24 de diciembre de 2024

¡Feliz Navidad!

Vigo Johansen; "Noche de paz" (1891)
En el día de hoy no cabe sino felicitar la Navidad. He querido hacerlo con una imagen y un vídeo que me han llegado por distintos canales, para no escribir demasiado. Son días de fruición, de contemplación.

La imagen es esta obra del pintor danés Vigo Johansen, titulado "Noche de paz", pintado a finales del siglo XIX. La he descubierto gracias a la más que recomendable web Historia/Arte, o HA, que descubrí no hace mucho. En ella cabe la posibilidad de suscribirte, llegándote cada día una obra comentada. Hoy nos ha llegado ésta, y no he dudado en compartirla, pues me parece entrañable. Johansen ha sido capaz de crear esa atmósfera cálida mediante la iluminación procedente únicamente de las velas situadas en las ramas del abeto, con la familia a su alrededor formando un coro. No hay más luz que la del árbol, iluminando las caras ¿y las vidas? de los allí presentes.

El vídeo es el mismo con el que la UCV, mi universidad, nos ha felicitado la Navidad. Me ha parecido un vídeo especialmente significativo, máxime en estos tiempos tan difíciles que estamos viviendo en mi tierra, Valencia.


Pues nada: os deseo una feliz Navidad a todos, y que sepamos descubrir dónde se halla la auténtica felicidad.


17 de diciembre de 2024

Laicidad de abstención y laicidad de confrontación

Ricoeur es un autor que pensó a fondo el problema de la legitimidad de la presencia de la religión en la vida pública. A pesar de ser un creyente convencido, ello en absoluto anuló su compromiso filosófico, todo lo contrario: en su reflexión social, mantuvo siempre una mirada vigilante y crítica sobre su discurso, defendiendo lo que denominaba un sano y sincero ‘agnosticismo filosófico’. Él lo argumentaba explicando que era el mejor modo de respetar a los otros, y que, en caso contrario, en caso de emplear argumentos de fe en el debate filosófico y político, fácilmente se podía caer en un dogmatismo, dado que estos argumentos, por su misma naturaleza, difícilmente pueden ser subsumidos en un debate lógico-argumentativo, como explica Domingo Moratalla. A sabiendas del riesgo de caer en una especie de ‘esquizofrenia intelectual’, esta es la postura que asumió. Ello no para renunciar a la dimensión pública de su fe, sino precisamente para poder debatir y defender desde ahí la legitimidad de su presencia en la vida social y política. De hecho, su reflexión al respecto es el precipitado de no pocas discusiones y polémicas, vividas y sufridas durante su propia biografía.

Una de estas reflexiones tiene que ver con la distinción a la que da pie el título del post, con dos dimensiones de la laicidad. Vaya por delante que en los Estados occidentales la laicidad se ha erigido como una postura generalizadamente aceptada, por lo menos en teoría; porque en la práctica el asunto ya es más complejo, cayendo en no pocas ocasiones en situaciones de laicismo recalcitrante. No es lo mismo la laicidad que el laicismo.

Se ha andado mucho en este sentido: desde las cruentas guerras de religión de no hace muchos siglos, en los que los Estados no podían abstenerse de la adopción de una postura de fe, hasta la actualidad contemporánea, en la que precisamente los Estados modernos nacen con la postura inicial de una abstención respecto a toda profesión de fe, alcanzándose un estatus de tolerancia en torno al cual se trata de sobrellevar ese difícil equilibrio entre religiones y otro tipo de creencias. La situación actual, más amable en general, no ha sido fruto de la casualidad, sino que se ha tenido que andar mucho para dejar atrás, en primer lugar, los dogmatismos religiosos de carácter teológico-político, pero también, más reciente, ese laicismo más agresivo característico de hace unas pocas décadas, que imponía al Estado una postura beligerante contra la religión; no una postura neutra sino antirreligiosa, defendida vehementemente. Ambas posibilidades, Estados confesionales y laicistas, parece que no tienen cabida en nuestra época, apostando por los Estados laicos, aunque dicha laicidad no deje de entrañar un equilibrio complejo. Esa dificultad seguramente tenga que ver con el diferente modo de entender la laicidad por parte del Estado y por parte de la sociedad, algo que él articula en torno a esas dos dimensiones: la primera es una laicidad de abstención, y la segunda de confrontación. ¿Qué quiere decir exactamente?

La laicidad de abstención tiene que ver con la postura adoptada por el Estado, y que viene a ser un ‘agnosticismo institucional’, que no quiere decir ignorancia mutua entre la vida civil y la religiosa, sino distinción y delimitación de los poderes y los roles del Estado y de las Iglesias. Esto es lo que comúnmente entendemos por laicidad: un Estado agnóstico que no se preocupa por asuntos religiosos, aunque permite mejor o peor su existencia en la esfera pública. Pero hay una laicidad diferente, que es la referida a cómo se vive esto de facto en la sociedad civil, de un modo más vivo, activo, dinámico, polémico si se quiere. Esta segunda es una laicidad positiva, más allá de la laicidad negativa de la abstención institucional: es una laicidad de confrontación, entendiendo ‘confrontación’ no en sentido peyorativo, todo lo contrario, sino en sentido vivificador: «la laicidad positiva en este planteamiento ricoeuriano no se define por la recuperación de determinados contenidos sino por la necesidad de que esos contenidos aparezcan en la ‘plaza pública’, se enfrenten y confronten». No hay un límite claro entre ambas dimensiones de la laicidad: se permean y se confunden, no sabiendo muy bien dónde acaba una y dónde comienza la otra, pero son fácilmente distinguibles. Quizá donde mejor se dé el problema de su coexistencia sea en la escuela pública la cual, por un lado, depende del Estado y, por el otro, de la sociedad civil que la delega en él. De qué modo se articule esta coexistencia dependerá de la madurez de la sociedad, de cómo sea capaz de vivir la tolerancia, verdadero fundamento de la laicidad.

10 de diciembre de 2024

De la buena conversación a la hermenéutica literaria (e histórica)

Estuvimos comentando el jugoso planteamiento que realiza Gadamer sobre el arte de preguntar, el cual quedaba enmarcado en el arte del conversar. Quien no pregunta, no conversa, pues ya lo sabe todo; sólo conversa el que se deja decir, porque asume que hay cosas que no sabe y quiere saber, quiere ‘ser dicho’. Vemos, pues, cómo la dinámica de la pregunta y la respuesta se encuentra íntimamente vinculada a la dinámica hermenéutica, descendiendo de la dinámica de la conversación a la dinámica de la interpretación literaria. La lógica de la pregunta y la respuesta puede ser aplicada de manera efectiva a la de la hermenéutica literaria.

Que un texto vaya a ser interpretado sucede porque de alguna manera el intérprete se siente interpelado por él, porque le suscita una pregunta, un interrogante, al que tratará de responder. La fidelidad de la interpretación, igual que la posibilidad de una conversación, será posible cuando el intérprete acierte a situarse en el horizonte de la pregunta que suscita el texto, y no en otro: es el horizonte hermenéutico. Este horizonte del texto suele estar más allá de lo explícitamente dicho, y es ahí donde se tiene que situar el intérprete; además de, obviamente, más allá de su propio horizonte. «Un texto sólo es comprendido en su sentido cuando se ha ganado el horizonte del preguntar, que como tal contiene necesariamente también otras respuestas posibles».

A juicio de Gadamer, no estamos muy versados en esta dinámica. Una dinámica que es en cierto modo similar a la comprensión de la historia pues, del mismo modo, «los acontecimientos históricos sólo se comprenden cuando se reconstruye la pregunta a la que en cada caso quería responder la actuación histórica de las personas». Este esfuerzo es característico de los historiadores de la época romántica y demás, sólo que ellos cayeron en el riesgo (también Hegel) de hipostasiar ese nexo de sentido que parece que surca la historia y las motivaciones personales que en ella se hacen presente y a la que contribuyen. Pero lo cierto es que la realidad de la historia es bastante distinta.

Sí que es cierto que, echando la vista atrás, es más o menos fácil establecer ese hilo conductor, de modo que parece que fue el que la historia siguió; pero mirando de atrás hacia adelante es más complicado, pues precisamente es característico del curso de la historia que normalmente no se cumplan nuestras expectativas, y que tengamos que estar continuamente modificando nuestros planes de actuación y nuestras previsiones. Los acontecimientos que siguen el plan previsto son más bien escasos. Y esto es algo que acontece en todos los niveles de la vida: en el personal sin duda, pero también en el social.

Del mismo modo que la historia es fruto de acciones que continuamente nos sorprenden y no podía ser prevista de antemano, algo así acontece con el sentido del texto. Tanto es así que incluso el sentido del texto suele ir mucho más allá de lo que supuso el mismo autor. Las interpretaciones posibles de un texto son más numerosas que las que pudo tener presente el autor. Pero no por ello se debe dejar de comenzar la tarea hermenéutica por el mismo texto, pues él y las intenciones del autor son en definitiva el elemento que nos impiden divagar hermenéuticamente y abandonarnos en nuestra propia creatividad egocéntrica olvidándonos de aquello que constituye nuestro objeto hermenéutico.

Nuestro objeto hermenéutico, antes que el autor y sus vivencias intelectuales, es el texto mismo; pero sin olvidarnos de lo otro. Éste es el riesgo del historicismo, que trata al texto reducidamente como un objeto de estudio científico, y no como un elemento que constituye y participa en la historia efectual. Así lo entiende Gadamer: «La tradición histórica sólo puede entenderse cuando se incluye en el pensamiento el hecho de que el progreso de las cosas continúa determinándole a uno, y el filólogo que trata con textos poéticos y filosóficos sabe muy bien que estos son inagotables. En ambos casos lo trasmitido muestra nuevos aspectos significativos en virtud de la continuación del acontecer». A causa de nuestra finitud es más que evidente que nosotros nunca podremos agotar todos los significados de un texto, y que otros que vengan detrás de nosotros podrán dar con otros nuevos sentidos que nosotros no estábamos siquiera en condiciones de entrever. Y así, conforme se va completando la comprensión que se tiene, la obra misma va desplegando todo su potencial de sentido, como digo mucho más allá de lo que quiso decir el autor. Por eso es un reduccionismo quedarse en las intenciones del autor, lo que no supone obviarlas. Para situarnos adecuadamente juega un papel fundamental la tradición.

3 de diciembre de 2024

De la forma-Ello a la forma-Tú en el individuo y en la sociedad

En la vida pública nos damos cuenta, con dolor creciente, de que las instituciones no generan vínculos sociales, no generan vida pública, vida cívica. En términos de Martin Buber —como veíamos— nos mantienen reductivamente en la esfera del Ello, entreteniéndonos con vivencias de todo tipo y técnicas facilitadoras de una vida cada vez más superficial. El Estado burocratizado trata de generar vínculos necesariamente ajenos a la dinámica verdadera del ser personal, ajena a la esfera del Tú, y que en el fondo desconoce. Incluso se propician agrupaciones de distinta índole de extraños entre sí, tratando que de modo resuelto aprendan a vivir juntos, a convivir, incluso apelando a sentimientos nobles banalmente vividos. Todo queda en el lado de allá, en la esfera del Ello, sin contacto con el de acá, con la esfera del Tú.

Esto es algo dramático, aun vivido con una sana intención. Porque la auténtica comunidad no se da porque la gente comparta sentimientos recíprocos, aunque tampoco puede haberla sin ellos. Pero su fundamento hay que buscarlo en otra parte: el auténtico vínculo humano, la auténtica relación, sólo se da cuando las personas comparten una misma relación con el centro viviente, en virtud de la cual comparten los mismos sentimientos arraigados en la experiencia originaria. ¡Ah, eso nos abre a otro mundo! Los sentimientos que generan vínculos no penden del mundo del Ello, siempre de superficie, sino de los que nacen de lo profundo de la experiencia personal de un encuentro con el misterio que nos desborda. «La comunidad se construye a partir de la viva relación recíproca, pero el maestro de obra es el vivo centro activo», dice Buber. Algo que ocurre no sólo en la vida pública, sino también y primariamente en la vida personal. El mismo esquema cabe establecer, por ejemplo, en el matrimonio, el cuál nunca se dará en toda su autenticidad mientras los cónyuges no se alimenten de ese Tú que cada uno debe haber experienciado originariamente por sí mismo, para luego compartirlo recíprocamente. Es la experiencia común del Tú lo que alimenta el matrimonio, no los sentimientos compartidos generados en la esfera del Ello; del mismo modo que es esa experiencia común lo que alimenta cualquier relación pública. Y es que la vida personal verdadera y la vida pública verdadera son las dos caras de una misma moneda. Compartir vivencias por sí mismas, compartir aficiones, compartir instituciones, difícilmente podrán establecer vínculos si todo ello no se realiza desde la experiencia originaria del encuentro. Un encuentro cuyo fundamento no se sitúa en lo externo, sino que se irradia desde el centro según distintas expresiones.

Las dos columnas de las sociedades contemporáneas, la economía y el Estado, deberían estar en guardia constante contra el imperio de la inmediatez, de la improvisación, del provecho propio en términos económicos y de poder. Para lo cual el único remedio es que el economista y el estadista hayan experienciado el encuentro originario. Sin él, los miembros de la sociedad siempre serán elementos, engranajes de una gran maquinaria que hay que emplear adecuadamente para sus fines. Algo que buena parte de la sociedad, ajena también a la experiencia originaria, ha aceptado: «¿acaso la evolución misma en la forma moderna del trabajo y en la forma moderna de la posesión no han borrado casi todo rastro de vida recíproca, de relación plena de sentido?». Si ésta se recuperara, los cimientos de nuestra sociedad globalizada ciertamente temblarían. Pero parece que el Ello se ha apoderado ya de la vida pública y personal, sin posibilidad de ser detenido; un Ello tirano en expansión que devora lo que entorpece su paso.

Quizá las cosas fueran diferentes si sobre la esfera del Ello, también necesaria para las personas —como decía—, sobrevolara la presencia del Tú. Si así fuera, las vivencias y los usos se darían de modo legítimo en tanto que están ligados a la relación, y sostenidos por ella. No hay nada inhumano mientras se mantenga en la esfera del Tú; todo lo que se salga de la esfera del Tú, se convierte en definitiva en un renegar de la vida, o peor, de la existencia. Nada de lo periférico puede suplantar lo central, ninguna vivencia del Ello puede suplantar el encuentro con el Tú. Cuando esa experiencia con el Tú se ha disfrutado, lo inhumano comienza a retroceder.

«Las estructuras de la vida humana comunitaria adquieren su vida a partir de la abundancia de la capacidad relacional que poseen sus miembros, y su forma auténtica a partir del vínculo de esta fuerza en el espíritu. El estadista o el economista que rinde tributo al espíritu no actúa superficialmente». Hace en la vida pública lo que hace en la personal, tratando de adecuar la experiencia originaria en su día a día, tanteando diariamente cómo no sucumbir al Ello, manteniendo actual la actitud de encuentro. Sólo es esta actitud la que nos puede rescatar de un mundo del Ello abandonado a sí mismo; todo lo demás será querer salir de las arenas movedizas estirándonos los pelos de nuestra cabeza. Sólo gracias a la experiencia originaria todo lo trabajado y poseído, siendo como es de la esfera del Ello, puede ser transfigurado como patencia de la esfera del Tú. Porque el espíritu del encuentro sólo es actuante en el mundo del Ello precisamente atravesándolo y transformándolo por la mano de los tus que viven alimentándose de la fuente originaria.

Al ser humano que porta la chispa del encuentro originario no le oprime la necesidad causal cuando vuelve al mundo del Ello. Pero cuando el mundo del Ello no está traspasado por la chispa vivificante y personalizante del Tú, enferma como el agua estancada, y se entroniza oprimiendo al ser humano como el gigantesco fantasma del pantano. «En la medida en que este se contenta con un mundo de objetos que para él ya no pueden llegar a ser una presencia, sucumbe a ese mundo. Entonces la causalidad habitual se agranda hasta tornarse fatalidad opresora, asfixiante».

26 de noviembre de 2024

Primeras experiencias sobre la electricidad y el magnetismo

Los fenómenos eléctricos y magnéticos se conocen desde antiguo, ya en la época clásica griega. De hecho, estos dos términos (‘electricidad’ y ‘magnetismo’) provienen de entonces. El primero se debe al nombre griego del ámbar (elektron), una resina vegetal que, al frotarla, producía unos fenómenos extraños; el segundo a un territorio del Asia Menor, Magnesia, en la que se encontraron unas piedras también con sorprendentes propiedades, por lo demás muy frecuentes en otras partes de nuestro planeta.

Sabido es que, en la modernidad, fue un tema controvertido si estos dos fenómenos eran independientes entre sí (que era la opinión generalizada, avalada por la autoridad de Coulomb a finales del siglo XVIII) o si, por el contrario, podían ser vinculados (tal y como Oersted demostró a comienzos del XIX). Curiosamente, en los primeros momentos de la antigüedad ya se asociaban entre sí, aunque desde luego no desde una interpretación adecuada, como explican Pérez y Varela. El famoso Tales de Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, del grupo de los conocidos como ‘filósofos de la naturaleza’, pensaba que, como al ser frotado el ámbar adquiría unas propiedades que le permitía atraer ciertos objetos, ello era porque, consecuencia de dicho frotamiento, se transformaba en magnético, adquiriendo las propiedades propias de estas piedras. Sí tenía un comportamiento análogo, sus causas no debían andar muy distantes. Aunque también observó que los materiales que atraía el ámbar eran distintos a los que atraía la magnetita: ésta sí que podía atraer pequeños trocitos metálicos, pero aquél no. Así que, en la práctica, ambos tipos de fenómenos quedaron separados en dos campos independientes.

Poco a poco, a lo largo de la historia, se fueron conociendo distintos aspectos y utilidades de estos fenómenos. El más conocido y universal seguramente fuera la brújula, introducida en Europa en torno al siglo XII; parece ser que ya en la cultura china se empleaba en torno al siglo IV a. C., exportándose a las culturas hindúes y árabes, desde donde se introdujo en Europa. Pues bien, a partir de entonces, se comenzaron a multiplicar pequeños y dispersos descubrimientos asociados tanto a la electricidad como al magnetismo, desde una perspectiva ―digamos― más científica, siendo conscientes de que la nuova scienza todavía quedaba un poco lejos (aunque si se pudo dar fue gracias a todas estas aportaciones y personajes que ya empezaron a aparecer durante la baja Edad Media).

Diferentes personajes fueron realizando pequeñas aportaciones. Por ejemplo, Pedro Peregrino de Maricourt, quien escribió en 1269 lo que puede ser considerado como el primer tratado científico sobre el magnetismo: logró averiguar las líneas de un campo magnético generado por un trocito esférico de magnetita, identificando sus polos, y comprobando a su vez que algunos polos se atraían entre sí y otros se repelían. Aunque trató de separar los polos magnéticos, se dio cuenta de que no podía, que no era posible, algo que efectivamente es así (a diferencia de lo que ocurre en la electricidad, que sí se pueden separar las cargas negativas de las positivas).

También ofreció instrucciones precisas para la confección de las brújulas, intuyendo que su eficacia se debía a algo externo a ellas, a los polos celestes, primer esbozo de lo que más tarde conoceremos como el campo magnético terrestre, y que fue descrito por primera vez en 1544 por George Hartmann, dando pie a la idea de que la Tierra era un gran imán.

En 1600, William Gilbert (médico personal de la reina Isabel I de Inglaterra) publicó De Magnete, donde expuso los resultados de sus estudios, en los que se describen cualitativamente la mayoría de las propiedades de los imanes. Observó, por ejemplo, cómo variaba la fuerza de atracción magnética con la distancia, y postuló que esta fuerza emanaba radialmente a modo de rayos, y en todas direcciones (idea que más tarde adoptaría Faraday). Recogiendo la idea de George Hartmann de que la Tierra podía ser considerada como un gran imán, se planteó si lo que causaba el movimiento de los planetas alrededor del Sol eran fuerzas de carácter magnético (teoría que ya se encargó Newton de desbaratarla unos cincuenta años después). Gilbert también tuvo especial relevancia en el avance de los estudios eléctricos; de hecho, fue él quien acuñó este término, ‘eléctrico’, a los fenómenos provocados por el ámbar. Con Gilbert se empezaron a sistematizar los conocimientos sobre este tipo de fenómenos, aunque, a partir de aquí, el magnetismo perdió interés, el cual se orientó hacia la electricidad, más ‘a mano’ para la investigación científica, se puede decir. De hecho, en su De Magnete ya aparece una metodología científica, un par de décadas antes de que la propusiera Francis Bacon; en este sentido, se le puede considerar también como un precursor de lo que no mucho después se llamaría nuova scienza.

El que ‘puso de moda’ en la época a la electricidad fue el alemán Otto von Guericke, conocido por sus experimentos con sus famosos ‘hemisferios de Magdeburgo’, que no eran sino dos semiesferas metálicas aplicadas la una contra la otra, vaciadas de aire, de modo que, al hacer ventosa, no podían ser separadas por mucha fuerza que se hiciera; incluso se probó tirando con dos caballos. Pues bien, von Guericke, de modo paralelo a Gilbert, propuso que el motivo de que los planetas girasen alrededor del sol eran fuerzas de carácter eléctrico. Aunque tampoco tuvo mucho éxito, sus trabajos iniciaron también el estudio sistemático de la electricidad.

Comenzaron a realizarse diferentes descubrimientos. En 1620, Nicolás Cabeo descubrió la repulsión eléctrica; en 1729, Stephen Gray descubrió que la electricidad se podía transportar mediante hilos metálicos, dividiendo a los materiales entre ‘conductores’ y ‘aislantes’; en 1733 se reconocieron dos tipos de electricidad por parte de du Fay, en función de los materiales sobre los que se daba: vítrea (por el vidrio) y resinosa (por el ámbar), con la característica de que, los cuerpos cargados con electricidad vítrea repelían a los que son como ellos, pero atraían a los resinosos.

La profundización en estos dos tipos de electricidad dará pie a los primeros intentos teóricos de dar razón de la naturaleza de la electricidad a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, articulada, como era costumbre en la época, en torno a la teoría de los fluidos. Así, a la luz de la teoría de du Fay, ambos modos de la electricidad (vítrea y resinosa) se adquiría en virtud de que se absorbían respectivamente el fluido vítreo y el resinoso: «cuando se frotaba el ámbar con una piel, el ámbar adquiría el fluido resinoso, mientras que la piel adquiría el fluido vítreo». Como ya vimos, era común dar razón de los fenómenos que no se conocían desde la presencia de ciertos fluidos misteriosos: el calor mediante el calórico, o la combustión mediante el flogisto. La primera batería no estaba lejana.

19 de noviembre de 2024

Sistema como modo de ser de la realidad metafísica

Nos hemos preguntado ―siguiendo el discurso de Driesch― hasta qué punto es lícito plantearnos las cualidades de lo real, partiendo de la base de las cualidades de la apariencia; es decir: hasta qué punto es legítimo hablar de lo ‘en sí’ partiendo del dato de un fenómeno empírico tal y como se nos hace presente. Ya hemos visto que ―en opinión de Driesch― esa pregunta carece de sentido, pues siempre que hablemos de cualidades de lo real, de lo ‘en sí’, para poder hablar de ellas han de convertirse en cualidades ‘para mí’ en tanto que han pasado a formar parte de mi experiencia, con lo cual pierde ese carácter trascendental, metafísico; en palabras de Driesch, para hablar en estos términos «debería ese ‘algo en sí’ hacerse antes un ‘algo para mí’», con lo cual ya no habría un ‘algo en sí’ de lo que hablar y de lo que analizar sus cualidades en tanto que ‘en sí’, pues se ha convertido en ‘algo para mí’.

Si nos damos cuenta, la profundización en la Naturaleza de las ciencias naturales de alguna manera tiene algo que ver con esto: vamos profundizando en lo que sean las cosas, pero siempre en el ámbito de lo fenoménico, de lo empírico, nunca (es imposible por definición de la metodología científica) se podrá dar científicamente (en el sentido de las ciencias naturales) al ámbito de lo metafísico. Por ejemplo, pensemos en la investigación sobre el carácter fotónico de los colores: no se puede decir que los fotones son más ‘en sí’ que los colores, que son más metafísicos; los fotones son tan fenómeno como los colores. Lo que nos lleva a la conclusión de que no es razonable pensar en términos concretos de la realidad en sí misma considerada, sino tan sólo en términos formales.

Lo metafísico deja de ser metafísico, lo ‘en sí’ deja de ser ‘en sí’, cuando empiezan a ser ‘para mí’, es decir, cuando se introducen en el ámbito de la materia y de la causalidad, del espacio y del tiempo. En este ámbito ―en el fenoménico― se dan una serie de relaciones, un entramado de causalidades y de funcionalidades de diversa índole que, según el principio de multiplicidad que hemos visto, no puede dejar de darse en el ámbito de lo real, como mínimo a un mismo nivel de complejidad. Otra cosa es cómo dar razón de ello sin caer en una contradicción. ¿Cómo lo hace Driesch?

Lo que él trata de hacer es dar razón metafísica de ese conjunto de relaciones del que nos hacemos eco en el ámbito de nuestra experiencia gnoseológica y aun vital; para ello ha hablado de un ámbito de la realidad (trascendental, metafísica) en el que podemos suponer que hay una trama de relaciones por lo menos igual de compleja que la que experimentamos en lo ‘para mí’; un ámbito no cósico, que no puede ser descrito según entes concretos sino en su dimensión formal. Pues bien: a ese ámbito lo denomina Driesch sistema. De lo trascendental no podemos saber qué es en concreto, pero parece razonable afirmar que es sistema; un ámbito, el de lo trascendental, que no creo que sea descabellado denominarlo ―en el sentido de Zubiri― mundo. Eso que en nuestra percepción cotidiana se nos presenta como se nos presenta, posee un correlato real que se puede denominar sistema o mundo. «No conocemos su modo de ser en sí, pero sabemos de él que aparece como espacio con todas sus relaciones y sabemos, además, que encierra en sí una riqueza de relaciones que en todo caso no es menor que la riqueza de formas espaciales y motóricas del Fenómeno». Y continúa Driesch: «Las particularidades y diferencias empírico-espaciales en el espacio son, pues, otras tantas especialidades y diferencias en lo real, desconocidas, claro es, en cuanto a su modo de ser en sí». Conocemos así un aspecto de lo real, aunque sólo sea en su aspecto formal. Resuena aquí una idea clave de la metafísica zubiriana, que veremos en su día: la de respectividad, respectividad mundanal.

12 de noviembre de 2024

Tipos de saber en el mundo griego (2 de 2)

Ya hemos visto cuál era para un griego el primer modo de saber, a la luz de la reflexión del joven Zubiri: discernir lo que es de lo que parece que es pero que no es. Pero por mucho que sepamos discernir que algo efectivamente es y no parece serlo, lo cierto que no sabemos lo que es. Con esto tiene que ver el segundo tipo de saber: definir. Esta es una necesidad que Platón vio claramente: «no es discernir lo que es de lo que parece, sino discernir lo que ‘es’ una cosa a diferencia de otra que ‘es’ también», dice Zubiri. Se trata de identificar lo que una cosa es positivamente, de decir ‘lo que es’, una vez ya discernido ‘que es’. Nosotros podemos saber que ese árbol es ciertamente un árbol, y que es un pino y no un abeto, pero hace falta saber qué es ser un pino.

Entra aquí en juego un desdoblamiento respecto a la cosa: esta cosa que es, y lo que es esta cosa; es un desdoblamiento entre la cosa y su idea. De lo que se trata aquí es de explicitar los distintos rasgos o propiedades que identificábamos en su aspecto, y que constituyen su fisonomía. Se trata, en definitiva, de definir la cosa. Discernir no es suficiente, es necesario definir también, algo temáticamente considerado por Platón.

De aquí surge una consideración nueva. Inicialmente el aspecto tenía que ver con el conjunto de rasgos que poseía una cosa, real y efectivamente, sentido que estaba inicialmente presente en la Idea platónica. Pero, teniendo esto en mente, y una vez establecida la Idea, pronto se observó que las cosas concretas cumplían mejor o peor los rasgos o propiedades que deberían tener siendo lo que eran; es decir, se aproximaban mejor o peor a su perfección. Una cosa posee los rasgos que posee, pero, ahora se observan a la luz de los rasgos que debería poseer. Los primeros están en la cosa, los segundos no; ¿dónde están? Pues en la Idea, que expresa la perfección de la cosa. De esta manera, las cosas reales concretas lo que hacen no es sino expresar o realizar en distintos grados la Idea que en ellas resplandece. La Idea se convirtió, pues, en lo esencial de las cosas: no sólo respecto a lo que es común a todas ellas, sino también y sobre todo a lo que deberían ser.

Esto nos lleva al tercer modo de saber, entender. Porque tampoco es esto suficiente, algo que mostró Aristóteles. «Discernir y definir nos describen un ‘mapa’, un paisaje; fundamentarían a lo sumo un saber descriptivo y esto no nos basta para constituir un auténtico saber, hace falta prolongar la descripción en una explicación. Saber no es sólo discernir y definir, saber es entender», explica Pons Doménech. Es decir: no nos basta saber de una cosa ‘que es’ ni ‘qué es’, sino también ‘por qué es’; es decir, por qué es lo que es, por qué y cómo ha llegado a constituirse en tal cosa y no en tal otra. Si hemos sido capaces de discernir que esa cosa es real y no una apariencia, y hemos sido capaces de definir sus rasgos y propiedades, ahora pasa por entender cómo siendo cosa, y siendo como es, cómo llega a ser así, cómo se originan sus rasgos y propiedades para dar lugar a esa cosa.

Aquí aparece un carácter muy diferente de la esencia. Ahora se trata de entender la esencia, no sólo como contenido de una definición, sino como lo que esencial y realmente constituye a esa cosa: «La idea, como ‘figura’, es lo que antes ‘configura’ a la cosa, le da su ‘forma’ propia, y con ella se establece con plena suficiencia y peculiaridad frente a las demás. Este ‘ser-propio-de’, esta ‘propiedad’ o ‘peculio’ y la ‘suficiencia’ que lleva aparejada es, como dice Zubiri, lo que el griego llamó ousía, sustancia de algo, en el sentido que la expresión tiene aún en español, cuando hablamos de ‘sustancia’ de gallina, de un guiso ‘sin sustancia’ o de una persona ‘insustancial’».

La idea ya no es el correlato de una definición, sino que es lo que físicamente hace ser a las cosas tal y como son. Cuando entendemos, sabemos la necesidad de que las cosas sean como son y, consecuentemente, por qué son así y no de otro modo, hemos averiguado su interna articulación en su venir a la existencia. Esto es de-mostrar, es decir, mostrar algo emergiendo necesariamente de aquello que constituye a la cosa mostrada: de-mostración no es primariamente una prueba racional, sino exhibir o mostrar la interna articulación de algo.

El saber demostrativo de una cosa está relacionado, pues, con el conocimiento necesario de la articulación de sus notas. Para demostrar esta necesidad de la articulación de las notas es preciso vincularlas con los principios de donde emergen y de los cuales son expresión. Todo lo cual no es únicamente algo del hombre, sino que también es de las cosas; que es de las cosas, y que el hombre puede aprehender de alguna manera. Hay algo en el pensamiento humano que presupone su apertura a las cosas, apertura que no es sino el supuesto mismo del conocer, y sin la cual el mismo conocer no tendría razón de ser.

29 de octubre de 2024

Tipos de saber en el mundo griego (1 de 2)

Ya en uno de sus primeros escritos, “¿Qué es saber?”, de 1935, publicado el año 1944 en Naturaleza, Historia, Dios, también en parte en “Filosofía y metafísica” publicado el 2020 en Sobre el problema de la filosofía y otros escritos (1932-1944), Zubiri se esfuerza por delimitar qué sea el saber filosófico ante otros modos de saber: principalmente ante el saber espontáneo y el científico. Y, para ello, se introduce en el asunto que da pie al título: qué es saber, partiendo del marco griego. Distingue tres tipos de saber que denomina discernir, definir y entender. Vamos a verlos; hoy veremos el primero, y la semana que viene los otros dos.

Saber es discernir. Para explicar qué es discernir, Zubiri parte de la idea cotidiana de que todos, más o menos, sabemos lo que son las cosas, somos capaces de identificarlas de modo espontáneo, porque descubrimos en ellas ciertos rasgos o propiedades que las caracterizan. Sabemos distinguir, por ejemplo, lo que es una pelota de lo que es una raqueta, sin mayor problema, y que la pelota es efectivamente una pelota (y no una alucinación). Pero no todo es tan fácil, pues no es infrecuente que se dé también el error, y ello en dos sentidos: porque a veces las cosas parecen algo que en realidad no son, y porque a veces las cosas parecen ser cuando en realidad no son. Efectivamente, en ocasiones las cosas parecen algo que en realidad no son, es decir, nos equivocamos al identificarlas. A este aspecto que presentan primariamente las cosas es a lo que en Grecia se conocía como eîdos, figura; de modo, que, cuando el eîdos de una cosa era patente, entonces nuestra identificación era verdadera. Y el caso es que el aspecto que nos permitía identificar a una cosa nos permitía a su vez identificar otras como ella; así, el aspecto no tenía tanto una connotación particular de ‘esta’ cosa en concreto, sino de todas las cosas similares a ella, de lo ‘típico’ de todas esas cosas. Pues bien, fue a esto a lo que Platón denominó Idea: «Idea no significa primariamente, como hoy, un acto mental, ni el contenido de un acto mental, sino el conjunto de esos rasgos fisonómicos o característicos de lo que una cosa es», explica Zubiri.

Ahora bien, y vamos con el segundo sentido: así, identificamos primeramente la cosa por lo que nuestros sentidos captan de ella, por su aspecto; pero, si profundizamos un poco, lo que denominamos ‘cosa’ es, para los sentidos, parecer tal cosa, sin poder llegar a decidir si lo es de veras o no. ¿Cómo saber ―como siglos después se preguntaría Descartes― que no es una alucinación, o que nuestros sentidos no nos están engañando? Pues porque el caso es que, además de los sentidos, tenemos un modo de tenerlas presentes diferente, un modo desde el cual tenemos una experiencia de ellas, pero no por lo que son por fuera, sino por lo que son ‘por dentro’; un saber que toca a su parte íntima: «no es la percepción de cada uno de sus caracteres, ni su suma o adición, sino algo que nos instala en lo que ella verdadera e íntimamente es, ‘una’ cosa que ‘es’ de veras, tal o cual, y no simplemente, lo ‘parece’. Una especie de sentido del ser». Nos damos cuenta, lo sabemos de algún modo, que eso es efectivamente una pelota y no es un espejismo, consecuencia del engaño de nuestros sentidos, o de ver 'en sombras'.

Es así como se puede discernir si, efectivamente una cosa es o tan sólo parece serlo. Esto y no otra cosa era la función del lógos: ‘decir’ las cosas que son, a diferencia de las que no son. Y éste es el primer tipo de saber: discernir lo que es de lo que parece que es pero que no es, algo temáticamente considerado por Parménides. La semana que viene hablaremos de los otros dos tipos griegos de saber: definir y entender.

22 de octubre de 2024

El espesor de nuestro comportamiento o la presencia de la persona

Wojtyla establecía dos categorías fundamentales en el comportamiento humano, a saber: ‘algo sucede en el hombre’ y ‘el hombre actúa’, y una preocupación presente en su reflexión era cómo articularlas, cómo integrarlas entre sí, algo que él hacía en torno a la activación. Esta integración se puede clarificar observando el análisis que realiza Savater de los motivos de nuestro comportamiento, algo que, si bien el filósofo español no se sitúa en el mismo problema que Wojtyla, su reflexión puede iluminarlo. En unas páginas de su Ética para Amador, analiza los motivos en base a los cuales realizamos nuestra conducta, motivos que no siempre coinciden con los que nosotros creemos que son. Él es consciente de que buena parte de nuestro comportamiento cotidiano se realiza en ‘piloto automático’, sin darle muchas vueltas al asunto, algo que es normal. El asunto pasa por averiguar cuánta presencia de nosotros mismos están en ese comportamiento.

Lo que hacemos habitualmente se debe a tres motivos principales, que él denomina: órdenes, costumbres y caprichos. El asunto pasa por discernir con cuánta fuerza nos vemos arrastrados por cada uno de ellos, con qué fuerza nos obligan a actuar. O ―dicho de otro modo― hasta qué punto estoy yo presente en las órdenes que sigo, en las costumbres a las que me adhiero o en los caprichos que persigo, y qué hay de mi mí en cada uno de los casos. ¿Por qué sigo una orden: por miedo al castigo o por respeto a la autoridad o a la sociedad? ¿Por qué hago lo propio con una costumbre: por el reconocimiento de los demás o por miedo a la segregación? ¿Por qué sigo a este capricho: porque me arrastra irremediablemente o porque pienso que es bueno para mí?

Obedecer órdenes, adherirse a costumbres, perseguir deseos, muy bien puede ser el equivalente a una vida cómoda, sin mayor compromiso por parte de cada cual; de hecho, generalizadamente lo es: es la sociedad del bienestar. Pero ¿lo es siempre?

Para reflexionar sobre ello, Savater se plantea qué ocurre en situaciones que se salen del guión, y en las que no hay nadie que nos ordene, no hay una costumbre establecida ni se da la presencia de un deseo explícito. Entonces uno tiene que buscarse la vida, tiene que inventar una conducta, ser creativo, porque ya no es posible atenerse a nada de lo anterior. En estos momentos, no hay órdenes que me digan cómo he de comportarme, no hay costumbres que me liberen de lo incierto, y difícilmente estaremos para satisfacer caprichos o deseos. Lo que se quiere es intentar salvar la situación del mejor modo posible, momento en el que entra en juego el ejercicio de nuestra libertad, libertad que interesa que estemos en disposición de ejercer del mejor modo posible, es decir, que tengamos mayor capacidad de visión, de acción y el ánimo lo suficientemente sereno para poder encontrarnos así. Y aquí sí que entra a formar parte de la trama nuestras posibilidades en tanto que personas.

Ello tiene que ver ―tal y como hablamos la otra noche en uno de nuestros encuentros de ‘Filosofía entre tapas y vinos’― con una mayor presencia de nosotros mismos. Quiero decir: por lo general, sobre todo cuando somos jóvenes, en ese comportamiento automatizado que realizamos cotidianamente no estamos muy presentes en tanto que personas; pero, resultado de la experiencia de la vida, de la maduración personal, pero también de la inquietud de cada cual de crecer como persona, con los años seguramente sigamos haciendo las mismas cosas o similares, pero el caso es que ya no las hacemos igual: se puede decir que hay una mayor presencia de nosotros mismos en eso que hacemos. Nuestras vidas van cogiendo así cierto espesor, cierta hondura, de modo que, aunque aparentemente se haga lo mismo, para nada se está igual.

En términos de Wojtyla, esto tiene que ver con el tránsito de la categoría ‘algo sucede en el hombre’ a la de ‘el hombre actúa’, en cuyo terreno intermedio situaba la activación. Efectivamente, la activación tiene que ver, no estrictamente con ‘algo sucede en el hombre’, pero sí que se aproxima a ella, pues se refiere a esa conducta humana que se realiza sin mayor consideración, una conducta que adoptamos sin mayor conciencia. Conforme se va ganando presencia, se pasa de la activación a la acción, entrando en la categoría ‘el hombre actúa’. Un modo de darse la activación en la que todavía no hay una presencia propia como tal, tiene que ver con que sencillamente seguimos órdenes, nos adherimos a costumbres o satisfacemos caprichos, es decir, conductas en las que no estamos del todo implicados, sino que ‘nos dejamos llevar’; en ‘el hombre actúa’, también hay algo de eso, pero no igual, pues nuestra presencia va adquiriendo peso en esa activación, transformándola poco a poco en acción. Una misma conducta puede ser bien una activación, bien una acción: depende la presencia de la persona en ella. Una presencia que nunca llegará a ser plena, pero que está en nuestras manos tratar de ir incrementándola paulatinamente. Ello supone un incremento de nuestra libertad la cual pasa, no sólo por decidir, sino por ser conscientes de que estamos decidiéndonos, dándonos cuenta de todo lo que ahí está implicado.

15 de octubre de 2024

La reflexión sobre la historia

Decía Jaspers en “La historia de la humanidad”, un capítulo muy interesante de La filosofía desde el punto de vista de la existencia, que la historia es «la realidad más esencial para nuestro cerciorarnos de nosotros mismos». En su opinión, sólo la historia puede abrirnos al vastísimo horizonte de la humanidad, y sólo de ella podemos conocer el contenido de nuestra tradición en la que, en definitiva, se funda nuestra vida, y en base a la cual medimos lo presente. Gracias a la historia podemos salir del marco de nuestras creencias, muchas de ellas no conscientes, permitiendo que nos elevemos sobre nosotros mismos y sobre nuestro modo concreto y contextualizado de existir, abriéndonos las más altas posibilidades para la vida. Dice bellamente: «No podemos emplear mejor nuestros ocios que en familiarizarnos con las glorias del pasado y el espectáculo de la fatalidad en que todo sucumbe. Lo que nos pasa al presente lo comprendemos mejor en el espejo de la historia. Lo que transmite la historia nos resulta vivo en vista de nuestra propia época. Nuestra vida avanza en medio de las luces que se cruzan entre el pasado y el presente».

A algo así se refiere Javier Gomá cuando, en Universal concreto, nos dice que el ciudadano culto no es aquél que ‘sabe mucha Historia’, sino el que tiene conciencia histórica, es decir, el que «comprende que el elemento de lo humano es un fluido dinámico en permanente discurrir». La visión cotidiana de las cosas no se suele plantear de dónde han venido o por qué son así; la visión educada en este sentido ―continúa Gomá― es consciente de que esto es así, pero muy bien podría no serlo: bien siendo de otra manera, bien, sencillamente, no habiendo ocurrido. Y es cuando se asume esta incertidumbre propia de un estado de cosas, tanto por lo que se refiere a de dónde viene como hacia dónde va, cuando uno se sitúa intelectualmente de modo adecuado para poder hacer un análisis y una valoración. Porque, si bien el comportamiento humano es inespecífico y se mueve entre posibilidades, no está escrito en ningún lado que dé igual entre qué posibilidades se juegue una partida, ni cuál sea la efectiva. No todas las posibilidades tienen igual valor: basta con que cada uno mire a su propia vida.

La historia nos ayuda a concretar tantas teorías que, desde una especulación meramente filosófica, fácilmente pueden guarecerse en el nimbo de lo abstracto. Pero no tiene por qué ser así. Ella nos contrasta con la condición humana, nos ayuda a enfrentarnos a lo concreto de nuestro día a día, nos permite sentir una existencia ‘mordida por el tiempo’, como gustaba decir Eugenio d’Ors. La filosofía de la historia tiene como objeto reflexionar sobre todo aquello de lo que se ha hecho eco la historia y el modo en que lo ha hecho; intenta mirar más allá de la propia historia, trata de establecer nexos de sentido haciendo de la multiplicidad de hechos que se suceden en el tiempo una historia universal.

Así es como, por ejemplo, Jaspers entiende los grandes hitos que desgajan el continuo que es la presencia humana sobre la Tierra en distintas etapas. El primero tiene que ver con la invención de instrumentos, de la técnica, con el manejo del fuego y de los útiles, edad prometeica en virtud de la cual el hombre se volvió por primera vez hombre, «frente a un ser humano sólo biológico que no podemos representarnos». Cómo era el ser humano durante aquella primera época en la que ya dejó de estar enclasado diferenciándose de las especies evolutivamente previas, comenzando a ser humano, siempre será una incógnita. El segundo hito es la génesis de las grandes culturas entre el 5.000 y el 3.000 a. de C., tanto en el Fértil Creciente (Egipto, Mesopotamia) como en el Extremo Oriente (el Indo y, algo más tarde, China). El tercer hito tiene que ver con el despertar espiritual de la humanidad, durante el último milenio antes de Cristo, entre los años 800 y 200; se da entonces, y de manera simultánea, una cimentación espiritual tanto en Palestina o Grecia, como en Persia, India o China. Jaspers entiende que el cuarto se articula en torno al conocimiento científico, desarrollándose in crescendo, desde finales de la Edad Media hasta la actualidad, consolidándose durante los siglos XVII y XVIII, hasta llegar al desarrollo vertiginoso que sigue en nuestra época. Lo que no es óbice para que haya ‘líneas locales’ de desarrollo histórico, lo que nos lleva al problema de su comprensión.

8 de octubre de 2024

La entropía de la vida

Veíamos cómo un ‘trozo de materia viva’ tiene un comportamiento muy diferente a un ‘trozo de materia inerte’, no tanto en sentido existencial, sino que, siguiendo el hilo del pensamiento de Schrödinger, en términos termodinámicos. Efectivamente, mientras la materia inerte tiende a aumentar la entropía, la viva hace lo contrario, la disminuye. ¿Cómo es eso? Sabido es que, todo organismo, realiza distintas funciones para mantenerse en vida: se alimenta, respira, etc. Lo que no nos lleva sino a retrotraer la pregunta: ¿cómo puede, en base a qué, un organismo es capaz de realizar dichas funciones?, ¿qué posee un organismo que es capaz de metabolizar todos esos recursos, con la consecuencia de disminuir su entropía?

Como vemos, desde un punto de vista físico, ocurre en los organismos algo que contradice la dinámica generalizada de la naturaleza. Todo lo que ocurre en ésta supone un incremento de la entropía en esa parte del mundo en que acontece; en principio esto es algo de lo que debería participar también todo sistema orgánico, aproximándose paulatinamente a ese estado de entropía máxima que sería su muerte, como parece que el universo tiende hacia ese estado de muerte entrópica. ¿Cómo lo evita? Pues invirtiendo el proceso entrópico, haciendo decrecer en sí mismo este aumento de la entropía, para lo cual se abastece de la entropía negativa que encuentra a su alrededor: por decirlo así, un organismo se alimenta de entropía negativa. De esta manera puede aplazar la consecución del estado inerte de entropía máxima. Schrödinger explica un ejemplo intuitivo: ocurre aquí lo mismo que a un montón de papeles encima de una mesa, que tienden a desordenarse, y hace falta una persona que continuamente los vaya ordenando para que sigan siendo útiles y ofreciendo posibilidades de trabajo. Algo así hace el organismo con los ‘papeles’ que encuentra a su alrededor.

Pues bien, en la medida en que un organismo tenga más posibilidades para atrapar la entropía negativa de su entorno, tendrá más posibilidades de mantenerse vivo. Si la entropía es la medida del desorden, su inversa será la medida del orden; «en esta forma, la treta mediante la cual un organismo se mantiene en estado estacionario, a un nivel admirablemente elevado de orden (un nivel admirablemente bajo de entropía) consiste, en realidad, en absorber continuamente el orden del ambiente que lo rodea», dice Schrödinger.

Después de emplear este orden que roba del entorno, lo devuelve al entorno mucho más degradado, aunque no del todo, ya que sus excrementos y restos pueden ser utilizados por otros organismos vivos. Podemos decir en este sentido, que la luz solar es el gran suministro de ‘entropía negativa’ para las plantas. Para realizar esta tarea, no es posible pensar la materia viva tal y como pensamos habitualmente la inerte: es necesario comprenderla sin sujetarse a las leyes ordinarias de la física y de la química. Con esto no quiere decir Schrödinger que haya que buscar una causa extraordinaria, una ‘fuerza oculta’ o algo similar, que se encargaría de dirigir el comportamiento de cada uno de los átomos que la componen según unos cauces determinados en el seno del organismo viviente, sino porque su estructura es diversa en tanto que materia viva a la de la materia inerte, y hay que comprenderla en su diversidad. Sería algo así como si un ingeniero térmico quisiera conocer cómo funciona un motor eléctrico: no podrá comprender los principios en virtud de los cuales funciona, pues precisa cambiar la clave.

1 de octubre de 2024

Por qué la filosofía

Como muy bien se hace eco Karl Jaspers en su pequeño gran libro La filosofía desde el punto de vista de la existencia, qué sea la filosofía, así como el valor que pueda tener, son cosa harto discutida, ante lo cual existen posturas polarmente opuestas: unos esperan de ella ‘revelaciones extraordinarias’, mientras que otros la dejan ‘indiferentemente al margen’, como un pensar que no tiene objeto o que poco puede aportar. Dice literalmente: «Se la mira con respeto, como el importante quehacer de unos hombres insólitos o bien se la desprecia como el superfluo cavilar de unos soñadores. Se la tiene por una cosa que interesa a todos y que por tanto debe ser en el fondo simple y comprensible, o bien se la tiene por tan difícil que es una desesperación el ocuparse con ella».
 
Pero también cabe una postura intermedia. Suele ocurrir que, en los asuntos filosóficos, muchos se tengan por competentes. No pocos problemas filosóficos nos son familiares, pues tienen que ver con nuestras vidas, motivo por el cual nos pueden parecer cercanos: asuntos como la vida y la muerte, la existencia, la educación, el arte, la ética, la sociedad, etc., forman parte de nuestros día a día y, por lo general, nos solemos hacer una opinión de todo ello que nos suele ser suficiente: pocas veces nos paramos a investigar o a profundizar más; no suele hacernos falta, entre otras cosas, escuchar a los filósofos. Aquí se produce una diferencia interesante entre las simpatías que despiertan la filosofía y la ciencia. Damos por hecho que para comprender los problemas científicos uno debe estudiar y prepararse porque, por lo general, apenas entendemos nada; no por ello dejamos de admirar a los científicos, con sus complicadas y extrañas teorías que nos fascinan. Con los asuntos filosóficos ocurre algo diferente: no los vemos ―por lo general― como algo que sólo gente preparada puede hablar de ellos desde su enfoque especializado, sino que solemos sentirnos perfectamente capaces para hablar de ellos, o de intervenir en los debates que sobre ellos se den, como si la misma experiencia de la vida nos habilitase para ello. Algo hay de esto, sí, pues a esto se añade que la filosofía, si se precia de ser tal, debe tener algo que ver con la vida, con las personas, salvo que se pretenda que quede recluida en la mente de unos pocos eruditos encerrados en su fortaleza abstracta e ideal. Ello propicia que su objeto de estudio pertenezca de facto a la vida de cada cual, lo que parece que da suficiente preparación para hablar de tú a tú con aquellos que llevan mucho tiempo pensándolo. A nadie de a pie se le ocurre discutir con un físico sobre la expresión matemática de la mecánica cuántica, pero sí que es más sencillo que se discuta con un filósofo sobre el factum moral kantiano, por ejemplo. Con ello no quiero dar a entender que va de suyo que los filósofos sean reconocidos como grandes eruditos a los que haya que idolatrar, nada más lejos de mi intención, pero sí, por lo menos, que se les tenga cierto respeto, independientemente de que se esté más o menos de acuerdo con ellos, que se les escuche con cierta consideración. Por su parte, entiendo que es una buena práctica para todo filósofo hacerse entender por todos, consciente de que sus problemas preocupan a muchos (no es así en la física, ciertamente) y sabiendo, cuando así se requiera, salir de su lenguaje más técnico para poder llegar a personas no especializadas. Algo que para nada es sencillo, lo que tampoco nos debería extrañar: tampoco entendemos con facilidad la teoría de cuerdas, o todo el comercio proteínico que se da en el despliegue del código genético.

Y esto me lleva a una segunda cuestión. Los filósofos no tienen respuesta para todo, ni mucho menos; pero creo que, si se toman en serio su tarea, cuentan con cierta ventaja, o cuanto menos con cierto bagaje, como es el haber pensado largo y tendido los diferentes problemas, así como haber leído la postura de tantos y tantos pensadores. Haberlos pensado los problemas, sobre todo, en ‘primera persona’. Porque el ejercicio filosófico, para ser tal, debe ser llevado a cabo por cada cual, implicándose vitalmente, yendo a una con su problemático existir. El conocimiento filosófico no se aprende como se aprenden los ríos de España o la tabla de multiplicar, sino que debe pasar por uno, cada uno debe rehacer lo que otros ya hicieron, tamizarlo a través sus propias entrañas. Posee en este sentido una dimensión experiencial que nadie puede soslayar, y que nadie puede hacerla por uno mismo. Si uno no filosofa por sí mismo hasta lo hondo de su ser, si uno no filosofa desde su sí-mismo, no es un filósofo, sino, tal vez, un filosofero, como ya denunciara Unamuno. Podrá hablar de asuntos filosóficos, pero no ser filósofo.

Es muy diferente hacerse eco de los problemas filosóficos durante largo tiempo y en primera persona, a hacerlo de modo meramente teórico, o accidentalmente en una conversación. En primer lugar, es muy diferente para el propio protagonista, pues ciertamente su vida se ve afectada por ello, dotándole de una perspectiva y sensibilidad diversas. Y, en segundo lugar, porque su modo de tratar dichos problemas, en diálogo con tantos y tantos autores de toda la historia, creo que es sin duda fuente de riqueza. Valga esto como una invitación a que, cualquier persona con inquietud para comprender en profundidad a la realidad, o a la vida, intenten dar el salto. Porque es una pena que esta inquietud del auténtico filosofar no esté más extendida. Por lo general, perdemos esta inquietud originaria por los problemas bien pronto, situándonos con la edad tras los barrotes de lo conveniente y de lo convencional, siendo presos de las opiniones corrientes, desplazando todo aquello que no sea de utilidad para nuestro día a día. Sí, en ocasiones nos pueden sobrevenir intuiciones o inquietudes que nos sacan de lo habitual, aunque rápidamente las ocultamos bajo nuestras ocupaciones cotidianas.

Pero el caso es que las cuestiones filosóficas siguen estando ahí, se nos imponen, por mucho que les hagamos caso omiso: en la sabiduría popular, en las ideas políticas, en los problemas del mundo… aflorando especialmente en momentos difíciles de la vida. Y es que todo lo que tiene que ver con lo humano pertenece a la filosofía; por poco caso que le hagamos, no podemos escapar de ella. Por este motivo, hablamos de asuntos filosóficos con frecuencia, independientemente de que con facilidad prefiramos despacharlos con cualquier ocurrencia antes que pensarlos con dedicación. Porque pensar filosóficamente cuesta cierto esfuerzo, y no siempre uno está en disposición o con ganas de acometerlo.

24 de septiembre de 2024

Justificación de la primera ley de la termodinámica

Robert Mayer y James Prescott Joule no fueron sino dos de los varios protagonistas de esta época iniciática de la termodinámica, que se puede datar entre 1832 y 1854. En todos ellos latía la convicción de que la energía podía intercambiarse entre sus diversas formas, ganando pulso poco a poco (en algunos de modo más explícito) la convicción de que la energía se conservaba, es decir, que la energía entrante en un sistema (o la suma de ellas) era equivalente a la que salía emitida (en todas sus formas). Esto no fue gratuito, sino que esta convicción salía de la experiencia acumulada, cada vez mayor, no sólo de los experimentos en los laboratorios, sino del uso de máquinas y motores que se estaban empezando a desarrollar.

Pero bueno, vamos a dar un paso más, continuando con los experimentos de Joule. A la vista de lo que vimos surge una cuestión añadida, como es si el resultado final del sistema depende del proceso mediante el cual se ha conseguido calentarlo. Es decir: si en vez de utilizar el trabajo generado por unas pesas externas para calentar el agua, se utilizara otro procedimiento, ¿se conseguiría el mismo resultado? Joule consiguió que el agua elevara su temperatura cambiando mecánicamente su estado, pero quizá también se podría obtener el mismo resultado poniendo en contacto el agua con otro sistema más caliente, por ejemplo, introduciendo o aproximando una bola de hierro candente. En este caso el agua se calentaría sin que haya habido una variación de trabajo en el ambiente, únicamente por la variación del estado del otro sistema, que se habrá enfriado: se habrá pasado calor de la bola de hierro al agua del depósito. El asunto es si en ambos casos el flujo de energía es el mismo.

Pues bien, se puede postular que la energía absorbida por el agua es la mismo tanto en el caso de la transformación adiabática de las pesas, como en el caso de la transferencia energética desde el otro sistema. Es decir, ajustando los valores, el cambio de temperatura del agua supone un cambio de energía que se puede obtener tanto por el trabajo que desaparece de las pesas como por el calor desprendido por la bola de hierro. O, dicho de otro modo: por el enfriamiento de la bola de hierro se genera una energía, energía que también puede ser generada por el trabajo de las pesas, y que en definitiva es la que le llega al agua calentándola y aumentando su temperatura.

Del mismo modo que, en el anterior caso, se mostró que el trabajo que desaparecía de las pesas se transmitía al agua aumentando su energía, se puede mostrar que la bola de hierro al enfriarse emite también una cantidad de energía tal (en forma de calor) que es la misma que absorbe el agua para alcanzar la misma temperatura. Para comprobarlo, basta calcular ésta (la energía que ha emitido la bola de hierro) midiendo (con otro experimento tipo Joule) cuánto trabajo sería necesario para devolver a la bola a su estado inicial. Si el postulado es correcto, el trabajo necesario para calentar la bola hasta su estado inicial será el mismo que el que se empleó en su momento para variar la energía del agua, en el primer experimento de Joule. Los resultados confirman que así es.

¿Por qué digo todo esto? Pues porque nos lleva a dos observaciones muy importantes. La primera tiene que ver con el hecho de que la energía interna del sistema es una función de estado, es decir, que sólo describe el estado de un sistema (o su variación), independientemente de los procesos a partir de los cuales el sistema llegó a dichos estados. Ello se puede expresar de otro modo: que tiene sentido afirmar que un sistema tiene en un momento dado una cantidad determinada de energía interna, sea la que sea, y que esa cantidad de energía se puede modificar, sea como sea.

La segunda observación que comentaba tiene que ver con un concepto nuevo relacionado con el segundo experimento, en el que un sistema más caliente calentaba a nuestra agua; a esta energía transferida de B a A y que no es originada mecánicamente se denomina calor, el cual es de alguna manera equivalente a un trabajo (lo acabamos de ver). Si es así, podemos incluir este nuevo término en la expresión que ya vimos (E₂ - E₁ = -W), ahora con signo positivo, ya que hay un aporte directo de calor. A diferencia de lo que ocurría con el trabajo, se suele tomar como criterio que, si hay una transferencia neta de calor hacia el sistema, su signo es positivo, y si es el sistema el que emite calor, será negativo. La expresión quedará, pues, como sigue:

∆E = E₂ - E₁ = Q - W

El estado energético de un sistema, o mejor, la variación de energía de un sistema depende de los flujos de energía calorífica y mecánica que absorbe o emite. Lo que nos lleva a una tercera observación, como es que hablar de energía calorífica, o mecánica, o del tipo que sea, no deja de ser una arbitrariedad en función de los efectos que produce según el sistema sobre el que recae porque, en el fondo, hay una equivalencia entre sus distintas manifestaciones. El concepto de energía es un concepto más amplio, la cual se puede manifestar de diversos modos. Esto es algo que hoy en día nos es muy familiar, pero en la época para nada era así. Fue en estas décadas cuando se comenzaron a descubrir, conocer y comprender procesos de transformación de energía, como la pila de Volta (conversión de energía química en eléctrica), la bombilla de Edison (conversión de energía eléctrica en lumínica, y calorífica), la inducción electromagnética (conversión de energía eléctrica y magnética gracias a los trabajos de Oersted y Faraday), la máquina de vapor (conversión de energía calorífica en mecánica), etc. Todo ello fue ya dibujando lo que sería el principio de conservación de la energía.

Dos años antes de que Joule publicase los resultados de sus trabajos, uno de los investigadores más polifacéticos de la época, Hermann von Helmholtz, expuso en un artículo el año 1847 que, aunque vinculado al ámbito de la medicina, está relacionado con nuestro tema, concluyendo que la Naturaleza debía poseer una cantidad de energía que no puede aumentar ni disminuir, sino que es la que es, siempre la misma, independientemente de que pueda cambiar de forma. Con algo de esto tiene que ver la primera ley de la termodinámica que, siguiendo nuestro discurso, puede quedar expresada en los términos que siguen: el cambio en la energía total entre dos estados de un sistema cerrado es equivalente al trabajo adiabático necesario para llevar al sistema de un estado al otro, más la resultante neta de la transferencia de calor hacia o desde el sistema en cuestión. O, dicho de modo más sencillo, como la explica Pérez Izquierdo: «la energía interna de un sistema físico aumenta en la misma proporción que se le da calor y disminuye en la misma proporción que realiza trabajo».

17 de septiembre de 2024

La conciencia estética o el desenfoque interesado de la atención

Del esquema que tenía trazado quedaba pendiente reflexionar un asunto: el que se refiere a ese gran enemigo de lo estético que es el interés práctico. La conciencia general, la conciencia habitual según la cual estamos situados en la vida, es la gran enemiga de la conciencia estética. ¿Por qué? Y, si esto es así, ¿cómo podemos iniciar el tránsito hacia lo estético, partiendo de nuestro estar habitual en la vida?

Decíamos que la percepción, en nuestro trato cotidiano con las cosas, y una vez identificado el objeto, se torna prescindible, secundaria, pues ya ha cumplido su papel. Cuando entra en juego cualquier concepto, el objeto se hace presente desde instancias ajenas a su percepción. Sólo percibimos del objeto lo mínimo necesario para identificarlo, bien para un uso conceptual, bien para un uso práctico. Entra en escena el tan temido por no pocos filósofos ‘interés’, desplazando lo estético de la percepción en aras de la eficiencia práctica o del empleo conceptual. Ello propicia que no percibamos al objeto en su totalidad, pues ello supondría una pérdida de tiempo: ¿para qué, si ya sé a qué atenerme con él? En la conciencia general, lo familiar desplaza a lo originario. Aparece en la percepción una acentuación de ciertos aspectos, un enderezamiento de la atención que preselecciona una información en detrimento de otra, aparecen elementos valorativos que se distinguen fácilmente y que recortan lo percibido en beneficio de lo buscado. Algo que ocurre análogamente cuando nuestro estado de ánimo se nos impone.

La percepción interesada ―en sentido amplio― es muy frecuente en la vida cotidiana; quizá sea la más frecuente, dado el carácter de eficacia con que dotamos a nuestra vida. Se puede decir que la percepción cotidiana es una percepción interesada, ya que está al servicio de la vida del sujeto, tal y como de hecho acontece en cualquier especie animal. Tanto es así que nos genera violencia pensar en una percepción desinteresada, no nos es fácil ni de comprender ni de llevar a cabo, dado que el interés vital ―digamos― es generalizado. Ello supone uno de los principales enemigos de la percepción estética ya que, en aras de la eficiencia, se opone frontalmente a ella.

Este fenómeno no es algo superfluo, sino que es central en nuestras vidas. Se puede afirmar que es a estos significados y usos de las cosas a los que se dirige habitualmente nuestra percepción; y es a su identificación a lo que dirigimos la atención, permaneciendo en un objeto o pasando al siguiente en función del éxito de dicho cometido. Lo percibido directamente se hace secundario, prescindible si pudiera ser el caso, pues nuestra percepción trata de obviarlo en busca de lo ‘fundamentalmente distinto’ para identificarlo lo más rápidamente posible, diferenciándolo del resto.

Y así, apenas hemos puesto nuestra atención en todo lo otro, en lo sensible que hay ‘de más’, y que no nos interesa; «por así decirlo, sólo lo rozamos al pasar la vista sobre ello como algo inesencial, transparente», dice Hartmann. Y el caso es que es en ‘todo eso que hay demás’ donde comienza a abrírsenos el ámbito de lo estético, no antes. Paradójicamente, es cuando distraemos nuestra atención cuando empezamos a atender un mundo por descubrir.

Algo análogo ocurre en la percepción anímica: enseguida enderezamos nuestra atención hacia aquello que nos es más familiar y que se nos aparece con mayor concreción, permitiéndonos identificar lo más rápidamente cómo se encuentra el otro. Por lo general, y siguiendo el principio al que Hume denominó ‘asociación’, tendemos a vincular determinadas expresiones con determinados rasgos del carácter: identificamos la bondad, la determinación, la tristeza o la esperanza con ciertas imágenes de un rostro. Por muy expuesto a errores que esté este fenómeno, es el modo en que usualmente solemos hacernos eco del estado anímico de alguien. Es algo que hacemos continuamente en base a nuestra experiencia, y que con más facilidad hacemos cuanta más experiencia tenemos al respecto. Ello nos lleva a cierta precipitación, en el sentido de que ya dejamos de percibir al otro, no nos demoramos en él, sino que nos basta ya con lo percibido, y en seguida acometemos una nueva tarea, una nueva percepción.

La conciencia estética comienza cuando somos capaces de trascender el interés en la percepción propio de una conciencia general, cuando somos capaces de demorarnos en lo percibido; algo que, si bien al principio nos genera violencia y ansiedad, poco a poco no sólo nos ofrecerá una riqueza insospechada desvelando un mundo invisible hasta entonces, sino que ello irá acompañado de una fruición indescriptible e inefable, nada que ver con los sentimientos y emociones que hasta ese momento nos haya ofrecido nuestro trato objetivo con el mundo.

10 de septiembre de 2024

Los sistemas no lineales: azarosos o complejos

Los sistemas más sencillos de la naturaleza suelen ser de carácter lineal: en ellos todo suele estar ―digamos― en orden, de modo que las modificaciones suelen tener efectos proporcionales a sus factores desencadenantes (bien inhibiendo, bien activando el sistema). Pero no todos los sistemas son así: más bien al contrario, seguramente son los menos frecuentes ya que, conforme los sistemas crecen y se complican, el posible carácter inicialmente lineal difícilmente se mantiene. Y la diferencia en las respectivas dinámicas es más que relevante, pues unos y otros nos llevan a situaciones muy distintas, tan distintas como pueden ser los fenómenos de una sinapsis neuronal o de una tormenta.
  
En estos sistemas más complicados no necesariamente se pierde el carácter lineal, sino que, por su propio modo de ser y de comportarse, es difícil de seguir dicha linealidad, dificultando, por no decir imposibilitando, predecir su comportamiento. Su complicación tiene que ver con el hecho de que cuentan con distintas variables que se integran entre sí, y que se influyen recíprocamente; en ellos la materia aparece estratificada por niveles, estableciéndose relaciones y causalidades tanto en el seno de cada nivel como en la relación entre los distintos niveles. Así, no es que su comportamiento sea impredecible per se, sino que, si esto es así, es porque la causalidad se complica tanto que no es posible ‘seguirla’ en su proceso causal. Por este mismo motivo, cualquier modificación en sus condiciones de contorno tendrá consecuencias imprevisibles en el comportamiento del sistema. No obstante, no hay que perder de vista que la distinción entre sistemas lineales y complejos no se debe tanto a la complicación del sistema como a su comportamiento; de hecho, un sistema complejo famoso es el formado por tres barras moviéndose articuladas entre sí, bastante sencillo en cuanto tal.

Dentro de lo que son los sistemas complejos, creo que sería oportuno hacer una distinción, que es la que se da entre los sistemas que Lorenz tenía en mente cuando hablaba del efecto mariposa, y otros fenómenos que también forman parte de nuestras vidas cotidianas, y que solemos etiquetar bajo el concepto de ‘azarosos’. Me refiero, por ejemplo, a lanzar al aire una moneda, o un dado. En ellos, algo hay del comportamiento complejo, pero parece que no del todo. ¿En qué sentido cabe interpretar ese ‘no del todo'? En mi opinión, ello es debido al número de casos posibles, que en estos casos azarosos es muy concreto: cara o cruz, o del uno al seis. Lo cual no debe despistarnos sobre su carácter complejo.

Pensemos en el lanzamiento de una moneda. En una primera aproximación, parece que en este sistema haya pocas variables, pero el caso es que no es así exactamente: podemos pensar, en su peso y tamaño, la rigidez de su material, la fuerza con que se lance, o su punto de aplicación, la rugosidad de sus caras, la distribución de su masa, las irregularidades en su contorno que la alejan de un círculo perfecto, la dureza de la superficie sobre la que cae, etc. Y algo similar pasa cuando pensamos en el número de casos posibles: pensamos que sólo son dos (cara o cruz, si no contamos que caiga de canto), pero esto no es exacto, porque muy bien se podría considerar el lugar en el que va a caer, el tiempo que va a tardar, cómo vayan a ser sus rebotes con el suelo, etc. Si queremos prever el resultado, sí, saldrá cara o cruz, pero otra cosa es, por ejemplo, predecir dónde va a caer la moneda: no hay manera de prever con seguridad el lugar exacto en el que la moneda detendrá su movimiento. Lo mismo cabe decir con un dado, o con la ruleta, etc. Ciertamente, estos sistemas tienen mucho de complejos, pero, desde una perspectiva cotidiana, entendemos que los casos posibles son pocos; a diferencia de ellos, los sistemas complejos se caracterizan, independientemente del número de variables que tengan, porque sus resultados sí que son indefinidos. De hecho, se ha demostrado que con sólo tres variables ya se puede dar un comportamiento impredecible; famoso es el problema de los tres cuerpos. Es aquí donde cabe situar la diferencia. Porque en el primer caso, llamémosles sistemas azarosos, a pesar de nunca saber cómo va a terminar la cosa sí que sabemos que ha de terminar con uno de los casos posibles fácilmente identificable (vistos así, reduccionistamente); comportamiento que es fácilmente predecible estadísticamente con una fiabilidad sorprendente. Independientemente de que, en los otros, en los complejos, también hay un soporte matemático extraordinario, sin duda se trata de cálculos más complicados y no tan fiables como los azarosos, y no tenemos para nada tanta seguridad en la predicción de sus resultados.

Creo que es razonable denominarlos así: a los primeros azarosos y a los segundos complejos; de los primeros podemos prever de alguna manera (estadísticamente) su resultado, de los segundos es más difícil (aunque se está avanzando mucho en su definición matemática, motivo por el cual la predicción meteorológica es cada vez más fiable). Pero no se puede dejar de advertir que es una distinción ―digamos― arbitraria, pues lo cierto es que en los azarosos hay un momento de complejidad, y en los complejos un momento de azar. Pero bueno, sirva la distinción.

3 de septiembre de 2024

El tránsito a una razón experiencial

Habitación de hotel (Edward Hopper, 1931)
Decíamos que la experiencia tiene que ver con el modo en que las personas estamos en el mundo. Cada persona está en el mundo y se relaciona con cosas y personas, de todo lo cual adquiere una experiencia, lo experiencia. Esta experiencia tiene la doble dimensión de ser individual (cada cual tiene la suya, aunque se encuentre en la misma situación que otro) y de ser procesual, y ello en dos sentidos: en el de que cada experiencia deviene en el tiempo, no es instantánea, y en el de que es algo que nos acompaña durante todas nuestras vidas, nuestras vidas son experienciales, quizá una única experiencia que se extiende a lo largo de toda la existencia y que se va modulando según las distintas situaciones. La experiencia no es algo primariamente cognitivo, sino que es de la persona en total, considerada holísticamente: seamos más o menos conscientes, continuamente estamos teniendo experiencias que nos afectan en grado mayor de lo que nos damos cuenta, mediante procesos que se escapan a la consciencia: tanto lo que hacemos como lo que nos pasa nos afecta, las más de las veces mediante procesos no conscientes.

Es más o menos fácil hacernos eco de lo que supone la experiencia así entendida, pero ¿cómo se podría definir?, ¿qué es una experiencia? Pues quizá como acabo de decir: es un modo de definir nuestra relación con las cosas, considerando tanto aquello que tiene que ver con las cosas, como con el modo de relacionarnos con ellas y con su efecto sobre nosotros. En la experiencia hay algo que nos pasa, lo cual depende de qué sea aquello que lo ha provocado y cómo ha sido nuestra relación con ello. Esto desde las experiencias más breves o cotidianas (un soplo de aire en el rostro) hasta las más complejas y extendidas en el tiempo (la educación de un hijo). En todo ello algo ocurre, eso que ocurre nos afecta. Y este afectarnos es algo que no acabamos de controlar del todo, sino que nos es dado, cuanto menos parcialmente; quiero decir: uno puede elegir cómo enfrentarse a una situación, pero cuál sea el resultado de dicha experiencia no lo podrá determinar del todo, sino que una buena parte de ella se le escapará.

Consecuencia de todo ello se adquiere un cierto conocimiento, pero un conocimiento no teórico sino experiencial porque, como decía, la experiencia desborda lo meramente cognitivo. Adquiere así carta de presencia la sensibilidad, ‘tocar’ las cosas, en virtud de la cual la relación que se tiene con el mundo adquiere un color diferente. Educarnos para crecer en esta sensibilidad supone hacernos eco del cuerpo, de todo lo que tiene que ver con lo biológico, con lo vital, lo afectivo, instalándonos en la vida desde una clave que, de lo estético, muy bien puede abrirnos a lo espiritual.

Se trata de un horizonte que sólo se hace accesible para quien paga el precio de renunciar a la certeza absoluta propia de una razón lógica, de una razón pura, precio que no es otro que insistir en estos ingredientes a menudo olvidados de nuestra razón, convirtiéndola en lo que el profesor Conill denomina razón impura, una razón de carácter experiencial, con una indudable dimensión hermenéutica (Gadamer) y noológica (Zubiri), dando así entrada al ámbito de lo que Ortega y Gasset denominaba el ámbito de lo vital, es decir, el que tiene que ver con la existencia sentida, con el valor vital de los valores y los sentimientos.

Ello supone descubrir esa vasta riqueza que subyace a una razón meramente lógica, qué ha de experiencial bajo el uso formal de la razón. Una razón que, por mucho que lo pretendan los autores idealistas, en su mismo ejercicio formal deja entrever voluntad, rebeldía, deseo de conocer, cansancio, ilusión… poniendo en entredicho precisamente esa pretendida autonomía absoluta de la razón (pura). Seguramente el a priori del cuerpo no se reduzca a su papel de soporte de las funciones de la conciencia y del lenguaje, sino que consista en un elemento integrador de la misma razón, tanto como para poder hablar también de ‘razón del cuerpo’ (Nietzsche), o de ‘razón sentiente’ (Zubiri). Muy bien se podría decir que la sensibilidad (el cuerpo, lo biológico, lo orgánico, lo afectivo) es el modo primario de la razón.