28 de octubre de 2025

Introducción a la sociología del conocimiento

La semana pasada iniciamos la lectura de un nuevo libro en el seno del Seminario de Lectura del Instituto de Filosofía Edith Stein de la UCV. Se trata de un texto que nos introduce en una disciplina que es muy interesante, y que tiene que ver con la ‘construcción social de la realidad’, que viene a ser el título del libro al que me refería, escrito por Peter L. Berger y por Thomas Luckmann en 1967. De alguna manera me ha recordado algunas obras de Ortega y Gasset, o de Marías, que seguramente comentaré en breve. El objetivo de esta disciplina no es otro que tratar de comprender la representación que una sociedad se hace de la realidad, entendiendo realidad no tanto ‘algo que está ahí’, como ‘el papel que representa eso que está ahí para el ser humano’. Y entendiendo ‘eso que está ahí’ en sentido amplio: no sólo las cosas físicas o materiales, sino también las relaciones personales, las instituciones sociales, etc. Así lo declaran estos dos autores al comienzo de la introducción a su libro mediante sus dos tesis fundamentales: «que la realidad se construye socialmente y que la sociología del conocimiento debe analizar los procesos por los cuales esto se produce», dicen estos autores. Su análisis se centra en el ámbito de la sociología, sin tratar otros autores con los que hay un aire de familia más que evidente, y a los que se echó de menos (tal y como se comentó en el seminario), como los de la pragmática (Bateson, Goffman o Lakoff) o de la hermenéutica (Gadamer o Ricoeur).

El enfoque empleado es para mí bastante novedoso y, en la misma medida, interesante. No es un análisis crítico de qué sea la realidad, de su fundamento, de cómo conocerla, etc., tarea más propia de los filósofos, sino la constatación de algo mucho más sencillo e inmediato: que cualquiera de nosotros vivimos en un mundo que nos parece real, sobre el cual podremos saber más o menos cosas, es decir, podremos conocerlo con mayor o menor certeza. De lo que se trata es, en el seno del marco de la sociología, saber qué sabemos de todo ello, y cómo se construye ese conocimiento.

La actitud propia del sociólogo del conocimiento se sitúa en un estadio intermedio ―se puede decir― entre la actitud cotidiana y la actitud filosófica: se sitúa a cierta distancia de la primera, pero no llega a alcanzar la profundidad crítica de la segunda. El hombre de la calle vive en ese mundo real que conoce, sin preocuparse demasiado de esas cosas reales y de conocerlas más a fondo a menos que alguna situación problemática se lo exija: digamos que la ‘realidad’ y su ‘conocerla’ lo da por supuesto en su día a día, y no le presenta mayor problema. Lo que hace el sociólogo es hacer un primer alto en el camino, sobre todo al constatar, por ejemplo, que todo eso que los hombres cotidianos dan por establecido difiere sensiblemente de una sociedad a otra, de una cultura a otra. ¿Cómo es esto? ¿A qué se deben estas distintas ‘realidades’? Esta constatación muy bien puede situarse como su punto de partida. El filósofo, por su parte, dará una vuelta de tuerca más, realizando un análisis crítico tanto de lo que es realidad como de lo que es conocer, no dando nada por supuesto.

El sociólogo del conocimiento se sitúa en ese nivel intermedio, y siempre a la luz de la dimensión social del conocimiento, de la representación que una sociedad se hace de ese mundo en el que vive. Y ―como digo― su punto de partida se puede situar en esas diferencias que de facto se dan en distintas sociedades. Cabe pensar, pues, que el resultado dependa de los contextos sociales concretos y de las relaciones de todo tipo habidas en ellos. Y ello nos lleva a un segundo problema no menos interesante: no sólo a comprender esas diferentes ‘realidades’ que se dan en las distintas culturas, sino también a comprender cómo se da de hecho esa representación de la realidad que cada sociedad se hace. Seguramente sean estos dos asuntos los nucleares de esta disciplina para estos dos autores: «la sociología del conocimiento se ocupa del análisis de la construcción social de la realidad», conscientes de que no siempre ha sido así en la tradición de esta joven disciplina. 

Inicialmente se entendió como una ‘historia de las ideas’, como por ejemplo en Max Scheler, quien acuñó este término en 1925: un enfoque más intelectual, que permaneció al margen de la auténtica inquietud sociológica, y que consistió en contextualizar socialmente el origen de las grandes ideas de los intelectuales importantes de una época. Sería algo así como ‘aplicar un barniz sociológico a la historia de las ideas’. La preocupación básica era comprender la relación entre el pensamiento y el contexto cultural y social en que se originaba, la relación entre ambas dimensiones, etc. Si bien fue un primer paso en esta joven disciplina, importante para ir configurándola, lo cierto es que limitaba relevantemente sus posibilidades como tales. Esto es algo que se fue revisando en las siguientes décadas.

21 de octubre de 2025

El tránsito al helenismo de la concepción arcaica de la poesía y la música

Decíamos que, en la época arcaica, la poesía y la música eran vividas como puente o conexión con la divinidad, en las que primaba más la inspiración que la sujeción a reglas propias de las artes. Sin embargo, en el tránsito hacia la época helenista, la cosa fue cambiando. Esto es algo que se observa claramente en la poesía que, además de mantener su significado anterior, surgió otro modo de entenderla: ya no era sólo fruto de la inspiración, sino también todo aquello expresado en forma de verso. Si nos fijamos, esta segunda acepción la aproximaba de alguna manera con el resto de las disciplinas artísticas, si bien en un principio era claramente minoritaria. El poeta seguía siendo poeta no tanto por la forma métrica de su expresión como por su conocimiento, por su experiencia, así como por el modo en que lo había adquirido. Pero esta dimensión versificadora comenzó a extenderse, dimensión que, como decía, aproximaba a la poesía al ámbito de las artes, pues ya podía sujetarse a reglas. Platón y Aristóteles, por ejemplo, se hacen eco de ello, aunque en dos sentidos diversos. Platón explicaba en el Fedro la diferencia entre la poesía inspirada y la artesanal: no todos los poetas son ‘locos inspirados’, sino que los hay que producen versos empleando la rutina propia de la artesanía: «existe una poesía que surge del arrebato poético (manía), y otra poesía cuya composición se realiza a través de una destreza (téchne) literaria», explica Tatarkiewicz. Aristóteles, por su parte, apostó por rechazar ya abiertamente la poesía ‘superior’ reteniendo la ‘inferior’, aunque dotándole de mayor estatus que el que tenía reconocido como mero hacer artesanal; para el estagirita sólo había lugar para la poesía artesanal, sí, pero que de alguna manera podía suplantar a la inspirada, asumiendo sus rasgos. Algo análogo ocurrió con la música, seguramente más susceptible de ser llevada a unos ritmos y escalas con una fuerte impronta numérica.

A partir de entonces, en el período helenista comenzaron a permearse entre sí la poesía y la música por un lado, y el arte por el otro. Y hubo aquí una serie de influencias en ambos sentidos. Por un lado, la poesía se aproximó al arte versificándose y la música tabulándose; pero, por el otro lado, también ocurrió el efecto opuesto, en el sentido de que se empezó a buscar en el arte, cuanto menos en las disciplinas ‘más dignas’, aquel estatus del que hasta entonces habían gozado exclusivamente la poesía y la música, a saber: el de la inspiración y elevación. En el seno de las disciplinas artísticas, por primera vez se empezó a distinguir aquellas más vinculadas a lo que hoy en día entendemos como arte de las que no, así ya en Aristóteles.

Para que todo esto se consolidara tuvo que darse el tránsito tan importante a la época helenista, más allá no sólo de la mítica arcaica, sino también de la filosófica clásica, como puede verse en las nuevas corrientes filosóficas de esta época. En estas ocurrió un cambio fundamental, un cambio de mentalidad frente a la época de Platón y Aristóteles, caracterizado por una búsqueda de elementos espirituales y divinos, «búsqueda que llegaba tan lejos que los percibía allí incluso donde antes sólo habían sido observados un trabajo manual, una técnica y una rutina de lo más vulgares». Lo que para el griego arcaico era mera téchne, para el griego helenista era una posibilidad de acceso a lo divino.

En la época mítica, había dos planos: el cotidiano, el del arte en sentido lato, y el espiritual, el de la poesía y la música. Esquema que, con el nacimiento de la filosofía, comenzó a ponerse en entredicho, a modo de una ilustración a la griega. El acceso a lo divino ya no era privilegio de los poetas y los músicos, sino que también era posible hacerlo desde la razón, desde la filosofía, y por tanto también desde la téchne: del mismo modo que la filosofía podía acceder a aquel ámbito reservado para los vates, también el arte, cuanto menos el arte más elevado, podía hacer lo propio. Dejó de haber un mundo mítico, sustituyendo el acceso poético a lo metafísico por otro filosófico, y también artístico: la escultura o la pintura podían poseer también esa sabiduría tradicionalmente adscrita a la poesía. Los poetas y los artistas comenzaron a considerarse al mismo nivel. Postura que, si bien fue generalizada, no dejó de encontrar algunas resistencias.

Ello supuso un cambio generalizado también en la valoración del artista, cuyo trabajo ya no era meramente rutinario o manual, sino espiritual; era también creativo, inspirado, capaz de llegar hasta la esencia del ser. La opinión sobre el arte se transformó radicalmente, al dotarle de características que no tenía en el origen, capacitándole para acceder a lo metafísico y divino.

Plotino jugó un gran papel en la adquisición por parte del arte de esa dimensión interna y espiritual, proceso en virtud del cual la función mimética perdió vigor. O mejor, la resituó, pues las Ideas, inspiradoras de lo real, no tenían su fundamento en sí mismas sino que se debían al Uno-Bien, cima suprema del cosmos plotiniano, y a cuya luz había que contemplarlas. El talento del artista para tales menesteres comenzó a ser más valorado, así como el del propio arte, formando parte de la educación de la juventud. Dice Tatarkiewicz: «La poesía y el arte visual se pensaban que estaban ahora a un mismo nivel, y no coincidían sólo en el nivel más ínfimo de la técnica (como en Aristóteles), sino en el superior de la creatividad». La imaginación artística se enfrentó al respeto al canon técnico.

14 de octubre de 2025

Aprender a vivir, aprender a morir. Y viceversa

Tiene Montaigne un ensayo, "De cómo el filosofar es aprender a morir", en el que se trasluce, como en tantos otros, una interesante experiencia de vida. Después de hacerse eco de que la felicidad es el auténtico fin de toda vida humana ―como ya hiciera Aristóteles―, y de lo fácil que es confundirla con cierta sutil voluptuosidad, observa lo complicado que es, y el esfuerzo que supone, ir tras la primera, sí, aunque reconoce a la vez que vivir pendiente de lo segundo tiene también su complicación; y no siempre es tan fácil distinguir una cosa de la otra. Montaigne llama la atención sobre los no pocos esfuerzos que con frecuencia se realizan en pos de una vida voluptuosa, llegando incluso a realizar más sacrificios que tras la más sana felicidad. Y a lo que iba. Tanto en un caso como en otro ―en su opinión, aunque enseguida él mismo la matizará― el beneficio no se consigue tan sólo cuando se alcanza el objetivo, sino que «la propia persecución es agradable» (p. 124). Pero lo es ―y aquí es donde lo matiza― en la medida en que el objetivo sea adecuado, pues «la empresa se tiñe de la cualidad del objeto al que apunta, pues es una buena porción del resultado y consustancial a ella».

Esto es algo que da que pensar. Todos hemos tenido la experiencia de tener algún proyecto en mente, algún objetivo a conseguir, y el simple hecho de planificar nuestro comportamiento en orden a conseguirlo, así como el de comenzar a andar enderezándonos hacia él, ciertamente ya nos genera satisfacción. El asunto pasa por elegir bien esos objetivos en la vida, más banales o más decisivos, pues de ello dependerá en gran medida, una reducción voluptuosa de nuestra existencia, o una apertura felicitante.

Pero lo que me gustaría destacar es esta idea de la felicidad ―que también estaba en Aristóteles, por cierto― no como algo a alcanzar, sino como algo que ya se está dando en nuestra vida, que pasaría a ser, cuando sea el caso, una vida felicitante. La vida felicitante no se consigue tanto alcanzando nuestros objetivos, sino por el hecho de que esos objetivos sean humanizadores, personalizantes. No es lo mismo un objetivo virtuoso que otro vicioso; pero, en el ámbito de lo primero, tampoco es lo mismo un objetivo voluptuoso que otro felicitante, algo en lo que, como digo, es fácil confundirse, tomando como virtuoso lo que no es sino una mera satisfacción de nuestros intereses: «La ventura y beatitud que reluce en la virtud, colma todos sus aposentos y corredores, desde la primera entrada hasta la última barrera».

Pues bien, una de las felices consecuencias de la virtud es el ‘desprecio a la muerte’, lo cual dota a la vida de una dulce tranquilidad. En mi opinión, este desprecio a la muerte no hay que entenderlo como un menosprecio, una desconsideración, sino, más bien, como un ponerla en su sitio, asumirla como una parte integrante de la vida, y vivirla con naturalidad. Porque cuando no es así —continúa— cualquier empresa humana se ve comprometida. Y ahí estamos.

Por lo general, todos estamos abocados a la muerte, es ‘la meta de nuestra carrera’, no podemos sino apuntar hacia ella. Si nos espanta, ¿cómo podemos caminar en la vida ‘sin fiebre’? El remedio más común —decía ya en el siglo XVI— es no pensar en ella, dejarla al margen como si no existiera, para que no nos afecte su presencia en el horizonte, lo que nos indica que no hemos cambiado tanto durante todos estos siglos. Pero, ‘¿no es esta burda ceguera una brutal estupidez?’ Porque quien así vive no hace otra cosa que ‘embridar al asno por la cola’. Montaigne se hace eco de que, por el hecho de que este vocablo ‘les hacía daño a los oídos’, los romanos empleaban perífrasis para suavizarlo cuando se referían a ella: en vez de decir que alguien había muerto, decían que ‘había dejado de vivir’, por ejemplo. Frente a esta burda ceguera, en lugar de embridar al asno por la cola Montaigne apuesta por coger el toro por los cuernos. Y ello pasa por integrar la muerte como parte de nuestras vidas.

Lo primero que dice es que, a poco que lo que pensemos, ya conocemos personas de nuestra edad o más jóvenes que no están por el motivo que sea, algo que muy bien nos podría haber pasado a nosotros; por este motivo, lo cierto que es que ‘vivimos desde hace tiempo por extraordinario favor’. Cuando uno cae en la cuenta de esto, cambia ciertamente su actitud ante la vida; y ello suele ocurrir, por lo general, cuando la vida ha golpeado, o cuando peina canas. Hasta entonces, uno vive sin tener consciencia de que la muerte nos puede sorprender en cualquier esquina, tanto a nosotros como a nuestros seres queridos; efectivamente, no pensamos en ello… hasta que ocurre, y entonces la muerte nos ‘sorprende poniéndonos de pronto y al descubierto’.

No tiene sentido la huida. ¿Acaso es viable? Aprendamos, pues, a hacerle frente a pie firme, ‘tomando el camino contrario al común de la gente’: «quitémosle lo raro, acerquémosla a nosotros, acostumbrémonos a ella». Sin caer en ninguna paranoia, es cierto que la muerte nos puede sorprender en cualquier momento; tener esto presente no supone una triste vida que nos impida disfrutarla felicitantemente, todo lo contrario: quizá sea entonces cuando podamos disfrutarlos en mayor profundidad, por el sentido de presencia que uno adquiere, por el espesor existencial que gana. Porque quien se familiariza con la muerte, es en el fondo más libre; porque el que aprende a morir, ‘aprende a no servir’. «El saber morir nos libera de toda atadura y coacción. No existe mal alguno en la vida para aquél que ha comprendido que no es un mal la pérdida de la vida», sabias palabras, a mi modo de ver. Hasta entonces, nos sentimos esclavizados por el temor que nos suscita, condicionando nuestras vidas de modos más o menos sutiles, más o menos explícitos; cuando uno asume esta dimensión vital, la cosa cambia. Lo cierto es que, desde el día que nacemos, desde el primer día de nuestras vidas, de alguna manera comenzamos a morir: ya nuestro nacer nos endereza hacia nuestro morir. Quien huye de la muerte huye de sí mismo, pues ella forma parte de nosotros tanto como la vida.

En el fondo, cada uno muere como vive; y quien tiene miedo a la muerte tiene miedo a la vida. Quien vive una vida dichosa, morirá dichosamente; quien vive una vida triste, morirá tristemente.

Entiendo ‘dichosa’ y ‘triste’ en sentido profundo. Enseñar a una persona a morir, es enseñarla a vivir; familiarizarle con la muerte, es familiarizarle con la vida. Porque lo cierto es que no todos sabemos vivir, mucho menos morir. Cuenta Montaigne la anécdota de que un soldado se acercó al César para pedirle permiso para quitarse la vida, a lo que el César le contestó: “pero ¿crees estar vivo?” Seguramente una existencia penosa sea más dolorosa que el salto de una vida dulce y floreciente a la muerte. Una existencia aprovechada, dichosa, feliz, no se apega a la vida, sino que sabe despedirse de ella con tanta gentileza como fue su compañero de viaje. No vive pendiente ‘del día’, porque sabe que lo importante no es tanto su duración como su uso: cuánta gente de largos años ha vivido poco, y cuántos jóvenes han muerto despidiéndose de una intensa vida. ‘Vivir’ depende no tanto de los años como de nosotros, de nuestras decisiones y de nuestros objetivos en la vida. Cuando uno tiene esto claro en el horizonte, toda su vida cambia de color, reluciendo en ella un brillo de gran profundidad que propicia una existencia vivida fruitivamente, independiente de los vaivenes que ella nos ofrezca.

7 de octubre de 2025

Los trastornos infantiles como respuestas adaptativas al entorno

En el proceso educativo, sobre todo en los colegios e institutos, pero también en las universidades, se suele insistir en el hecho de que debemos ayudar a nuestros a alumnos no sólo a adquirir los conocimientos y competencias propios de nuestra disciplina, sino también y sobre todo a crecer como personas, ofreciéndoles una educación personalizada y adaptada a sus circunstancias, posibilidades y estado personal. Y, de alguna manera, estas son las dos dimensiones que todo profesor debe tener presente cuando comienza un curso: una de carácter académico, y otra de carácter personal: la primera relacionada con los contenidos específicos de su asignatura así como con la metodología pedagógica más adecuada, la segunda con los aspectos relacionados con su modo de ser, los cuales revertirán en facilidades o dificultades a la hora del desempeño adecuado de su aprendizaje.

Con todo lo compleja que pueda ser la primera dimensión, creo que la verdaderamente difícil (e importante) es la segunda, cómo y hasta dónde debe o puede ahondar un docente en sus alumnos desde este punto de vista personal, y qué puede hacer al respecto. Muy bien puede haber alumnos con personalidades sanas que ‘vayan solos’ ― por decirlo así― tanto en su vida como en el aula. También puede haberlos con personalidades más o menos sanas pero que, de alguna manera, presentan alguno trastorno leve que revierta en alguna dificultad para el aprendizaje, pero nada importante ―por decirlo así también―. No es menos común encontrarnos con alumnos con un carácter problemático, es decir, que posean rasgos disfuncionales que, en un grado de magnitud reducido, no les impidan vivir y estar en el aula con cierta normalidad, aunque ello les requiera cierto esfuerzo; no obstante, manejarse con ellos en el grupo comienza a complicarse. Por desgracia, en ocasiones el grado de magnitud de estos rasgos disfuncionales es mayor, dificultando no sólo su aprendizaje y las relaciones con sus compañeros, sino incluso el desempeño de su propia vida.

Hay una gran variedad de trastornos psicológicos, muchos de los cuales compartimos los adultos. Algunos no impiden en absoluto llevar una vida ‘normal’, lo que no quita que, con frecuencia, hagan sufrir a quien los padece, y también a quienes les rodean; otros, en cambio, sí que suponen una dificultad manifiesta para llevar esa ‘vida normal’. Sin ánimo de exhaustividad, se pueden distinguir los siguientes trastornos que ―como decía― caben darse en muy variado grado. La personalidad antisocial tiene que ver con un comportamiento prolongado de manipulación, explotación o violación de los derechos de otros sin ningún remordimiento, causando problemas en las relaciones, incluso alcanzando lo delictivo. La personalidad por evitación se corresponde con un patrón de timidez e introversión; en ocasiones puede derivar hacia una indiferencia vitalicia, convirtiéndose en un trastorno esquizoide. El trastorno límite de la personalidad tiene que ver con comportamientos prolongados de emociones turbulentas o inestables, lo que lleva a actuar impulsivamente estableciendo relaciones caóticas con otras personas. La personalidad dependiente es propia de aquellos que dependen demasiado de terceros para satisfacer sus necesidades emocionales y físicas, con lo que se suele conocer como apegos ansiosos. Hay también personas que actúan de una manera excesivamente dramática, con la intención de atraer la atención hacia ellas: son personas histriónicas; en ocasiones se acentúa este rasgo, aumentando las alteraciones en los patrones emocionales, de pensamiento y de conducta, alcanzando la esquizotipia o esquizofrenia leve. El famoso narcisista, caracterizado por un sentido exagerado del propio ego, una preocupación elevada por sí mismo. O también el trastorno obsesivo-compulsivo, es decir, una preocupación obsesiva por alguna idea o por alguna conducta, generalmente relacionada con las normas, el orden, el control o la perfección; es fácil identificarla por sus comportamientos extravagantes, rígidos y repetitivos. Por último, la personalidad paranoica propia de aquellos que viven bajo una continua desconfianza, recelando de los demás, con una inseguridad radical; en grados elevados, puede derivar en un trastorno psicótico completo como la esquizofrenia.

En mi opinión, todos participamos en menor o mayor grado en algunos de estos trastornos, lo que ―como decía― no nos suele impedir llevar una vida ‘normal’, por lo general. Y también podemos verlos con no poca frecuencia en nuestros alumnos, y en nuestros hijos. Podemos plantearnos por qué esto es así: ¿qué les ha ocurrido para que en menor o mayor medida tengan estos rasgos disfuncionales?, ¿qué ha pasado para que nuestros pequeños los padezcan a una edad tan sorprendentemente temprana? Existe el debate de hasta qué punto estos trastornos de la personalidad tienen su origen en factores genéticos o en factores ambientales (o educativos). Lejos de entrar en este debate, en mi opinión es un debate que hoy en día pierde fuerza. Lo digo en el sentido de que, tal y como nos explican cada vez con mayor amplitud los genetistas, lo cierto es que el ambiente interviene y mucho en el despliegue del código genético. Los genes se erigen en un programa cuyo despliegue precisa de elementos de su entorno, tanto a nivel intracelular, como intercelular o corporal, y ambiental, que lo enderezan según sean estas influencias. Evidentemente, estos elementos ambientales no pueden suplantar al código genético, pero sí modalizarlo. Algo que se complica en el caso de la especie humana, dado que en nosotros la dimensión social o cultural juega un papel fundamental.

Ciertamente, en muchos casos el origen de estos trastornos puede hallarse en situaciones objetivas que hayan tenido que vivir nuestros hijos: la pérdida del padre o de la madre, o de algún familiar cercano; alguna enfermedad grave que les haya afectado psicológicamente; algún episodio desafortunado, bien individual (violencia en el hogar o en el colegio, abandono físico o psíquico, accidente de cualquier tipo), bien social (hambrunas, guerras). Por lo general, estos trastornos suelen ser una respuesta adaptativa del niño a algunas de estas situaciones dramáticas: si el niño los adopta, es porque en un momento dado han sido ‘útiles’ para él. Si ha adquirido tal conducta ha sido para ‘adaptarse al medio’, a su entorno, sea externo a su familia o interno. Estos trastornos no dejan de ser en alguna medida un aprendizaje, llevado a cabo para poder salvar la situación en que se encuentran. A veces se trata de un hecho puntual muy grave, en ocasiones de una situación leve pero extendida durante un largo tiempo. Al principio estos trastornos se asumen como una tabla de salvación, pero luego se adueñan de la persona que los padece, se hacen con nosotros al apoderarse de nuestra personalidad, convirtiéndose en un rasgo parásito de nuestro carácter.

30 de septiembre de 2025

La percepción de segundo nivel en el objeto artístico

Hemos visto cómo junto a los contenidos objetivos de una percepción, hay toda una serie de elementos anímicos, prácticos y sentimentales que se dan a una, y que contribuyen a conformar la percepción. Es nuestro modo natural de percibir; tanto es así que tratar de identificar todo eso ‘otro’ de la percepción, todo eso co-dado, nos genera gran dificultad. Sin embargo, acometer esta tarea supone un paso fundamental para adentrarse en el ámbito de lo estético, ayudándonos a aguzar y a afinar nuestra sensibilidad en sentido amplio. Pues todo eso ‘otro’ es más que relevante.

Este tránsito de una actitud a otra, de la cotidiana —llamémosla así— a la estética, no es brusco, sino en clave de continuidad, diferenciándose difusamente; una tarea que se inicia un poco como por tanteo, experiencialmente, sin tener la seguridad de que vamos por el camino correcto. Ahí está su valor. La percepción no es mero comercio de información sensible, sino que siempre hay algo co-dado junto a lo dado sensiblemente de lo que no solemos hacernos eco. Pero cuando caemos en la cuenta, nos lleva a una actitud distinta ante las cosas, pues empezamos a ser conscientes de que en lo dado primariamente de modo sensible, hay otros contenidos co-dados, que habrá que determinar. En la vida cotidiana esto es algo que ponemos usualmente nosotros y que proyectamos, pero en el arte tiene que ver con lo que el artista ha puesto en su obra y que hemos de percibir adecuadamente.

Empieza a aflorar cierto presentimiento difuso de que en toda percepción artística hay algo más detrás de lo dado que, si bien la propia percepción nos lo anuncia en alguna medida, sabemos que no es capaz de presentárnoslo del todo. Sabemos que se trata de una especie de percepción de segundo nivel, que no se queda en lo dado, sino que lo trasciende, precisamente haciéndose eco de lo co-dado. Esto es lo propio de toda obra de arte: ante ella, no nos quedamos en lo que ahí aparece en primera instancia, sino que tratamos de, contando con todo ello, traspasarlo, trascenderlo en pos de todo ese contenido que el artista ha plasmado oblicuamente (por decirlo así) y que nosotros hemos de percibir también. 

De eso es de lo que se ocupa temáticamente la percepción de segundo nivel, que se endereza hacia lo dado tras lo dado, hacia lo co-dado que aparece tras lo dado en el primer nivel, en el que empieza a mostrarse incipientemente. Esto co-dado tiene que ver con la vida, con lo anímico, con los secretos de la naturaleza, abriéndosenos un horizonte que nos invita a visitar los arcanos del mundo y del ser humano. Algo —insisto— que no se da de modo objetivo, sino difuso.

No hay un límite entre ambas percepciones, motivo por el cual se puede dar precisamente este aparecer de lo co-dado ya no sujeto a reglas objetivas, definidas y determinadas, sino de modo vago, libre, abierto, invitando al sujeto a percibirlo así, oblicuamente; es ahí donde se pone en juego lo auténticamente estético, no antes, algo para lo cual no todos los sujetos estamos preparados, anclados como estamos en la percepción cotidiana.

Esta percepción de segundo nivel, más elevada, se dirige hacia algo más que lo dado sensiblemente, algo que flota ante la conciencia sin saber determinarlo muy bien, enderezada hacia ello por su capacidad de valorar lo importante y lo significativo, sin saber muy bien cómo. Nos sitúa en otra perspectiva, nos instala en otra actitud, desde la cual, aunque veamos las mismas cosas, ya no vemos lo mismo. Hay un salto ya no dirigido por la propia percepción, sino por instancias pertenecientes a otra esfera, que han hecho mella en la conciencia de otro modo; hay un equilibrio entre nuestra percepción abierta, pero que no campa a sus anchas del todo porque se encuentra tensionada o atraída por el contenido de segundo nivel que ha expresado el artista. La percepción cotidiana sigue estando, pero ahora modulada, elevada a este otro orden de cosas, llevándonos a contenidos espirituales cada vez más profundos , más allá de los propios de la cotidianeidad.

23 de septiembre de 2025

El fundamento de la máquina térmica

A raíz del post anterior, un lector me preguntó si podía aclarar cómo se podía fundamentar el funcionamiento de una máquina térmica partiendo de la ley de Charles, tal y como acabé aquellas líneas. Voy a tratar de explicarlo, para luego acabar con una serie de cuestiones que me rondan la cabeza, dejándolas planteadas. Habíamos visto allí que la ley de Charles vinculaba las variaciones de temperatura y volumen de un gas en condiciones isobáricas (de presión constante), y dijimos que nos podía servir muy bien para comprender el funcionamiento de una máquina térmica. ¿Cómo puede ser eso? ¿A qué se debe? Para aproximarnos a ello, vamos a recordar esta ley, para detenernos a analizar con detalle qué ocurre con dichas magnitudes cuando pasamos del primer estado al segundo.

Lo que dice la ley de Charles es que, en un gas sometido a una presión constante, su volumen y temperatura son directamente proporcionales: V / T = k. Es decir, partiendo de un estado inicial a una presión determinada, cualquier variación de temperatura implica una variación proporcional de volumen, siempre que no cambie la presión a que está sometido; y viceversa. ¿Cuándo ocurre esto? O ¿cómo lo podemos llevar a la práctica? Fijémonos en el ejemplo de un recipiente cilíndrico que contiene un gas, y que está tapado (para que el gas no escape) con una tapa dejada caer sobre él.
 
Partimos de un primer estado en el que tenemos en dicho recipiente cilíndrico un gas, que ocupa un determinado volumen y se encuentra a una determinada temperatura, tapado por una chapa circular. ¿A qué presión está sometido el gas? Partimos de que la tapa metálica, de cierto peso, está dejada caer sobre el gas; por su propio peso, someterá a una presion al gas (que se obtiene dividiendo su peso por la superficie de la tapa), presión a la que habrá que añadir la presión atmosférica. Así que podemos decir que la presión a la que está sometido el gas es la suma de ambas: P = Ptapa + Patm. Para lo que sigue, poco importan los valores numéricos. Tan sólo, imaginemos que se trata de una tapa pesada que, dejada caer, efectivamente ejerce cierta presión sobre el gas.


El segundo estado se adquiere al subir la temperatura del gas, calentando el recipiente. En este caso, según la ley de Charles el gas tenderá a expandirse, y lo hará por donde le sea más sencillo: como no puede romper las paredes del cilindro (en principio) se expandirá hacia arriba, empujando la tapa, pues recordemos que ésta sólo estaba dejada caer, con lo cual puede subir y bajar (sin dejar que se escape el gas). Vemos cómo la temperatura ha aumentado, y también el volumen; lo único que no ha variado, tal y como habíamos establecido, es la presión, que sigue siendo la misma, pues la tapa sigue pesando lo mismo (y ejerciendo la misma presión) y la presión atmosférica tampoco ha cambiado.


¿Qué es lo que ha pasado aquí? Pues una cosa muy interesante, como es que el gas calentado ha subido la tapa; es decir, el gas ha realizado un trabajo, el trabajo necesario para subir la tapa una determinada altura. Exactamente el mismo trabajo que deberíamos haber hecho cualquiera de nosotros para elevar la tapa con nuestros brazos esa misma altura. Desde una perspectiva más técnica, lo que ha ocurrido es que la energía calorífica que ha recibido el gas se ha transformado, en este caso, en energía potencial de la tapa: al estar más elevada, posee una energía potencial mayor, para lo cual ha sido necesario un trabajo.

Muy bien podemos poner encima de la tapa cualquier objeto, y ascendería con ella: tendríamos una especie de elevador. E incluso, si es lo suficientemente grande, podríamos subir nosotros junto con ella. Así, si un día no tenemos muchas ganas de trabajar y hemos de elevar algunos utensilios, con un dispositivo así, y con una buena fuente de calor o fuente térmica, podemos realizar dicha tarea. Pero también podemos aprovecharnos de esto en otro sentido. Me refiero a que, una vez subida la tapa a una determinada altura, la energía potencial que ha adquirido la podemos emplear para otra cosa. Por ejemplo, la podemos dejar caer, para que golpee algo, o para que mueva algún engranaje, o para lo que sea. Imaginemos la fuerza que puede ejercer una elemento metálico pesado y dejado caer desde una altura considerable. ¡No me gustaría estar debajo!

En fin, esto no es otra cosa que una máquina térmica, una máquina capaz de intercambiar diferentes tipos de energía entre sí; puede cambiar energía calorífica en energía potencial, como en este caso, pero, sofisticándola, puede realizar muchas más cosas (mover un tren, por ejemplo). Aunque para ello hace falta algo más, y es diseñar esa máquina para que pueda realizar este proceso repetitivamente, es decir, que la máquina pueda realizar una sucesión de ciclos en virtud de los cuales podamos aprovecharla para cualquier uso que nos interese (como mover una rueda, como decía).

También hay un asunto que no quería dejar de comentar, como es que me parece interesante reflexionar sobre el concepto de energía. Hay distintos modos de energía (calorífica, potencial, cinética, electromagnética), y todas ellas coinciden en una cosa, a mi modo de ver: en que son capaces de generar un trabajo, sea el que sea. Un cuerpo con mucha energía puede realizar mucho trabajo, y al revés. Pero ¿qué es exactamente la energía?, ¿hay una naturaleza común que subyazca a todas las formas en que se presenta en la naturaleza? Hemos visto que la energía calorífica se puede transformar en potencial, pero ¿qué parentesco hay entre ellas, consideradas en sí mismas? Para pensar.

16 de septiembre de 2025

La ley del gas ideal

Boyle no era en absoluto el único científico que estaba interesado en el comportamiento de los gases. A partir del siglo XVII y, sobre todo, a lo largo del siglo XVIII, distintos científicos estaban interesados en definir cómo las variables que definían a un gas (básicamente presión, volumen y temperatura) se interrelacionaban entre sí, científicos como Amontons, Charles , Gay-Lussac, Mariotte, etc. Ya vimos cómo Boyle y Mariotte determinaron qué ocurría entre la presión y el volumen cuando se mantenía la temperatura constante: en un proceso isotérmico, la presión y el volumen son inversamente proporcionales. Del mismo modo que, de las tres variables, Boyle y Mariotte mantuvieron una de ellas constante (en este caso la temperatura) para ver qué ocurría con las otras dos, parecía lógico hacer lo propio manteniendo constantes las otras dos variables: el volumen (proceso isocórico) y la presión (proceso isobárico). ¿Qué ocurriría entonces?
 
Una de estas posibilidades la trabajó ―si no me equivoco― el francés Amontons (1663-1705) a principios de siglo, viendo qué ocurría cuando se mantenía el volumen de un gas constante. Y lo que él comprobó fue que, en esta situación, la presión y la temperatura de un gas son directamente proporcionales. Es decir, en un proceso isocórico (por ejemplo, en un recipiente rígido), conforme se calentaba el gas aumentaba su presión, es decir: P / T = k. En términos cuantitativos, se llegó a una expresión muy concreta por parte de Gay-Lussac (1802), según la cual «la presión de un gas contenido en un volumen dado aumenta en un 1/273 de su valor inicial por cada grado centígrado de temperatura», que sería el que daría nombre a la ley, tal y como se conoce en la actualidad, explica Gamow.

Aquí hay un detalle significativo, como es el hecho de que la proporcionalidad se da cuando se mide la temperatura en ºK, y no en ºC. Esto es debido al hecho de que hay una relación directa entre la escala Kelvin y la energía de las moléculas del gas (directamente vinculada con su temperatura y su presión) por su propia definición: esto es así porque el cero absoluto se corresponde con un estado energético nulo por parte de las moléculas del gas, tal y como la teoría cinético-molecular de los gases explica. Así, si se dobla la temperatura del gas medida en grados Kelvin, se duplica su energía, algo que no ocurre en el caso de la temperatura medida en grados Celsius. Por ejemplo, si pasamos la temperatura de un gas de 12 a 24 ºC, ello implica pasarla de 285 a 297 ºK. En la definición matemática, hay que trabajar siempre en unidades del Sistema Internacional: en º K y en Pa (N/m²).

El último caso que queda supone mantener constante la presión (proceso isobárico). Esto fue estudiado por el químico francés Louis Joseph Gay-Lussac (1778-1850). En concreto, observó que los gases se expandían cuando son sometidos a un aporte de calor, aumentando su temperatura, manteniendo su presión inicial. Gay-Lussac comprobó que este ratio de expansión era el mismo para todos los gases con los que había trabajado, es decir, que, considerando una misma presión, ante el mismo aporte de calor todos los gases estudiados se expandían de la misma manera. La conclusión es que, a presión constante, el volumen y la temperatura de un gas son directamente proporcionales: V / T = k. Aunque el primero que la publicó fue Gay-Lussac, parece que dicha ley fue descubierta previamente (1787) por el francés Jacques Charles (1746-1823), por lo que se conoce por su nombre.


Si a las leyes de Charles y de Gay-Lussac añadimos la de Boyle, vemos que las tres magnitudes (presión, volumen y temperatura) se correlacionan proporcionalmente entre sí, bien directa, bien inversamente. Combinándose entre sí, se obtiene una ecuación que las combina a todas (tal y como se observa en la figura) y que se conoce como la ley del gas ideal:


Hay que tener presente dos cosas. Una, que esta ley se denomina así, del gas ideal, no por casualidad, sino porque lo cierto es que ningún gas real se comporta así del todo. Por ejemplo, no es correcta para gases a presión muy baja, ni tampoco para gases a punto de licuarse. No obstante, ofrece un modo más que razonable para estudiar el comportamiento de los gases en condiciones ‘normales’, podemos decir. Si observamos la expresión, la ecuación nos daría un absurdo en aquellos casos en que la temperatura fuese 0 ºK. Ello no deja de tener cierto significado físico, como es la imposibilidad de enfriar un gas a esta temperatura, ya que todos los gases reales se licúan antes de llegar a ella. Y, aun así, licuados, tampoco pueden alcanzarla. Esto equivale a un modo de expresar la tercera ley de la termodinámica, es decir, que no es posible para ningún cuerpo real alcanzar la temperatura de 0 ºK.

La segunda cosa a tener presente es que esta es una ley empírica, es decir, originada por la observación del comportamiento de un gas y la medición de distintas magnitudes, pero sin dar razón del por qué los gases se comportan así. Esto es algo que se atenderá, no mucho más tarde, desde el enfoque cinético-molecular de los gases, postulando sobre la naturaleza de los gases, e intentando dar razón teórica de su comportamiento empírico a partir de ahí.

Como veremos, el secreto de una máquina térmica encuentra sus fundamentos en esta sencilla ley. Especialmente significativa es ―a mi modo de ver― la ley de Charles, pues con ella se pone de manifiesto cómo, al aumentar la temperatura de un cuerpo aportándole calor y, expandiéndose consecuentemente el gas, con ello se puede generar trabajo, de muy variada aplicación. Cuando hablemos de la termodinámica nos referiremos a esto que estoy diciendo aquí. La aplicación de todos estos resultados a una tecnología productiva para nada es evidente, por lo menos para un servidor, y supone una buena expresión del ingenio humano.

9 de septiembre de 2025

La noticia perceptiva privilegiada

Veíamos en otro post cómo hablar de cuál es lo complicado que era hablar de la ‘imagen objetiva’ de las cosas. La verdad es que los análisis que realiza Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción son sumamente interesantes. Pensemos, por ejemplo, en nuestra percepción de una mesa: su forma o su magnitud no es algo que me sea dado como algo invariable, todo lo contrario: es algo que va cambiando continuamente conforme yo voy girando alrededor de ella. En cada posición que ocupe a su alrededor obtendré una percepción diferente, formas y magnitudes distintas: desde arriba, desde abajo, desde el costado, de frente, más cerca, más lejos. Cada cambio de posición de mi cuerpo, por minúsculo que sea, implica una percepción diferente de esa mesa. ¿Cuál de todas es su imagen objetiva?
  
Mi experiencia es que, contando con esto que estoy diciendo, presumo que bajo todas esas percepciones hay un objeto que es como es, y que es precisamente el que se me presenta de diversas maneras. Es en la sucesión de percepciones de la mesa en lo que se funda la constancia de sus relaciones, y desde la que aventuro la estabilidad de sus propiedades. Esta constancia de las formas y de las magnitudes en la percepción no es resultado de una tarea intelectual, sino que surge naturalmente de mi relación con ella; es decir, es algo que se constituye en la relación prelógica que tengo con la mesa, que el sujeto tiene con el mundo, y en virtud de la cual se instala en él. Es con esta postulada estabilidad con la que identifico una percepción ‘objetiva’ de la mesa, la cual luego emparejo con aquella realizada a una distancia y a una posición relativa oportunas, que será la que a posteriori me sirva de referencia para hilvanar las percepciones que de ella pueda tener. Será a partir de esta percepción privilegiada que podré afirmar que la mesa está cerca o lejos, está derecha o al revés; sin ella, ¿cómo lo podría saber? «Esta percepción privilegiada garantiza la unidad del proceso perceptivo y recoge en ella todas las demás apariencias», dice Merleau-Ponty.

Los objetos solemos percibirlos según esta referencia privilegiada, realizada tras la asunción de una distancia óptima y una perspectiva adecuada para percibirlos, y que mantenemos memorizada sin darnos cuenta. El trato continuado con las cosas va cristalizando en nosotros cómo es objetivamente, aun cuando, seguramente, ninguna o casi ninguna de nuestras percepciones de facto se corresponda con ella. Así, todo objeto ‘solicita’ esa distancia y esa perspectiva para ser visto, bajo las cuales da de sí mismo lo que puede dar ‘objetivamente’, de modo que, más acá o más allá, más arriba o más abajo, sólo se obtiene una noticia confusa. Pero estos parámetros óptimos no son definidos científicamente, sino que son consecuencia de la percepción prelógica y acostumbrada según la función que adopten en nuestras vidas, y que será la que tensione cualquier otra percepción. Será ello lo que me diga que estoy situado oblicua, y no frontalmente; que estoy muy lejos, o muy cerca; que estoy en la posición relativa adecuada, o en una desacostumbrada. Estas percepciones ‘distorsionadas’ no nos proporcionan noticias realmente distorsionadas de las cosas, sino otras percepciones también reales pero que se distancian de la asumida como privilegiada. Y nos dan información de la posición de nuestro cuerpo respecto de ella.

Mi cuerpo siempre influye en la percepción que tenga de la cosa. Siempre ha de estar en una posición concreta, en virtud de la cual percibiré la cosa de una manera y no de otra. Como digo, la relación entre esta perspectiva y la privilegiada no es el resultado de un estudio científico, sino de mi experiencia prelógica con un mundo. Mi experiencia se da entre las cosas, pero a la vez las trasciende, porque toda experiencia se da en ‘el marco de cierto montaje respecto del mundo’. Y las trasciende porque, implícitamente, tensionamos nuestras percepciones hacia esa percepción privilegiada que nos dice lo que sea la cosa objetivamente, invitándonos a ir allende la primera. Esa percepción privilegiada la identificamos con cómo sea la cosa en sí misma cuando, como hemos visto, no deja de ser una percepción más, y en absoluto la más frecuente.

Efectivamente, esa constancia subyacente a todas las percepciones de una cosa nos remite a la postulación de un mundo, y de una experiencia de que sus fenómenos junto con mi cuerpo están rigurosamente vinculados. Pero esto no es algo que se despliegue ante nosotros como si fuéramos poseedores de una mirada divina, como un espectador absoluto, sino como un sucederse de puntos de vista en cada uno de los cuales participamos formando parte de los mismos; y es esa pertenencia nuestra a un punto de vista lo que posibilita que, desde él, podamos transitar a los demás: se trata de un punto de vista finito, limitado, y, a la vez, en franquía, abierto a otros puntos de vista con los que se vincula fenomenalmente, llevándonos a un ‘mundo total’ como horizonte de toda percepción. Las experiencias perceptivas se encadenan, se implican unas a otras, se precipitan entre sí, de modo que la percepción del mundo no es sino una dilatación de mi campo de percepción propiciado por mi situación en él, sin transcender nunca las estructuras esenciales de ello: ¿podría ser? «El mundo es una unidad abierta e indefinida en la que estoy situado».

2 de septiembre de 2025

El origen genético de un concepto no es cognitivo, sino vivencial

Caer en la cuenta de esto que comentábamos sobre un ejercicio experiencial de la razón no es fácil, pues, por lo general, estamos acostumbrados a manejarnos desde una razón conceptual: ¿acaso se puede ejercer la razón sin conceptos? Quizá un bueno modo de ilustrar esto que quiero decir es mediante un ejemplo, como es el de un concepto, es decir, su origen genético. Un concepto no surge primariamente de la conciencia, de la razón, ni mucho menos, sino que su origen hay que establecerlo en un trato primario de la persona con las cosas. ¿Cuál es el origen de los conceptos? Esta pregunta parece de Perogrullo: pues de la memoria, o de la conciencia. Pero si nos situamos allá en los inicios de la especie humana, cuando aún no existía el lenguaje como tal y se comenzaban a balbucear las primeras palabras, estableciéndose la comunicación seguramente a base de interjecciones, la cosa es diferente. En este sentido, Nietzsche explica una idea muy interesante en su Más allá del bien y del mal, concretamente en el §268.

Es éste un parágrafo que no tiene desperdicio. En él Nietzsche explica la génesis de un concepto, algo que, mucho antes de que aflore a la razón lógica, se ha generado en lo profundo de nuestro ser. ‘¿Qué es una palabra?’, se pregunta. En una primera aproximación, las palabras pueden ser entendidas como expresiones orales de los conceptos, como signos-sonidos, pero… ¿qué es un concepto?, ¿cómo se llega a formar un concepto en nuestra conciencia, desde un punto de vista genético? Ya digo, situémonos en los primeros individuos de nuestra especie, o en la vivencia de un niño cuya razón se está comenzando a configurar. Desde esta perspectiva, Nietzsche piensa que los conceptos son «signos-imágenes, más o menos determinados, de sensaciones que se repiten con frecuencia y aparecen juntas, de grupos de sensaciones». Es decir, hay algunas cosas externas que mantienen cierta estabilidad en sí mismas, en virtud de lo cual podemos percibirlas coherentemente y con cierta frecuencia, configurando en nuestras conciencias esos signos-imágenes. Me parece una idea muy sugerente. Al final los conceptos surgen de vivencias, de experiencias de relaciones con el entorno: de todas las que podamos tener, no todas se convierten en conceptos, sino aquellas que cristalicen en nuestra conciencia serán de las que hagamos un concepto.

En otro orden de cosas, Nietzsche realiza aquí una extrapolación a mi modo de ver muy aguda, y que tiene que ver con el lenguaje compartido por una comunidad de hablantes: «para entenderse unos a otros no basta ya con emplear las mismas palabras: hay que emplear las mismas palabras también para referirse al mismo género de vivencias internas, hay que tener, en fin, una experiencia común con el otro». No necesariamente diciendo una misma palabra estamos significando lo mismo: es preciso que esa palabra responda a una vivencia interna análoga. Este es el motivo por el cual «los hombres de un mismo pueblo se entienden entre sí mejor que los pertenecientes a pueblos distintos, aunque éstos se sirvan de la misma lengua». De hecho, el pueblo surge cuando varias personas han vivido juntas, con las mismas o similares experiencias, durante mucho tiempo; es en esas condiciones cuando de ahí ‘surge’ algo que se entiende por todos, nace un pueblo como tal.

Pero a lo que iba: los conceptos, pues, surgen de la familiaridad con ciertas vivencias que se repiten a menudo, las cuales obtienen primacía frente a las que se dan más esporádicamente. Sobre estas vivencias más familiares, las personas se entienden entre sí rápidamente, hasta el punto de que un solo concepto y su consiguiente vocablo es suficiente para saber a qué atenerse.

Cuando un concepto o una vivencia es más particular, precisa de mayores explicaciones. En este sentido, todo lengua es la ‘historia de un proceso de abreviación’, abreviación posibilitada por esas experiencias comunes. Esto tiene su lado bueno en situaciones de peligro, pues cuanto mayor es el peligro mayor es la necesidad de ponerse todos de acuerdo, cuanto más rápido mejor, para encontrar la salida más idónea: «el no malentenderse en el peligro ―dice Nietzsche― es algo de que los hombres no pueden prescindir en modo alguno para el trato mutuo».

Pero también tiene una contrapartida. Estas experiencias frecuentes, que cristalizarán en conceptos y en palabras, no son algo baladí; pues cuáles sean estos grupos de sensaciones que despierten más rápido en un alma, serán aquellos que a la postre se adueñen de la palabra, serán los que más nos importen, de modo que sobre ellos descansará la jerarquía de sus valoraciones, lo que en última instancia determina su ‘tabla de bienes’: «Las valoraciones de un hombre delatan algo de la estructura de su alma y nos dicen en qué ve ésta sus condiciones de vida, sus auténticas necesidades». Y de aquí extrae su conclusión, que da para pensar. Si es cierto que las necesidades han propiciado que los hombres se agrupen para poder satisfacerlas, pero facilitando el recurso a signos similares partiendo de necesidades similares, de lo cual se daban vivencias similares, «resulta de aquí, en conjunto, que una comunicabilidad fácil de las necesidades, es decir, en su último fondo, el experimentar vivencias sólo ordinarias y vulgares tiene que haber sido la más poderosa de todas las fuerzas que han dominado a los hombres hasta ahora. Los hombres más similares, más habituales, han tenido y tienen siempre ventaja; los más selectos, más sutiles, más raros, más difíciles de comprender, ésos fácilmente permanecen solos en su aislamiento, sucumben a los accidentes y se propagan raras veces. Es preciso apelar a ingentes fuerzas contrarias para poder oponerse a este natural, demasiado natural, progressus in simile [progreso hacia lo semejante], al avance del hombre hacia lo semejante, habitual, ordinario, gregario ―¡hacia lo vulgar!―».

Creo que aquí se refleja muy bien la descripción que, décadas después, aunque no muchas, hará Ortega y Gasset del hombre masa, así como de aquellos que permanecen solos en su aislamiento, en su famosa obra La rebelión de las masas. He aquí una expresión terrible: ¡lo vulgar! La vulgaridad es una lacra que acompaña a la humanidad desde siempre, independientemente de su clase social o de su capacidad adquisitiva; vulgar es aquél incapaz de atisbar la grandeza cuando pasa por su lado, de tener la mínima dignidad para saber toda la riqueza y responsabilidad que conlleva algo tan sencillo y fascinante como el hecho de ser persona. Aunque me he alejado un poco del tema.

26 de agosto de 2025

La cognoscibilidad de las esencias

Es razonable pensar que las cosas no se han dado la existencia a sí mismas, y que su existencia se deba a algo otro, a un fundamento en virtud de lo cual existen. De esto se hizo eco el mismo Newton, quien decía que si le preguntaban cómo se había originado la naturaleza, no sabía que contestar: sabía cómo se mueve el sistema solar, pero no cómo se originaba la fuerza que impulsaba a dicho movimiento, o aquello que originaba al mismo sistema solar. Algo que le inquietaba, tanto como para escribir más sobre estos problemas que sobre los estrictamente científicos. Ese fundamento en absoluto es evidente, y habrá que ver cuál es; para unos será Dios, para otro la misma materia, o la energía, pero, en cualquier caso, habrá que dar debida razón de él y de su capacidad fundamentante. Sea cual sea dicho fundamento, se puede afirmar que es lo que fundamenta la existencia de las cosas. En todas las cosas hay un momento suyo, una dimensión, que las vincula con su fundamento, que es lo que tradicionalmente se ha denominado esencia. Esa esencia, por un lado, vincula a la cosa con aquello que le hace ser y, por el otro, es lo que determina que esa cosa sea lo que es y no otra cosa, es decir, determina su modo de ser.

El asunto que me planteo aquí es el siguiente: independientemente de que las cosas tengan un ‘algo’, llamémosle esencia, que les haga ser y les haga ser lo que son, y que se comporten en la naturaleza como lo hacen, ¿puede ser conocido por nosotros?, ¿puede ser la esencia objeto de nuestro conocimiento?, ¿o qué sea ese algo está vedado al conocimiento humano por definición, ya que nunca podremos llegar a lo que es la esencia de algo por trascender nuestro conocimiento, sea de carácter empírico-científico, sea de carácter experiencial-vital? Tradicionalmente ‘esencia’ es un término que se ha empleado para dar razón de cómo son las cosas y de por qué se comportan como la hacen, pero eso dista mucho de que sepamos efectivamente lo que son las esencias. ¿Lo sabemos? ¿Lo podemos saber? Se ha sostenido que podemos llegar a tener noticia de las esencias mediante el uso de nuestra razón, algo que personalmente me parece problemático; lo digo en el sentido de que no sé muy bien cuál es ese objeto de conocimiento al que la razón debe llegar. También se ha dicho que se puede llegar a las esencias mediante una especie de intuición singular, pero no se sabe muy bien ni qué es esa intuición, ni qué es aquello de lo que esa intuición nos da noticia. Ciertamente, hay experiencias de la realidad que nos ofrecen noticias diversas a las empíricamente sensibles, y hay que considerarlas; pero entiendo que ello se debe realizar desde la prudencia mediante un continuo y permanente análisis crítico para evitar dar pasos en falso.

El hecho de enderezar el conocimiento hacia unas esencias de carácter objetivo (característico de la filosofía clásica y medieval) ha impedido enderezarlo —a mi modo de ver— hacia su dimensión relacional (propio de la modernidad y, sobre todo, de la contemporaneidad). Clásicamente un explicans objetivo en términos esenciales era considerado satisfactorio, es decir, se entendía que con él ya se había solucionado —cuanto menos en parte— el problema que se trataba de comprender, quedando pendiente tan sólo la tarea de profundizar en él e ir comprendiendo poco a poco en qué consistía su ser esencial. Sin embargo, este procedimiento en absoluto está tan claro. Se me ocurre un ejemplo a partir de unas líneas que leí en Persona y acción , de Karol Wojtyla, en referencia al concepto de ‘alma’.

La existencia del alma, así como su naturaleza espiritual, ha sido deducida a partir de ciertas vivencias personales, las cuales exigen una razón suficiente, una causa a su medida: según el método clásico-medieval de conocimiento, se deduce la existencia del alma como causante de esas vivencias. Pero esto es problemático porque, como dice Wojtyla, lo cierto es que «a la luz de este método de conocimiento es evidente que no existen ni la experiencia directa ni tampoco ‘la vivencia del alma’ (que sería precisamente tal experiencia)». Esto es algo que da que pensar: según Wojtyla, nosotros solo tenemos experiencia de esos efectos, de esas vivencias personales, pero no del alma en cuanto tal; tenemos experiencia de actos anímicos, pero no del alma. La interpretación de que existe algo así como el alma a partir de la cual son causadas dichas vivencias es algo añadido a la experiencia, mediante lo cual queremos dar razón precisamente de dicha experiencia. Zubiri decía algo similar: tenemos experiencia de actos conscientes, pero no de ‘la’ conciencia; de hecho, en su opinión, hablar de la conciencia como un ente es una sustantivación improcedente. De lo que tenemos experiencia es de actos conscientes, de razonamientos, del ejercicio de nuestras facultades superiores, en definitiva; afirmar que el origen de todo ello se debe a ‘un’ alma que todos poseemos ya no deriva de la experiencia como tal, sino que es una interpretación racional. «A pesar de todo esto, los hombres frecuentemente piensan y hablan de su alma como de algo de lo que tienen una vivencia» —continúa Wojtyla—, una vivencia —la del alma— que es la causante de todas esas vivencias personales de carácter superior, específicamente humanas, como la libertad, la responsabilidad, el autodominio, la reflexión, la consciencia, etc.

La evidencia de estas vivencias personales —las cuales, efectivamente, la tenemos— se asume como evidencia de la existencia del alma —que no tenemos como tal—. ¿Por qué hemos hecho esta extrapolación como algo natural? En palabras de Wojtyla: estos efectos, las funciones superiores específicamente humanas, «constituyen el tejido vital intrahumano, están inscritos en la vida interior del hombre y se tiene la vivencia de ellos de una manera tal que se identifican con la vivencia del alma». Partiendo de esto, se extiende al contenido de la vivencia del alma todo lo que tiene que ver con la dimensión espiritual de la persona, y es hacia ahí hacia donde se dirige el análisis metafísico. Pero se percibe aquí un salto que habría que justificar debidamente. Con esto no quiero negar que exista un principio metafísico que nos fundamente, igual que creo que existe para toda la naturaleza; pero sí que quiero hacer hincapié en que hay que ser prudentes y críticos a la hora de establecerlo.

¿A dónde quiero llegar con esto? Leyendo esto a la luz del discurso de Popper —del cual se sitúan ajenas las intenciones de Wojtyla, pero creo que pueden converger— se percibe aquí un salto acrítico, un argumento ad hoc del cual Wojtyla se hace eco: se asume que ciertas vivencias personales se deben a la existencia del alma, cuya existencia se demuestra precisamente por las vivencias personales que se tienen. Esto nos recuerda al ejemplo que comentamos a propósito de Neptuno. Creo que se percibe la circularidad. Con esto no se pretende negar ni afirmar nada sobre la existencia del alma, sino que quizá haya aquí un salto injustificado a causa del empleo de una argumentación ad hoc. Ciertamente, en nosotros están esas vivencias de carácter espiritual; el asunto pasa por cómo dar razón de ellas, y hasta qué punto es justificado argumentar en este sentido la existencia de un alma en cuanto tal.

A mi modo de ver, esta circularidad ad hoc es consecuencia de tratar el conocimiento metafísico de modo objetivo, más que en términos relacionales o sistémicos. Estos términos fueron obviados en la época, lo cual es muy natural por pertenecer a un marco mental totalmente ajeno a ello. Pero ahora ya no estamos en esa tesitura. Pero también hay que ser prudentes ―entiendo― en la actualidad, en el sentido de que enderezar el conocimiento relacionalmente no debe llevarnos a impedir su enderezamiento hacia lo esencial, se llegue hasta donde se llegue. Esto y no otra cosa es lo que se pretende desde la consideración intramundana de la metafísica, la cual no se queda en lo físico (físico en sentido amplio, me refiero al conocimiento empírico sensible, sobre todo el científico), sino que, junto con ello, se plantea cuestiones precisamente metafísicas, tratando de no caer en argumentaciones ad hoc. Ciertamente, desde un enfoque estructural o sistémico de la realidad, el concepto de esencia es problemático, pero no ocioso, tal y como Zubiri puso de manifiesto en su famoso Sobre la esencia; quizá lo que haya que hacer es actualizar el concepto de esencia, y en vez de considerarlo como la razón de que una cosa sea tal y se comporte como tal, considerarlo en diálogo con la idea contemporánea de realidad. La consideración sistémica de la realidad pone de relieve la dimensión relacional, pero no anula ni obvia (no debería) la esencial, si bien es cierto que solicita su revisión; la gnoseología contemporánea muy bien puede enderezarse no sólo relacionalmente, sino también y sobre todo ortogonalmente.

Todo esto nos ayuda a replantearnos la pregunta que nos hacíamos hace unos posts: ¿tocamos la realidad con nuestro lenguaje, o no? A mi modo de ver, ese contacto se da, aunque no en términos objetivos, sino de modo más profundo, de carácter prelingüístico y prerreflexivo, experiencia primigenia en base a la cual ejercemos nuestra razón y nuestro lenguaje, y etiquetamos los entes de la naturaleza, los cuales necesariamente siempre van a ser mucho más que lo que quepa en nuestros conceptos. Un vínculo primordial de carácter sentiente, a partir del cual todo significado siempre va a ser necesariamente una construcción, aunque no arbitraria en virtud de ese arraigo primario de carácter físico con la realidad.

19 de agosto de 2025

La educación de la creatividad

Hemos estado hablando ya durante varios posts cómo entendía Vigotsky la creatividad, asunto ciertamente interesante y que —a mi modo de ver— no tiene desperdicio. Pero crear no es sencillo: a menudo nuestra energía creadora no encuentra el modo de cristalizar, de cobrar cuerpo; como dice Dostoievski, hay ocasiones en que ‘la palabra no sigue al pensamiento’. Es muy frecuente el anhelo de transmitir vivencias, sentimientos, ideas, y de contagiar de todo ello a los demás, y la constatación de la imposibilidad de poder hacerlo tal y como nos gustaría. Es muy frecuente, también, que nuestra capacidad de ‘novedad’ desde una perspectiva más vital se vea mermada, que nos acostumbremos a vivir rutinaria o acomodadamente a partir de lo dado, de lo recibido o de lo vivido en el pasado. Cuando eso ocurre, es fácil (aunque no siempre) verlo como una carencia, como algo que nos limita, que va en contra de nuestro impulso vital. Y es que la imaginación se alimenta de esta fuerza que surge de dentro y nos impulsa a vivir, y la vida es verdadero principio y motor de la creación. La imaginación tiene que ver con nuestro modo de estar en el mundo. Por un lado, posee la capacidad de hacerse eco de lo nuevo, de lo sorprendente, algo que, en primera instancia, parece razonable pensar que debería pasarnos desapercibido (¿cómo podemos hacernos eco de algo que sale por completo de nuestro marco mental?). Por el otro, tiene que ver con que eso imaginado entre a formar parte de nuestras vidas, revirtiendo sobre la realidad, sobre nuestra realidad. La imaginación, la creatividad, se alimenta del mundo, y a él revierte su resultado: «Todo fruto de la imaginación, que surge de la realidad, se afana por describir un círculo completo y así encarnar de nuevo en lo real».

Una persona creativa es aquella que tiene una mayor capacidad para ir más allá de lo dado, descubriendo un rango amplio de opciones en su habérselas con las cosas. Precisamente es gracias a su imaginación que no depende exclusivamente de su pasado, sino que siempre puede probar con algo diferente, algo que cabalmente parecía no estar, o no depender de la situación vivida. La creatividad implica novedad, sorpresa. Cada uno tiene su ‘estructura imaginativa’ que pertenece a su sí mismo y a su relación con la realidad. La imaginación tiene que ver con nuestra lectura del mundo, con nuestra interpretación, con las posibilidades de nuestra conducta, con nuestra vida, en definitiva. Una imaginación realista es fundamental para una vida en plenitud de sus posibilidades. Un equilibrio difícil de alcanzar. Me refiero al que existe entre imaginación creadora, en este sentido realista, y mera ensoñación evasiva. Equilibrio que se fragua en la época infantil, y que depende de en qué entorno pueda desplegar el niño toda su energía vital. Imaginación es impulso creador, y nos pertenece íntimamente a las personas: «la imaginación creadora penetra toda la vida personal y social, imaginativa y práctica en todos sus aspectos: es omnipresente».

Este tránsito de la ensoñación infantil a la imaginación creativa supone que el descubrimiento de que la realidad genera resistencia a la fantasía se realice sin traumas, de modo paulatino y sereno. Es preciso que este descubrimiento se vaya haciendo según el grado que cada edad puede asumir de modo razonable, propiciando experiencias adecuadas, y acompañando al niño o al adolescente para que aprendan a combinar el resultado de su fantasía con el contraste real. La ingenuidad es propia del niño, y en el adolescente debe comenzar a permutarse por cierto sentido de la realidad.

No consiste tanto en hacer que los niños creen como un adolescente, ni los adolescentes como un adulto, sino en lograr que puedan ejercer la imaginación del modo adecuado a su edad, acompañándolos en sus descubrimientos con ternura y confianza, respetando sus ritmos, permitiéndoles el error. En caso contrario, su progreso natural se trunca, aprendiendo comportamientos que les generan violencia y que pasan a formar parte de su personalidad, exigiéndoles más de lo que en principio pueden dar. Tiene que haber cierta tensión hacia arriba, pero que el niño lo viva lúdicamente, no como una imposición; una imposición tira demasiado hacia arriba, generando procesos contraproducentes en su tierna personalidad. Hay que aprender a respetar el ritmo de los niños y de las personas. En caso contrario, lo encerramos entre los barrotes de nuestra propia ansiedad.

Tolstoi descubrió que «la verdadera tarea del educador no consiste en habituar apresuradamente al niño a expresarse en el lenguaje de los adultos, sino en ayudar al niño a elaborar y madurar su propio lenguaje literario»; el asunto pasa ―en opinión de Tolstoi― por estimular al niño, ofrecerle materiales, y permitir el libre juego de su creatividad. Ciertamente parece que peca de cierto optimismo a la Rousseau, pero nos abre el horizonte a que cualquier acompañamiento a los niños debe ir de la mano con un despliegue adecuado de sus facultades, no impuesto a contrapelo. Así dice Vigotsky: «La comprensión justa y científica de la educación no consiste en modo alguno en inocular artificialmente en los niños, ideales, sentimientos o criterios que les sean totalmente ajenos. La verdadera educación consiste en despertar en el niño aquello que tiene ya en sí, ayudarle a fomentarlo y orientar su desarrollo en una dirección determinada».

En la adolescencia todo esto se complica. El equilibrio entre lo que esperamos y lo que nos ocurre puede despertar diversos sentimientos. Cuando nos encontramos en situaciones habituales, prima la serenidad y la tranquilidad. Cuando estas situaciones habituales se ven truncadas por distintos acontecimientos, nuestra serenidad también se ve alterada, pues nuestro equilibrio con el entorno se ve afectado, y no solemos estar pertrechados afectivamente para hacer frente a esta situación (¡y cuántos ‘adultos’ tampoco!). Si este desequilibrio entra dentro de nuestras expectativas, o prevemos que lo podemos manejar, nos surgen sentimientos de satisfacción, aceptación o alegría; en caso contrario, si vemos que el acontecimiento nos domina, que es más fuerte que nosotros, que no responde a lo que pensábamos y no lo podemos manejar, nos sentimos impotentes, enfadados, tristes, abatidos.

Es importante educar ofreciendo herramientas de actuación, y una estabilidad afectiva que contribuya a mantener nuestro equilibrio. «Las convicciones que podemos adquirir en la escuela mediante el conocimiento, solamente podrán echar hondas raíces en la psiquis infantil cuando esas convicciones se consoliden emocionalmente». Nuestra afectividad (afortunada a desafortunada) influye y mucho en la lectura de lo que nos ocurre y en nuestra posterior conducta, en toda nuestra vida, ciertamente. El niño necesita jugar y desplegar todas sus posibilidades en un entorno de confianza y ternura, para poder ir madurando adecuadamente en su encuentro con la realidad: «En el juego no es lo principal la satisfacción que experimenta el niño al jugar, sino el provecho objetivo, el sentido objetivo del juego que, aun inconscientemente para el niño reporta ese juego. Este sentido reside, como es notorio, en el ejercicio y desarrollo de todas las fuerzas reales y embrionarias que en él existen».

El encauzamiento del niño en este tránsito crítico hacia el ejercicio realista de la imaginación le va a dejar una huella muy importante en su personalidad. Cuando es vivido liberadoramente, va a poseer unos efectos nutritivos y funcionales en su vida que le van a permitir ser más auténtico, libre y responsable, con mayor estabilidad afectiva y emocional, con una comprensión más realista de las cosas, de los hechos, etc., que cuando es vivido amenazadoramente. La dimensión intelectual, emocional y volitiva vibran al unísono con el impulso natural a la vida que late en su interior; toda violencia o toda tensión interna va a suponer una inestabilidad afectiva que dificultará el sano despliegue de su personalidad. Poco a poco comienzan a ver las cosas con cierta distancia, contemplando sus relaciones, sus transformaciones. Y poco a poco van cobrando consciencia de esto, surgiendo la necesidad de realizar esta tarea con una mayor predisposición y preparación.

La creatividad adquiere un carácter doble: por un lado, hay que alimentar la imaginación y la energía creadora; por el otro, hay que hacerse con el mundo y adquirir la mayor destreza para situar el producto creativo en un entorno significativo real. En estos casos se gesta lo que se espera de la actividad creadora, a lo que habría que añadir el dominio de la técnica de que se trate en cada ocasión. En el arte, en la ciencia, en la vida, en todos los ámbitos de la existencia humana se pondrá de manifiesto el éxito o el fracaso, mayor o menor, de esta tarea. «El hombre tendrá que conquistar su futuro con ayuda de su imaginación creadora; orientar en el mañana, una conducta basada en el futuro y partiendo de ese futuro, es función básica de la imaginación y, por lo tanto, el principio educativo del trabajo pedagógico consistirá en dirigir la conducta del escolar en la línea de prepararle para el porvenir, ya que el desarrollo y el ejercicio de su imaginación es una de las principales fuerzas en el proceso para lograr este fin. La formación de una personalidad creadora proyectada hacia el mañana es preparada por la imaginación creadora encarnada en el presente», dice Vigotsky.

12 de agosto de 2025

¿Por qué no atravesamos una pared?

Desde la física atómica hablar de materia ‘sólida’ es complicado, en el sentido de que dicha materia sólida está constituida por átomos que en su mayor parte están vacíos. Como se suele decir, si un átomo fuera de la escala de un campo de fútbol, su núcleo sería como una nuez situada en el centro del campo de juego, y los electrones pequeñas lentejas girando a su alrededor a la altura de la última fila. Masa, lo que se dice masa, tienen muy poca. Pero el caso es que en los cálculos matemáticos se llega incluso a no presuponer ningún tamaño para los átomos; es decir, no es necesario que tengan extensión física. E incluso los resultados experimentales no exigen que las partículas no sean puntos infinitesimales. Esto es algo que sorprende: hoy por hoy, no hay lugar para el tamaño en las ecuaciones fundamentales de la física de partículas.

Esto no deja de suscitarnos algunas preguntas. Por ejemplo: ¿cómo es que una partícula cuyo volumen es infinitamente pequeño posea una carga finita? O, en otro orden de cosas: sabemos que protones y neutrones están compuestos por quarks, pero ¿sería posible dividir a un electrón por la mitad? Hasta donde yo sé, esta pregunta, hoy por hoy, no tiene sentido físico.

Esto tiene que ver con uno de los mayores quebraderos de cabeza que los físicos tienen en la actualidad, como es la integración de la gravedad en la teoría cuántica. La gravedad, por su propia definición, lleva implícita la consideración de masas en extensiones finitas, todo lo cual no encaja muy bien con cómo se ha desarrollado la formulación matemática de la mecánica cuántica, que apunta en sentido opuesto. Lo cierto es que esta suposición de que las partículas poseen una extensión nula nos lleva a no considerar absurda la hipótesis de que allá cuando el big bang, toda la materia del universo —se dice— estaba concentrada en la cabeza de un alfiler.

Hoy se tiene conocimiento de entidades cósmicas que, si bien no alcanzarán seguramente la densidad de ‘un universo en una cabeza de alfiler’ sí que alcanzan la de ‘una montaña en un guisante’. El big bang es una de las dos singularidades en las que se estima que la densidad es infinita, aunque no deja de ser una postulación teórica: no se sabe muy bien qué se quiere decir cuando se afirma que todo el universo estuvo concentrado en un punto inicial (¿cómo es esto posible?), independientemente de que dicha postulación tenga todo el sentido para dar razón de nuestro cosmos tal y como lo conocemos. Otro tipo de singularidades más reales es el que tiene que ver con el comportamiento de algunas estrellas, desembocando en acumulaciones de mucha materia en un volumen muy reducido: son los agujeros negros, de una densidad elevadísima. Hay sobre ellos un debate en referencia a su volumen, apostando algunos (siguiendo las ecuaciones de Einstein) por un volumen nulo (el segundo tipo de singularidad), y otros oponiéndose a esta hipótesis.

Como es evidente, si su extensión no fuese nula, esta situación inicial sería más difícil de asumir, por mucha capacidad de comprensión que tuviera. En cualquier caso, las teorías actuales no tienen mayor problema es considerar esa hipótesis de la extensión nula de las partículas, lo que parece que nos lleva a un callejón sin salida: un fenómeno que requiere extensiones finitas —la gravedad— se debe introducir en un marco teórico que de entrada las suprime. ¿Cómo encarar esto? Si queremos comprender esto, se ha de empezar por tratar de responder a una pregunta que, si bien en principio parece que no tiene nada que ver, lo cierto es que guarda una relación estrecha; una pregunta que no deja de ser sorprendente: ¿por qué no atravesamos una pared, si nosotros somos, y la pared, en gran medida espacio vacío? Como decía Ortega y Gasset, hay cosas obvias que, precisamente por serlo, no nos generan inquietud; pero en estas cosas obvias hay implícitos graves problemas que suelen pasarnos desapercibidos. Creo que esta es una de esas obviedades que esconden un gran problema. Como solución a este problema suele aducirse que los electrones, situados en la periferia de los átomos, tienden a repelerse por ser todos de carga negativa. Sin dejar de ser cierto, la teoría cuántica nos muestra que es una respuesta insuficiente.

Me explico. La pregunta anterior se puede formular de otro modo: ¿por qué la materia no se pliega sobre sí misma? La respuesta definitiva se consiguió en 1967 de la mano de Freeman Dyson y Andrew Lenard, quienes probaron «que la materia sólo puede ser estable si los electrones cumplen el llamado principio de exclusión de Pauli, uno de los aspectos más fascinantes de nuestro universo cuántico», explican Cox y Forshaw. El hecho de que no puedan existir en el universo dos electrones con los mismos números cuánticos es la clave de bóveda sobre la cual se estructura la materia y no colapsa sobre sí misma; lo que posibilita que se vayan constituyendo construcciones espaciales, como las estrellas, en cuyo seno se formaron los átomos que hoy constituyen nuestro planeta, y todo lo que en él existe, incluidos nosotros mismos.