Distinguíamos en otro post entre dos tipos de conocimiento: el primero de ellos se puede denominarlo natural, vital… o instrumental, porque su principal rasgo es que es útil para la vida. Incluso los animales dotados ya de cierta sensibilidad poseen un conocimiento de su entorno, más o menos elaborado, el cual sirve para poder orientarse en él. Se suele decir que los animales lo poseen básicamente por instinto, aunque esta afirmación me suscita cierta inquietud; lo digo en el sentido de que, ciertamente, creo que los animales tienen instintos, pero no sé si a veces se emplea con demasiada facilidad este término para designar nuestro desconocimiento de todos esos procesos que poseen ‘de fábrica’. En cualquier caso, los animales conocen su entorno, se pueden orientar en él, y saben relacionarse con él adecuadamente en función de sus necesidades (supervivencia, alimentación, apareamiento…).
Este tipo de conocimiento instrumental también es relevante en nuestro caso; es más, quizá sea el tipo de conocimiento más común; aunque eso sí: se extiende también a distintas áreas de la vida específicamente humana que no compartimos necesariamente con la de los animales (laborales, de ocio, relaciones personales…). Por lo general, nuestras facultades están dirigidas hacia un desenvolvimiento puramente pragmático de la vida, lo cual es perfectamente legítimo y natural. Pero también es cierto que el ser humano puede no quedarse ahí, sino que perfectamente puede ir más allá de ese dato sensible y de su aplicación inmediata: puede proyectar, conceptuar, imaginar, crear… acciones que si bien no son totalmente ajenas al mundo animal, sí que es cierto —a mi modo de ver— que en nosotros poseen una riqueza y una profundidad que no es comparable. Ello propicia un tipo de conocimiento diverso, el conocimiento teorético, el cual va más allá del instrumental. Pero este conocimiento teorético precisa del instrumental, como subsuelo sobre el cual poder darse. El conocimiento instrumental, más vital, proporciona una especie de saber pre-teorético, como una especie de subsuelo sobre el cual se ‘monta’ el teorético, tomando ya cierta distancia de la inmediatez y pragmaticidad del primero. Siguiendo a Hartmann, no es legítimo plantearse un conocimiento teorético, crítico, si no es contando como subsuelo al natural o instrumental.
Si bien con ello aumenta exponencialmente las posibilidades
de conocimiento humano, también es cierto que lo hace más frágil, en el sentido
de que es más fácil equivocarse. El conocimiento instrumental tiene menos
margen de error —en general— lo cual es comprensible. Este tipo de conocimiento
posee una finalidad pragmática, dirigido a poder desplegar nuestras vidas y, en
este sentido, cualquier tipo de error aflorará rápidamente porque la realidad
de las cosas se encargará de ‘hacérnoslo saber’. Si este tipo de conocimiento
nos ayuda a orientarnos y a adaptarnos en nuestro entorno, ese mismo entorno
nos avisará de cualquier error en nuestra orientación o adaptación al mismo. Y
aprendemos rápido: nuestra supervivencia (biológica o social, podríamos decir)
está en juego. La realidad es como es, y tenemos que contar con ella tal y como
es; nuestro entorno posee una consistencia ajena a nuestras inquietudes y
nuestros intereses, y se nos impone muy a nuestro pesar. No es una realidad
dócil a nuestra manipulación, como puedan serlo nuestros mundos imaginados. No
se adapta a nosotros, antes bien, hemos de adaptarnos nosotros a ella, y
nuestra actividad creadora se ha de adaptar a su modo de ser. En caso
contrario, sencillamente, no sobreviviremos.
En el conocimiento instrumental adquiere plena justificación
un concepto de verdad que nos es familiar: la verdad como adecuación. Hoy en día no está muy reconocida, crítica que
seguramente esté justificada. Pero el caso es que, cuando predominaba en el ser
humano esta actitud natural ante el mundo, era perfectamente legítima.
Y no sólo es que fuera perfectamente legítima, sino que no podía ser de otra manera, tenía que ser así. Tampoco debemos pensar que los pensadores clásicos no se hacían eco de la dificultad de conocer, claro que se lo hacían; eran conscientes de lo fácil que es engañarnos con nuestros sentidos, con nuestros prejuicios, con nuestras precipitaciones, etc.; pero sí que es cierto que subyacía en ellos una confianza radical en que, superando todas las dificultades, era posible conocer la realidad en sí misma (¿no ocurre algo así hoy en día en el común de los mortales?). Es más: ése y no otro era el objetivo del conocimiento, hacer crecer nuestro conocimiento y perfeccionarlo hasta llegar al conocimiento de las cosas. De lo que se trataba era de que, lo que nosotros pensamos de la realidad, fuera lo más coincidente posible con ella. El error, consecuentemente, era la ausencia de dicha coincidencia, cuando un pensamiento ya no se ajustaba a la realidad.
Ante esta actitud natural, vital, cotidiana, en la que predomina este tipo de conocimiento que hemos denominado instrumental, no cabe la posibilidad de plantear un problema crítico, en el sentido en que hoy lo entendemos. Las dudas sobre el conocimiento estaban relacionadas con la perfección del conocimiento, pero no con su consistencia como tal conocimiento, con sus posibilidades y alcance. Podemos preguntarnos cómo y por qué se dio ese tránsito en el ser humano; quiero decir: ¿por qué, en un momento dado, el conocimiento humano pasó de un conocimiento instrumental pragmáticamente aplicado a su vida, a un conocimiento teorético que difícilmente podía tener esa aplicación? Creo que este tránsito está muy bien explicado en el curso que impartió Ortega y Gasset publicado bajo el título de ¿Qué es la filosofía?
A donde quería llegar es a que, con este tipo de
conocimiento teorético ya no es tan sencillo dar con la verdad (o con el error);
es un tipo de conocimiento en el cual ya no son válidas esas certezas
espontáneas típicas del conocimiento vital. Es más: el conocimiento teorético
presupone como posibles errores las verdades de la actitud vital, idea que sin
duda nos recuerda a Descartes. En la actitud vital hay una serie de verdades
indubitables, muchas de ellas espontáneas, es decir, adquiridas sin hacernos
debida cuestión de ellas: las asumimos porque nos son útiles en el sentido más
amplio del término, y funcionamos con ellas. Y es sobre este subsuelo que se
superpone el conocimiento teorético, el conocimiento filosófico, en el cual se
ponen en juego otros rasgos que nos caracterizan, más allá de los estrictamente
pragmáticos. Su ausencia de carácter pragmático no quiere decir que no sea útil
para el ser humano. Ahora bien, esa utilidad nunca la encontraremos en lo
pragmático, en su aplicación instrumental; quizá se hagan actuales dimensiones
del ser humano que, no por no ser pragmáticas, dejan de ser humanas, todo lo
contrario: quizá sean las más específicamente humanas.
Quisiera acabar insistiendo en que este conocimiento crítico, filosófico, no se alimenta de una realidad primara que sólo fuera accesible para él, que sólo le fuera dada de modo inmediato al filósofo; más bien, como afirma Ferrater Mora y en la línea que estoy diciendo, el filósofo «parte de experiencias comunes, cognoscitivas o no, y de lenguajes corrientes»; lo que ocurre es que, para el filósofo, estas experiencias comunes y corrientes no son suficientes: pueden ser la primera palabra, pero no la última.