A raíz de una conversación mantenida con un amigo-lector,
antes de continuar quería aclarar un concepto que puede dar lugar a malos
entendidos. Es el concepto de aprendizaje.
Cuando en los anteriores posts hablaba de que aprendemos un patrón emocional,
por ejemplo, o de que aprendemos determinadas conductas o comportamientos de
nuestro contexto cercano, no me refiero a un aprendizaje al uso, como el que se
realiza cuando de modo activo nos están explicando algo y nos están enseñando
cómo hacerlo, para que nosotros lo hagamos igual.
Aquí hablo de aprendizaje no consciente, en el sentido de
que con el paso del tiempo vamos adquiriendo conductas o comportamientos o
hábitos no porque se nos hayan enseñado positivamente, sino porque son con los
que más o menos nos podemos desenvolver en nuestro entorno. Por ejemplo, si yo
tengo unos padres sobre-protectores 'aprendo' a ser un pequeño tirano; si mis
padres son autoritarios 'aprendo' a ser un sumiso o un rebelde; y ello no tanto
porque se me enseñe a actuar así (como un tirano, un sumiso o un rebelde) sino
porque es el modo de conducta que me permite a mí adaptarme a ese ambiente, un
modo de conducta que he adoptado (aprendido) de modo no consciente,
sencillamente como mecanismo de supervivencia y adaptación al 'medio'
(familiar, por ejemplo, o al que sea).
En principio, siempre que hable de aprendizaje me referiré a
este tipo de aprendizaje, al no consciente; a ese hecho por el cual realizando
determinadas acciones adaptativas, por repetición se genera en mí una rutina de
comportamientos (normalmente de manera no consciente), que voy incluyendo en mi
repertorio de actuación y a la larga me van conformando mi propia personalidad.
Dicho esto, y continuando con la idea de la semana pasada,
decía que no podemos no tener una determinada inteligencia emocional.
Necesariamente poseemos una, la que sea, la nuestra. ¿Cómo la hemos adquirido?
Podemos decir que la inteligencia emocional que poseemos es consecuencia de
procesos complejos, en los que entran a formar parte muchos factores: nuestra
propia biología, nuestra historia personal, nuestro contexto familiar y
social,… Tras cada situación que vivimos sucede un aprendizaje; aprendizaje que
se da en cada uno de los ámbitos de nuestra personalidad y, cómo no, también en
el afectivo; aprendizaje por otro lado que se consolida en nuestra personalidad
si esa experiencia se repite un número suficiente de veces.
De todos estos procesos, es fácil de comprender que el que
más nos influye en nuestras vidas es el educativo, y ello por dos razones:
porque es un proceso al cual pertenece intrínsecamente influir en nuestra
conducta, educarnos; y porque en esa etapa infantil el ser humano presenta una
personalidad influenciable, moldeable, maleable, lo cual facilita enormemente
el aprendizaje de las pautas educativas recibidas. No obstante, también en
nuestros procesos de la etapa adulta se producen continuos aprendizajes desde
nuestras experiencias, aprendizajes que nos influyen y nos dejan huella; esto
no lo podemos olvidar. Nunca seremos iguales antes que después de una
determinada experiencia.
Entre esos aprendizajes, que como digo se dan en todos los
aspectos de nuestra personalidad, se encuentra también el que nos ocupa: el
emocional. Las emociones se transmiten, y se aprenden; y se transmiten
lógicamente las emociones propias, las que son nuestras y que brotan en nuestra
vida a tenor de los actos que realizo y las situaciones en las que me
encuentro. Y tal y como las transmitimos, el otro las recibe en un proceso que
no es sencillo, todo lo contrario: es más complejo de lo que a primera vista
parece. Pero las recibe.
La cuestión es que esa inteligencia emocional nuestra puede ser funcional o no. Y si no poseemos una inteligencia emocional funcional, es fundamentalmente porque no la hemos aprendido; y si no la hemos aprendido, si nuestra inteligencia emocional es no funcional, no es porque no se nos haya transmitido una determinada inteligencia emocional, sino porque la que se nos ha transmitido es disfuncional. La cuestión es: ¿por qué? Ya no hablo sólo de situaciones en las que las familias o los entornos del niño son inestables o están desestructurados; hablo también de entornos familiares o cercanos 'estables', y que con todo su amor y todo su cariño transmiten patrones emocionales disfuncionales. ¿Por qué?
Recuerdo que cuando explicaba esto en una charla, normalmente nadie (o casi nadie) se sentía interpelado. Estas cosas son de esas que… 'nunca me suceden a mí'. El caso es que me atrevo a afirmar que esto es algo que nos ocurre a todas las personas; no nos salvamos ni uno. Podemos hacerlo mejor o peor, pero nunca lo haremos bien del todo. Es por ello que es un proceso de aprendizaje (personal, como educadores) que dura toda una vida.
La idea fundamental que quiero transmitir es la necesidad de abrir la perspectiva educativa de padres y educadores hacia comportamientos que si bien no necesariamente han de ser estrictamente pedagógicos, influyen y mucho en el comportamiento y en el aprendizaje de los niños, más allá de lo meramente educativo. Esta es una idea muy difícil de transmitir; mucho más intentar llevarla a la práctica. De lo que se trata es de concienciarnos de que hemos de descubrir toda la información que los seres humanos transmitimos de manera no consciente, y que por su propia naturaleza es una información que los niños están especialmente predispuestos a recibir, a menudo también inconscientemente. Y por lo general tiene mucho que ver con lo afectivo. Hay que intentar adoptar una postura diferente, plantearnos de modo nuevo nuestra visión de nosotros mismos y sobre todo la visión de nuestros hijos y de nuestro trato hacia ellos. Y esto es complicado. Hace falta ir educando nuestra sensibilidad hacia situaciones o hechos en las que no estamos acostumbrados a hacerlo. Pero cuando comienzas a avanzar en ese sentido, se abre un mundo totalmente nuevo… en tu propia casa.