Todo este proceso tiene, para Gadamer, una repercusión no sólo en nuestra dimensión estética sino sobre todo en nuestra dimensión vital: dicha metamorfosis supone un enriquecimiento óntico por nuestra parte. Un enriquecimiento óntico que, como digo, no se ve reducido a la experiencia estética puntual, sino que, gracias a la dimensión impura de lo representado, puede ser trasladado a nuestras categorías vitales según las cuales nos relacionamos con la realidad y con las personas, con nuestro mundo. Ésa es una de las grandes lecciones que podemos aprender del arte. Si no experimentamos una metamorfosis en nuestras categorías cotidianas de la vida, no podremos extraer toda la dimensión ontológica que subyace tras la obra artística la cual, a modo de punta de un iceberg, manifiesta y anuncia todo un ámbito del ser que se escapa a una aprehensión demasiado rápida o superficial, porque permanece velada para aquél que no se implica verdadera y honestamente en la dinámica estética. Podemos estar rodeados de objetos artísticos, y no haber rozado ni siquiera de cerca toda la carga de profundidad que poseen. Si traigo a colación esta reflexión es porque no he podido encontrar una reflexión que se acercara más certeramente a la obra de Antonio Camaró. Y es que en su obra se cumple de modo palmario —a mi modo de ver— la transformación en construcción gadameriana. Si algún artista apunta a que se dé en el espectador esa metamorfosis trascendental, que nos habilita estéticamente y, fundamentalmente, vitalmente, existencialmente, éticamente, es sin duda Camaró
Que este proyecto se denomine así no es extraño, más cuando su obra en general sólo se puede leer si se une lo estético con lo ético: es capaz de representar los más profundos abismos del hombre, así como sus más excelsos paraísos. Tiene Antonio —por este motivo— algo de vidente, de soñador, de creador… pues es capaz de generar con su obra una atmósfera en la que el espectador se siente absorbido, y de la que difícilmente puede escapar, de la que difícilmente pueda salir indiferente.
La obra de Antonio es como un faro en una noche que cada vez es menos oscura, pues se encuentra iluminada con la misma luz que encontramos en sus cuadros. Invita a descubrir al otro, y descubriéndolo a redescubrirnos a nosotros mismos y a nuestro entorno. No de un modo puro, sino en la significatividad de narraciones biográficas que se entretejen en una trama conformando el tejido humano. Ello no es algo primariamente explícito: es preciso transitar el trayecto, cada uno debe recorrer su camino en el que encontramos las mismas etapas que Dante nos describió en su Divina comedia, a saber: la sombra, la tierra y el cielo. Si el hombre ético es el que se conoce a sí mismo, este conocimiento es «la mayor aventura que podamos recorrer» la cual, una vez recorrida, nos ayuda a superar las diferencias superficiales para alcanzar las esencias que nos unen, y posibilitar así relaciones de amor entre seres entre los que las diferencias se minimizan.
La obra de Camaró nos invita a superar rupturas y cicatrices, resistencias y egoísmos… para llevarnos al lugar donde la imaginación y la realidad se alían en la proclamación de un mundo posible, poblado por los que han sabido dejar atrás su viejo modo de ser, anunciando una nueva ética.
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