arte, proveniente de la época arcaica, estas disciplinas no cabían en él, desbordándolo por arriba. Pero, con el tiempo, la cosa fue cambiando. ¿Por qué desbordaban al arte por arriba? La poesía y la música no formaban parte de su concepto de arte: ni se trataba de la producción de algo material, ni estaban regidas por leyes, tal y como acontecía con las disciplinas artísticas. Con ellas no se trataba ni del producto de la aplicación de unas reglas generales, sino de ideas individuales; ni de la rutina, sino de la creatividad; ni de la destreza, sino de la inspiración. Los poetas y los músicos no podían apoyarse en las normas para llevar a cabo su trabajo, sino que tan sólo les quedaba apoyarse en las Musas o en Apolo. El aprendizaje y la rutina acumulada por generaciones pasadas eran fundamentales para las disciplinas artísticas, pero nefasto para la poesía y la música.

La poesía, por ejemplo, se situaba en otro orden de cosas, pues el poeta era aquél capaz de conectar con los dioses; en la poesía había una dimensión superior, que sólo podía proceder de esta comunicación divina. Pensemos en la gran importancia que tuvo Homero. «El ‘poeta’ (…) estaba animado por un espíritu divino como si fuera el instrumento de aquellas fuerzas que dirigen el mundo y mantienen el orden en él», explica Tatarkiewicz. El poeta era una especie de profeta, de vate. Precisamente por esto, la poesía tenía mucho peso en la sociedad griega, poseyendo una gran influencia en la vida espiritual, influencia que se expresaba de facto al ser escuchada, porque de alguna manera fascinaba, embrujaba al oyente de un modo un tanto irracional, como si fuera un poder sobrehumano. El estatus de la poesía era, pues, muy diferente al del arte: ciertamente, ambos trataban de conocer la naturaleza, pero mientras en la primera se trataba de un conocimiento intuitivo e irracional, en el segundo se apoyaba en el conocimiento racional y en el saber técnico acumulado; mientras la primera iba tras la esencia del ser, el segundo se ceñía a los fenómenos naturales e intereses de la vida. Debido a este estatus de la poesía, poseía un carácter moral o instructivo: con la poesía se trataba de conseguir que la gente fuera mejor.

Resumiendo: en la Grecia arcaica, la poesía se caracterizaba por su carácter vaticinador, por su significado metafísico y por su pedagogía moral, todo lo cual le distanciaba del orbe de lo artístico. Ciertamente, los poetas eran adorados por los griegos, elevados a la categoría de prohombres, o teólogos: así el mismo Homero, quien sus obras eran consideradas como auténticos libros de revelación.

La música siguió una suerte pareja: también estuvo considerada en la esfera de la inspiración. Había como cierta hermandad entre ambas: no pocos recitales poéticos se acompañaban musicalmente, incluso se cantaban, del mismo modo que la música también se vocalizaba (para hacernos una idea, podemos pensar en los cantos gregorianos medievales). Además, por sus características, ambas podían ser fuente de éxtasis, entrando en la esfera de lo maníaco, del frenesí. Aunque no todos los autores pensaban así (como Demócrito), lo cierto es que generalizadamente se entendía a la música con un significado espiritual y metafísico, igual que la poesía, y a diferencia del resto de disciplinas ‘artísticas’.

7 de mayo de 2024

La hermenéutica crítica no es una filosofía 'edificante'

La hermenéutica es una disciplina que intenta dar respuesta al problema de la verdad. Se hace eco de una situación propia de una época —la contemporánea— en la que no es posible establecer en términos dogmáticos una cuestión tan compleja como la verdad. Ante tal crítica, cabe otra postura hija de la cosmovisión contemporánea (aunque no original en sí misma) como es la postura relativista. Cuando no se sabe qué sea la verdad, cuando el marco desde el cual se ejerce el conocimiento influye tanto en el resultado, ¿qué se puede decir? Parece que poco. ¿Ya está? ¿Queda ahí la cosa? La cuestión la define así Agustín Domingo Moratalla: «¿Cómo podemos plantearnos el problema de la fundamentación sin caer en el dogmatismo ni el relativismo?». La alternativa es la hermenéutica. Obviando el dogmatismo, hermenéutica y pragmatismo relativista coinciden en un término: en el de no sucumbir a la tentación de caer en él, en el dogmatismo. A partir de ahí, sus diferencias se acumulan.

Estas diferencias se aprecian especialmente en el ámbito de la ética. Si entendemos la situación actual como resultado del giro hermenéutico, hay dos modos principales de hacerse cargo de ella, y que se pueden denominar ‘edificante’ y crítico’: como una filosofía meramente edificante, que más que aspirar a la verdad sencillamente propicia un ámbito en el que se puedan mantener abiertas las discusiones; como una filosofía crítica, con una clara vocación ética y de búsqueda de la verdad, crítica tanto con dogmatismos como con relativismos, y dispuesta «a reconstruir una razón práctica moderna que ha ocultado dimensiones básicas de la realidad humana», dice el profesor Domingo.

Los partidarios de una filosofía edificante no se sienten cómodos con un tratamiento ‘fuerte’ de conceptos como ‘verdad’, ‘objetividad’, etc., del mismo modo que huyen de grandes metarrelatos a la hora de comprender las cosas y los sucesos… Asumen, consecuencia inevitable de su pensamiento, que los ejes del pensamiento tendrían sus guías directrices más cerca de los grandes medios de comunicación y poderes mediáticos que por el propio devenir del pensar filosófico. Entre ellos cabría situar a Rorty, junto con Vattimo o Lipovetsky, partidarios de un enfoque «que se caracterizaría por ser una versión irónica, leve, frágil, indolora y poco exigente de la filosofía moral». Seguramente haya en ellos una legítima motivación de fondo (solidaridad, caridad), aunque cabe preguntarse hasta qué punto se sostiene sin ningún tipo de apoyo o fundamento sólido. Los partidarios del segundo enfoque serían menos amigables con la opinión pública, apoyándose en un carácter más fuerte de los conceptos mencionados, siempre sin descuidar la crítica moderna a las categorías clásicas, sino más bien asumiéndolas y corrigiéndolas en lo que fuera menester, criticándolas. Cabe citar entre ellos a Apel, Ricoeur, Tugendhat, Taylor.

La adopción de una postura u otra no es gratuita. La postura edificante encajaría muy bien en sociedades liberales en las cuales no prima tanto la búsqueda de la verdad como las buenas relaciones entre los distintos grupos. Se trata de articular normativamente el pluralismo, sin depender de ningún ideal moral en particular. La hermenéutica crítica sigue caminos diferentes, aunque no divergentes, ya que se puede percibir que hay entre las distintas tradiciones como un aire de familia, en su carácter crítico. Frente a la postura edificante, su alternativa no es una filosofía moral de carácter dogmático, sino más bien una reivindicación de las dimensiones antropológicas e históricas que condicionan e intervienen en la praxis vital de los sujetos, y que no siempre son tenidas en cuenta desde unas perspectivas más —digamos— horizontales. La verdad no es únicamente cuestión de voluntad, ni de decisión deliberativa; el carácter ético del sujeto es ciertamente una condición necesaria para la pregunta por la verdad, pero no suficiente para poder darle respuesta.