26 de noviembre de 2024

Primeras experiencias sobre la electricidad y el magnetismo

Los fenómenos eléctricos y magnéticos se conocen desde antiguo, ya en la época clásica griega. De hecho, estos dos términos (‘electricidad’ y ‘magnetismo’) provienen de entonces. El primero se debe al nombre griego del ámbar (elektron), una resina vegetal que, al frotarla, producía unos fenómenos extraños; el segundo a un territorio del Asia Menor, Magnesia, en la que se encontraron unas piedras también con sorprendentes propiedades, por lo demás muy frecuentes en otras partes de nuestro planeta.

Sabido es que, en la modernidad, fue un tema controvertido si estos dos fenómenos eran independientes entre sí (que era la opinión generalizada, avalada por la autoridad de Coulomb a finales del siglo XVIII) o si, por el contrario, podían ser vinculados (tal y como Oersted demostró a comienzos del XIX). Curiosamente, en los primeros momentos de la antigüedad ya se asociaban entre sí, aunque desde luego no desde una interpretación adecuada, como explican Pérez y Varela. El famoso Tales de Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, del grupo de los conocidos como ‘filósofos de la naturaleza’, pensaba que, como al ser frotado el ámbar adquiría unas propiedades que le permitía atraer ciertos objetos, ello era porque, consecuencia de dicho frotamiento, se transformaba en magnético, adquiriendo las propiedades propias de estas piedras. Sí tenía un comportamiento análogo, sus causas no debían andar muy distantes. Aunque también observó que los materiales que atraía el ámbar eran distintos a los que atraía la magnetita: ésta sí que podía atraer pequeños trocitos metálicos, pero aquél no. Así que, en la práctica, ambos tipos de fenómenos quedaron separados en dos campos independientes.

Poco a poco, a lo largo de la historia, se fueron conociendo distintos aspectos y utilidades de estos fenómenos. El más conocido y universal seguramente fuera la brújula, introducida en Europa en torno al siglo XII; parece ser que ya en la cultura china se empleaba en torno al siglo IV a. C., exportándose a las culturas hindúes y árabes, desde donde se introdujo en Europa. Pues bien, a partir de entonces, se comenzaron a multiplicar pequeños y dispersos descubrimientos asociados tanto a la electricidad como al magnetismo, desde una perspectiva ―digamos― más científica, siendo conscientes de que la nuova scienza todavía quedaba un poco lejos (aunque si se pudo dar fue gracias a todas estas aportaciones y personajes que ya empezaron a aparecer durante la baja Edad Media).

Diferentes personajes fueron realizando pequeñas aportaciones. Por ejemplo, Pedro Peregrino de Maricourt, quien escribió en 1269 lo que puede ser considerado como el primer tratado científico sobre el magnetismo: logró averiguar las líneas de un campo magnético generado por un trocito esférico de magnetita, identificando sus polos, y comprobando a su vez que algunos polos se atraían entre sí y otros se repelían. Aunque trató de separar los polos magnéticos, se dio cuenta de que no podía, que no era posible, algo que efectivamente es así (a diferencia de lo que ocurre en la electricidad, que sí se pueden separar las cargas negativas de las positivas).

También ofreció instrucciones precisas para la confección de las brújulas, intuyendo que su eficacia se debía a algo externo a ellas, a los polos celestes, primer esbozo de lo que más tarde conoceremos como el campo magnético terrestre, y que fue descrito por primera vez en 1544 por George Hartmann, dando pie a la idea de que la Tierra era un gran imán.

En 1600, William Gilbert (médico personal de la reina Isabel I de Inglaterra) publicó De Magnete, donde expuso los resultados de sus estudios, en los que se describen cualitativamente la mayoría de las propiedades de los imanes. Observó, por ejemplo, cómo variaba la fuerza de atracción magnética con la distancia, y postuló que esta fuerza emanaba radialmente a modo de rayos, y en todas direcciones (idea que más tarde adoptaría Faraday). Recogiendo la idea de George Hartmann de que la Tierra podía ser considerada como un gran imán, se planteó si lo que causaba el movimiento de los planetas alrededor del Sol eran fuerzas de carácter magnético (teoría que ya se encargó Newton de desbaratarla unos cincuenta años después). Gilbert también tuvo especial relevancia en el avance de los estudios eléctricos; de hecho, fue él quien acuñó este término, ‘eléctrico’, a los fenómenos provocados por el ámbar. Con Gilbert se empezaron a sistematizar los conocimientos sobre este tipo de fenómenos, aunque, a partir de aquí, el magnetismo perdió interés, el cual se orientó hacia la electricidad, más ‘a mano’ para la investigación científica, se puede decir. De hecho, en su De Magnete ya aparece una metodología científica, un par de décadas antes de que la propusiera Francis Bacon; en este sentido, se le puede considerar también como un precursor de lo que no mucho después se llamaría nuova scienza.

El que ‘puso de moda’ en la época a la electricidad fue el alemán Otto von Guericke, conocido por sus experimentos con sus famosos ‘hemisferios de Magdeburgo’, que no eran sino dos semiesferas metálicas aplicadas la una contra la otra, vaciadas de aire, de modo que, al hacer ventosa, no podían ser separadas por mucha fuerza que se hiciera; incluso se probó tirando con dos caballos. Pues bien, von Guericke, de modo paralelo a Gilbert, propuso que el motivo de que los planetas girasen alrededor del sol eran fuerzas de carácter eléctrico. Aunque tampoco tuvo mucho éxito, sus trabajos iniciaron también el estudio sistemático de la electricidad.

Comenzaron a realizarse diferentes descubrimientos. En 1620, Nicolás Cabeo descubrió la repulsión eléctrica; en 1729, Stephen Gray descubrió que la electricidad se podía transportar mediante hilos metálicos, dividiendo a los materiales entre ‘conductores’ y ‘aislantes’; en 1733 se reconocieron dos tipos de electricidad por parte de du Fay, en función de los materiales sobre los que se daba: vítrea (por el vidrio) y resinosa (por el ámbar), con la característica de que, los cuerpos cargados con electricidad vítrea repelían a los que son como ellos, pero atraían a los resinosos.

La profundización en estos dos tipos de electricidad dará pie a los primeros intentos teóricos de dar razón de la naturaleza de la electricidad a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, articulada, como era costumbre en la época, en torno a la teoría de los fluidos. Así, a la luz de la teoría de du Fay, ambos modos de la electricidad (vítrea y resinosa) se adquiría en virtud de que se absorbían respectivamente el fluido vítreo y el resinoso: «cuando se frotaba el ámbar con una piel, el ámbar adquiría el fluido resinoso, mientras que la piel adquiría el fluido vítreo». Como ya vimos, era común dar razón de los fenómenos que no se conocían desde la presencia de ciertos fluidos misteriosos: el calor mediante el calórico, o la combustión mediante el flogisto. La primera batería no estaba lejana.

19 de noviembre de 2024

Sistema como modo de ser de la realidad metafísica

Nos hemos preguntado ―siguiendo el discurso de Driesch― hasta qué punto es lícito plantearnos las cualidades de lo real, partiendo de la base de las cualidades de la apariencia; es decir: hasta qué punto es legítimo hablar de lo ‘en sí’ partiendo del dato de un fenómeno empírico tal y como se nos hace presente. Ya hemos visto que ―en opinión de Driesch― esa pregunta carece de sentido, pues siempre que hablemos de cualidades de lo real, de lo ‘en sí’, para poder hablar de ellas han de convertirse en cualidades ‘para mí’ en tanto que han pasado a formar parte de mi experiencia, con lo cual pierde ese carácter trascendental, metafísico; en palabras de Driesch, para hablar en estos términos «debería ese ‘algo en sí’ hacerse antes un ‘algo para mí’», con lo cual ya no habría un ‘algo en sí’ de lo que hablar y de lo que analizar sus cualidades en tanto que ‘en sí’, pues se ha convertido en ‘algo para mí’.

Si nos damos cuenta, la profundización en la Naturaleza de las ciencias naturales de alguna manera tiene algo que ver con esto: vamos profundizando en lo que sean las cosas, pero siempre en el ámbito de lo fenoménico, de lo empírico, nunca (es imposible por definición de la metodología científica) se podrá dar científicamente (en el sentido de las ciencias naturales) al ámbito de lo metafísico. Por ejemplo, pensemos en la investigación sobre el carácter fotónico de los colores: no se puede decir que los fotones son más ‘en sí’ que los colores, que son más metafísicos; los fotones son tan fenómeno como los colores. Lo que nos lleva a la conclusión de que no es razonable pensar en términos concretos de la realidad en sí misma considerada, sino tan sólo en términos formales.

Lo metafísico deja de ser metafísico, lo ‘en sí’ deja de ser ‘en sí’, cuando empiezan a ser ‘para mí’, es decir, cuando se introducen en el ámbito de la materia y de la causalidad, del espacio y del tiempo. En este ámbito ―en el fenoménico― se dan una serie de relaciones, un entramado de causalidades y de funcionalidades de diversa índole que, según el principio de multiplicidad que hemos visto, no puede dejar de darse en el ámbito de lo real, como mínimo a un mismo nivel de complejidad. Otra cosa es cómo dar razón de ello sin caer en una contradicción. ¿Cómo lo hace Driesch?

Lo que él trata de hacer es dar razón metafísica de ese conjunto de relaciones del que nos hacemos eco en el ámbito de nuestra experiencia gnoseológica y aun vital; para ello ha hablado de un ámbito de la realidad (trascendental, metafísica) en el que podemos suponer que hay una trama de relaciones por lo menos igual de compleja que la que experimentamos en lo ‘para mí’; un ámbito no cósico, que no puede ser descrito según entes concretos sino en su dimensión formal. Pues bien: a ese ámbito lo denomina Driesch sistema. De lo trascendental no podemos saber qué es en concreto, pero parece razonable afirmar que es sistema; un ámbito, el de lo trascendental, que no creo que sea descabellado denominarlo ―en el sentido de Zubiri― mundo. Eso que en nuestra percepción cotidiana se nos presenta como se nos presenta, posee un correlato real que se puede denominar sistema o mundo. «No conocemos su modo de ser en sí, pero sabemos de él que aparece como espacio con todas sus relaciones y sabemos, además, que encierra en sí una riqueza de relaciones que en todo caso no es menor que la riqueza de formas espaciales y motóricas del Fenómeno». Y continúa Driesch: «Las particularidades y diferencias empírico-espaciales en el espacio son, pues, otras tantas especialidades y diferencias en lo real, desconocidas, claro es, en cuanto a su modo de ser en sí». Conocemos así un aspecto de lo real, aunque sólo sea en su aspecto formal. Resuena aquí una idea clave de la metafísica zubiriana, que veremos en su día: la de respectividad, respectividad mundanal.

12 de noviembre de 2024

Tipos de saber en el mundo griego (2 de 2)

Ya hemos visto cuál era para un griego el primer modo de saber, a la luz de la reflexión del joven Zubiri: discernir lo que es de lo que parece que es pero que no es. Pero por mucho que sepamos discernir que algo efectivamente es y no parece serlo, lo cierto que no sabemos lo que es. Con esto tiene que ver el segundo tipo de saber: definir. Esta es una necesidad que Platón vio claramente: «no es discernir lo que es de lo que parece, sino discernir lo que ‘es’ una cosa a diferencia de otra que ‘es’ también», dice Zubiri. Se trata de identificar lo que una cosa es positivamente, de decir ‘lo que es’, una vez ya discernido ‘que es’. Nosotros podemos saber que ese árbol es ciertamente un árbol, y que es un pino y no un abeto, pero hace falta saber qué es ser un pino.

Entra aquí en juego un desdoblamiento respecto a la cosa: esta cosa que es, y lo que es esta cosa; es un desdoblamiento entre la cosa y su idea. De lo que se trata aquí es de explicitar los distintos rasgos o propiedades que identificábamos en su aspecto, y que constituyen su fisonomía. Se trata, en definitiva, de definir la cosa. Discernir no es suficiente, es necesario definir también, algo temáticamente considerado por Platón.

De aquí surge una consideración nueva. Inicialmente el aspecto tenía que ver con el conjunto de rasgos que poseía una cosa, real y efectivamente, sentido que estaba inicialmente presente en la Idea platónica. Pero, teniendo esto en mente, y una vez establecida la Idea, pronto se observó que las cosas concretas cumplían mejor o peor los rasgos o propiedades que deberían tener siendo lo que eran; es decir, se aproximaban mejor o peor a su perfección. Una cosa posee los rasgos que posee, pero, ahora se observan a la luz de los rasgos que debería poseer. Los primeros están en la cosa, los segundos no; ¿dónde están? Pues en la Idea, que expresa la perfección de la cosa. De esta manera, las cosas reales concretas lo que hacen no es sino expresar o realizar en distintos grados la Idea que en ellas resplandece. La Idea se convirtió, pues, en lo esencial de las cosas: no sólo respecto a lo que es común a todas ellas, sino también y sobre todo a lo que deberían ser.

Esto nos lleva al tercer modo de saber, entender. Porque tampoco es esto suficiente, algo que mostró Aristóteles. «Discernir y definir nos describen un ‘mapa’, un paisaje; fundamentarían a lo sumo un saber descriptivo y esto no nos basta para constituir un auténtico saber, hace falta prolongar la descripción en una explicación. Saber no es sólo discernir y definir, saber es entender», explica Pons Doménech. Es decir: no nos basta saber de una cosa ‘que es’ ni ‘qué es’, sino también ‘por qué es’; es decir, por qué es lo que es, por qué y cómo ha llegado a constituirse en tal cosa y no en tal otra. Si hemos sido capaces de discernir que esa cosa es real y no una apariencia, y hemos sido capaces de definir sus rasgos y propiedades, ahora pasa por entender cómo siendo cosa, y siendo como es, cómo llega a ser así, cómo se originan sus rasgos y propiedades para dar lugar a esa cosa.

Aquí aparece un carácter muy diferente de la esencia. Ahora se trata de entender la esencia, no sólo como contenido de una definición, sino como lo que esencial y realmente constituye a esa cosa: «La idea, como ‘figura’, es lo que antes ‘configura’ a la cosa, le da su ‘forma’ propia, y con ella se establece con plena suficiencia y peculiaridad frente a las demás. Este ‘ser-propio-de’, esta ‘propiedad’ o ‘peculio’ y la ‘suficiencia’ que lleva aparejada es, como dice Zubiri, lo que el griego llamó ousía, sustancia de algo, en el sentido que la expresión tiene aún en español, cuando hablamos de ‘sustancia’ de gallina, de un guiso ‘sin sustancia’ o de una persona ‘insustancial’».

La idea ya no es el correlato de una definición, sino que es lo que físicamente hace ser a las cosas tal y como son. Cuando entendemos, sabemos la necesidad de que las cosas sean como son y, consecuentemente, por qué son así y no de otro modo, hemos averiguado su interna articulación en su venir a la existencia. Esto es de-mostrar, es decir, mostrar algo emergiendo necesariamente de aquello que constituye a la cosa mostrada: de-mostración no es primariamente una prueba racional, sino exhibir o mostrar la interna articulación de algo.

El saber demostrativo de una cosa está relacionado, pues, con el conocimiento necesario de la articulación de sus notas. Para demostrar esta necesidad de la articulación de las notas es preciso vincularlas con los principios de donde emergen y de los cuales son expresión. Todo lo cual no es únicamente algo del hombre, sino que también es de las cosas; que es de las cosas, y que el hombre puede aprehender de alguna manera. Hay algo en el pensamiento humano que presupone su apertura a las cosas, apertura que no es sino el supuesto mismo del conocer, y sin la cual el mismo conocer no tendría razón de ser.