7 de enero de 2025

Esa pretendida objetividad de las cosas

Es experiencia común percibir las cosas con ciertas propiedades o caracteres estables, lo cual se traduce en nuestra percepción en ciertas ‘constantes perceptivas’, tal y como las define Merleau-Ponty. Ahora bien, aquí hay que distinguir dos aspectos: uno, que efectivamente las cosas presenten una estabilidad en virtud de las cuales las percibimos así, como ‘estas’ cosas y no estas ‘otras’; y dos, que para nada es evidente que, de aquí, podamos dar con cómo sean las cosas ‘objetivamente’, en una objetividad suya ajena a nuestras percepciones, o como resultado de todas ellas. A poco que lo pensemos, nos damos cuenta de que, efectivamente, solemos distinguir en nuestra percepción de los objetos aquello que entendemos que les pertenece a ellos mismos, de lo que pensamos que son noticias accidentales de las percepciones que hemos hecho de él, y que no le afectan en cuanto tal. Lo que no está tan claro es qué sea accidental y qué le pertenezca objetivamente: ¿dónde está la frontera?, ¿a partir de qué estimamos que tal forma o tal magnitud son, efectivamente, una forma o una magnitud que le pertenecen objetivamente a ese objeto?, pregunta interesantísima que nos lanza el pensador francés.

Pensemos en la percepción de una figura geométrica, un cuadrado. Solemos definirlo en virtud de cómo se presenta en un plano frontal a nuestra visión, y a una distancia media (ni muy lejana, pues iría empequeñeciéndose hasta convertirse en un punto minúsculo, ni muy cercana, pues nuestra mirada quedaría empastada en el plano que lo alberga confundiéndose en él). Así, podemos distinguir a un cuadrado de un rombo, por ejemplo, el cual queda definido en las mismas condiciones: mirada frontal y a una distancia media. Estas condiciones de percepción se definen en virtud de nuestra posición respecto a tales figuras, adoptándolas como punto de referencia, con relación a las cuales identificamos las ‘apariencias fugitivas que no se corresponden con lo que ellas son’: es así como construimos la pretendida objetividad de las cosas.

Pero el caso es que estas percepciones así definidas no son más verdaderas que tantas otras que podamos tener. Es más, muy raramente percibimos en la naturaleza cuadrados frontalmente, sino que las más de las veces los solemos percibir oblicuamente, en forma precisamente de rombos. ¿Cómo sabemos que eso que vemos con forma de rombo, es un cuadrado y no un rombo? O al revés: ¿cómo sabemos que un rombo percibido oblicuamente, apareciéndosenos como un cuadrado, es efectivamente un rombo y no un cuadrado? Sólo podemos distinguirlo si tenemos en cuanta nuestra orientación, la posición de nuestro cuerpo, a partir de la cual hacemos una reconstrucción psicológica de lo percibido, tratando de comprobar si es efectivamente un cuadrado o no, si es efectivamente un rombo o no. Y aquí está el meollo: como muy agudamente ve Merleau-Ponty, «esta reconstrucción psicológica de la magnitud o de la forma objetiva, ya concede aquello que debería explicar: una gama de magnitudes y formas determinadas, entre las cuales bastaría escoger una, que sería la magnitud o forma real».

Esta idea es genial. Definir el cuadrado tal y como lo definimos no es más que una opción entre otras, y ‘decidimos’ que su objetividad resulta de tal definición. Lo que nos abre a dos problemas: el primero es averiguar si, efectivamente, ‘esta opción’ que escojo entre todas las demás es la que nos asegura la forma ‘objetiva’ de eso que estoy percibiendo, es la que nos define las propiedades estables de la cosa en cuestión; el segundo, quizá más grave, es tratar de comprender cómo, ante la infinidad de percepciones que tengo de un objeto, en constante dinamismo, se me puede dar en el flujo de mis experiencias ‘el’ modo de ser de la cosa, su modo de ser ‘objetivo’.

Quizá esa pretendida objetividad de las cosas no sea tal, cuando menos en su definición perceptiva, lo que no quiere decir en absoluto que las cosas no sean estables en su modo de ser, en el seno de determinadas escalas temporales. Ello quiere decir que las magnitudes y formas percibidas nunca son de modo absoluto ‘las’ magnitudes y formas del objeto, sino que son modos de denominar las relaciones perceptivas que, entre el sujeto y el objeto, se dan en el campo fenomenal. «La constancia de la magnitud o de la forma real a través de las variaciones de perspectiva, no sería más que la constancia de las elaciones entre el fenómeno y las condiciones de su presentación». Cómo sea la realidad no se puede saber como resultado de una perspectiva privilegiada, sobre la cual aparecerían todas las demás, sino que es el armazón de relaciones a las que todas las perspectivas satisfacen.

Toda perspectiva no es sino el precipitado de un objeto que se me presenta y una percepción realizada desde una posición de mi cuerpo. Tan cuadrado es un rombo percibido oblicuamente, como es romboide un cuadrado percibido de la misma manera. Si decimos que es aparente o no, lo hacemos en virtud de cómo esté situado nuestro cuerpo en la percepción, y cómo ‘debería estar’ si quisiéramos tener de esos objetos ‘la’ perspectiva ‘objetiva’. En este caso, esa perspectiva aparente ya no se sufre, sino que se comprende. Pero estas formas ya no son ‘objetivas’ como tales, sino ‘escogidas’, escogidas arbitrariamente por la correspondiente situación de mi cuerpo ante el fenómeno. Toda orientación de mi cuerpo presenta una apariencia concreta del mismo objeto, así como de los objetos próximos; en todas estas apariencias la cosa no deja de ser lo que es, con sus propiedades estables, y se nos presenta como tal porque todas las percepciones que de ella tenemos arrojan unas magnitudes y unas formas que caben en las relaciones que definen al objeto como tal, así como en las que mantiene con su entorno. Es en su estabilidad propia en lo que se funda la equivalencia de todas sus perspectivas, así como la identidad de su ser. Una estabilidad que se adivina como el fondo de sus figuras, pero como una presencia no sensorial, sino metasensorial.

1 de enero de 2025

El significado lógico no siempre coincide con el lingüístico

Hay un asunto que me parece pertinente destacar, como es que los lenguajes lógicos, tan queridos por los autores que tienden a esta tendencia formalizadora o axiomatizadora, o logificadora, también tienen sus limitaciones, de las que hay que saber hacerse eco para no dar pasos en falso.
  
Sabido es que tanto en ámbitos matemáticos, como también lingüísticos, ha sido común, sobre todo desde finales del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX, tratar de enmarcar las respectivas proposiciones matemáticas o lingüísticas en un marco formal, con la finalidad de darles un mayor rigor. Pero, como decía en este post, lo cierto es que, a pesar de todas las bondades que tenga la axiomatización de un sistema, que las tiene, no todo son ventajas, dado que es fácil que surjan problemas que haga que las cosas no sean tan bonitas como se presumía. Estos problemas tienen que ver con el hecho de que no siempre es fácil establecer un correlato entre ambos sistemas, es decir, entre el sistema lógico y el lingüístico (o el matemático). Pero también con el hecho de que, incluso en el seno del propio sistema axiomatizado, el significado de sus teoremas puede muy bien dar lugar a inconsistencias. Vaya por delante que estos posts (dos o tres) en los que voy a hablar de esto son un poco complejos, pero para quien esté familiarizado con estos asuntos, o tenga inquietud por ellos, pueden ser interesantes (a mi modo de ver, claro).

Para hacernos eco de ello, partamos de un sistema lógico que nos puede ser más familiar a todos, como es el de la lógica clásica. Seguramente sea la lógica que nos venga a la cabeza de modo más espontáneo, y la que nos sea más asequible. Es aquella en la que se dan silogismos del tipo ‘Todos los hombres andan’, ‘Sócrates es un hombre’, luego ‘Sócrates anda’. En ella, como en cualquier otra lógica, hay que distinguir dos planos: el suyo propio (el de su sintaxis como tal) y el de su uso en tanto que formalizadora de otro lenguaje (ya sea matemático, o cualquier idioma hablado, etc.). Y, como decía, tanto en un plano como en el otro, se pueden dar problemas. Quizá sean más llamativos los segundos, en el sentido de que, si bien se utiliza la lógica para logificar un lenguaje (menos logificado, se entiende), el caso es que su relación con éste es compleja, todo lo que tiene que ver con el problema de su semántica. Como dice Raguní, los teoremas lógicamente impecables pueden llevar aparejados problemas semánticos, afirmación que me parece interesantísima. Este análisis nos llevará al primero de los dos problemas que comentaba, lo que nos llevará a su vez para comprender mejor el importante problema de la consistencia lógica.

Empecemos —pues— por el segundo. Trataré de hacer ver que, en ocasiones, es complicado mantener las significaciones del lenguaje habitual en el seno del lenguaje lógico, lo que nos puede llevar a ciertas confusiones. Para explicarlo, vamos a apoyarnos en una sencilla expresión formal que creo que todos conocemos, y en dos proposiciones cualesquiera. La expresión lógica es ‘p→q’; es decir, ‘si p entonces q’, o ‘p implica q’, la cual establece una conexión causal entre las dos proposiciones, de modo que si se ha cumplido la segunda es gracias, en principio, a que la primera también se ha cumplido. Las dos proposiciones pueden ser ‘hay gatos’ (A) y ‘no hay ratones’ (B), que las combinamos así en C: ‘Si hay gatos (A), no hay ratones (B)’. De esta manera, se entiende que cuando no haya ratones ello será gracias a la presencia de gatos, estrategia empleada antiguamente, por ejemplo, para guardar los libros en los monasterios medievales.

Vamos a analizar qué ocurre con la proposición C. ¿Cuándo será verdadera la proposición C? Para ello estableceremos su tabla de verdad desde el sentido común (y acto seguido la compararemos con la establecida desde la lógica). La tabla de verdad de un operador lógico no es otra cosa que averiguar su verdad o falsedad en función de la verdad o falsedad de las premisas mentadas. Imaginemos que somos el bibliotecario del monasterio, y vemos un día ratones comiéndose las hojas de los libros; se nos ocurre traer a algunos gatos, y los ratones desaparecen. Parece razonable pensar que han sido los gatos los responsables de la desaparición de los ratones; igual podrían haber desaparecido por cualquier otro motivo, como una enfermedad, pero daremos por bueno que ha sido por los gatos. En este caso, es verdad que hay gatos, y también es verdad que no hay ratones, lo que nos lleva a afirmar que la proposición ‘si hay gatos, no hay ratones’ es también verdadera.

A

B

A→B (desde el sentido común)

V

V

V

También podría ocurrir que, tras traer los gatos, siguiera habiendo ratones. Entonces, sería verdad que hay gatos, pero no lo sería que no hay ratones, pues sí que los hay. Esto nos lleva a que la proposición ‘si hay gatos, no hay ratones’ no se cumple, es falsa. En lógica clásica, esta posibilidad se conoce como el caso de la promesa rota, pues nuestras expectativas se han truncado. 

A

B

A→B (desde el sentido común)

V

V

V

V

F

F

Para completar la tabla, habría que ver los dos casos en que la primera premisa es falsa, es decir, que no hay gatos. Si no hay gatos, con los ratones caben las dos posibilidades: que no haya (con lo que es verdadera) o que sí que haya (con lo que es falsa). ¿Qué ocurre entonces con C? Si lo pensamos, esto para nosotros no tiene mucho sentido. Si es falso que hay gatos, es decir, si no los hay porque no los hemos traído, no tiene sentido plantearnos la verdad o la falsedad de C, porque que no haya ratones o que sí que los haya, es algo que poco tiene que ver con los gatos, ya que no hay. La proposición C, pues, no sería ni verdadera ni falsa, a mi modo de ver. La tabla de verdad quedaría entonces así: 

A

B

A→B (desde el sentido común)

V

V

V

V

F

F

F

V

¿?

F

F

¿?

El problema viene cuando traemos a colación la tabla de verdad que, desde la lógica, se le da a este operador, que es la siguiente: 

A

B

A→B (desde la lógica)

V

V

V

V

F

F

F

V

V

F

F

V

Nos damos cuenta de que, en los dos casos en que la primera proposición es falsa, C es en ambos casos verdadera. Es decir, independientemente de que no haya o sí que haya ratones, si no hay gatos C siempre es verdadera. ¿Por qué? Desde una perspectiva lógica, que ya no es la del sentido común, en estas dos posibilidades C siempre es verdadera porque, en definitiva, nos da igual lo que ocurra con B, dado que A nunca se va a cumplir. Como la condición no se cumple (pues es falsa), el valor de verdad de la implicación siempre es verdadera, pues al no existir condición inicial, no puede no cumplirse.

Esto último es algo que desde el sentido común nos cuesta asumir. Seguramente pensemos que, no habiendo gatos, no tiene sentido afirmar como verdadera la proposición C; es decir: si A es falsa, semánticamente las dos últimas posibilidades no tienen ningún sentido, pues si no hay gatos, ¿qué finalidad tiene el enunciarla? Si no hay gatos, la presencia o no de ratones podrá ser real, pero no nos dice nada de su vínculo con la presencia de los gatos, que es lo que nos interesa. ¿Qué sentido tiene asignarles un valor de verdad a estos dos casos? Como dice Raguní en Confines lógicos de la matemática, «asignar necesariamente un valor de verdad a los dos casos restantes [estos dos últimos casos] es, por lo tanto, indudablemente forzado, pero es lo que se debe hacer en Lógica clásica por su misma definición». Como se ve, aquí hay una situación en la que lo lógico no acompaña a lo semántico, o viceversa. El caso es que, leído a la luz de su significado habitual, esto pueda dar lugar a confusión, pues nos cuesta comprender que las dos últimas posibilidades sean verdaderas.

En el siguiente post de esta serie veremos distintas posibilidades para tratar de encajar la tabla de verdad lógica a la del sentido común, dando lugar a ciertas paradojas. Todo lo cual nos llevará a la consideración del problema de la inconsistencia de un sistema lógico.