Tendemos a pensar que la mejor forma de atender a la
realidad es conceptual y volitiva, cuando quizá sea lo afectivo lo que más nos
ayuda a estar íntimamente situados en ella, aunque de diferente manera.
Entender esa manera diferente se nos escapa; nos obliga a cambiar nuestras
estructuras de conocimiento y de comportamiento. Nos obliga a mirar las cosas
de modo diferente. Se trata de un modo de atender a las cosas y a nosotros
mismos no tan concreto y definido, sino de forma más difusa y ambital. No podemos
educar emocionalmente a nuestros hijos de la misma manera que les enseñamos que
dos más dos son cuatro, porque los sentimientos se transmiten sobre todo
ambitalmente, atmosféricamente.
Educar emocionalmente no es enseñar lo que se ha de sentir
en un momento dado, tal y como enseñamos a responder cuánto vale la incógnita
de una ecuación. De lo que se trata es de educar para crecer con cierta
serenidad de ánimo y con cierta moderación emocional, desde donde es permitido
que afloren de modo natural los sentimientos personales. Es complicado dar una
definición exhaustiva, pero de forma breve se podría decir que una persona
educada emocionalmente sería aquella que vive y exterioriza moderadamente sus
estado de ánimo; una persona que lo que siente se da en una correspondencia más
o menos razonable con su entorno, una persona afable, serena, pero que no duda
en sacar su genio cuando la ocasión lo merece,… Esto no es fácil. A menudo no
dejamos aflorar nuestros sentimientos porque nos sentimos amenazados: ¿cuántas veces
hemos reprimido un enfado, unas lágrimas, una risa,… por miedo a pensar que no
era el momento adecuado, o que nos iba a costar un desencuentro,…?
Y en línea de continuidad con el anterior post, cómo va
generándose en el educando una sensibilidad sana, estable y moderada, tiene que
ver y mucho con lo que hacemos y transmitimos no cuando somos conscientes, sino
precisamente cuando nos comportamos inconscientemente, porque en esos momentos
nos estamos comportando como realmente somos, sin representar ningún rol ni
ningún papel. En esos momentos no estamos transmitiendo nada en concreto:
sencillamente somos, y transmitimos aquello que somos, nada más.
Más que hablar de procesos inconscientes, creo más adecuado
hablar de procesos ‘no conscientes’, por la carga de significado que va
asociado a lo inconsciente. Además que creo que efectivamente son procesos que
no caen en el ámbito de la inconsciencia, sino que forman parte de nuestra
actividad consciente, cotidiana, normal, sólo que no caemos en la cuenta de
ellos, no somos conscientes de ellos. Pues bien: es en esos procesos no
conscientes donde normalmente transmitimos de forma singular a las personas cercanas
todo esa ‘información’ no concreta, difusa, en la que cabe incardinar lo
afectivo.
Todo este ‘aprendizaje’ es un proceso que dura toda una
vida… y no se acaba. Y además no sólo influye lo que hayamos aprendido durante
nuestra infancia, sino que influye y mucho lo que hagamos con nosotros mismos
en nuestra época adulta. Pero qué duda cabe, que lo que hagamos en nuestra edad
adulta ‘se monta’ sobre nuestros aprendizajes previos. De ahí la importancia de
lo recibido de pequeños. Todo esto que hemos vivido, si bien no nos determina,
sí que nos condiciona en nuestros años futuros. Y ahí entramos nosotros —los
educadores—, en lo que podamos transmitir a nuestros hijos, que en principio
ellos lo aprenderán, y que les va a condicionar —no a determinar— el resto de
sus vidas.
Tampoco hay que ser tremendistas, pero sí ser conscientes de la importancia de la labor educativa, en todos sus aspectos (también para con uno mismo). Vaya por delante que, según mi experiencia, los padres, los educadores,… no lo hacemos tan mal. En general queremos a nuestros hijos, y ese amor les es transmitido día a día, y les cala, les llega. Otra cosa es que lo podamos hacer mejor, y eso también es cierto. Siempre se puede hacer mejor; siempre se puede aprender más, y aprovechar ese aprendizaje para crecer. Y si lo podemos hacer, si podemos educar mejor a nuestros hijos o a nuestros alumnos… ¿por qué no intentarlo? Ellos lo merecen. Ellos… y nosotros también, porque si bien todo esto que estamos hablando tiene que ver con mejorar nuestro modo de educar, sin duda va a refluir sobre nosotros mismos, ayudándonos a crecer a nivel personal. De alguna manera, la estima que tengamos por nosotros mismos está íntimamente relacionada con la que tengamos por ellos, y viceversa.
Desde este contexto, los profesionales ponen de manifiesto la carencia de unas pautas educativas adecuadas desde las cuales los niños adquieran tal inteligencia emocional. Es preciso, pues, una educación emocional, una transmisión de determinados patrones que permitan a los niños adquirir destrezas afectivas, emocionales, etc. Y este dato es importante: hay que hablar de una carencia de educación emocional, y no de una ausencia de transmisión de patrones emocionales. Porque cuando decimos que los niños —o los adultos— no poseen una inteligencia emocional, a mi entender tal expresión no es exacta: claro que la poseen, pero el caso es que aquella que poseen es disfuncional. Pero todos tenemos una determinada inteligencia emocional, mejor o peor, más o menos funcional, que hemos adquirido y que vamos a transmitir: nuestro cerebro es más artesanal de lo que nos pensamos.
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