8 de julio de 2025

La fusión de horizontes: un diálogo mediado por la tradición

Para poder acceder a este proceso hermenéutico que comentábamos, hay un elemento indispensable que lo posibilita, y que hoy en día no tiene muy buena prensa: me refiero a la tradición. La tradición es el ámbito en el que es posible el encuentro de horizontes, ya que es en ella precisamente que tales horizontes se dan; es condición de posibilidad de ese contacto. El horizonte del texto y el del intérprete no son independientes ni inconexos, todo lo contrario. Incluso se puede decir que aquél engloba de alguna manera a éste en tanto que posee un efecto sobre él, todo lo potente o todo lo nimio que se quiera, pero todo horizonte actual —y el nuestro lo es— está inevitablemente afectado por el anterior. Es por ello preciso ser conscientes de que nuestro horizonte siempre es un horizonte limitado, y que debemos ir más allá de nosotros mismos, más allá de nuestro marco mental, pues es en él en que se sitúan habitualmente nuestras comprensiones y nuestras reconstrucciones. Démonos cuenta, por otra parte, que esta limitación es similar a la que poseía el autor cuando escribió el texto: él también lo hizo enmarcado en su propio horizonte, sin ser consciente (¿cómo iba a poder serlo?) de las lecturas que podrían hacerse de su texto en generaciones posteriores.

Consecuentemente, la interpretación de un texto supone atender a lo pasado pero ‘desde’ un presente afectado por dicho pasado. Se observa que no se trata de un proceder ‘de una vez por todas’, sino que es un preguntar y dejarse responder: «La estrecha relación que aparece entre preguntar y comprender es la que da a la experiencia hermenéutica su verdadera dimensión». Un dejarse responder que suscitará un nuevo preguntar y, subsecuentemente, un nuevo dejarse responder; nuevas preguntas y nuevas respuestas, imprevisibles inicialmente, que no es otra cosa que un diálogo. Y este diálogo contribuye a suscitar cada vez más y nuevas preguntas, y lo que es más importante: poseer esa actitud abierta que se precisa para atender auténticamente a las nuevas respuestas. El pensar y el preguntar se implican mutuamente, y suponen esa actividad de espíritu según la cual la respuesta es permitida, así como ese dejarse sorprender y configurar por ella. Desde esta actitud de apertura se deja abierta la posibilidad de nuevos sentidos, aun de aquellos que nos supongan violencia.

Es cierto que con un texto no podemos mantener una conversación como con un tú, pero esa dialéctica de pregunta y respuesta, y la actitud que subyace en ella, es en definitiva la misma. Porque «este hacer hablar propio de la comprensión no supone un entronque arbitrario nacido de uno mismo, sino que se refiere, en calidad de pregunta, a la respuesta latente en el texto. La latencia de una respuesta implica a su vez que el que pregunta es alcanzado e interpelado por la misma tradición. Esta es la verdad de la conciencia de la historia efectual».

Pero no nos quedemos aquí, porque algo de esto hay en verdad en todo lenguaje. Continúo citando a Gadamer: «esta fusión de horizontes que tiene lugar en la comprensión es el rendimiento genuino del lenguaje». El lenguaje es sin duda ‘la’ herramienta necesaria para la tarea hermenéutica, así como para el arte de la conversación. La comprensión dialógica se da necesariamente lingüísticamente. Y lo que hemos de intentar de realizar ahora es profundizar el alcance de lo lingüístico y su repercusión en la tarea hermenéutica. Cualquier posibilidad de encuentro y de comprensión supone un lenguaje común; no tanto una lengua común, sino un lenguaje común; pues ocurre con frecuencia que dos personas hablan dos lenguajes distintos en una misma lengua, y un mismo lenguaje en lenguas distintas. Toda conversación (con un tú, con un texto) no sólo supone un lenguaje común, sino que se constituye únicamente si hay un lenguaje común. Luego se verá si hay acuerdo o no, pero sólo es posible el acuerdo cuando ambos participan de un lenguaje común. ¿Cómo se produce o cómo se genera este lenguaje común? Evidentemente, no es algo que se dé por supuesto, ni siquiera algo construido artificiosamente siguiendo ningún tipo de técnica… Es otra cosa. Ese lenguaje común es fruto del esfuerzo dialógico de los interlocutores, de su actitud de apertura, fruto de lo cual se posibilita no ‘vencer en el enfrentamiento’ sino no precisamente lo contrario, no sentirse amenazado por no tener razón, auténtico paso previo para poder atisbar la verdad que nos ofrecen las cosas mismas, y no la fuerza de las argumentaciones. Es precisamente la fuerza de la verdad de las cosas mismas la que nos reúne en una nueva comunidad: «El acuerdo en la conversación no es un mero exponerse e imponer el propio punto de vista, sino una trasformación hacia lo común, donde ya no se sigue siendo el que se era». Cuando no sea el caso, cualquier posibilidad de encuentro con un interlocutor será harto complicado.

1 de julio de 2025

¿Hasta dónde puede alcanzar nuestro conocimiento?

Quedaba pendiente el segundo asunto que comentaba, y que tenía que ver con, mediante el procedimiento habitual de nuestro conocer, hasta dónde se podía alcanzar. Más allá de las dudas de si efectivamente nuestro conocimiento nos permitía ‘tocar’ la realidad o no, lo que ahora se plantea es, partiendo de nuestro modo habitual de conceptuar, hasta dónde se puede llegar. Ya se habló de que, con frecuencia, la conceptuación puede volverse en contra nuestra, en el sentido de que puede hacernos creer precipitadamente que ‘ya’ habíamos llegado a nuestro destino cuando, lo cierto es que se trata de una estación provisional. Así las cosas, muy bien se puede ‘entrar’ dentro de eso que hemos conceptuado, ‘desentrañarlo’ para comprender su constitución, su configuración, sus partes, su estructura, etc.

Es fácil pensar que, en cuanto avancemos en el conocimiento de un ente, iremos llegando a otras entidades que lo subyacen y que lo conforman, pero entidades en cualquier caso, a las que asignaremos un nuevo concepto. Esto es algo que se ve claro en el avance de las ciencias naturales. En ellas se trata de dar razón de algo ya identificado o conceptuado apelando, además de a sus rasgos o propiedades, a sus componentes que —por decirlo así— pertenecen a un nivel inferior, inferior en el sentido de más profundo, más radical. Se trata de explicar algo de lo que tenemos noticia, mediante otro tipo de elementos de un nivel inferior que se pueden describir, pero no explicar (¡e incluso en ocasiones tan sólo postular!). Así, por ejemplo, en el conocimiento de la materia: primero se hablaba de moléculas, cuya existencia se explicaba por los átomos, que sólo se describían; éstos, a su vez, quedaron explicados por las partículas subatómicas, que inicialmente también se describían únicamente; con el tiempo, éstas quedaron explicadas por las partículas fundamentales que, hasta el momento actual (y hasta donde yo sé), sólo pueden ser descritas, y no explicadas por entidades de un nivel inferior. Siempre que acudamos a otro nivel para dar razón del nivel en que nos encontramos, será inicialmente descrito; y aunque lo expliquemos, para ello describiremos los entes de otro nivel inferior; y así sucesivamente… ¿hasta dónde? Conforme profundizamos en el conocimiento de las cosas (molécula, gen, voluntad, etc.), se descubre que están conformadas por entidades o procesos de un nivel inferior, a las que les ponemos un nombre, una etiqueta; este concepto —como decía— es una estación intermedia de descanso, y lo empleamos porque todavía no hemos podido descender de nivel descubriendo qué elementos lo componen. Cosificar se puede definir como el identificar con un concepto un ente que justifica ese alto en el camino que es el progreso en el conocimiento. En este sentido, quizá se pueda entender conceptuar como sinónimo de cosificar.

Popper denominaba a este tipo de conocimiento como aquél que trata de responder a preguntas del tipo qué es. Cuando tratamos de expresar lo que es algo, lo identificamos mediante un concepto, decimos de qué está hecho, cuáles son sus caracteres, para qué sirve o puede servir, etc., pero lo cierto es que estrictamente nunca llegamos a decir lo que es de modo directo, sino mediante rodeos, es decir, mediante explicaciones.

Y éste es el meollo del asunto: hasta qué punto el conocimiento humano, sea del carácter que sea, puede llegar a alcanzar la ultimidad de la cosa; en este sentido, habría que llegar al límite de lo que realmente es la cosa en cuestión, es decir, a su esencia. Si esto fuera así, si se conoce a algo en términos de su esencia, parece que ya no se hace falta conocer nada más suyo, seguramente porque no es necesario. Ahora bien, esto parece que es algo que compete quizá menos al conocimiento científico, algo más al conocimiento filosófico, situación ante la cual se ha de andar con precaución para no caer en explicaciones ad hoc, tal y como veíamos, y veremos. Ciertamente, no toda contrastación de un juicio se ha de realizar mediante una metodología científica, ya que hay juicios filosóficos que también pueden ser contrastados con la realidad de las cosas y del ser humano, sólo que no por una metodología científica, sino mediante otra, por ejemplo una de carácter experiencial. De hecho, en nuestras vidas procedemos así con mucha más frecuencia de lo que pensamos. Como decía Ortega y Gasset en el ‘Prólogo para franceses’ de su laureada La rebelión de las masas, para las cosas verdaderamente importantes de la vida la razón científica no sirve, siendo preciso acudir a lo que entonces denominó razón histórica.

Pero a lo que iba: aunque parece que la aspiración a ese conocimiento esencial es más propia del conocimiento filosófico que del científico, la prudencia que se debe mantener ante él debe ser constante, así como la valoración crítica del grado de satisfacción o insatisfacción que nos genera un explicans en referencia a un explicandum concreto. En principio, en este camino progresivo del conocimiento parece que toda explicación puede ser explicada por otra de nivel inferior, más profundo o básico, con un grado mayor de contrastabilidad y universalidad. El asunto es si se puede descender hasta eso que entendemos que es su esencia, y qué quiere decir esto exactamente. Esto y no otra cosa es lo que pretendía la metafísica clásica.

24 de junio de 2025

En el límite de lo dado

Aunque llevamos insertos ya unas cuantas décadas en el paradigma físico contemporáneo, creo que para nada se puede decir que esté lo suficientemente esclarecido y asentado, por lo menos entre las personas que vivimos ajenas al ámbito científico. Y se erige en un reto ineludible en este sentido: tomar conciencia de las dimensiones del reto, y acometerlo en la medida de nuestras posibilidades. Ello nos abre a diversos retos.

El primero pasa por asumir que nuestras observaciones microfísicas modifican lo observado, el proceso de observación interviene en el suceso a observar; ello nos lleva a la consideración de que lo que el científico observa no es ‘la’ realidad, sino, sencillamente lo que percibimos de ella. Este ‘lo que’ percibimos de ella se puede enfocar desde dos perspectivas. La primera tiene que ver con lo que la tecnología nos permite observar de ella: la ciencia contemporánea en absoluto se realiza según lo que nuestros sentidos nos ofrecen directamente, aunque sí indirectamente, precisamente a través de la tecnología. La segunda tiene que ver con que la visión espaciotemporal que se tenga de los fenómenos físicos está supeditada a las abstracciones simbólicas de carácter matemático en virtud de las cuales comprendemos la realidad; lo que no sea formalizable matemáticamente, hoy por hoy no es un dato científico. Por no hablar de la problemática asociada a la fenomenología, en virtud de la cual sujeto y objeto aparecen ligados en un sistema constructo, tal y como Bohr se hizo eco en la famosa interpretación de Copenhague.

Hay, pues, un salto relevante del paradigma científico moderno al contemporáneo. Decía Eddington en La naturaleza del mundo físico: «Hemos tenido ocasión de aprender que la exploración del mundo exterior con los métodos de la ciencia física no nos lleva a encontrarnos con la realidad concreta, sino con un mundo de sombras y símbolos, por debajo de los cuáles aquellos métodos no resultan ya adecuados para seguir penetrando».

De algún modo, esto ocurría también en la ciencia moderna, sólo que ahora el científico se siente obligado a hacerse cargo de esta circunstancia: de que, efectivamente, se ocupa de sombras y símbolos, y no de ‘la’ realidad tal cual. Otro reto tiene que ver con esto, porque el caso es que estas sombras y símbolos son indispensables para comprender científicamente a la naturaleza: no podemos avanzar en su conocimiento sino es contando con ciertos patrones de referencia, extraños a ella ―podríamos decir―, sin los cuales ni siquiera podríamos hablar sobre sus fenómenos. Quizá sea por esto que su dimensión metafísica se nos escapa, no pudiendo avanzar en nuestro conocimiento (científico) más que tratando de entender las leyes que rigen los cambios, que son las que originan los fenómenos de la realidad.

Quizá sea éste el mayor descubrimiento contemporáneo, constatando que la física ―y la ciencia en general― poco puede decirnos de lo que está allende sus observaciones. He aquí la gran limitación de la ciencia: no poder alcanzar la razón fundamental de las cosas, más allá del estudio de su comportamiento; algo que Heinrich Hertz tenía muy claro, consciente de que las proposiciones físicas no tienen «la finalidad ni la capacidad de desvelar la esencia íntima de los fenómenos naturales», dice Wilber. Parece que ocurre aquí cierta circularidad, en el sentido de que la descripción física de la naturaleza no deja de ser una imagen de la que no podemos esperar más que sus consecuencias lógicas se correspondan con las consecuencias empíricamente observables de los fenómenos que se han querido describir con tales descripciones.

La solución positivista pasa por dividir el mundo en dos partes: aquella de la que se puede hablar con claridad, es decir, que es investigable científicamente, y aquella que no, ante la cual lo mejor que se puede hacer es no decir nada. Pero ¿se soluciona así el problema? Como el mismo Heisenberg se hizo eco en “La verdad habita en las profundidades”, ésta es la gran crítica que se le puede hacer al reduccionismo cientificista, pues «si hemos de dejar de hablar, e incluso de pensar, acerca de otro tipo de conexiones más amplias que también están ahí, corremos el riesgo de quedarnos sin brújula, y por tanto, en peligro de perdernos».

El asunto pasa por cómo acceder a lo allende de lo objetivable, a lo metafísico. Esto es algo que se ha tratado de establecer desde la idea hermenéutica de ‘lo lingüístico’, y que Zubiri articula mediante lo sentiente, en tanto que nos abre una vía presimbólica, preconceptual y prelingüística, de carácter formal, pero físicamente sentida, lo que supone un retrotraerse a un momento más radical que ‘lo lingüístico’ (aunque creo que apuntan hacia lo mismo). La realidad pasa a ser considerada estructuralmente, respondiendo a un tipo de causalidad sistémica de carácter formal, y que variará según el nivel de realidad considerado, en cuyo seno actuarán determinadas leyes. Por esto dirá Zubiri que la realidad es respectividad.

17 de junio de 2025

Primitivismo y responsabilidad ante la historia

Hay un par de capítulos que escribe Ortega y Gasset en La rebelión de las masas que no tienen desperdicio: me refiero al noveno, “Primitivismo y técnica”, y al décimo, “Primitivismo e historia”. Comienza haciéndose eco de las interpretaciones que se pueden realizar respecto a la lectura del pasado, sobre todo a la luz de la irrupción en la época contemporánea de este nuevo fenómeno social que es el de las masas. Como no podía ser de otro modo, su postura se alinea perfectamente con sus jugosas reflexiones sobre la vida, que no puedo introducir aquí. Su punto de partida es que no cree en la determinación absoluta de la historia. Todo lo contrario: del mismo modo que la vida, la historia también se compone de sucesivos instantes, cada uno de los cuales presenta cierta indeterminación respecto al anterior, de suerte ―dice bellamente― que en ellos la realidad vacila, sin saber muy bien si tiene que decidirse por una posibilidad o por otra: un titubeo metafísico que «proporciona a todo lo vital esa inconfundible cualidad de vibración y estremecimiento». Pues bien, partiendo de aquí entiende que la presencia de las masas puede enderezar a la humanidad bien hacia una nueva y sin par organización suya, bien hacia un destino un tanto catastrófico. Habrá que verlo. Y esto es sobre lo que pasa a reflexionar acto seguido.

Por este mismo motivo Ortega y Gasset es crítico con la idea ilustrada (¡y muy actual!) de que todo progreso es bueno per se; ciertamente, hay progreso en no pocos momentos de la humanidad, pero no necesariamente todo progreso es bueno, pues muy bien puede convertirse en algún caso en un retroceso. De hecho, quizá sea más razonable pensar que no hay ningún progreso seguro, sino entender que sobre cada paso sobrevuela siempre el riesgo de la involución. No sólo la vida, sino también la historia es drama.

No todo lo que nos entrega la tradición es adecuado, sino que posee no pocos elementos caducos, residuos tóxicos, de los que habrá que liberarse: instituciones que han perdido su razón de ser, normas que resultan ociosas, costumbres anacrónicas, etc. Todo esto demanda que, efectivamente, sea desestimado. Es común que, con el paso de los años, se vayan acumulando una serie de residuos en una sociedad tal y como los moluscos se adhieren al casco de un barco, siendo necesario sanear de vez en cuando. De esta manera se pretende ir enderezando el rumbo, al ritmo que los tiempos requieren, siguiendo el norte que marca la brújula de la autenticidad que cada sociedad entienda para sí. Y es así como tiene que ser: cualquier nuevo ideador (recordemos lo importante que es la categoría de ‘idea’ para Ortega) debe sentirse libre ―que no reaccionariamente opuesto― respecto al pasado. Y esto, más que una opción debe ser una obligación de toda ‘época crítica’, siempre ―y al más puro estilo kantiano― que ello no se convierta en una petulante rebeldía.

Por aquí sitúa el gran error de los que dirigían el siglo XIX: en que, confiados en el buen progreso, no se mantuvieron alerta y en vigilancia, lo que fue una irresponsabilidad: «Dejarse deslizar por la pendiente favorable que presenta el curso de los acontecimientos y embotarse para la dimensión de peligro y mal cariz que aun la hora más jocunda posee, es precisamente faltar a la misión de responsable». Esto es algo que él veía claramente en su tiempo, que no se vio venir el pavoroso problema sobrevenido al viejo continente, a saber: ‘que se apoderó de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización’. ¿Qué es lo que le interesa a ese nuevo tipo de hombre? Pues los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más, todo lo cual confirma su radical desinterés hacia la civilización.

Y alguien que se desinteresa de la civilización es un primitivo, por mucho que viva en un mundo civilizado. Porque lo civilizado es el mundo en que vive el primitivo, no él. Y el primitivo «ni siquiera ve en él [en ese mundo civilizado que le rodea y en el que vive] la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza». Y continúa con su fantástica prosa: «el nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico». Eso es el hombre-masa, un primitivo que por los bastidores se ha deslizado en el escenario de la civilización. Se alaba el progreso, se alaba la técnica, pero nadie habla de la posibilidad de que nos depare un futuro dramático. Lo cual encierra una paradoja porque, ¿cómo puede la técnica, que no deja de ser cultura, mantenerse en un mundo que ha renunciado a la dimensión cultural? Sin un interés por los principios generales de la cultura, la técnica (o su papel en la sociedad) no tardará en languidecer, tanto como se soporte con el impulso cultural que la creó. El interés actual por la técnica no garantiza nada, ni mucho menos la confianza en su progreso; lo que hace falta son prohombres que fundamenten los principios culturales de una sociedad que comienza a desfondarse.

¿Podía ser de otro modo? Mientras otras realidades culturales ciertamente entran en crisis (política, arte, costumbres y moral), día a día se comprueba que la técnica hipnotiza al hombre-masa por su fantástica eficiencia. Cada día se inventan nuevos artefactos, que el hombre-masa utiliza, lo que no es sino un analgésico, un juguete con el que se entretiene, del que se beneficia. Y, a pesar del beneficio que le reporta, ¿hay visos de una mínima preocupación por ella, por su mantenimiento, por la investigación? «La desproporción entre el beneficio constante y patente que la ciencia les procura y el interés que por ella muestran es tal que no hay modo de sobornarse a sí mismo con ilusorias esperanzas y esperar más que barbarie de quien así se comporta».

Y éste es el problema: que la civilización no se sostiene a sí misma, que es artificio y, en tanto que tal, requiere de un artista o de un artesano. Si uno se aprovecha de las ventajas de la civilización, pero no contribuye a su sostenimiento, ¿qué se puede esperar? En un dos por tres nos quedamos sin civilización, volvemos a la selva: la selva siempre es primitiva, y todo lo primitivo es selva. Por lo general, el hombre-masa es ajeno a los principios que sustentan el mundo civilizado, no le interesan los valores fundamentales de la cultura, no está dispuesto a ocuparse de ello.

Ciertamente, conforme pasan las generaciones la civilización se hace cada vez más compleja; pero el problema no es éste, sino que faltan cabezas para afrontar sus cada vez más complejos problemas. Desequilibrio que no puede finalizar sino poniendo en crisis a la actual civilización, y que se irá acentuando hasta que se le ponga solución. Porque no es menos cierto que se dispone también de más y mejores medios para resolver los problemas. El asunto es que cada nueva generación ha de tomar la responsabilidad sobre sus espaldas, para lo cual tiene que saber a qué atenerse, tiene que ‘tener mucho pasado’ a cuestas, tiene que tener mucha experiencia, tiene que tener… mucha historia. ¿Por qué? No porque con el conocimiento de la historia se vayan a dar solución a los problemas actuales, siempre nuevos y distintos; pero sí, por lo menos, para ayudarnos a no caer en los mismos errores, o parecidos, a aquellos en que cayeron nuestros antepasados. Y el caso es que la gente más preparada hoy en día, posee una ignorancia histórica sorprendente, motivo por el que se producen todo tipo de manipulaciones (históricas) interesadas y fraudulentas.

Ortega y Gasset pone los ejemplos ―muy de su época― del fascismo y del bolchevismo, dos claros ejemplos de regresión por la manera anti-histórica y anacrónica en que se hicieron presentes, más allá de sus afirmaciones doctrinales: ‘la revolución devora sus propios hijos'. Ni uno ni otro estuvieron a la altura de los tiempos, no supieron mantener cierta parte del pasado, sino que lo borraron abiertamente. Pero con el pasado no se puede luchar cuerpo a cuerpo: «el porvenir lo vence porque se lo traga». En el fondo, fascismo y bolchevismo son dos modos de primitivismo, de amnesia histórica, de ignorancia cultural, porque no traen un esplendoroso mañana, sino un arcaico ayer, que se remite cíclicamente a lo largo de la historia, así como su final. Pretendieron llegar por la vía directa a formas de vida antiliberales y antidemocráticas, sin ser conscientes de que esas formas de vida ya existieron en el pasado, tras las cuales precisamente advino el orden liberal y democrático, el cual estaba llamado a vencerlos.

No se puede borrar al pasado de un plumazo, sino que está ahí, latente si se quiere, esperando el momento para volver a despertar. Por eso para superarlo no hay ni que obviarlo ni que destruirlo, sino contar con él para, con él, ir más allá de él. Eso es vivir a la altura de los tiempos, siempre con una fresca y actual conciencia histórica. Todo progreso que no cuente con el pasado y la actualidad, no puede ser sino primitivismo; y sólo los primitivos pueden celebrar una ‘aparente victoria’, sólo el hombre-masa puede alegrarse de involucionar a formas de vida arcaicas y analgésicas.

10 de junio de 2025

Los orígenes del intuicionismo ético

Uno de los giros más relevantes de la filosofía contemporánea es el que se conoce como ‘giro lingüístico’, que puso el acento en el grave problema de si aquello que se quiere decir (sea lo que sea) se dice adecuadamente empleando las palabras que se emplean; o, lo que es lo mismo: hasta qué punto el lenguaje es un medio eficaz para poder expresar fielmente las ideas que se quieren expresar o los contenidos a los que nos refiramos. A nadie se le escapa que, en no pocas ocasiones, faltan palabras para poder expresar lo que se está pensando, máxime cuando se trata de experiencias íntimas y personales. Lo que nos lleva a la otra cara de la moneda, a saber: a la dificultad de comprensión que ello entraña; es decir, hasta qué punto podemos estar seguros de haber comprendido lo que el otro ha querido decir. Por un lado, uno no está siempre demasiado seguro de haber dicho lo que quería decir; y, por el otro, menos seguridad tendrá aún de si al otro le ha llegado su mensaje original. Si esto ya es así entre personas coetáneas, se agrava entre autores de diversas épocas a lo largo de la historia de la filosofía, en la medida en que es difícil comprender en profundidad lo que otros, en otros contextos, dijeron o escribieron. Normalmente se usan los mismos términos con significados diversos, lo que provoca confusión y malentendidos. Pues bien, como consecuencia de todo esto, se cuestionó la validez del lenguaje para poder comunicar reflexiones filosóficas, sobre todo en el ámbito de la filosofía analítica de lenguaje de tradición anglosajona (aunque no es la única: la tradición hermenéutica continental, por ejemplo, hizo lo propio desde un marco distinto).
  
Este giro lingüístico también llegó a la ética de la mano de G.E. Moore (1873-1958) a comienzos del siglo XX, quien pretendió clarificar la terminología filosófica específica de la ética. Este autor se unió a la tradición analítico-lingüística característicamente anglosajona, no muy próxima a planteamientos metafísicos, demarcándose por otra parte de otras corrientes típicamente británicas (como el psicologismo o el utilitarismo). Se puede afirmar que, a partir de Moore, la ética anglosajona será marcadamente una lógica de la ética (como dice Aranguren), preocupada sobre todo por la ‘posibilidad de los juicios éticos’, de modo que esta disciplina pudiera ser científica, tal y como explica al comienzo de sus Principia Ethica. Su idea era logificar la ética, sistematizarla según las reglas de la lógica, para evitar todos los problemas derivados de sus posibles malentendidos propiciados por un uso inadecuado del lenguaje.

Este edificio lógico, como todo sistema axiomático, debe comenzar por los axiomas, es decir, presupuestos o principios no demostrados ni demostrables, y que sirven de base para toda la construcción posterior. Y aquí comenzaron los problemas, en tratar de definir los cimientos de su sistema ético-lógico. Pronto se vio imposibilitado para definir los grandes conceptos de la ética; como, por ejemplo, su concepto clave: ‘bueno’. ¿Qué es ‘bueno’?, ¿cómo se puede definir qué es ‘lo bueno’? Como no podía ser de otra manera, anhelaba encontrar una respuesta concreta del tipo ‘lo bueno es… esto’, ya que iba en pos del ‘rigor lógico’, y las cosas debían estar claras desde el principio. Y, al no encontrarla, declaró su imposibilidad, así como el desperdicio de todo esfuerzo dirigido hacia su búsqueda. Así, Moore sostiene en sus Principia Ethica (1903) que el bien es indefinible, y que el bien moral no se puede reducir a ningún otro significado de bien.

Lo que resolvió fue que, si bien el modo de acceder a lo bueno no era tanto un problema ético al uso, es decir, un problema teórico-práctico, que es de donde vino su esfuerzo ‘científico’, tampoco era un problema lógico-formal del todo (a pesar de que este fuera el modo acostumbrado de reflexionar para él), sino que se debía alcanzar de otro modo. ¿Cuál? Pues mediante la intuición. Más que saberlo o discernirlo racionalmente en un momento determinado, lo que es bueno… se intuye. Era el intuicionismo. Lo bueno sólo puede ser aprehendido por esa especie de impresión intuitiva que despierta en nosotros un determinado objeto (algo que, para otros autores, para MacIntyre por ejemplo, es ‘palmariamente falso’).

Moore siguió aquí la estela de H.A. Prichard para quien estos grandes conceptos (obligación moral, deber, derecho) eran irreductibles a cualquier otro, por lo que no podían ser explicados mediante otras palabras, no podían definirse. Y, si no podían definirse, ¿cómo saber su significado, entonces? Pues a partir de esa especie de ‘aprehensión intuitiva’ (de la que se hizo eco de alguna manera Scheler con su intuición emocional del valor). Y no sólo es que fuera imposible alcanzar una definición conceptualmente lógica, sino que incluso dar razones para el cumplimiento de una obligación moral resultaba vano porque, al igual que los conceptos, esta obligación era primaria e irreductible. El problema, pues, no es que todo ello fuera irrelevante ―que no lo era, todo lo contrario―, sino que no podía ser primariamente expresado en términos conceptuales, siendo necesario recurrir a una comprensión del fenómeno moral de otra índole: intuitiva.

Y aún daba un paso más, por entender que la obligación moral no era el culmen de la ética, sino que éste correspondía a la virtud; y, desde luego, el comportamiento virtuoso cabía todavía menos en las coordenadas de una razón lógico-teórica; porque, lo que de verdad admiramos, no es tanto cumplir el deber moral como, sobrevolándolo, realizar un comportamiento ejemplarmente virtuoso. Como dice Prichard, el the really best man, el hombre realmente mejor, es aquel en el que se unen lo moral y la virtud.

3 de junio de 2025

La filosofía: una tarea inacabable

Conocida es la idea de que la filosofía es el amor por la sabiduría. Ahora bien, el modo en que se concrete o se explicite dicho amor es harina de otro costal. Ni siquiera tenemos claro lo que significa ‘amor’, tampoco ‘sabiduría’, sino que es algo que se va esclareciendo conforme uno va caminando, siempre con el temor de no ir siguiendo los pasos adecuados. Es sugerente el matiz que aporta Jaspers quien, más que hablar de amor por la sabiduría, habla de anhelo: no se trata tanto de posesión de la sabiduría, por muy consciente que se sea de lo imperfecta e insuficiente que sea esa posesión, cuanto del deseo de ir tras ella. Como bellamente dice Jaspers, la filosofía es un ‘ir de camino’. Todo lo que no sea esto sería dogmatismo, lo que no es sino una traición a la filosofía. La filosofía se dogmatiza cuando se la convierte en un saber acabado, definitivo, enunciable y comunicable. Nada más lejos de este ‘ir de camino’.

Y el caso es que, cuando uno ‘se pone en camino’, brota en él una honda satisfacción, o plenitud, que no tiene nada que ver con los resultados alcanzados (de hecho, difícilmente los alcanza), sino más bien con el horizonte que se le abre. Por lo general vamos por la vida como el explorador perdido por la jungla, cuya espesa vegetación le impide ver más allá de unos pocos metros; con su machete trata de cortar juncos y ramas para alcanzar con su vista siquiera unos pocos metros más, pero sin saber hacia dónde ha de dirigirse. Sí, ve un poco más que antes, pero sigue sin tener claro hacia dónde enderezar sus pasos. Algo de esto tiene la filosofía: nos ayuda a esclarecer nuestras vidas un poco, parece que con ella se puede ver un poco mejor que veíamos antes, pero sigue sin darnos respuestas definitivas; sí respuestas parciales, provisionales, no en el sentido de volátiles o desechables, sino en el sentido de hitos en los que nos apoyamos sencillamente para seguir avanzando. Porque ese espacio que nos abre nos ayuda a ensanchar nuestro horizonte, esponjando nuestro espíritu, contribuyendo a situarnos un poco mejor en la vida, con una visión de las cosas y una holgura de acción que nos hace siquiera un poco más libres, y responsables.

La satisfacción y la plenitud que otorga la filosofía no es nunca la de darnos una certeza que se pueda decir en unas frases más o menos afortunadas, sino la de que, con ella, crecemos en nuestra realización como personas, avanzamos en esa gran tarea que es hacerse cada cual su vida. «Lograr esta realidad dentro de la situación en que se halla en cada caso un hombre es el sentido del filosofar», dice Jaspers.

Y así es como se puede definir a la filosofía: a una entre nuestra realización efectiva y el mismo filosofar. Y ello va de la mano con el hecho de ser no sólo una tarea inacabada, sino también inacabable. Una tarea que se debe rehacer generación tras generación, individuo por individuo, conscientemente, desde la implicación auténtica y honesta por crecer en el conocimiento de los grandes problemas de la realidad, de la vida y de las personas. No todos están en disposición de asumir o de vivir este reto; hay dos modos de esquivarlo: bien porque ya se tienen las respuestas, bien porque no se quieren tener. El primer caso es el de aquellos que ofrecen respuestas ya cerradas, acabadas; el segundo, el de los que no quieren alterar su estado de vida, no quieren ‘problemas’. En el fondo, dos modos de expresar que no hay inquietud existencial en la hondura de su ser, lo que, a la postre, puede ser en realidad la peor opción.

La filosofía no puede justificarse más que por sí misma, por su mismo ejercicio. No cabe pensar en ella como un ‘ejercicio para’ otra cosa que no sea ella misma. Pero ocurre así algo mágico, como es que, en esa pureza de su ejercicio, toca algo en lo profundo de las personas (cuanto menos de algunas), impulsando o potenciando esa fuerza o energía que habita en su interior, y que le mueven precisamente a filosofar. La filosofía no está hecha para luchar ni para imponerse, tampoco se puede probar o demostrar con certeza absoluta: tan sólo se puede compartir, poniendo en relación entre sí a las personas en ese fondo de la humanidad compartida del que todos participamos, lo que no es poco. Un fondo que de algún modo nos unifica, una unidad que nunca podremos alcanzar, pero en torno a la cual giran en todo momento los esfuerzos de aquellos que honestamente buscan el bien de las personas y de su estar en la realidad.

27 de mayo de 2025

De la botella de Leyden al 'fluido eléctrico' de Franklin

Siguiendo la línea abierta por los trabajos de du Fay, se descubrió que se podía trabajar intencionadamente con las cargas, jugando con la atracción y la repulsión. Resultado de ello fue el electroscopio. Su idea de base es la siguiente: si aproximamos dos cuerpos pequeños no cargados eléctricamente a uno grande que sí lo está, se cargarán con el mismo tipo de energía, por lo que se repelerán entre ellos; si el grande no estuviera cargado, los cuerpos pequeños permanecerán tal y como están. Ésta es la finalidad del electroscopio: detectar la presencia de una carga eléctrica. Fue construido por primera vez en 1705, por parte de Haukesbee, y consistía, sencillamente, en dos palitos finos suspendidas de manera enfrentada al final de una varilla metálica. Cuando la varilla se cargaba bien vítreamente, bien resinosamente, se comunicaba dicha energía a los palitos, separándose. Aún se utiliza el electroscopio, sustituyendo los dos palitos por panes de oro.

Éste fue el primer paso de otros muchos. El hecho de que los fenómenos eléctricos y los magnéticos fueran considerados independientes, facilitó de alguna manera su investigación; sobre todo la de los eléctricos, auténticos protagonistas entre los siglos XVII y XVIII. Comenzó a hacerse presente en el imaginario de la época la idea de fuente eléctrica. Es decir, surgió la inquietud entre los investigadores de la posibilidad de construir máquinas electrostáticas gracias a las cuales algunos elementos, generalmente cilindros o discos de vidrio, eran cargados generalmente por frotamiento, para luego tratar de vehicular o canalizar dicha sobrecarga hacia otros elementos, como esferas metálicas, y que hacían las veces de almacenes de electricidad. La más famosa fue la del abad Nollet. Si bien esto se consiguió hacer exitosamente, con profundo pesar se comprobó que, con el tiempo, dichas esferas metálicas, inicialmente cargadas, se iban descargando. Como es fácil pensar, surgió la inquietud de cómo almacenar dicha energía eléctrica sin el riesgo de que se perdiera. Pronto apareció en el imaginario la idea de un acumulador de cargas eléctricas.

En torno a 1745, el hijo de un oficial prusiano comenzó a trabajar en este sentido: se trataba de Ewald Jurgen von Kleist (1700-1748). Kleist trabajó con una botella de cristal llena de agua sellada con un tapón de corcho, que era atravesado con un clavo largo que unía el agua interior con el exterior. Tenía la intención de cargar eléctricamente el agua, para lo cual puso en contacto el extremo exterior del clavo con una máquina de fricción hasta que estimaba que el agua ya estaba lo suficientemente cargada. Hecho esto, desconectó el clavo de la máquina de fricción, y le aproximó otro elemento no electrificado. El resultado fue el surgimiento de una fuerte chispa. Se trataba del primer condensador, el primer ejemplo de un acumulador de electricidad.

Su trabajo pronto se hizo popular. Se interesó por él Pieter van Musschenbroek (1692-1761), un profesor de matemáticas en la universidad holandesa de Leyden, para tratar de mejorar las prestaciones de la botella de Kleist. Lo que hizo, junto con otros compañeros de la universidad, fue recubrir el interior y el exterior de la botella con unos finos panes metálicos. Los panes metálicos hacían de conductores, y el cristal de aislante. ¿Por qué lo hicieron así? «Si el pan exterior está enlazado con tierra y el interior con un cuerpo electrizado, o viceversa, la electricidad (sea vítrea o resinosa) trata de escapar al suelo pero es detenida por la capa de cristal. De este modo se acumulan en la botella grandes cantidades de electricidad y se pueden extraer chispas impresionantes conectando el interior y el exterior con un alambre», explica Gamow.

Digamos que los dos panes sustituían de alguna manera el papel del clavo, y permitía que existieran esos dos ámbitos eléctricos, uno cargado (el interior) y otro descargado (el exterior) que no necesariamente estaban conectados (como en el caso del clavo a través del tapón) sino que, podían estar desconectados, y conectarlos en un momento dado mediante unas pinzas metálicas, por ejemplo. El cristal intermedio entre ambos panes metálicos lo posibilitaba. Como es fácil pensar, la botella de Leyden es el origen de los actuales condensadores, que no son sino una serie de láminas metálicas separadas por delgadas capas de aire, cristal o mica, con posibilidades energéticas muy elevadas.

Benjamin Franklin (1706-1790) ideó en torno a 1750 un modo muy original para intentar que las botellas de Leyden almacenaran más energía que la que podía ser obtenida frotando dos cuerpos. Para ello se le ocurrió recoger la que la naturaleza ofrecía de modo gratuito y en grandes cantidades: la de los rayos. Construyó al efecto cometas adecuadas conectadas mediante una cuerda humedecida a botellas de Leyden. Este trabajo lo publicó en 1753 en el libro Experimentos y observaciones sobre la electricidad.

A la luz de todo ello, Franklin sugirió una teoría sobre la naturaleza de la electricidad distinta a la de du Fay. Él apostó por la existencia de un único fluido, el fluido eléctrico, el cual pensaba que estaba constituido por pequeñas partículas que se repelían entre sí pero que eran atraídas por las partículas de la materia ordinaria. El comportamiento de un cuerpo dependía de la cantidad que poseía de estas partículas: si tenía un exceso se manifestaba un comportamiento vítreo y, si un defecto, debido por ejemplo a que por frotamiento se perdieran partículas, resinoso. Así, comenzó a fraguar la idea de una carga positiva (exceso) y negativa (defecto). Cuando dos cuerpos, uno con exceso de fluido eléctrico y otro con defecto, se ponían en contacto, tendían a equilibrarse (como dos recipientes con distinta cantidad de agua unidos por un vaso comunicante) yendo el fluido eléctrico del que más tiene al que menos (del cargado positivamente al cargado negativamente).

Las dos teorías ―la de du Fay y la de Franklin― pervivieron, pues con ambas se daba razón de los fenómenos observados; pero con la de Franklin había una ventaja, como es el punto de partida de que en cada cuerpo había una cantidad de fluido que en principio no variaba, salvo que esta variación fuese provocada por un fenómeno de ‘electrificación’ o de transferencia de fluido eléctrico. Implícitamente quedaba postulado uno de los principios universales de la física: la conservación de la energía. Aunque todavía estaban lejanos a la comprensión de lo que era en realidad ese fenómeno tan misterioso, el eléctrico, con Franklin ―a mi modo de ver― se dio un paso importante.

20 de mayo de 2025

El tránsito al helenismo de la concepción arcaica de la poesía y la música

Con el tiempo, no toda la poesía se entendía como en el período arcaico, sino que surgió otro modo entenderla: ya no sólo como el fruto de la inspiración, sino también como todo aquello expresado en forma de verso. Sin embargo, cuanto menos inicialmente, esta segunda acepción, que la vincula de alguna manera con el arte, era minoritaria. El poeta seguía siendo poeta no tanto por la forma métrica de su expresión como por su conocimiento, y el modo en que lo había adquirido. Pero esta dimensión versificadora comenzó a extenderse, dimensión que, como decía, aproximaba a la poesía al ámbito de las artes, pues ya podía sujetarse a reglas. Platón y Aristóteles, por ejemplo, se hacen eco de ello, aunque en dos sentidos diversos. Platón explicaba en el Fedro la diferencia entre la poesía inspirada y la artesanal: no todos los poetas son ‘locos inspirados’, sino que los hay que producen versos empleando la rutina propia de la artesanía: «existe una poesía que surge del arrebato poético (manía), y otra poesía cuya composición se realiza a través de una destreza (técne) literaria», explica Tatarkiewicz. Aristóteles, por su parte, rechazó ya abiertamente la poesía ‘superior’ reteniendo la ‘inferior’, aunque dotándole de mayor estatus que el que tenía reconocido; para el estagirita sólo había lugar para la poesía artesanal, la cual de alguna manera podía suplantar a la inspirada, asumiendo sus características. Algo análogo ocurrió con la música, quizá más susceptible de ser traducida con unos ritmos y escalas con una fuerte impronta numérica.

A partir de entonces, en el período helenista, comenzaron a permearse entre sí la poesía y la música por un lado, y el arte por el otro: de alguna manera, la poesía se aproximó al arte versificándose, pero también ocurrió el efecto opuesto, en el sentido de que se empezó a buscar en el arte, cuanto menos en las disciplinas más dignas, aquel estatus del que hasta entonces había gozado exclusivamente la poesía, a saber: el de la inspiración y elevación. En el seno de las disciplinas artísticas, por primera vez se empezó a distinguir aquellas más vinculadas a lo que hoy en día entendemos como arte de las que no, así ya en Aristóteles.

Para ello tuvo que darse el tránsito tan importante a la época helenista, más allá no sólo de la mítica arcaica, sino también de la filosófica clásica, como puede verse en las nuevas corrientes filosóficas de esta época. En ella ocurrió un cambio fundamental, un cambio de mentalidad frente a la época de Platón y Aristóteles, caracterizada por una búsqueda de elementos espirituales y divinos, «búsqueda que llegaba tan lejos que los percibía allí incluso donde antes sólo habían sido observados un trabajo manual, una técnica y una rutina de lo más vulgares». Lo que para el griego arcaico era mera técne, para el griego helenista era una posibilidad de acceder a lo divino. En la época mítica, había como dos planos: el cotidiano, el del arte en sentido lato, y el espiritual, el de la poesía. Esquema que, con el nacimiento de la filosofía, comenzó a ponerse en entredicho, a modo de una ilustración a la griega. El acceso a lo divino ya no era privilegio de los poetas, sino que también era posible hacerlo desde la razón, desde la filosofía y la técne: del mismo modo que la filosofía podía acceder a aquel ámbito reservado a la poesía, también el arte, cuanto menos el arte más elevado, podía hacer lo propio. Dejó de haber un mundo mítico, sustituyendo el acceso poético a lo metafísico por otro filosófico, y también artístico: la escultura o la pintura podían poseer también esa sabiduría tradicionalmente adscrita a la poesía. Los poetas y los artistas comenzaron a considerarse al mismo nivel. Postura que, si bien fue generalizada, no dejó de encontrar algunas resistencias. Ello supuso un cambio generalizado también en la valoración del artista, cuyo trabajo ya no era meramente rutinario o manual, sino espiritual; también creativo, inspirado, capaz de llegar hasta la esencia del ser. La opinión sobre el arte se transformó radicalmente, al dotarle de características que no tenía en el origen, capacitándole para acceder a lo metafísico y divino.

Plotino jugó un gran papel en la adquisición por parte del arte de esa dimensión interna y espiritual, proceso en virtud del cual la función mimética perdió vigor. O mejor, la resituó, pues las Ideas, inspiradoras de lo real, no tenían su fundamento en sí mismas sino que se debían al Uno-Bien, cima suprema del cosmos plotiniano, y a cuya luz había que contemplarlas. El talento del artista para tales menesteres comenzó a ser más valorado, así como el del propio arte, formando parte de la educación de la juventud. «La poesía y el arte visual se pensaban que estaban ahora a un mismo nivel, y no coincidían sólo en el nivel más ínfimo de la técnica (como en Aristóteles), sino en el superior de la creatividad». La imaginación artística se enfrentó al respeto al canon técnico.

13 de mayo de 2025

La muerte en el horizonte

Cada cual vive su vida con una estimación de vida, de modo que nuestras vidas se suelen ajustar a la amplitud de nuestro horizonte vital, un horizonte que siempre es probable, nunca definitivo, y que se puede truncar en cualquier momento. Aunque, por lo general ―y, de hecho, así ocurre― ese truncamiento es improbable, pues lo usual es que la mayoría de las personas vivamos largamente. Una característica particular de nuestra época, por lo menos en nuestras sociedades occidentales del bienestar, es mantener a distancia el tema de la muerte. Sí, sabemos que nuestra muerte es inevitable, pero solemos vivir la mayor parte de nuestra existencia con la idea de la muerte bien lejos. Esta situación va cambiando conforme pasan los años: llega un momento en que, de repente, uno se da cuenta de que lo que le queda por vivir es menos de lo que ha vivido ya. Y la cosa cambia.

Llama la atención la existencia de modos tan distintos de tener presente la muerte, lo cual no es irrelevante, pues suele definir con bastante acierto a las sociedades y a las personas. Hubo épocas, por ejemplo, en las que había una elevada mortalidad infantil; en las que las guerras estaban mucho más presentes, así como hambrunas o epidemias; también problemas de salud, con frecuencia mortales, de origen incierto. En la actualidad esto ya no es así, sino que la muerte está mucho más localizada, más ‘controlada’, tanto como para que incluso nos permitamos aventurar que podemos luchar con ella y vencerla, en una suerte de superhombre transhumanizado. Esta diferente perspectiva tiene su consecuencia, en el sentido de que en un caso se vive a la muerte como algo natural, como algo propio de la vida, mientras que en el otro se vive como algo accidental, extraño; en lugar de ser vivido como algo inevitable e intrínseco a la vida, se vive como algo que genera violencia y temor.

La muerte es per se una frontera, en la que cabe distinguir el lado de acá y el lado de allá. En el de acá está el fin de la vida, el de allá es un misterio del que se han postulado diversas soluciones en la historia, básicamente resurrección, reencarnación y aniquilación. Como dice Marías, sobre qué lado se tenga preferencia (bien el cismundano o bien el transmundano) va a influir en el despliegue de la existencia: unas veces se incide en la finitud de la vida (¡la vida son cuatro días!) a la que hay que extraer todo su jugo (sin tener muy claro cómo se pueda hacer eso, sacar todo el jugo a la vida); otras, se piensa que esta vida es solo ‘esta vida’, provisional y fugaz, que ha de pasar para llevarnos a la otra. Y otras se trata de vivir la vida con consistencia, con espesura (algo que también habrá que ver qué significa y cómo se hace).

El modo cismundano insiste en que la vida tiene sus días contados, y uno de ellos será inevitablemente el último, sea por la causa que sea: muerte natural, enfermedad, accidente, asesinato… Es un enfoque que puede ser enfocado de distintas maneras. Hay un par más fácticas, inconexas podríamos decir: una de ellas es desesperadamente, en ausencia de un proyecto existencial que dote de plenitud a la vida; y la otra despreocupadamente, llenándola de mil actividades, mostrándose indiferente ante el problema de la vida. Pero también se puede enfocar comprometidamente con las personas y las realidades del mundo, viviendo la muerte como formando parte natural de la vida, queriendo vivir con plenitud y preparándose para un buen morir, sin aceptar cualquier muerte, de modo que, la muerte, o su presencia en el horizonte, revierte sobre la vida la cual, lejos de despreocuparse y de desesperarse, es ocupada enderezadamente por los adecuados actos vitales; no se teme a la muerte, se acepta, con señorío y dignidad, poniendo el punto final a una vida bien vivida, enfoque que muy bien se podría llamar no fáctico, sino proyectivo, conexo.

Una diferencia análoga cabe hacer en el modo transmundano: la dualidad entre lo inconexo y lo conexo. Para quien piense que tras la muerte todo llegará a su fin y se aniquilará, viva esto con o sin angustia, lo cierto es que dicho problema deja de ser un problema para él, lo siente como algo indiferente, ya que, sencillamente, algún día dejará de existir y ya está. Paradójicamente, esta misma indiferencia o inconexión está presente en aquellos que esperan una vida futura, pero la entienden asegurada por cierto modo de conducta, por el cumplimiento de ciertos requisitos, todo lo cual se integra experiencialmente en su propia vida a modo de ‘tareas a realizar’; la ¿conexión? con la otra vida se reduce a chequear que se ha realizado lo que se debía realizar, lo cual poco tiene que ver con una vida proyectiva, porque no importa tanto cómo viva mi vida sino el haber realizado estas tareas imprescindibles para alcanzar la vida futura. Se trataría de una vida transmundana pero fáctica también, inconexa, porque no se asume la vida futura en línea de continuidad con ésta, coherentemente. Como es de esperar, también cabe el modo conexo transmundano, comenzando a vivir ya aquí, con toda la carga de profundidad de una vida proyectiva, con la esperanza de poder culminar esta vida allí.

Quizá las vidas proyectivas y fácticas, cismundanas y transmundanas, estén más cerca de lo que parece, pienso yo.

6 de mayo de 2025

Los antecedentes de la máquina de vapor: la bomba de agua

Durante la década de los años 40 del siglo XIX, se modificó la concepción que se tenía del calor, que dejó de ser una sustancia que pasaba de unos cuerpos a otros (el calórico) para pasar a convertirse en un modo de energía, el cual era convertible en otros modos de energía. Cosas de la vida, el caso es que el desarrollo de la termodinámica encontró un inesperado aliado en la revolución industrial.

Hasta los siglos XVII-XVIII, la mayoría del trabajo realizado era humano o animal, salvo algunas estructuras mecánicas básicas (molino, noria) movidas por energías naturales (viento, agua), las cuales presentaban el problema de que no siempre estaban disponibles cuando se las necesitaba, sin negar el gran papel que realizaban. En esta época se dio una circunstancia especial, como fue el desarrollo de la minería, tan importante en una sociedad industrial que ya estaba a las vistas. Se trabajaba en minas cada vez más profundas, en las cuales se filtraba agua con cada vez mayor frecuencia, agua que era preciso desalojar para poder seguir trabajando. Este problema estuvo en el origen de la próxima a inventar máquina de vapor, ya que las bombas de achique habituales no podían cubrir desniveles tan elevados como los que se daban entre la superficie y el fondo de las minas. Y uno se puede preguntar: ¿por qué?

Las típicas bombas de agua que se accionan subiendo y bajando una manivela eran familiares en la época, empleándose, por ejemplo, para sacar agua de los pozos. Sin embargo, se sabía que estas bombas no podían elevar agua hasta más de diez metros. Con el surgimiento del espíritu científico, este fenómeno comenzó a suscitar la curiosidad: ¿por qué no se podía elevar el agua salvando ese desnivel de 10 m? Lo que enseguida llevó a preguntarse por otro fenómeno más básico, a saber: ¿por qué una bomba de agua de estas características podía sacar agua? Esto no era en absoluto algo evidente. Sí, se sabía que algo tenía que ver el asunto de la presión del aire, pero no se sabía muy bien dar razón de todo ello. Todo esto estuvo muy presente en el imaginario científico de la época, presente en la mente de personajes tan ilustres como Guericke, Torricelli (discípulo de Galileo), Pascal o Boyle. Vamos a tratar de explicarlo.

Supongamos que tenemos un depósito con agua, situado al nivel del mar, sobre el que introducimos un tubo abierto. La superficie del agua se encuentra a la presión denominada atmosférica, es decir, a la presión que la atmósfera terrestre, situada por encima, ejerce sobre él. Como el tuvo está abierto por arriba, es exactamente la misma presión que actúa en el interior del tubo. Por este motivo, el agua dentro del tubo, y el agua en el depósito fuera del tubo, se encuentran a la misma altura, pues sobre ellos actúa la misma presión, la de la atmósfera. Viendo la imagen, se observa cómo tanto en el exterior del tubo, como en su interior (punto A), actúa la presión atmosférica.

Ahora imaginemos que cerramos el tubo por la parte de arriba, y extraemos un poco de aire, de modo que la presión en su interior (P₁) será inferior que la de fuera, la atmosférica (P₁ < Patm). Ello propiciará que el agua de fuera del tubo, sometido a una mayor presión (la atmosférica), empuje al agua hacia dentro del tubo, por lo que el nivel del agua en el interior del tubo se elevará. ¿Hasta dónde se elevará? Pues hasta la altura h₁, en la que se dará una situación de equilibrio, de modo que la presión en el interior del tubo (P₁) más la debida al peso de la columna de agua en su interior se equipare a la atmosférica. La presión en el punto A, que tendrá que ser igual a la atmosférica por encontrarse en el mismo nivel que la superficie libre del depósito, será igual a la suma de la presión en el interior del tubo (P₁) más la debida al peso de la columna de agua que tiene encima (Pca₁). Esta última presión viene dada por la división entre la fuerza actuante (el peso de la columna de agua) y la superficie (S). A efectos prácticos nos da igual qué superficie tenga la sección, pues se simplifica, siendo la magnitud que nos va a interesar la altura. La presión debida a esta columna de agua será:
Por lo que la presión en A será la suma de la presión en la parte de arriba del tubo más la debida al peso de la columna de agua, a saber: PA₁ = P₁ + Pca₁= P₁ + ρ·g·h₁.

Podemos seguir extrayendo aire del interior del tubo, por su parte superior, hasta que no haya ninguna presión, sino que se cree el vacío (P₂ = 0). Entonces, el nivel del agua del interior del tubo subirá… ¿hasta dónde? Si dentro del tubo no hay presión, parecería razonable pensar que no pararía de subir, pero no es así, sino que sube hasta una altura h₂ en la que hay de nuevo una situación de equilibro en A: la presión que hay en A por los efectos en el interior del tubo, siguiendo el razonamiento anterior, debe ser la atmosférica, como hemos visto, de modo que: PA₂ = P₂ + Pca₂ = 0 + ρ·g·h₂ = ρ·g·h₂. Este dato es muy importante, pues quiere decir que la presión atmosférica sólo puede empujar el agua del interior del tubo hasta una determinada altura, h₂, pero no más. Aunque no haya nada que se lo impida, pues P₂ es nula, no puede subirla de modo indefinido. ¿Cuál será el valor de h₂? Como es fácil de prever, 10 m. De aquí la expresión de que la presión atmosférica es de 10 mca (metros columna de agua), pues es la longitud de la columna de agua que la presión atmosférica puede soportar.

Este artilugio que hemos empleado muy bien se puede denominara un ‘barómetro de agua’, pues, una vez calibrado al nivel del mar, nos permite medir la presión en cualquier punto de la superficie terrestre en mca. Como no es muy operativo manejar un aparato de 10 m de altura, se sustituyó el agua por mercurio líquido, unas 14 veces más denso que el agua, por lo que la altura a la que se levanta es menor, en concreto de 10 / 14 = 0’76 m (= 760 mm), cifra que también nos resultará familiar, cuando se dice que la presión atmosférica es de 760 mm de Hg.

Por este motivo, con una bomba de agua que funcione haciendo el vacío, no se puede salvar un desnivel de más de diez metros para subir el agua. Para conseguirlo, había que idear otras estrategias, problema que —como decía— se situó en el origen de la invención de la máquina de vapor, siendo ésta su primera gran aplicación.

29 de abril de 2025

Las fuentes de la laicidad: la justicia y la verdad

En opinión de Ricoeur, estas dos dimensiones de la laicidad (de abstención y de confrontación) encuentran su justificación en dos valores clásicos de la sociedad: la justicia y la verdad. Es justo reivindicar que cualquier comunidad pueda tener presencia social y ser tratado en términos de igualdad a otras comunidades; y su misma existencia muestra posibles vías para alcanzar la verdad de una existencia que no es ostentada en su totalidad por ningún modo de vida en concreto.

La idea de justicia tiene que ver con ‘igualdad ante la Ley’, con respeto y defensa de las mismas libertades fundamentales para todos. Una de las cuales, de las más importantes, es la libertad de conciencia, y que para darse es preciso que vaya acompañada de la libertad de expresión; algo complicado en una ‘cultura de la cancelación’, una dictadura encubierta que propicia que uno no pueda expresarse ni comunicar sus convicciones profundas, siendo presionado en lo más profundo de su fuero interno. La justicia aboga por posibilitar la libertad de conciencia y su derecho a expresarse a todos los ciudadanos; no toma partido por ninguna opción, pero crea el marco en el que todas las opciones (siempre que no atenten contra los derechos humanos fundamentales) puedan expresarse y convivir. Así, la laicidad de abstención del Estado cobra un sentido positivo: si bien se abstiene de adoptar cualquier postura, reconoce el derecho a la existencia de todas en una sociedad plural, así como a su libre expresión. Éste es el marco en el que se sitúan los Estados occidentales —o deberían situarse— en general; otra cosa es cómo se lleve eso a la práctica, lo que nos lleva al segundo valor.

Como agudamente observa Ricoeur, el problema de la verdad no es uno de los principales problemas del Estado de derecho, no por escepticismo o por relativismo, sino porque no es una cuestión pertinente para él; no es su problema, se podría decir, no es de su competencia. El Estado «no juzga sobre la verdad que puede corresponder a las diferentes creencias». Ciertamente, cada creencia (sea religiosa, política, cultural, o del tipo que sea) encierra una pretensión de verdad, y ninguna de ellas se puede arrogar la presunción de ostentarla en su totalidad, aunque seguramente en todas ellas esté presente, cuanto menos parcialmente. Precisamente por ello es necesario el debate público, pues, en la medida en que no se permita participar a alguna comunidad, no estaremos en condiciones de saber qué es lo que pueda aportar a los demás, cuál es su porción de verdad.

La libertad de creencias es pertinente, necesaria incluso, si queremos de veras alcanzar la verdad; algo que sólo ocurre cuando sentimos la necesidad de realizarnos ciertas preguntas. Está en la experiencia de cada cual que se haya enfrentado o no a estas preguntas, que lo haya hecho honestamente, desde un calado existencial que sólo conoce el que lo ha vivido; y también está en la experiencia de cada cual la limitación en sus respuestas, la conciencia de la parcialidad de sus opciones: si toda comprensión es finita, limitada «hay que ‘admitir que el otro tiene un acceso a la verdad, un acceso diferente, que para mí es inaccesible, en razón de la limitación de mi propio ángulo de visión, de mi propia perspectiva sobre lo verdadero’». Ello razonablemente nos dispone hacia la apertura: quizá no comparta con el otro sus respuestas, pero sí una misma pretensión de verdad, así como una misma evidencia de las limitaciones respectivas para alcanzarla. Como decía Marcel, una cosa es ‘tener la verdad’, algo que nadie en su sano juicio puede afirmar, y otra ‘estar en la verdad’, entendiéndolo como estar en ese camino en pos de ella; porque quizá la verdad no sea algo que se posea sino algo tras lo cual se esté, un ámbito o un medio en el cual uno se sepa caminante aventurero, sin saber muy bien dónde esté su final.

Por aquí hay que buscar la fundamentación de la ‘laicidad de confrontación’ que comentaba, porque la confrontación es necesaria, una confrontación entre opiniones que buscan honestamente la verdad. Si no hay confrontación tampoco hay diálogo; y no hay confrontación porque, en el fondo, no hay convicción, sino opiniones más o menos fáciles e infundadas. La confrontación, pues, no tiene nada que ver con el relativismo, seguramente la mayor falta de respeto con que podría ofender al otro.

22 de abril de 2025

Conciencia animal y conciencia humana

Cuando se habla de cognición, habitualmente se la suele comprender bajo dos enfoques diferentes. El primero de ellos tiene que ver con lo que en la tradición filosófica se denominaba conciencia, no en el sentido de ‘conciencia moral’, es decir, en el sentido de esa instancia que nos ayuda a discernir en términos de buenas y malas acciones, sino en el sentido cartesiano de res cogitans, del ‘yo conciencia’ moderno, vinculado al ejercicio del entendimiento y de la razón, distinguiéndose así de la voluntad y de la afectividad. El entendimiento y la razón nos ayudan a representarnos el mundo y a reflexionar sobre él, así como a conducirnos e él mediante la interpretación de nuestros sentimientos y mediante la deliberación racional. El segundo enfoque al que hacía mención se refiere al procesamiento complejo de la información en sentido fisiológico, en cuyo seno cabría situar percepciones, aprendizajes, recuerdos, pensamientos, imaginación, proyecciones, expectativas, razonamientos, así como la toma de conciencia de uno mismo. En el primer caso estamos hablando de una de las tres dimensiones en que se suele describir la vida de las personas, más propio de la antropología filosófica; en el segundo, de la identificación y descripción de los procesos fisiológicos y neurológicos que la subyacen, que será en el que me detenga.

Joseph Ledoux define conciencia (en el sentido de actividad cognitiva) como «la habilidad de crear representaciones de la realidad y usarlas para guiar conductas». Si nos fijamos, a la luz de esta definición muy bien especies no humanas pueden presentar actividad cognitiva, como de hecho sucede. Se sabe que existe en aves y en mamíferos, aunque no se puede afirmar lo propio de otras especies. Otra cosa es la cognición reflexiva (ser consciente de uno mismo y de lo que está haciendo) que, en principio, es específico nuestro (aunque algunos afirman que ciertos primates también la tienen, algo de lo que —hasta donde yo sé— no hay evidencia). Una cosa es lo que podamos llamar conciencia animal, que vendría a ser una especie de sentimiento de identidad no consciente en virtud del cual el individuo sabe a qué atenerse en su relación con el entorno (salir a cazar cuando siente hambre), y otra la conciencia humana, con capacidad reflexiva.

A lo largo de la cadena evolutiva, hay un proceso en virtud del cual el sistema nervioso se va haciendo cada vez más sofisticado, permitiendo modos más creativos y novedosos de superar los desafíos que plantea la vida, más allá de los actos reflejos, de los patrones de acción fija y las conductas aprendidas clásica e instrumentalmente. Cuanto más complejo es un sistema nervioso, cuanto más formalizado está, mayor es la capacidad cognitiva de una especie y, consecuentemente, mayor holgura presenta en su representación del medio y en su conducta, lo que le permite realizar acciones más allá de la mera supervivencia.
  
Joel Sartore; "Orangután y su hijo"
La conciencia humana ha sido posible gracias a su emergencia desde las capacidades cognitivas que poseían otras especies mamíferas menos evolucionadas. ¿Encaja nuestra idea de conciencia en este marco? Si entendemos como conciencia todo lo asociado a actividades de carácter intelectual, tales como pensar, imaginar, memorizar, planificar, decidir, etc., parece que ello presupone que la cognición precisa la consciencia para poder darse, negando su posibilidad a animales no humanos, lo cual no parece adecuado, pues los animales más desarrollados también poseen actividad cognitiva. ¿Es nuestra conciencia ‘algo otro’ a la conciencia animal? Si bien la conciencia humana entiendo que no puede ser reducida a la animal, no creo razonable afirmar que no tenga nada que ver con ella: si bien hay en nosotros algo cualitativamente diverso, la consciencia, no por ello deja de ‘montarse sobre la actividad cognitiva animal’, aunque con la novedad emergente que es la aparición en la cadena evolutiva de la inteligencia.

Si esto es así, habrá que ver qué es la cognición en los animales, la cual parece razonable referirla a los procesos que sustentan la adquisición de conocimiento mediante la creación de representaciones internas de sucesos externos, así como a los que se refieren a su almacenamiento como memoria que, en un momento dado, pueden estar a disposición del individuo para escoger una determinada conducta y no otra, algo que ellos procesan de modo no consciente. En nuestro caso, entiendo que todo eso permanecería, a lo que habría que sumar los procesos causantes de la reflexión, planificación, imaginación… consciente.

En opinión de Ledoux, lo que diferencia la información cognitiva de la que no lo es, es que la primera es capaz de crear representaciones internas de sucesos o de cosas en ausencia del referente externo de la representación. Esto no quiere decir que una representación con su objeto presente no sea cognitiva, ya que su carácter es el mismo que aquella representación cuyo objeto ya no está presente. La idea es que esa representación puede permanecer actual en el individuo, aunque el objeto no esté presente. El grado de permanencia de alcance de la memoria y de la proyección dependerá de la formalización del cerebro de cada especie. Así las cosas, parece razonable rastrear cómo se dan en otros animales aquellos procesos mediante los cuales se pueden representar el entorno y mantenerlas al margen de la presencia del objeto, para luego manejarlas y ponerlas a su disposición para emprender una determinada conducta, para todo lo cual es preciso un sistema nervioso lo suficientemente evolucionado para poder realizar dicha función.

15 de abril de 2025

El ritmo: una caja de sorpresas

El ritmo es un fenómeno que posee una gran importancia antropológica y, sin embargo, no se suele profundizar demasiado en ello, sobre todo en su aspecto práctico. Esta relevancia es algo que ya en la antigüedad se tenía presente, empleándolo tanto para relacionarse con la divinidad, como para prepararse para la guerra, entre otras aplicaciones. El ritmo suele entenderse como algo que se repite periódicamente a intervalos fijos; Platón lo definió como ‘orden en el movimiento’. Forma parte de la naturaleza, así como de la vida: hay ritmos naturales (estaciones, días, olas del mar, púlsares), también psicobiológicos (respiración, palpitación, tono anímico). En el mundo natural y personal poco espacio hay para la arritmia: ésta suele ser síntoma de enfermedad o angustia.

La naturaleza y la vida están asociadas al ritmo. En la vida de las personas, lo rítmico suele generar confianza: uno sabe a qué atenerse, si mantiene una dinámica familiar en la jornada diaria. No es algo que se deba vivir apegadamente, pues una vida vivida de un modo intensamente rítmico impide la novedad, la sorpresa, lo diferente; en sentido opuesto, una vida vivida desde un desorden acentuado y constante, caótico, puede muy bien desembocar en ansiedad y trastornos de la personalidad. Como suele ocurrir tantas veces, cada uno ha de encontrar el ritmo en su vida que le permita vivir confiadamente, confianza desde la cual la novedad imprevista puede ser integrada armónicamente. Tal y como ocurre en la misma naturaleza.

Ello tiene también una repercusión espiritual. Partimos de la distinción de dos niveles en la persona: el de superficie y el de hondura. Y, ciertamente, no se tiene la misma vivencia del ritmo en cada uno de ellos; es más, el ritmo (o su ausencia) suele ser un fenómeno de la superficie, no de la profundidad. Es algo así como sucede en los océanos, en los que lo rítmico (o su ausencia) se suele dar en la superficie, mientras que en el fondo todo se aquieta: conforme descendemos, paulatinamente va disminuyendo el movimiento y la influencia del cambio. Algo así ocurre también en nosotros: partiendo ya de cierta paz rítmica en la vida habitual, conforme el ritmo se va dilatando, surge el aquietamiento, llegando hasta su propia desaparición cuando se llega a la hondura esencial: se da el paso al silencio. «Al ir lentificándose el ritmo, todo se va simplificando, el silencio se va manifestando y afirmando», dice Nicolás Caballero.

Cada uno tiene su ritmo vital, el cual debe acompasarse de alguna manera al ritmo de las cosas, también al ritmo de su cuerpo. Y no siempre están acompasados ambos ritmos. Con frecuencia, el ritmo de nuestras vidas no suele ir acompasado al ritmo de las cosas ni al de nuestro cuerpo, todo lo contrario. Lo suyo sería que nuestro ritmo vital habitual, generalmente condicionado por lo que la existencia nos depare, no estuviera ni por encima ni por debajo de ese ritmo que podemos denominar natural, algo que cada cual ha de descubrir por sí mismo. Démonos cuenta de que no se trata de hacer muchas o pocas cosas en la vida, sino de la actitud desde la que se acometen, que es muy distinto: una vida agitada o acelerada en absoluto es sinónimo de una vida eficaz, seguramente todo lo contrario. Es importante que cada cual tenga la sensibilidad suficiente para detectar si su ritmo vital se ajusta al ritmo de las cosas y de su organismo, o no. Dar con ese ajuste genera serenidad y confianza.

Por lo general, solemos vivir no con un ritmo por debajo del ritmo natural, sino por encima, debido a nuestras agitadas agendas, que permean todo nuestro existir. Solemos vivir con un ritmo agitado y desordenado; serenar ese ritmo nos ayuda a encontrarnos con nosotros mismos, y a sentirnos más a gusto ‘en casa’. También puede ocurrir que tengamos un ritmo bajo mínimos, sin el menor ánimo para acometer el día; activarnos un poco también puede ayudar a encontrarnos mejor.

Pero aquí no acaba la cosa: una vez alcanzado ese ritmo natural que nos hace vivir como ‘en casa’, no se acaba todo, sino que entonces se nos puede abrir un mundo nuevo, un mundo interior por descubrir que nos resitúa de un modo radicalmente diverso en la existencia. Para ello es preciso, desde esa situación, buscar espacios en los que tratemos de ralentizar el ritmo personal, lo cual nos aproxima a niveles profundos de interiorización, a niveles crecientes de silencio ‘tocando’ de alguna manera nuestra más honda realidad, y también para disponernos a encuentros con lo trascendente más allá del nivel de superficie, aproximándonos al mundo de la contemplación.

Por lo general, lo rítmico tiene un poder no solo organizador, sino también vitalizador; de modo análogo (en sentido opuesto) a cómo la arritmia tiene un poder desorganizador y desvitalizador. Lo rítmico tiende a disminuir la tensión, tanto física como psíquica, porque lo rítmico es un factor de nuestra dinámica personal, afectando a todo lo que somos, tanto corporal como espiritualmente. Hay un vínculo originario entre nuestro espíritu y nuestro cuerpo: ritmos agitados y desordenados generan tensiones y ansiedad, ritmos serenos y ordenados generan distensión y paz.

La generación de un ritmo sereno se refleja tanto en la psique como en el cuerpo, un ritmo que se puede generar tanto desde el pensamiento como desde el cuerpo. Fisiológicamente, se va generando una armonización de toda la dinámica corporal que, desde lo somático-vegetativo se eleva hasta lo emocional, y desde lo emocional hasta lo cognitivo; se propicia que la razón humana se abra a la novedad desde la confianza y desde la creatividad, no desde el temor y la angustia de un ego superficial. Desde la conciencia, un pensamiento rítmico contribuye a que las funciones orgánicas también tiendan a ordenarse, contribuyendo a ese estado de paz y armonía generalizada que nos dispone adecuadamente para el encuentro profundo con nuestra esencia. El ritmo puede ser atendido, pues, desde dos frentes: desde el fisiológico, como la respiración, y desde el psíquico, mediante la dicción rítmica de una frase dicha con amor.

Con el tiempo, llega un momento en que ese ritmo se interioriza, y nos hacemos uno con él: el ritmo se nos mete dentro, lo internalizamos. Una buena práctica es atender a la respiración para luego decir una frase acompasadamente a ella, de modo que el ritmo mental se acompasa al ritmo fisiológico, buscando una serenidad a modo de mutua retroalimentación. A partir de aquí, desde una conciencia de confianza, nos ponemos en pura disposición de apertura, en un estado de atención amorosa; lo que ocurra a partir de aquí es gracia, no depende de nosotros.

El ritmo alcanzado es propio de cada cual, y cada cual lo debe encontrar enderezado siempre hacia la serenidad y la paz. Nadie le puede decir a nadie qué ritmo adoptar. E incluso puede ocurrir que el propio ritmo varíe con el tiempo. El valor del ritmo no es personal, algo que la ciencia reconoce, sino también espiritual. El ritmo es organizador, armonizador, entrando en un modo de ser que ahorra no pocos recursos, generando descanso y paz, disponiéndonos para la apertura y la receptividad. El ritmo es sanador y vivificador.

8 de abril de 2025

El descubrimiento de la estructura del ADN

En una época en que se comenzaba a barruntar la relevancia de la molécula del ADN en la transmisión genética, lo cierto es que se conocía muy poco de ella. Por este motivo, los esfuerzos se centraron en ella, tratando de conocerla más en profundidad, de comprender su estructura, con la idea de que, cuanto más se avanzara en este sentido, se podría observar mejor cómo hacía lo que hacía. Un primer esbozo de descripción de su estructura le correspondió a Linus Pauling, de California, experto en cristalografía. Pero ¿qué tiene que ver aquí la cristalografía? Pues mucho, ya que el estudio de los cristales mediante la difracción de rayos X podía ser aplicado aquí.
  
Las leyes que describen la difracción de los rayos X por los cristales fueron definidas por Laurence Bragg durante los primeros años del siglo XX, en concreto en 1912, en el famoso laboratorio Cavendish de Cambridge, al cual dirigió sucediendo al famoso Rutherford, tras la jubilación de éste. En su investigación fue fundamental el trabajo de William, su padre, quien ya había estudiado previamente las radiaciones alfa, beta y gamma. Él ya se había dado cuenta de que, en algunos aspectos, los rayos gamma y los rayos X se comportaban como partículas; pero en el tema que nos ocupa, lo fundamental para desvelar los secretos de las estructuras cristalinas era su comportamiento ondulatorio, pues lo interesante era ver cómo estos rayos eran alterados por sus interferencias con los átomos de los cristales. Estas interferencias dependían de dos variables: por un lado, de la estructura cristalina y la distancia entre los átomos del cristal; por el otro, de la longitud de onda de los rayos X. Jugando con ello, se podía identificar con precisión la localización individual de los átomos del cristal.

Pues bien, fue por estas fechas que la nueva disciplina científica conocida como biofísica estaba naciendo y comenzando a progresar. J. D. Bernal realizó trabajos pioneros tratando de conocer la estructura de moléculas orgánicas mediante la difracción de rayos X. Conforme los años fueron pasando, se depuraba la técnica, y el interés se dirigía hacia biomoléculas cada vez más complicadas, como las proteínas. Por ejemplo, Perutz y Kendrew recibieron el Nobel de Química en 1962 por la determinación (varias décadas antes) de la estructura de la hemoglobina (molécula encargada de transportar el oxígeno en la sangre) y la mioglobina (una molécula muscular).

En este contexto hay que situar a nuestros protagonistas. Como decía, Pauling fue el primero que postuló una hipótesis para la molécula del ADN, pero apostó por una estructura de triple hélice, que a la postre resultó incorrecta. Démonos cuenta de que la tecnología en la época era todavía ‘grosera’, y en absoluto era tan fácil observar las biomoléculas como pueda serlo ahora. La estructura correcta le correspondió obtenerla a un grupo un tanto variopinto, formado por integrantes que realmente no formaban un grupo de trabajo como tal: Maurice Wilkins, Rosalind Franklin, Francis Crick y James Watson.

Los nombres de Watson y Crick han quedado inmortalizados por su premio Nobel de Medicina en 1962, pero el mérito no fue del todo suyo, como vamos a ver. Watson estudiaba cristalografía, y Crick la difracción de los rayos X en moléculas grandes. El primero, estadounidense, llegó a Europa para hacer una investigación posdoctoral, recalando en el Cavendish, el cual dirigía entonces Bragg, quien se interesó activamente por este asunto, enriqueciendo la investigación según su propia experiencia. Crick, por su parte, vio pausada su carrera científica por la Segunda Guerra Mundial, como tantos otros; iniciado en los caminos de la física, a su vuelta se comenzó a interesar por la biología, decisión inspirada, según parece, por el pequeño libro ¿Qué es la vida? de Schrödinger (1944). Lo que trataba de hacer Schrödinger era comprender la actividad de las biomoléculas en términos físicos: no se puede olvidar que las biomoléculas no dejan de ser moléculas, cuyo comportamiento pende de los átomos y de las partículas subatómicas que los componen, todo lo cual se rige por leyes de la mecánica cuántica. Para comprender cómo funcionan las moléculas de la vida, es preciso comprender también por qué los átomos pueden existir según disposiciones concretas, y pueden interactuar entre sí según ciertas leyes, todo lo cual da origen a la vida.

Pues bien, volviendo a nuestro tema, ambos (Watson y Crick) eran más jóvenes e inexpertos que los otros dos miembros del grupo, a saber: Wilkins, persona muy tímida y retraída, desconocida para el gran público, a pesar de haber compartido el Nobel con los dos primeros, y Franklin, que seguía la estela de Pauling, perfeccionando su metodología. Tanto es así que las imágenes que Franklin consiguió de la molécula de ADN eran espectaculares, pero, a causa de sus malas relaciones con el resto, no las compartió. Parece que, a escondidas, en enero de 1953 Wilkins mostró las imágenes de Franklin a Watson, lo que fue el hecho clave para el gran descubrimiento que estaba por venir. Watson lo comentó con Crick quienes, conocedores de las piezas del puzzle (los cuatro componentes del ADN que se combinaban de un modo muy determinado) fueron probando distintas configuraciones mediante maquetas con piezas de cartón, trabajo que se desarrolló en el Cavendish. Al poco, dieron con la solución, tal y como fue publicado en un artículo de la revista Nature el 25 de abril de 1953, titulado “Una estructura para el ácido desoxirribonucleico”. Franklin falleció en 1958, cuatro años antes de que concediesen el Nobel al resto del grupo, permaneciendo en el ostracismo.

La confirmación de la teoría de la doble hélice se dio en los años ochenta. En esta época se decía que la investigación genética ya había llegado a su fin, que poco más había que descubrir. No eran conscientes de que no se había hecho más que empezar pues, cuanto más se avanza, más interrogantes surgen. Por ejemplo, el hecho de que buena parte del ADN, en torno al 97%, parece que no haga nada; los trozos activos parecen ser unos pocos trozos dispersos por aquí y por allá, que son los responsables de controlar y organizar determinadas funciones vitales. A estos trozos activos son a los que se les denomina genes.