25 de noviembre de 2025

Experienciar nuestro sí-mismo

Si uno quiere realmente habitar su propio sí-mismo, si quiere recuperar su intimidad frecuentemente olvidada, o perdida, ha de aprender a experienciarse de otro modo, empezando por la experiencia de su propio cuerpo. Con frecuencia, más de la esperada, nuestro cuerpo tiene respuestas a las que nuestra mente no tiene acceso; y no tiene acceso no porque no sepamos acceder mentalmente a nuestro cuerpo, sino porque la experiencia corporal está más allá de lo mental, la mente debe dejar espacio para ‘algo otro' a ella si queremos que nuestro cuerpo se haga actual en nuestra existencia. Tendemos a pensar nuestro cuerpo, pero no a experienciarlo, lo cual pasa inevitablemente por una ausencia de palabras y de pensamientos, tal y como, por otro lado, nos relacionamos con las cosas del mundo en nuestra vida cotidiana.

Cuando somos capaces de trascender lo mental, nos experienciamos como un proceso dinámico, holístico, corporal y mental: como un proceso somático y psíquico. Como algo que está en continuo cambio; un modo dinámico de aprehenderse conscientes de que, según sea ese dinamismo, así seremos nosotros de alguna manera. No es sencillo que ese dinamismo se dé fruitivamente, siendo más común que haya roces, que nuestra armonía chirríe por la falta de aceite en los engranajes de nuestra existencia. Es muy común un enquistamiento en ese proceso dinámico que es nuestra vida, faltando la capacidad para integrar armónicamente las novedades que nos van sobreviniendo en nuestro día a día personal; una integración que no es primariamente mental, sino orgánica. El simple hecho de atender esto experiencialmente, ese mismo proceso de descubrirnos así ya es sanador, porque nos sitúa en un orden personal del que habitualmente hemos sido grandes desconocedores. Los problemas no se solucionan tanto analizándolos, como poniéndonos en contacto con cómo experienciamos las situaciones haciendo actual nuestro sí-mismo, sintiéndonos en lo profundo de nuestro ser. De esta manera, la integración alcanza un relieve diverso en tanto que no es algo únicamente mental o reflexivo, sino algo dialógico entre lo mental y lo corporal, entre lo pensado y lo sentido, mediante una sensación-sentida que nuestra mente puede ayudarnos a ir acotando y definiendo en segunda instancia.

Cuando se van dando pasos en la dirección adecuada, entonces se produce un cambio real en nosotros, una transformación, en la que uno aprende a pensar no sólo mental sino corporalmente, experienciándonos orgánicamente. Y uno siente ese cambio, siente como una integración de todos sus planos, algo que se expresa normalmente en forma de serenidad, tranquilidad, paz, armonía, porque nuestro modo de ser ha cambiado, generalmente para mejor, aunque al principio no deje de haber cierto dolor o desconcierto al desbloquear tantos condicionamientos previos con los que solemos vivir.

Todo lo cual contribuye a que nos sintamos un poco mejor, repercute en una comprensión más honda y profunda de lo que nos ocurre, más allá de las racionalizaciones con las que de costumbre tendemos a interpretar y justificar lo que nos pasa, no rozando las verdaderas causas en ocasiones ni de cerca. Dice Gendlin: «Junto con el cambio físico sentido, algo viene en palabras o comprensión sentida, que explica lo que estaba mal mucho más claramente y, de ordinario, en unos términos nuevos. Con bastante frecuencia, toda la dificultad está enraizada en alguna cosa distinta de todas las consideraciones que estabas mirando».

El caso es que todo este proceso se da, y es sanador, y no cabe en el marco de una mente conceptual, excediendo las posibilidades de nuestra reflexión. Uno sana, sin saber muy bien por qué sana, ni cómo ocurrió. Porque el proceso se vivió de modo holístico, cambiando nuestro fondo esencial, no nuestra mente; si se identifica mentalmente la solución no es por procesos meramente mentales, sino porque brota, desde lo hondo de nuestro ser, hacia afuera, hacia la mente que siempre es de superficie. Esto es algo que ocurre, y que se da de modo intrínseco a la dinámica contemplativa.

18 de noviembre de 2025

Las variables intermedias: una cognición no consciente

Las variables intermedias sirven para aproximarnos al problema que planteábamos cuando hablábamos de la conciencia animal, a diferencia de la nuestra. Partiendo de los aprendizajes estímulo-respuesta (el clásico y el instrumental), hubo un científico (John García, descendiente de españoles emigrantes a en Estados Unidos) quien, a comienzos de la década de los sesenta, obtuvo una interesante conclusión, partiendo de un caso de condicionamiento instrumental en el comportamiento de las ratas hacia el agua. En un principio, las ratas evitaban beber agua en recipientes irradiados, pero no sabía por qué. E ideó un experimento para averiguarlo. Por lo general, si una rata puede escoger entre agua normal y agua endulzada, elegirá la segunda. Lo que hizo fue ver qué pasaba si, tras beber agua endulzada, irradiaba a las ratas. El resultado natural de irradiar a las ratas era que experimentaban náuseas. Al sentir estas náuseas tras beber el agua dulce, observó que las ratas dejaron de beberla. En su opinión, lo que había ocurrido era que las ratas habían aprendido que el agua dulce provocaba náuseas porque claro, ellas no sabían que les habían irradiado después. Hizo el mismo experimento sustituyendo la radiación por un producto químico que provocaba náuseas, con el mismo resultado. Fue el conocido como ‘efecto García’.

Lo que nos interesa aquí es atender al proceso interno de la información por parte de las ratas. Entre el estímulo incondicionado (las náuseas) y el condicionado (el sabor), hay un vínculo, una relación mantenida a lo largo del tiempo, no instantáneo. Ciertamente, pasado el tiempo una vez realizado el aprendizaje, las ratas seguían evitando el agua dulce. De alguna manera, las ratas mantuvieron la representación mental de la mala experiencia al beber agua dulce, de que ‘cuando bebes agua dulce vas a tener náuseas, por lo que es mejor que no la bebas’, algo que permanecía en su memoria. Pero claro, algo que hacían de modo no consciente pues las ratas no posen mente. Para dar razón de ello, los teóricos se apoyaron en un trabajo previo de Tolman, quien afirmaba que existían en los animales algo así como unos ‘factores orgánicos internos’ que hacían las veces de representaciones mentales, mediando entre los estímulos y las respuestas. Denominó a estos factores orgánicos internos como variables intermedias, de carácter psíquico, aunque no necesariamente consciente.

Si comento todo esto es porque creo que nos puede servir para pensar un asunto importante, como es el tránsito de lo biológico a lo mental. No parece razonable afirmar que en las ratas hay algo así como una mente, cuanto menos como entendemos ‘mente’ cuando la referimos a las personas; lo que no es óbice para afirmar que, efectivamente, las ratas guardaban una información en su organismo, podían memorizar un aprendizaje.

Este autor pensaba que esta información era de carácter psicológico, o cognitivo, pero no consciente; lo que nos lleva a la idea de que el carácter cognitivo no hay que asociarlo necesariamente a pensamientos conscientes y reflexiones abstractas, sino como una representación albergada en su organismo, que la podía memorizar manteniéndola en ausencia del objeto, y echar mano de ella en una ocasión posterior, o muy posterior. Una información cognitiva, pero no consciente. Decía que esta reflexión era interesante por el hecho de que la cognición no necesariamente ha de ser consciente, sino que puede ser no consciente, biológica, orgánica, lo que ayuda a cuestionar el planteamiento cartesiano de una res cogitans existente en sí misma, al margen de la res extensa, a mi modo de ver.

En la década siguiente el planteamiento de Tolman experimentó un buen empuje gracias al descubrimiento por parte de John O’Keefe de células hipocampales que eran capaces de almacenar representaciones (mapas cognitivos) espaciales. Es conocido el importante papel del hipocampo en la memoria. O’Keefe postuló que estas células eran capaces de formar un mapa espacial mental en función de la noticia que recibía del ambiente mientras el animal se movía en busca de comida o bebida, o por cualquier otra necesidad. Aunque pronto surgió un problema, al observar que animales que no tenían hipocampo tenían también esta capacidad de retener aprendizajes y aplicarlos, abriéndose la investigación sobre cómo podían hacerlo.

11 de noviembre de 2025

El proyecto ético de Moore

Pues bien, desde este punto de partida que hemos visto en referencia al intuicionismo ético, arranca el proyecto ético de Moore, el cual se puede dibujar en lo que sigue. Lo que trató de hacer fue unir estas dos tendencias: a) frente a la ética metafísica, buscar otro enfoque de tratar la ética, que sería el enfoque lógico; y, b) como continuación del intuicionismo de Prichard, emplearlo como base de lo que sería la base axiomática de su sistema ético lógico. Porque ―como decía― éste era su objetivo: realizar un tratamiento científico de la ética; o mejor: «los prolegómenos de una futura ética que pueda pretender ser científica», explica Aranguren. Pero no en el sentido de ciencia natural, sino en el sentido de ciencia filosófica, al estilo de Brentano o Husserl. Se podría decir: un pensamiento filosófico (ético) realizado con rigor y metodología, apoyándose en la realidad de las cosas (así la fenomenología). Frente a un acceso imposible a cualquier fundamentación metafísica, sólo vio la salida de un planteamiento lógico; el cual, como todo sistema formal, necesita unos axiomas de partida, los cuales fueron definidos desde el intuicionismo de Prichard.

Ya hemos comentado el problema de tratar de definir qué es ‘lo bueno’. Para encontrar el significado del predicado o del calificativo ‘bueno’, Moore entendía que no se debía echar mano de la metafísica. ¿Y por qué rechazaba de partida el enfoque metafísico? Pues porque en su opinión, la ética metafísica pecaba de lo que él denominó falacia naturalista, la cual consistía «en suponer que lo bueno es algo real», entendiendo ‘real’ como la realidad de las ‘cosas reales’. Como sigue explicando Aranguren, este ‘algo real’, este objeto real en el que se hace consistir lo bueno, podría ser de dos caracteres: bien como objeto ‘de experiencia sensible’, bien como objeto ‘más allá de la experiencia sensible’. En el primer caso, estamos ante una ética naturalista, en el sentido de que reduce la ética a lo empírico; en el segundo, en una ética metafísica, en la que no hay una evidencia fiable. Ambos casos son, en la opinión de Moore, rechazables. Es decir, no se puede identificar lo real con lo bueno, o lo bueno con lo real, sea esto real algo empírico o algo suprasensible. La bondad no es una propiedad real de las cosas.

Surge entonces la duda de, si lo bueno no es identificable con lo real, ¿qué es? Moore, conocedor de la ética de los valores, no recurre a la objetividad que esta corriente les otorgó. En su opinión, en tanto que el valor no puede separarse de aquella cosa que tiene valor, carece de esa objetividad esencial afirmada por ellos (lo que llevaría irremisiblemente a una metafísica, algo inaceptable en su opinión). Para él, la bondad es algo que pertenece a la cosa, es una propiedad de la cosa, pero no en el sentido de que es algo que se dice de la cosa (tal cosa es buena), sino en el de que su bondad deviene como «una resultante necesaria de todas las otras propiedades de esa cosa». Las cosas son buenas por ser, introduciéndose así en el ámbito de lo esencial; pero esta bondad esencial no es una propiedad más predicable de la cosa, como el resto de propiedades. La bondad o maldad de una cosa pende de sus propiedades, de cómo es, pero no puede ser considerado como una propiedad más.

Lo mismo para el ser humano: la persona es buena por el hecho de ser, pero la bondad o maldad ética de una persona no se puede predicar en este sentido fundamental. ¿Cómo, entonces? Para poder hablar de la bondad o maldad de una persona habría que apoyarse en algo que sí fuera predicable, observable, medible con un criterio objetivo, y que él encontró en la ‘corrección’ de las acciones, y ello siempre al margen de esa bondad fundamental de cada cual. Moore pensaba que las personas, como todas las cosas, son buenas por el hecho de ser, su bondad es intrínseca a ellas; otra cosa es la corrección de sus actos y conductas, algo que sí que puede ser observado y medido, en función del marco de referencia moral externo, que fácilmente se arrima a la esfera de la legalidad.

Pero lo que se califica así es tal conducta, no a tal persona (la cual es irreductiblemente buena). Por este mismo motivo, tampoco se pueden calificar las intenciones de la persona, en tanto que sólo ella sabe sus profundas motivaciones: como explica Pérez-Soba, «la justicia podrá calcular las acciones ‘correctas’ por sus resultados; pero se ha de abstener de valorar a la persona, que es la única que sabe lo que siente».

Si nos fijamos, el caso es que todavía no ha definido qué es lo bueno; ni lo hará. Porque ―como decía― ‘bueno’ es un concepto primario, que no puede ser definido acudiendo a otros conceptos. Un ejemplo adecuado sería el de intentar definir, por ejemplo, ‘amarillo’; podremos explicar su situación en la escala cromática, identificar la frecuencia de la onda electromagnética que lo expresa, mostrar cosas que son amarillas, pero, definirlo cualitativamente como tal, no es posible. ‘Bueno’ es una noción simple: «bueno es bueno y nada más». Igual que el amarillo, lo bueno sólo puede ser conocido de modo inmediato e intuitivo. ¿Cómo continuar con su proyecto de fundamentar la ética?

4 de noviembre de 2025

Luigi Galvani y la electricidad orgánica

Luigi Galvani (1737-1798) fue un catedrático de anatomía de la universidad de Bolonia. Quizá su papel no fue tan importante en lo que a nuestra historia se refiere, es decir, a la historia del electromagnetismo en sus primeros pasos, aunque podemos decir que sí que lo fue en dos aspectos: uno, porque sirvió de estímulo a una de las figuras más importantes en este sentido, y que veremos en breve: su compatriota Alessandro Volta, inventor de la primera pila eléctrica; dos, porque abrió el estudio de los fenómenos eléctricos en los cuerpos orgánicos.

¿Qué tuvo que ver un profesor de anatomía con los fenómenos eléctricos? Vamos a verlo. Galvani nació en Bolonia, el año 1737, ciudad cuya universidad tiene el privilegio de ser la primera de Europa, creada en 1154. Médico de formación, se unió al claustro universitario en 1763, ocupando su cátedra de anatomía en 1775. Aunque no se le recuerda especialmente por ello, realizó valiosas investigaciones anatómicas sobre distintos órganos del cuerpo: el riñón, la nariz, el oído, etc.; un tema de especial inquietud para él fue el de los músculos y su activación; con el fin de investigarlo, trabajó con diferentes animales, especialmente con ranas; según se dice, no por ningún motivo en especial, sino porque a lo visto las ancas de rana eran un plato de moda en la Bolonia de la época. Ya tenemos uno de los elementos fundamentales de su gran aportación: los músculos; tan sólo falta el segundo, la electricidad.

Parece que el origen de esta conexión entre la anatomía y la electricidad sucedió gracias a un suceso un tanto fortuito, aunque él lo pillo al vuelo y comenzó a partir de ahí su investigación. Parece que, al inicio de la década de 1780, estaba diseccionando una rana en una mesa sobre la cual se encontraba un generador electrostático bastante próximo, aparato que empezaba a ser característico en los laboratorios de investigación de todo tipo. En un momento dado, el bisturí con el que estaba trabajando tocó los nervios de una pata, momento en el que dio un pequeño respingo (la pata de la rana digo, no él). Pronto se dio cuenta de que, tocando con el bisturí los nervios de la rana, sus músculos se excitaban si dicho contacto coincidía con el salto de la chispa de la máquina generadora electrostática, comenta Micheli-Serra. Pero observó que no siempre ocurría eso: había escalpelos cuyo mango no era metálico, sino de otro material, y con ellos no ocurría nada. Así observó que las patas de la rana se movían únicamente cuando el material empleado era metálico.
Galvani postuló que los músculos de la rana respondían a la electricidad vehiculada por los nervios, cuando estos se conectaban con otro elemento metálico. Incluso mostró que, aplicando pequeñas corrientes a la médula espinal de una rana ya muerta, sus músculos también reaccionaban contrayéndose, asemejando el mismo comportamiento que cuando la rana estaba viva. Hizo lo propio con otros animales, viendo cómo en ellos, aun estando muertos, se daban reacciones musculares similares a las de cuando estaban vivos, llegando a la conclusión que la electricidad debía formar parte de su vida natural. En el imaginario de la época estaba esta idea. Por aquel entonces ocurrió un hecho poco menos que sorprendente. Era sabido que, en ciertas zonas de África y Sudamérica, existía un extraño pez tropical ―el pez torpedo, una especie de pez manta― que, al intentar cogerlo, realizaba descargas eléctricas. A mediados del siglo XVIII, fueron llevados varios ejemplares a Inglaterra, donde fueron estudiados por varios científicos, conmocionado como estaba el imaginario científico de la época a causa de la recién inventada botella de Leyden. La propuesta de Galvani encajaba en este marco.

Galvani hizo públicos en 1786 sus descubrimientos en la Academia de Ciencias de la ciudad con la monografía De viribus electricitatis in motu musculari, apostando por la capacidad del cuerpo para generar electricidad que, transferida por los nervios, se encargaría de mover los músculos y demás partes del cuerpo. Como es fácil pensar, lo que se conoce como galvanismo atrajo el interés del ámbito científico. Algunos científicos ―como su propio sobrino― aplicaron incluso corrientes a cuerpos de personas, con la esperanza no sólo de poder curar ciertas dolencias o disfunciones mediante la electricidad, sino incluso de hacer revivir a los muertos. Tal fue la idea que inspiró a Mary Shelley cuando, en 1818, publicó su novela famosa novela Frankestein. Lejos de cualquier pretensión fantástica, lo cierto es que Galvani inició el camino de la moderna electrofisiología, fundamental para comprender el funcionamiento del sistema nervioso. Y no sólo eso: en el debate que estableció con su compatriota Alessandro Volta sobre la interpretación de su trabajo, resultó un invento que revolucionó el mundo de la electricidad (y el magnetismo): la famosa pila de Volta.