En una reserva natural, había un grupo de cuidadores que estaba intentando hacerse con un gorila para darle un tratamiento. Pero el gorila no se dejaba: estaba nervioso y asustado, y cada vez había más gente alrededor intentando reducirle. La escena era dantesca y fascinante a la vez: estaba el gorila cubierto con una gran red, enfurecido y espantado, bramando y mirando encolerizado a su alrededor, blandiendo sus puños y abriendo su gran boca de la que salían unos sonidos estremecedores. Las personas no sabían ya qué hacer, pues estaban tan asustados como él. Al poco, llegó una persona del equipo, y al observar la escena un pensamiento fugaz le cruzó la mente. Había dos modos de hacerse con el gorila: bien a base de más redes y más fuerza, pues a cuanta mayor resistencia que ofreciera el animal (que iba en aumento, junto con su agresividad, a causa de la situación misma que se estaba creando), mayor fuerza de control, mayor fuerza de placaje sería precisa; o bien intentando serenar la situación, para que el propio gorila se fuera tranquilizando poco a poco, de modo que al final ya no hiciera falta ni tanta fuerza ni tantas redes. Poco a poco fue tranquilizando a sus compañeros, y finalmente el gorila se tranquilizó también.
Estos días he leído un par de entradas en Google+ de dos amigos virtuales, relacionadas con ese yo interno que parece que todos llevamos dentro, esa especie de yo ‘no consciente’ que no conocemos pero que de alguna manera dirige nuestras vidas, a pesar nuestro. Al leer esas dos entradas y, sin venir a cuento, me vino a la cabeza esta escena de una vieja película que recuerdo haber visto de pequeño, cuando todavía se hacían las películas en blanco y negro. No sé por qué, ese yo profundo, ese gran desconocido que todos llevamos dentro se me antojó como el gorila de la escena. Es un yo o, mejor dicho, una dimensión de nuestro yo, que no controlamos, que está ahí sin saber muy bien cómo, y que en distintas situaciones despierta generando situaciones de las que, con frecuencia, no nos sentimos satisfechos.
No solemos atender conscientemente a esa dimensión profunda
de nuestro yo; por el contrario, vivimos velándola, relegándola a un segundo
plano para que no interfiera en nuestras actividades cotidianas de la vida.
Tirando del hilo, se me ocurrió identificar esas actividades cotidianas como
las redes y las personas de la escena: usualmente, prescindimos de nuestro yo
oculto ocupados y ¿entretenidos? con nuestro yo cotidiano, de modo que nuestra
actividad cotidiana, en definitiva, maniata a nuestro yo profundo. Cuanto más
rebelde y agresivo es, más nerviosos y activos estamos.
El caso es que ese yo interno al que no solemos prestar atención efectivamente está ahí, un yo que ha crecido seguramente sin darnos cuenta, por motivo de nuestras experiencias pasadas, de la influencia de nuestro entorno, de nuestras propias decisiones… un yo creado a base de los correlatos emocionales y cognitivos que, las circunstancias de nuestras vidas, han ido dejando huella en nuestros circuitos neuronales, circunstancias tanto ajenas como propias. Somos hijos de nuestro entorno y de nuestras acciones en ese entorno. ¿Y por qué no solemos atender a ese yo profundo? A mi modo de ver, no por nada en particular, sino básicamente porque no hemos sido educados para hacerlo: porque no sabemos. Si nos fijamos, nuestra educación, nuestro modo de vivir, ha solido ir más en la línea del hacer: hacer cosas, actividades, proyectos, sueños, ilusiones… todo lo cual implica un apuntar hacia afuera, un atender lo externo. Nuestras vidas son vidas activas, en las que mediante nuestros actos intentamos llevarla a buen puerto, controlando las cosas para sentirnos más seguros, para llegar a fin de mes (lo que no es poco). Evidentemente esto no es malo, todo lo contrario; lo malo —a mi juicio— ocurre no cuando atendemos a lo externo, sino cuando únicamente atendemos lo externo, olvidándonos de esta dimensión interna.
Por suerte o por desgracia, eso suele ser lo común. Vivimos en el mundo del hacer, de las cosas, de los pensamientos y de las palabras, todo lo cual a menudo se erige en un impedimento para acceder a nuestro yo interno, ya que para hacerlo es preciso cambiar las categorías según las cuales nos relacionamos con lo externo. Y, en esta situación, se produce esa distancia entre nuestro yo interno y nuestro yo externo (o yo mental). Y, como digo, nuestro yo mental recubre a nuestro yo interno, no pocas veces enfurecido y agraviado por experiencias ingratas a causa de la dureza de la vida, mediante esa trama enmarañada de ‘haceres’ y de ‘pensares’. Aunque no necesariamente debe ser un yo agresivo; quizá las más de las veces sea un yo meramente enojado, o incomprendido, o desconocido. Pero sí que es cierto que se produce ahí como una ruptura, una desavenencia que se traduce en cómo vivimos nuestras vidas, acallando al yo interior, con redes cada vez más tupidas e intensas, con cuerdas cada vez más gruesas, para vivir sin escucharlo, sin escuchar nuestra esencia profunda, cuando quizá lo más razonable, como el protagonista de la película, fuera intentar minimizar las redes para que paulatinamente el ‘gorila’ se fuera serenando, posibilitando así una armonía de lo más profundo de nuestro ser, con lo más externo.
Alguien podría decir que sí atiende su intimidad, que sí que
piensa en sí mismo, etc. Pero no estoy tan seguro. Es una tarea nada sencilla,
porque estamos habituados a tratar a nuestro yo interior como tratamos a
cualquier cosa externa: desde fuera, objetivándolo… pensándolo, diciéndolo… cuando
no es ese el proceso. No podemos atenderlo ni mediante palabras, ni actuando
sobre él… ¿cómo entonces? No en vano dice san Juan de la Cruz que de lo que se
trata es de un ‘hacerse pasivo’, sin especificar actos, ni pensamientos, ni
afectos… Pero, ¿cómo podemos hacer algo, sin hacer nada? ¿En qué consiste
exactamente ese hacerse pasivamente? ¿Cómo podemos no hacer actos, no pensar,
no sentir? Pues ‘anihilándonos’, es decir, ‘aniquilando’ todo lo mental que
haya en nuestra conciencia:
«Porque se requiere el espíritu tan libre y anihilado acerca
de todo, que cualquier cosa de pensamiento o discurso o gusto a que entonces el
alma se quiera arrimar la impediría, desquietaría y haría ruido en el profundo
silencio que conviene que haya en el alma, según el sentido y el espíritu para
tan profunda y delicada audición».
Quizá así, nuestro gorila
interior no bramaría, ni nosotros tendríamos que estar acallándolo
continuamente con más y más haceres y pensares sino que, sencillamente, las dos
dimensiones de nuestro yo, la interna y la externa, vivirían en armonía. Otra
cosa es cómo se consiga esto: ¿será posible?
Estoy de acuerdo... Pero es tan dificil
ResponderEliminar