Para poder acceder a este proceso hermenéutico que comentábamos, hay un elemento indispensable que lo posibilita, y que hoy en día no tiene muy buena prensa: me refiero a la tradición. La tradición es el ámbito en el que es posible el encuentro de horizontes, ya que es en ella precisamente que tales horizontes se dan; es condición de posibilidad de ese contacto. El horizonte del texto y el del intérprete no son independientes ni inconexos, todo lo contrario. Incluso se puede decir que aquél engloba de alguna manera a éste en tanto que posee un efecto sobre él, todo lo potente o todo lo nimio que se quiera, pero todo horizonte actual —y el nuestro lo es— está inevitablemente afectado por el anterior. Es por ello preciso ser conscientes de que nuestro horizonte siempre es un horizonte limitado, y que debemos ir más allá de nosotros mismos, más allá de nuestro marco mental, pues es en él en que se sitúan habitualmente nuestras comprensiones y nuestras reconstrucciones. Démonos cuenta, por otra parte, que esta limitación es similar a la que poseía el autor cuando escribió el texto: él también lo hizo enmarcado en su propio horizonte, sin ser consciente (¿cómo iba a poder serlo?) de las lecturas que podrían hacerse de su texto en generaciones posteriores.
Consecuentemente, la interpretación de un texto supone atender a lo pasado pero ‘desde’ un presente afectado por dicho pasado. Se observa que no se trata de un proceder ‘de una vez por todas’, sino que es un preguntar y dejarse responder: «La estrecha relación que aparece entre preguntar y comprender es la que da a la experiencia hermenéutica su verdadera dimensión». Un dejarse responder que suscitará un nuevo preguntar y, subsecuentemente, un nuevo dejarse responder; nuevas preguntas y nuevas respuestas, imprevisibles inicialmente, que no es otra cosa que un diálogo. Y este diálogo contribuye a suscitar cada vez más y nuevas preguntas, y lo que es más importante: poseer esa actitud abierta que se precisa para atender auténticamente a las nuevas respuestas. El pensar y el preguntar se implican mutuamente, y suponen esa actividad de espíritu según la cual la respuesta es permitida, así como ese dejarse sorprender y configurar por ella. Desde esta actitud de apertura se deja abierta la posibilidad de nuevos sentidos, aun de aquellos que nos supongan violencia.
Es cierto que con un texto no podemos mantener una conversación como con un tú, pero esa dialéctica de pregunta y respuesta, y la actitud que subyace en ella, es en definitiva la misma. Porque «este hacer hablar propio de la comprensión no supone un entronque arbitrario nacido de uno mismo, sino que se refiere, en calidad de pregunta, a la respuesta latente en el texto. La latencia de una respuesta implica a su vez que el que pregunta es alcanzado e interpelado por la misma tradición. Esta es la verdad de la conciencia de la historia efectual».
Pero no nos quedemos aquí, porque algo de esto hay en verdad en todo lenguaje. Continúo citando a Gadamer: «esta fusión de horizontes que tiene lugar en la comprensión es el rendimiento genuino del lenguaje». El lenguaje es sin duda ‘la’ herramienta necesaria para la tarea hermenéutica, así como para el arte de la conversación. La comprensión dialógica se da necesariamente lingüísticamente. Y lo que hemos de intentar de realizar ahora es profundizar el alcance de lo lingüístico y su repercusión en la tarea hermenéutica. Cualquier posibilidad de encuentro y de comprensión supone un lenguaje común; no tanto una lengua común, sino un lenguaje común; pues ocurre con frecuencia que dos personas hablan dos lenguajes distintos en una misma lengua, y un mismo lenguaje en lenguas distintas. Toda conversación (con un tú, con un texto) no sólo supone un lenguaje común, sino que se constituye únicamente si hay un lenguaje común. Luego se verá si hay acuerdo o no, pero sólo es posible el acuerdo cuando ambos participan de un lenguaje común. ¿Cómo se produce o cómo se genera este lenguaje común? Evidentemente, no es algo que se dé por supuesto, ni siquiera algo construido artificiosamente siguiendo ningún tipo de técnica… Es otra cosa. Ese lenguaje común es fruto del esfuerzo dialógico de los interlocutores, de su actitud de apertura, fruto de lo cual se posibilita no ‘vencer en el enfrentamiento’ sino no precisamente lo contrario, no sentirse amenazado por no tener razón, auténtico paso previo para poder atisbar la verdad que nos ofrecen las cosas mismas, y no la fuerza de las argumentaciones. Es precisamente la fuerza de la verdad de las cosas mismas la que nos reúne en una nueva comunidad: «El acuerdo en la conversación no es un mero exponerse e imponer el propio punto de vista, sino una trasformación hacia lo común, donde ya no se sigue siendo el que se era». Cuando no sea el caso, cualquier posibilidad de encuentro con un interlocutor será harto complicado.