Hablaba en este post de dos ideas que quería considerar. Una
tenía que ver con la complejidad de usar los mismos conceptos en distintos
ámbitos, y lo analizaba en este otro post hablando del sentido común, cuyo
significado es bien distinto en el ámbito de la vida cotidiana (y aun de la
ciencia) y en el filosófico. Me quedaba pendiente una segunda consideración, a
saber, la referente a la gran valoración que se da hoy en día al conocimiento científico,
incluso extralimitándose en su aplicabilidad; no se trata de cuestionar su
valor a la ciencia (creo que no tendría sentido hacerlo), sino su endiosamiento
por no pocos proselitistas, intentando cubrir con ella ámbitos que difícilmente
caben bajo su seno.
En esta argumentación me viene a la cabeza Arthur Schopenhauer, aunque soy consciente de que de ella se han hecho eco otros muchos autores (como, por ejemplo, Paul Feyerabend, mucho más actual y afín a la filosofía de la ciencia). Schopenhauer nos invita a pensar hasta qué punto es legítimo reducir el mundo al marco desde el cual cobra sentido el quehacer científico, de modo que todo lo que no quepa en ese marco, quede fuera; y ello porque la ciencia es ajena ‘en principio’ a toda esa carga de sentido que lleva aparejada la vida cotidiana y el pensar filosófico, gracias a su metodología específica. Pero el caso es que, si se reflexiona ya no sobre sus resultados, sino sobre su metodología, cabe plantearse el alcance de dichos resultados, llegando fácilmente a la conclusión de que su alcance es ciertamente limitado. Digamos que la ciencia sólo puede analizar esa porción de la realidad que es analizable científicamente, lo cual no quiere decir que toda la realidad lo sea (analizable científicamente). El problema que surge de modo inmediato, y que aquí no puedo tratar (y que tiene que ver con el auge y desarrollo de las denominadas ‘ciencias del espíritu’ desde finales del siglo XIX), es cómo tratar todo ese ámbito de la realidad que no es analizable científicamente; porque, si efectivamente pensamos que desde el enfoque mecanicista podemos decir todo de la vida quedaremos defraudados, ya que nunca podrá dar respuesta a todos sus interrogantes. Todo ello, independientemente de que una cosa es afirmar que la visión mecanicista de la vida es insuficiente (lo cual, a mi modo de ver, es cierto), y otra mostrar otra metodología que la sustituya de un modo fehaciente. No son pocos los pensadores, como digo, que han reflexionado sobre ello.
Todo esto que digo tiene una consecuencia directa
incluso en el modo de hacerse la ciencia, porque en toda metodología científica
hay incluso momentos de ‘arbitrariedad’: «ninguna definición del método
científico será exacta si no implica el reconocimiento de una sucesión evolutiva,
en la cual nuevas características van pasando, unas tras otras, al primer
plano», dice Hogben. Basta que nos acerquemos a cualquier hecho histórico de la
ciencia para poder hacernos eco de ello. Tenemos la sensación de que la ciencia
se construye a partir de los hechos observables, creando teorías al hilo de
éstos, etc. Pero no es tan sencillo. Porque la ciencia no consiste en conseguir
información, en conseguir datos, aunque éstos se encuentren debidamente
acreditados por agentes externos, sino que deben ser elaborados y clasificados
de un determinado modo el cual no se encuentra previamente en esos mismos
datos; y será esta elaboración la que nos permita generar conocimiento que
trascienda el alcance de esos datos originales. Y, es más, esta elaboración
posterior se encuentra a la vez en el trasfondo de la misma recogida de datos,
a la luz de la cual se observa la naturaleza, se realiza la experimentación. Y
esto para nada es un proceso mecánico, estrictamente metodológico. Por lo
general, es preciso hacer esta elaboración diversas veces, hasta que se va
dando con una que, con cierta garantía, ofrece un criterio de validez. Nos
encontramos aquí con el conocimiento científico en su génesis, lejos todavía de
alcanzar su madurez; y se pone aquí de manifiesto una dimensión del espíritu
científico que quizá sea el que menos tiene que ver con el carácter científico
propiamente hablando, y el que dependa más de todo ese bagaje extra-científico
del individuo.
Nos dice el gran filósofo romántico en El arte de poder no tener razón, «¿qué
nos está permitido esperar como individuos y como Humanidad cuando la ciencia
domina la naturaleza en unas proporciones insospechadas y regula la
administración de la vida en común sometiéndonos a un continuo deslumbramiento
que es a la vez ofuscación?». Seducidos por los avances científicos, que son
muchos y muy loables, pensamos que el mundo ‘verdadero’ es el de la ciencia, y
que los demás mundos son poco menos que cuentos de viejas, o meras ensoñaciones
poéticas.
No está de más recordar que no hace mucho la misma
filosofía se vio contaminada por esta visión reduccionista de su mismo quehacer
filosófico, de la mano de la filosofía analítica del lenguaje, y su deriva
neopositivista, etc., llegando a entender al sujeto no como un individuo
existente, sino como un ente lógico, concepto límite del mundo (primer
Wittgenstein). Sin embargo, es más que discutible que el ejercicio
científico sea tan puramente científico como se piensa, problema con el que se
encontró el mismo Wittgenstein con los denominados enunciados de creencia, enunciados del tipo ‘S piensa que p’, ‘S
cree que p’, etc. Su solución pasó —como digo— por una naturalización del
sujeto, pero este problema podía haber tenido una solución muy diferente, que
es la de una hermeneutización del
sentido: el sentido de las proposiciones ya no habría que buscarlo en su
estructura lógica, como en su comprensión. Y es que, todo ejercicio científico,
a la postre, se da en el seno de unos mismos paradigmas de historicidad y
circularidad similar al que rige nuestras propias vidas, y que no están
capacitadas para rebasar. Cuando un hermeneuta escucha decir a un científico
que su ejercicio como tal está libre de todo tipo de ‘contaminación’, no puede
sino mirarlo con cierta duda; no por nada, sino porque ese tipo de ejercicio,
sea en el ámbito en que sea, es imposible en tanto que humano. Y lo más grave
no es contar con ese marco ‘contaminado’, sino el no ser conscientes de ello,
porque es entonces cuando uno está más a su merced, como decía Gadamer.
Con esto que digo no trato de desmerecer a la ciencia, sino de situarla en un punto a mi juicio más equilibrado, con la pretensión de dotar de cierta unidad y universalidad al conocimiento humano desde la cual valorarla y hacer por conocerla (desde la filosofía). Uno no puede hacer ciencia pura, no puede ejercer hechos puros, dado que toda acción humana se sitúa en un mundo de sentido, con todo lo que conlleva de significaciones, conceptos, mentalidades… «La estructura teleológica y básica del mundo de la vida es el suelo histórico y práctico en el que adquieren significación y referencia los conocimientos científicos», dice Schopenhauer. La ciencia limita su capacidad a ámbitos concretos determinados por su objetivo y su metodología, olvidando la tensión que se puede dar entre el método empleado y la verdad a conseguir.
Quizá la ciencia haya olvidado su origen, enmarcado en una estructura histórico-práctica, sociológica, cultural. Ha olvidado su propia pertenencia a una sociedad histórica en la que se sitúa y en la que alcanza su verdadero sentido. La verdad científica pretende sustraerse de las huellas de la finitud y de lo concreto, lo que supondría un olvido de los aspectos vitales del científico y de la básica naturaleza del conocimiento científico. La ciencia se sitúa en un subsuelo previamente establecido y en el que nace y desde el que se ejerce: son su condición de posibilidad. Claro que la ciencia es autónoma, pero no con una autonomía absoluta sino condicionada.
Cosa distinta es que la filosofía pueda dar solución a los problemas que la ciencia no puede, para lo cual será necesario descubrir los propios límites de la metodología filosófica, no dando por supuesto aquello que trata de demostrar, para lo cual tendrá que poner al descubierto sus prejuicios y sus creencias.
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