El término ‘arte’ deriva del latín ars, el cual deriva del griego téchne. Sin embargo, ni ars ni téchne significaron en su época lo que hoy en día significa ‘arte’ para nosotros. Lo que significaban en la Grecia antigua y en la Edad Media, así como incluso en el Renacimiento, no era otra cosa que ‘destreza’, en el sentido más amplio. Se trataba de la destreza para acometer diversas tareas: construir un barco o una casa, fabricar una silla, hacer una estatua, dirigir un ejército, cultivar un campo, etc. Y lo artístico no estaba tanto en el producto alcanzado, sino sobre todo en la destreza de su artífice durante el proceso de producción, en el modo de ejecutarlo; para lo cual se debía apoyar en su conocimiento y manejo de las reglas de su arte para ‘este’ caso en concreto. Todo ello, según el caso, se identificaba como el ‘arte de’. Y todo arte venía acompañado necesariamente del conocimiento y del cumplimiento de unas reglas. Clásicamente no se entendía ningún arte sin normas a seguir: si no había reglas que respetar, sencillamente no era arte; si la práctica se debía a una mera inspiración o a la fantasía, no era arte para los antiguos. Quintiliano ―por ejemplo― definía el arte como aquello basado en un método y en un orden. Por este motivo, la poesía, directamente inspirada por las Musas, como la propia música, no era reconocida inicialmente como arte. La poesía se asociaba más al oráculo o al profeta que al artista: el poeta era un vate, mientras que el escultor era un artista. Tanto la poesía como la música tenían algo de maníaco, ubicándolas en el ámbito de lo mistérico antes que en el de lo racional, lo que les hacía ocupar un estatus superior.
En la Antigüedad, pues, se tenía un concepto de arte más amplio que el que tenemos hoy en día, más circunscrito éste a lo que se conoce como ‘bellas artes’. De hecho, su idea de arte, de téchne, la asociamos más a nuestras artesanías, a nuestras destrezas ‘técnicas’. Nuestro término ‘técnica’ se aproxima más a su concepto de ‘arte’ que nuestro concepto de ‘arte’. Para ellos no había diferencia entre nuestras artes y artesanías, motivo por el cual no las designaban con un término diferente, sino que era más importante lo que las unía que lo que las separaba: todas eran arte, en tanto que todas se amparaban en el seguimiento a sus respectivas reglas. El arte tenía que ver con un sistema de métodos regulares para fabricar o hacer algo, y eso estaba a la base de la fabricación de una silla, o de la de una estatua.
Si el arte tenía que ver con la fabricación de objetos según ciertos métodos sujetos a reglas, se comprende que el arte tuviera un fuerte carácter racional por definición, en tanto que implicaba un conocimiento. Para Aristóteles, por ejemplo, como explica Tatarkiewicz, el arte tenía que ver con la ‘permanente disposición a producir cosas de modo racional’. Las ciencias también pertenecían, pues, al reino del arte: disciplinas como la aritmética o la geometría eran áreas de conocimiento sometidas a reglas racionales, y que podían aplicarse a la hechura o fabricación de cosas.
«¿Qué puede hacer el artista ante un cosmos así: formal, sublime, glorioso? Dada esta interpretación de la realidad, la cultura consiste fundamentalmente en celebrar con himnos una perfección ya dada y en reiterarla. El artista carece de incentivos para inventar o esforzarse para demostrar originalidad o creatividad. En la Antigüedad lo nuevo, ídolo de la modernidad, es siempre mirado con sospecha, porque representa un peligroso desvío del paradigma invariable, una anomalía probablemente viciada de alguna afección monstruosa. Como el mundo ya está acabado y, en el sentir general, contiene un modelo de perfección, su imitación constituye la más alta posibilidad humana», comenta Gomá en Universal concreto. El artista medieval (o antiguo) estaba situado de modo muy diferente al actual: hoy en día el artista se sitúa ante una realidad que no acaba de comprender, o que no puede hacerlo porque, en el fondo, carece de significado; sin embargo, para el artista clásico el universo tenía un significado como manifestación de la sabiduría y de la bondad que lo creó, por lo que no había la necesidad de 'decir más', todo lo cual seguramente fuera en contra de sus propios intereses: su única preocupación era responder adecuadamente, ya que de por sí el universo era perfecto. El artista clásico no era creador en el sentido actual, porque no tenía necesidad de serlo; más bien asumía los motivos de siempre para perfeccionarlos cada vez más. En no pocas ocasiones sus obras, también en la literatura, eran confeccionadas al modo de las catedrales, en las que el trabajo de distintas generaciones y épocas se encuentran entremezcladas, produciendo un resultado admirable. Sería un error pensar que la historia de Arturo le corresponde a un único autor; fue el trabajo de muchos que se debían a ella, lo cual poco éxito podría haber tenido si cada uno de ellos hubiera estado pendiente de ejercer su propia creatividad. El autor clásico huía de la originalidad; es más, lejos de fingirla (como haría un plagiario actual), podía llegar a esconderla, porque su objetivo no era expresar su propia originalidad, sino el de transmitir una historia del modo más digno posible, algo que no se debe tanto a su genio o capacidad poética como al propio tema. La preocupación del artista clásico era expresar los temas importantes del modo más apropiado posible; esa renuncia a la propia originalidad es la que revela su auténtica originalidad, en virtud de la cual ‘estaba obligado’ a ver y a oír un poco más de lo que hasta ese momento le había llegado, sintiéndose siempre en deuda con los anteriores a él.
Se estableció así una diferencia entre las distintas artes, según el tipo de esfuerzo que hiciera falta durante el proceso de producción: unas más mental, otras más físico, lo cual estaba relacionado con las clases sociales griegas. Fueron respectivamente las artes liberales (liberadas del esfuerzo físico) y las vulgares. Las primeras eran mucho más valoradas que las segundas. Pero no nos engañemos: no pensemos que todas las ‘bellas artes’ eran liberales; la escultura, o la pintura, por ejemplo, eran artes vulgares, no liberales. En este sentido, la techné para nada era despreciable, todo lo contrario: las cosas útiles eran superiores a la escultura o a la pintura, debiendo ésta su razón de ser a aquéllas. El ‘artista’ era en este sentido humilde; muy bien se podía sentir orgulloso de su pericia para hacer estatuas o frescos, pero nada que ver con lo que reclamaban para sí los artistas del Renacimiento o del Romanticismo.
La idea de arte como destreza, o como ‘hábito de la razón práctica’, perduró durante la Edad Media, en la que la dimensión racional seguía siendo relevante. Así Tomás de Aquino, para quien el arte era ‘el recto ordenamiento de la razón’, o Duns Escoto, para quien el arte era ‘la recta idea de aquello que ha de producirse’ o como ‘la habilidad de producir basándose en principios verdaderos’, explica el historiador de arte. El medieval, igual que el clásico, entendía el arte como una producción regida por el conocimiento de reglas y reglamentos. Lo que no hay que interpretar como un impedimento a la libertad artística, como habitualmente se cree, sino el cauce para guiar la creatividad, que es distinto. Esto es algo que C.S. Lewis explica muy bien en La imagen descartada, cuando afirma que las artes no sólo tenían que ver con los asuntos humanos, que también, sino además con el conocimiento y la representación que se tenía de la naturaleza y del cosmos. Por ejemplo, en el palacio del Dux los planetas miran hacia abajo desde sus capiteles como expresión de la influencia que ejercen sobre los mortales; o en la cúpula del altar de la antigua sacristía de San Lorenzo de Florencia estaban dibujadas unas constelaciones que para nada eran mera ornamentación, sino que se correspondían con las reales que se dieron el 9 de julio de 1422, fecha de consagración del altar; o en el palacio Farnesina, que se hizo lo propio con el día de nacimiento de Chigi, para quien se construyó. «(…) Muchas pinturas renacentistas, que en un tiempo se consideraron simplemente fantásticas, están cargadas, y casi abarrotadas, de cuestiones filosóficas». Y esto no por obligación, sino porque todo ello formaba parte de su cosmovisión.
La división entre las artes liberales y las mecánicas (modo en que pasó a denominarse a las vulgares) se mantuvo, entendiéndose directamente como ars a las artes liberales, las racionales, y que para ellos fueron gramática, retórica, lógica, geometría, aritmética, música y astronomía. Estas eran las disciplinas que se enseñaban en las Universidades, en la Facultad de Artes, englobadas en los famosos trivium —las tres primeras, referidas al lenguaje y a la argumentación; como explica C.S. Lewis, «después de haber aprendido a hablar en la gramática, debemos aprender a hablar con sentido, a argumentar, a aprobar y desaprobar»— y quadrivium —las cuatro últimas, referidas al cálculo—. Si nos fijamos, entre las artes liberales ya aparecía la música, ya que en ella se descubrieron prontamente las reglas que le subyacían (algo que ya comenzó con los pitagóricos). Con la poesía la cosa era distinta, ya que ella sí que no aparecía en ninguna clasificación, ni siquiera en las clasificaciones más importantes de las artes mecánicas.
Se trató de mantener un esquema análogo al de las artes liberales para las mecánicas, reduciéndolas también a siete, algo que no fue sencillo, dado el gran número existente de artes de esta índole. Hubo varias propuestas, siendo quizá la más afortunada (con permiso de la de Hugo de San Víctor) la de Radulf de Campo Lungo, en el siglo XII. Él distinguió las siguientes artes mecánicas: victuaria, referida a la alimentación; lanificaria, a la vestimenta; arquitectura, para dar cobijo; suffragatoria, para los medios de transporte; medicinaria, para las enfermedades; negotiatoria, para el comercio; y militaría, para defenderse del enemigo.
Como vemos, en ninguna de ambas listas medievales aparecen claramente identificadas nuestras bellas artes, sino que aparecen entremezcladas (las que aparecen). La arquitectura era mecánica, y había otras que no estaban, como la escultura y la pintura: tal era la importancia que tenían entonces. Ciertamente se consideraban como artes mecánicas, pero, para ser fieles a la estructura de la clasificación, escogieron las siete más importantes, sobre todo en términos de utilidad. Este es el esquema que se recibió en el Renacimiento, siendo necesario una serie de procesos para que, poco a poco, el concepto de arte se fuera adecuando al contemporáneo.