22 de julio de 2025

Los orígenes del planteamiento lingüístico de von Humboldt

El tránsito del siglo XVIII al XIX fue una época muy importante en lo que a la historia de la lingüística se refiere, época en la que sufrió un giro importante: los trabajos histórico-comparativos de Bopp, Grimm y los hermanos Schlegel supusieron una importante innovación metodológica, pero no sería justo entender a Wilhelm von Humboldt (1767-1835) como una mera continuación de esta tradición, pues ello minimizaría toda la carga de novedad que aportó, además de que daría pie a una reducida comprensión de su teoría lingüística. El trabajo de estos autores se daba en un contexto en el que predominaba un enfoque comparativista entre las distintas lenguas. Las publicaciones iniciales de Humboldt, que databan de esta época, tuvieron un escaso eco en este marco. Tan sólo mereció un poco más de atención el discurso que realizó ante la Academia Prusiana de las Ciencias en 1820, publicado en 1822 con el título El origen de las formas gramaticales y su influencia sobre el desarrollo de las ideas, explica Galán. Ciertamente se trataba de una época en la que la dimensión científica era muy importante, de modo que los lingüistas se ceñían a su propio método, siendo sus resultados modelos de compatibilidad entre la ciencia y la lingüística. Pues bien, si por algo destacó el trabajo de Humboldt fue por salirse de este guión, introduciendo una serie de categorías (forma interna, visión del mundo, enérgeia, etc.) que son conceptos clave de la lingüística actual. Paradojas de la vida, la influencia lingüística de Humboldt es más amplia en el siglo XX que en el suyo, en el XIX. O quizá no sea tal paradoja, porque suele ser una ley de la historia que los auténticos maestros no sean comprendidos en su época.
  
El cambio de clave que estableció Humboldt se articula en torno a dos ámbitos: el estético y el antropológico; comprendido esto, a mi modo de ver se clarifica bastante toda su novedad. Fue Humboldt un autor preocupado por los literatos y los maestros de la palabra; en concreto, estudió a fondo a Goethe y a Schiller. ¿Cuál fue su principal preocupación? Pues no fue otra que comprender de qué modo lo bello podía caber (o no) en un marco conceptual; es decir, si lo bello se podía expresar mediante conceptos. A poco que uno lo piense, se da cuenta de que no se trata de un asunto baladí ni mucho menos, ni fácil de resolver. ¿Se puede decir lo inefable? Aparece aquí el problema de la representación de lo sensible mediante conceptos, dejando entrever lo que será una de las principales funciones del lenguaje, porque el lenguaje no es sino «la facultad de producir el pensamiento interior, las sensaciones y los objetos externos mediante un medio que es al mismo tiempo obra del hombre y expresión del mundo; o, más bien, es la facultad de tomar consciencia de sí mismo escindiéndose en dos», dice en una carta a Schiller. El lenguaje no es sino un medio que, si bien es humano, no es sólo humano; que, si bien pertenece al mundo, no es solo del mundo; sino que pertenece a ambos, es un puente tendido entre esos dos espacios.

En referencia al segundo ámbito, el antropológico, aparece dibujado principalmente en la Teoría de la formación del hombre; digo ‘dibujado’ a conciencia, ya que se trata del esbozo de una futura obra que nunca llegó a escribir. Lo que viene a defender aquí es que, pese a la diversidad de hombres, de razas y de culturas, todos ellos convergen hacia una unidad ideal de lo humano. Esa unidad ideal de convergencia la argumentó en torno al concepto de forma interior (que, si en este contexto tenía que ver con el carácter de las personas, cuando fue extrapolada al lenguaje la denominaría ‘forma del lenguaje’). Esta forma interior estaba caracterizada por un momento dinámico, impeliendo a los individuos a desarrollarse convergiendo hacia la unidad expresada por el ideal humano, expresión de la máxima perfección a la que podría llegar una persona. Ciertamente, no había ningún hombre perfecto, lo que no era óbice para la existencia de dicha idea de perfección, la cual era definida precisamente contrastando todas las individuales existentes y en tensión con ellas, confrontando lo distintivo de cada ser particular. Con este concepto hay un cambio de clave que conviene destacar, como es que lo diferente, lo distinto, no es entendido negativamente en tanto que nos separa de lo perfecto e ideal, sino que es condición necesaria precisamente para tender hacia ello, hacia la unidad mediante la interacción. Este proceso dinámico hacia la perfección no es otra cosa que bildung, palabra conocida en la filosofía contemporánea, que viene a significar educación, culturización, formación, todo ello en el sentido de que contribuye a la elevación de cada persona hacia el ideal. Proceso en el cual el lenguaje (como instancia socializadora) jugará un papel fundamental.

Como se puede apreciar, inicialmente los intereses de Humboldt no eran estrictamente lingüísticos. Si se desplazó hacia ahí, fue porque veía en el lenguaje un punto de conexión fundamental entre las problemáticas que le preocupaban de modo fundamental. Del ámbito estético extrajo la cuestión de cómo el lenguaje, efectivamente, es capaz de decir el mundo; del ámbito antropológico, la problemática asociada a la diversidad empírica de lenguas ante la universal capacidad lingüística del ser humano.

15 de julio de 2025

Paradojas al tratar de adaptar el significado lógico con el semántico

Veíamos cómo el valor lógico de las proposiciones en las que la primera premisa es falsa siempre es verdadero, algo que iba en contra de nuestro ‘sentido común’. Para comprender bien lo que sigue, aconsejaría refrescar lo que ya vimos en su día. Apliquemos ahora ese sentido común, en virtud del cual las dos últimas proposiciones no tienen sentido que sean verdaderas, sino que parece razonable pensar que son falsas dado que no se han cumplido nuestras expectativas. Si nuestro interés está en ver qué ocurre con los ratones cuando hay gatos, pero resulta que no hay gatos, la proposición C se cae por su propio peso, no tiene sentido: entonces la tomamos como falsa. La cosa quedaría entonces como se observa en la cuarta columna (la tercera es el valor propio de la lógica):

A

B

AB

 

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

F

F

F

V

F


Si nos damos cuenta, esta cuarta columna es el resultado del operador lógico ‘conjunción’, también representado por ‘y’, o ‘and’. La tabla de verdad de este operador nos dice que es verdadera únicamente aquella posibilidad en la que ambas proposiciones iniciales son verdaderas:

A

B

A→B

AyB

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

F

F

F

V

F


En este caso, la proposición ‘si hay gatos, no hay ratones’, sería equivalente a la proposición ‘hay gatos y no hay ratones’, nada que ver con nuestra idea inicial. Nuestro sentido común nos ha jugado una mala pasada.

Pensemos en otra opción. Podría ocurrir que, de las dos últimas posibilidades en las que la proposición A era falsa, sólo fuera falsa una de ellas, siendo la otra verdadera. Por ejemplo, que sea verdadera la tercera, y la cuarta la dejamos como falsa. En este caso, la tabla de verdad quedaría así:

A

B

A→B

 

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

V

F

F

V

F


Si nos fijamos, ahora los valores de verdad resultante coinciden con los de B, con lo cual sería el operador identidad:

A

B

A→B

B

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

V

F

F

V

F


O sea, que, en el fondo, nos daría igual lo que ocurriera con A, pues ocurra lo que ocurra con los gatos todo dependerá de si hay ratones o no. El resultado ya no dependerá de lo que pase con los gatos, la proposición A es ociosa.

Probemos, de las dos posibilidades que nos planteábamos, a permutar la tercera con la cuarta, de modo que la verdadera sea ahora la cuarta, y la tercera falsa:

A

B

A→B

 

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

F

F

F

V

V


¿Qué decir, entonces? Esta posibilidad es la propia del operador correspondencia o doble implicación, conocida como ‘si y sólo si’, la cual sólo es verdadera cuando las dos proposiciones se corresponden, es decir, o las dos son verdaderas o las dos son falsas:

A

B

A→B

A↔B

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

F

F

F

V

V


Esto quiere decir que, o bien que hay ratones si y solo si no hay gatos, o bien que no hay ratones si y solo si hay gatos, es decir, que si no hay ratones necesariamente debe haber gatos, como si no hubiera otros modos de acabar con los ratones (como los raticidas) o que, sencillamente, se han ido a otro lado, o han muerto de modo natural. De nuevo, nada que ver con nuestro problema.

Conclusión: en ocasiones, el discurso del sentido común no es fácil de adaptar al discurso lógico, siendo fácil caer en alguna confusión. Y todo esto, ¿para qué? Pues nos va a ayudar a situar la consistencia o inconsistencia de un sistema axiomático, que veremos en el siguiente post.

8 de julio de 2025

La fusión de horizontes: un diálogo mediado por la tradición

Para poder acceder a este proceso hermenéutico que comentábamos, hay un elemento indispensable que lo posibilita, y que hoy en día no tiene muy buena prensa: me refiero a la tradición. La tradición es el ámbito en el que es posible el encuentro de horizontes, ya que es en ella precisamente que tales horizontes se dan; es condición de posibilidad de ese contacto. El horizonte del texto y el del intérprete no son independientes ni inconexos, todo lo contrario. Incluso se puede decir que aquél engloba de alguna manera a éste en tanto que posee un efecto sobre él, todo lo potente o todo lo nimio que se quiera, pero todo horizonte actual —y el nuestro lo es— está inevitablemente afectado por el anterior. Es por ello preciso ser conscientes de que nuestro horizonte siempre es un horizonte limitado, y que debemos ir más allá de nosotros mismos, más allá de nuestro marco mental, pues es en él en que se sitúan habitualmente nuestras comprensiones y nuestras reconstrucciones. Démonos cuenta, por otra parte, que esta limitación es similar a la que poseía el autor cuando escribió el texto: él también lo hizo enmarcado en su propio horizonte, sin ser consciente (¿cómo iba a poder serlo?) de las lecturas que podrían hacerse de su texto en generaciones posteriores.

Consecuentemente, la interpretación de un texto supone atender a lo pasado pero ‘desde’ un presente afectado por dicho pasado. Se observa que no se trata de un proceder ‘de una vez por todas’, sino que es un preguntar y dejarse responder: «La estrecha relación que aparece entre preguntar y comprender es la que da a la experiencia hermenéutica su verdadera dimensión». Un dejarse responder que suscitará un nuevo preguntar y, subsecuentemente, un nuevo dejarse responder; nuevas preguntas y nuevas respuestas, imprevisibles inicialmente, que no es otra cosa que un diálogo. Y este diálogo contribuye a suscitar cada vez más y nuevas preguntas, y lo que es más importante: poseer esa actitud abierta que se precisa para atender auténticamente a las nuevas respuestas. El pensar y el preguntar se implican mutuamente, y suponen esa actividad de espíritu según la cual la respuesta es permitida, así como ese dejarse sorprender y configurar por ella. Desde esta actitud de apertura se deja abierta la posibilidad de nuevos sentidos, aun de aquellos que nos supongan violencia.

Es cierto que con un texto no podemos mantener una conversación como con un tú, pero esa dialéctica de pregunta y respuesta, y la actitud que subyace en ella, es en definitiva la misma. Porque «este hacer hablar propio de la comprensión no supone un entronque arbitrario nacido de uno mismo, sino que se refiere, en calidad de pregunta, a la respuesta latente en el texto. La latencia de una respuesta implica a su vez que el que pregunta es alcanzado e interpelado por la misma tradición. Esta es la verdad de la conciencia de la historia efectual».

Pero no nos quedemos aquí, porque algo de esto hay en verdad en todo lenguaje. Continúo citando a Gadamer: «esta fusión de horizontes que tiene lugar en la comprensión es el rendimiento genuino del lenguaje». El lenguaje es sin duda ‘la’ herramienta necesaria para la tarea hermenéutica, así como para el arte de la conversación. La comprensión dialógica se da necesariamente lingüísticamente. Y lo que hemos de intentar de realizar ahora es profundizar el alcance de lo lingüístico y su repercusión en la tarea hermenéutica. Cualquier posibilidad de encuentro y de comprensión supone un lenguaje común; no tanto una lengua común, sino un lenguaje común; pues ocurre con frecuencia que dos personas hablan dos lenguajes distintos en una misma lengua, y un mismo lenguaje en lenguas distintas. Toda conversación (con un tú, con un texto) no sólo supone un lenguaje común, sino que se constituye únicamente si hay un lenguaje común. Luego se verá si hay acuerdo o no, pero sólo es posible el acuerdo cuando ambos participan de un lenguaje común. ¿Cómo se produce o cómo se genera este lenguaje común? Evidentemente, no es algo que se dé por supuesto, ni siquiera algo construido artificiosamente siguiendo ningún tipo de técnica… Es otra cosa. Ese lenguaje común es fruto del esfuerzo dialógico de los interlocutores, de su actitud de apertura, fruto de lo cual se posibilita no ‘vencer en el enfrentamiento’ sino no precisamente lo contrario, no sentirse amenazado por no tener razón, auténtico paso previo para poder atisbar la verdad que nos ofrecen las cosas mismas, y no la fuerza de las argumentaciones. Es precisamente la fuerza de la verdad de las cosas mismas la que nos reúne en una nueva comunidad: «El acuerdo en la conversación no es un mero exponerse e imponer el propio punto de vista, sino una trasformación hacia lo común, donde ya no se sigue siendo el que se era». Cuando no sea el caso, cualquier posibilidad de encuentro con un interlocutor será harto complicado.

1 de julio de 2025

¿Hasta dónde puede alcanzar nuestro conocimiento?

Quedaba pendiente el segundo asunto que comentaba, y que tenía que ver con, mediante el procedimiento habitual de nuestro conocer, hasta dónde se podía alcanzar. Más allá de las dudas de si efectivamente nuestro conocimiento nos permitía ‘tocar’ la realidad o no, lo que ahora se plantea es, partiendo de nuestro modo habitual de conceptuar, hasta dónde se puede llegar. Ya se habló de que, con frecuencia, la conceptuación puede volverse en contra nuestra, en el sentido de que puede hacernos creer precipitadamente que ‘ya’ habíamos llegado a nuestro destino cuando, lo cierto es que se trata de una estación provisional. Así las cosas, muy bien se puede ‘entrar’ dentro de eso que hemos conceptuado, ‘desentrañarlo’ para comprender su constitución, su configuración, sus partes, su estructura, etc.

Es fácil pensar que, en cuanto avancemos en el conocimiento de un ente, iremos llegando a otras entidades que lo subyacen y que lo conforman, pero entidades en cualquier caso, a las que asignaremos un nuevo concepto. Esto es algo que se ve claro en el avance de las ciencias naturales. En ellas se trata de dar razón de algo ya identificado o conceptuado apelando, además de a sus rasgos o propiedades, a sus componentes que —por decirlo así— pertenecen a un nivel inferior, inferior en el sentido de más profundo, más radical. Se trata de explicar algo de lo que tenemos noticia, mediante otro tipo de elementos de un nivel inferior que se pueden describir, pero no explicar (¡e incluso en ocasiones tan sólo postular!). Así, por ejemplo, en el conocimiento de la materia: primero se hablaba de moléculas, cuya existencia se explicaba por los átomos, que sólo se describían; éstos, a su vez, quedaron explicados por las partículas subatómicas, que inicialmente también se describían únicamente; con el tiempo, éstas quedaron explicadas por las partículas fundamentales que, hasta el momento actual (y hasta donde yo sé), sólo pueden ser descritas, y no explicadas por entidades de un nivel inferior. Siempre que acudamos a otro nivel para dar razón del nivel en que nos encontramos, será inicialmente descrito; y aunque lo expliquemos, para ello describiremos los entes de otro nivel inferior; y así sucesivamente… ¿hasta dónde? Conforme profundizamos en el conocimiento de las cosas (molécula, gen, voluntad, etc.), se descubre que están conformadas por entidades o procesos de un nivel inferior, a las que les ponemos un nombre, una etiqueta; este concepto —como decía— es una estación intermedia de descanso, y lo empleamos porque todavía no hemos podido descender de nivel descubriendo qué elementos lo componen. Cosificar se puede definir como el identificar con un concepto un ente que justifica ese alto en el camino que es el progreso en el conocimiento. En este sentido, quizá se pueda entender conceptuar como sinónimo de cosificar.

Popper denominaba a este tipo de conocimiento como aquél que trata de responder a preguntas del tipo qué es. Cuando tratamos de expresar lo que es algo, lo identificamos mediante un concepto, decimos de qué está hecho, cuáles son sus caracteres, para qué sirve o puede servir, etc., pero lo cierto es que estrictamente nunca llegamos a decir lo que es de modo directo, sino mediante rodeos, es decir, mediante explicaciones.

Y éste es el meollo del asunto: hasta qué punto el conocimiento humano, sea del carácter que sea, puede llegar a alcanzar la ultimidad de la cosa; en este sentido, habría que llegar al límite de lo que realmente es la cosa en cuestión, es decir, a su esencia. Si esto fuera así, si se conoce a algo en términos de su esencia, parece que ya no se hace falta conocer nada más suyo, seguramente porque no es necesario. Ahora bien, esto parece que es algo que compete quizá menos al conocimiento científico, algo más al conocimiento filosófico, situación ante la cual se ha de andar con precaución para no caer en explicaciones ad hoc, tal y como veíamos, y veremos. Ciertamente, no toda contrastación de un juicio se ha de realizar mediante una metodología científica, ya que hay juicios filosóficos que también pueden ser contrastados con la realidad de las cosas y del ser humano, sólo que no por una metodología científica, sino mediante otra, por ejemplo una de carácter experiencial. De hecho, en nuestras vidas procedemos así con mucha más frecuencia de lo que pensamos. Como decía Ortega y Gasset en el ‘Prólogo para franceses’ de su laureada La rebelión de las masas, para las cosas verdaderamente importantes de la vida la razón científica no sirve, siendo preciso acudir a lo que entonces denominó razón histórica.

Pero a lo que iba: aunque parece que la aspiración a ese conocimiento esencial es más propia del conocimiento filosófico que del científico, la prudencia que se debe mantener ante él debe ser constante, así como la valoración crítica del grado de satisfacción o insatisfacción que nos genera un explicans en referencia a un explicandum concreto. En principio, en este camino progresivo del conocimiento parece que toda explicación puede ser explicada por otra de nivel inferior, más profundo o básico, con un grado mayor de contrastabilidad y universalidad. El asunto es si se puede descender hasta eso que entendemos que es su esencia, y qué quiere decir esto exactamente. Esto y no otra cosa es lo que pretendía la metafísica clásica.

24 de junio de 2025

En el límite de lo dado

Aunque llevamos insertos ya unas cuantas décadas en el paradigma físico contemporáneo, creo que para nada se puede decir que esté lo suficientemente esclarecido y asentado, por lo menos entre las personas que vivimos ajenas al ámbito científico. Y se erige en un reto ineludible en este sentido: tomar conciencia de las dimensiones del reto, y acometerlo en la medida de nuestras posibilidades. Ello nos abre a diversos retos.

El primero pasa por asumir que nuestras observaciones microfísicas modifican lo observado, el proceso de observación interviene en el suceso a observar; ello nos lleva a la consideración de que lo que el científico observa no es ‘la’ realidad, sino, sencillamente lo que percibimos de ella. Este ‘lo que’ percibimos de ella se puede enfocar desde dos perspectivas. La primera tiene que ver con lo que la tecnología nos permite observar de ella: la ciencia contemporánea en absoluto se realiza según lo que nuestros sentidos nos ofrecen directamente, aunque sí indirectamente, precisamente a través de la tecnología. La segunda tiene que ver con que la visión espaciotemporal que se tenga de los fenómenos físicos está supeditada a las abstracciones simbólicas de carácter matemático en virtud de las cuales comprendemos la realidad; lo que no sea formalizable matemáticamente, hoy por hoy no es un dato científico. Por no hablar de la problemática asociada a la fenomenología, en virtud de la cual sujeto y objeto aparecen ligados en un sistema constructo, tal y como Bohr se hizo eco en la famosa interpretación de Copenhague.

Hay, pues, un salto relevante del paradigma científico moderno al contemporáneo. Decía Eddington en La naturaleza del mundo físico: «Hemos tenido ocasión de aprender que la exploración del mundo exterior con los métodos de la ciencia física no nos lleva a encontrarnos con la realidad concreta, sino con un mundo de sombras y símbolos, por debajo de los cuáles aquellos métodos no resultan ya adecuados para seguir penetrando».

De algún modo, esto ocurría también en la ciencia moderna, sólo que ahora el científico se siente obligado a hacerse cargo de esta circunstancia: de que, efectivamente, se ocupa de sombras y símbolos, y no de ‘la’ realidad tal cual. Otro reto tiene que ver con esto, porque el caso es que estas sombras y símbolos son indispensables para comprender científicamente a la naturaleza: no podemos avanzar en su conocimiento sino es contando con ciertos patrones de referencia, extraños a ella ―podríamos decir―, sin los cuales ni siquiera podríamos hablar sobre sus fenómenos. Quizá sea por esto que su dimensión metafísica se nos escapa, no pudiendo avanzar en nuestro conocimiento (científico) más que tratando de entender las leyes que rigen los cambios, que son las que originan los fenómenos de la realidad.

Quizá sea éste el mayor descubrimiento contemporáneo, constatando que la física ―y la ciencia en general― poco puede decirnos de lo que está allende sus observaciones. He aquí la gran limitación de la ciencia: no poder alcanzar la razón fundamental de las cosas, más allá del estudio de su comportamiento; algo que Heinrich Hertz tenía muy claro, consciente de que las proposiciones físicas no tienen «la finalidad ni la capacidad de desvelar la esencia íntima de los fenómenos naturales», dice Wilber. Parece que ocurre aquí cierta circularidad, en el sentido de que la descripción física de la naturaleza no deja de ser una imagen de la que no podemos esperar más que sus consecuencias lógicas se correspondan con las consecuencias empíricamente observables de los fenómenos que se han querido describir con tales descripciones.

La solución positivista pasa por dividir el mundo en dos partes: aquella de la que se puede hablar con claridad, es decir, que es investigable científicamente, y aquella que no, ante la cual lo mejor que se puede hacer es no decir nada. Pero ¿se soluciona así el problema? Como el mismo Heisenberg se hizo eco en “La verdad habita en las profundidades”, ésta es la gran crítica que se le puede hacer al reduccionismo cientificista, pues «si hemos de dejar de hablar, e incluso de pensar, acerca de otro tipo de conexiones más amplias que también están ahí, corremos el riesgo de quedarnos sin brújula, y por tanto, en peligro de perdernos».

El asunto pasa por cómo acceder a lo allende de lo objetivable, a lo metafísico. Esto es algo que se ha tratado de establecer desde la idea hermenéutica de ‘lo lingüístico’, y que Zubiri articula mediante lo sentiente, en tanto que nos abre una vía presimbólica, preconceptual y prelingüística, de carácter formal, pero físicamente sentida, lo que supone un retrotraerse a un momento más radical que ‘lo lingüístico’ (aunque creo que apuntan hacia lo mismo). La realidad pasa a ser considerada estructuralmente, respondiendo a un tipo de causalidad sistémica de carácter formal, y que variará según el nivel de realidad considerado, en cuyo seno actuarán determinadas leyes. Por esto dirá Zubiri que la realidad es respectividad.

17 de junio de 2025

Primitivismo y responsabilidad ante la historia

Hay un par de capítulos que escribe Ortega y Gasset en La rebelión de las masas que no tienen desperdicio: me refiero al noveno, “Primitivismo y técnica”, y al décimo, “Primitivismo e historia”. Comienza haciéndose eco de las interpretaciones que se pueden realizar respecto a la lectura del pasado, sobre todo a la luz de la irrupción en la época contemporánea de este nuevo fenómeno social que es el de las masas. Como no podía ser de otro modo, su postura se alinea perfectamente con sus jugosas reflexiones sobre la vida, que no puedo introducir aquí. Su punto de partida es que no cree en la determinación absoluta de la historia. Todo lo contrario: del mismo modo que la vida, la historia también se compone de sucesivos instantes, cada uno de los cuales presenta cierta indeterminación respecto al anterior, de suerte ―dice bellamente― que en ellos la realidad vacila, sin saber muy bien si tiene que decidirse por una posibilidad o por otra: un titubeo metafísico que «proporciona a todo lo vital esa inconfundible cualidad de vibración y estremecimiento». Pues bien, partiendo de aquí entiende que la presencia de las masas puede enderezar a la humanidad bien hacia una nueva y sin par organización suya, bien hacia un destino un tanto catastrófico. Habrá que verlo. Y esto es sobre lo que pasa a reflexionar acto seguido.

Por este mismo motivo Ortega y Gasset es crítico con la idea ilustrada (¡y muy actual!) de que todo progreso es bueno per se; ciertamente, hay progreso en no pocos momentos de la humanidad, pero no necesariamente todo progreso es bueno, pues muy bien puede convertirse en algún caso en un retroceso. De hecho, quizá sea más razonable pensar que no hay ningún progreso seguro, sino entender que sobre cada paso sobrevuela siempre el riesgo de la involución. No sólo la vida, sino también la historia es drama.

No todo lo que nos entrega la tradición es adecuado, sino que posee no pocos elementos caducos, residuos tóxicos, de los que habrá que liberarse: instituciones que han perdido su razón de ser, normas que resultan ociosas, costumbres anacrónicas, etc. Todo esto demanda que, efectivamente, sea desestimado. Es común que, con el paso de los años, se vayan acumulando una serie de residuos en una sociedad tal y como los moluscos se adhieren al casco de un barco, siendo necesario sanear de vez en cuando. De esta manera se pretende ir enderezando el rumbo, al ritmo que los tiempos requieren, siguiendo el norte que marca la brújula de la autenticidad que cada sociedad entienda para sí. Y es así como tiene que ser: cualquier nuevo ideador (recordemos lo importante que es la categoría de ‘idea’ para Ortega) debe sentirse libre ―que no reaccionariamente opuesto― respecto al pasado. Y esto, más que una opción debe ser una obligación de toda ‘época crítica’, siempre ―y al más puro estilo kantiano― que ello no se convierta en una petulante rebeldía.

Por aquí sitúa el gran error de los que dirigían el siglo XIX: en que, confiados en el buen progreso, no se mantuvieron alerta y en vigilancia, lo que fue una irresponsabilidad: «Dejarse deslizar por la pendiente favorable que presenta el curso de los acontecimientos y embotarse para la dimensión de peligro y mal cariz que aun la hora más jocunda posee, es precisamente faltar a la misión de responsable». Esto es algo que él veía claramente en su tiempo, que no se vio venir el pavoroso problema sobrevenido al viejo continente, a saber: ‘que se apoderó de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización’. ¿Qué es lo que le interesa a ese nuevo tipo de hombre? Pues los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más, todo lo cual confirma su radical desinterés hacia la civilización.

Y alguien que se desinteresa de la civilización es un primitivo, por mucho que viva en un mundo civilizado. Porque lo civilizado es el mundo en que vive el primitivo, no él. Y el primitivo «ni siquiera ve en él [en ese mundo civilizado que le rodea y en el que vive] la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza». Y continúa con su fantástica prosa: «el nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico». Eso es el hombre-masa, un primitivo que por los bastidores se ha deslizado en el escenario de la civilización. Se alaba el progreso, se alaba la técnica, pero nadie habla de la posibilidad de que nos depare un futuro dramático. Lo cual encierra una paradoja porque, ¿cómo puede la técnica, que no deja de ser cultura, mantenerse en un mundo que ha renunciado a la dimensión cultural? Sin un interés por los principios generales de la cultura, la técnica (o su papel en la sociedad) no tardará en languidecer, tanto como se soporte con el impulso cultural que la creó. El interés actual por la técnica no garantiza nada, ni mucho menos la confianza en su progreso; lo que hace falta son prohombres que fundamenten los principios culturales de una sociedad que comienza a desfondarse.

¿Podía ser de otro modo? Mientras otras realidades culturales ciertamente entran en crisis (política, arte, costumbres y moral), día a día se comprueba que la técnica hipnotiza al hombre-masa por su fantástica eficiencia. Cada día se inventan nuevos artefactos, que el hombre-masa utiliza, lo que no es sino un analgésico, un juguete con el que se entretiene, del que se beneficia. Y, a pesar del beneficio que le reporta, ¿hay visos de una mínima preocupación por ella, por su mantenimiento, por la investigación? «La desproporción entre el beneficio constante y patente que la ciencia les procura y el interés que por ella muestran es tal que no hay modo de sobornarse a sí mismo con ilusorias esperanzas y esperar más que barbarie de quien así se comporta».

Y éste es el problema: que la civilización no se sostiene a sí misma, que es artificio y, en tanto que tal, requiere de un artista o de un artesano. Si uno se aprovecha de las ventajas de la civilización, pero no contribuye a su sostenimiento, ¿qué se puede esperar? En un dos por tres nos quedamos sin civilización, volvemos a la selva: la selva siempre es primitiva, y todo lo primitivo es selva. Por lo general, el hombre-masa es ajeno a los principios que sustentan el mundo civilizado, no le interesan los valores fundamentales de la cultura, no está dispuesto a ocuparse de ello.

Ciertamente, conforme pasan las generaciones la civilización se hace cada vez más compleja; pero el problema no es éste, sino que faltan cabezas para afrontar sus cada vez más complejos problemas. Desequilibrio que no puede finalizar sino poniendo en crisis a la actual civilización, y que se irá acentuando hasta que se le ponga solución. Porque no es menos cierto que se dispone también de más y mejores medios para resolver los problemas. El asunto es que cada nueva generación ha de tomar la responsabilidad sobre sus espaldas, para lo cual tiene que saber a qué atenerse, tiene que ‘tener mucho pasado’ a cuestas, tiene que tener mucha experiencia, tiene que tener… mucha historia. ¿Por qué? No porque con el conocimiento de la historia se vayan a dar solución a los problemas actuales, siempre nuevos y distintos; pero sí, por lo menos, para ayudarnos a no caer en los mismos errores, o parecidos, a aquellos en que cayeron nuestros antepasados. Y el caso es que la gente más preparada hoy en día, posee una ignorancia histórica sorprendente, motivo por el que se producen todo tipo de manipulaciones (históricas) interesadas y fraudulentas.

Ortega y Gasset pone los ejemplos ―muy de su época― del fascismo y del bolchevismo, dos claros ejemplos de regresión por la manera anti-histórica y anacrónica en que se hicieron presentes, más allá de sus afirmaciones doctrinales: ‘la revolución devora sus propios hijos'. Ni uno ni otro estuvieron a la altura de los tiempos, no supieron mantener cierta parte del pasado, sino que lo borraron abiertamente. Pero con el pasado no se puede luchar cuerpo a cuerpo: «el porvenir lo vence porque se lo traga». En el fondo, fascismo y bolchevismo son dos modos de primitivismo, de amnesia histórica, de ignorancia cultural, porque no traen un esplendoroso mañana, sino un arcaico ayer, que se remite cíclicamente a lo largo de la historia, así como su final. Pretendieron llegar por la vía directa a formas de vida antiliberales y antidemocráticas, sin ser conscientes de que esas formas de vida ya existieron en el pasado, tras las cuales precisamente advino el orden liberal y democrático, el cual estaba llamado a vencerlos.

No se puede borrar al pasado de un plumazo, sino que está ahí, latente si se quiere, esperando el momento para volver a despertar. Por eso para superarlo no hay ni que obviarlo ni que destruirlo, sino contar con él para, con él, ir más allá de él. Eso es vivir a la altura de los tiempos, siempre con una fresca y actual conciencia histórica. Todo progreso que no cuente con el pasado y la actualidad, no puede ser sino primitivismo; y sólo los primitivos pueden celebrar una ‘aparente victoria’, sólo el hombre-masa puede alegrarse de involucionar a formas de vida arcaicas y analgésicas.

10 de junio de 2025

Los orígenes del intuicionismo ético

Uno de los giros más relevantes de la filosofía contemporánea es el que se conoce como ‘giro lingüístico’, que puso el acento en el grave problema de si aquello que se quiere decir (sea lo que sea) se dice adecuadamente empleando las palabras que se emplean; o, lo que es lo mismo: hasta qué punto el lenguaje es un medio eficaz para poder expresar fielmente las ideas que se quieren expresar o los contenidos a los que nos refiramos. A nadie se le escapa que, en no pocas ocasiones, faltan palabras para poder expresar lo que se está pensando, máxime cuando se trata de experiencias íntimas y personales. Lo que nos lleva a la otra cara de la moneda, a saber: a la dificultad de comprensión que ello entraña; es decir, hasta qué punto podemos estar seguros de haber comprendido lo que el otro ha querido decir. Por un lado, uno no está siempre demasiado seguro de haber dicho lo que quería decir; y, por el otro, menos seguridad tendrá aún de si al otro le ha llegado su mensaje original. Si esto ya es así entre personas coetáneas, se agrava entre autores de diversas épocas a lo largo de la historia de la filosofía, en la medida en que es difícil comprender en profundidad lo que otros, en otros contextos, dijeron o escribieron. Normalmente se usan los mismos términos con significados diversos, lo que provoca confusión y malentendidos. Pues bien, como consecuencia de todo esto, se cuestionó la validez del lenguaje para poder comunicar reflexiones filosóficas, sobre todo en el ámbito de la filosofía analítica de lenguaje de tradición anglosajona (aunque no es la única: la tradición hermenéutica continental, por ejemplo, hizo lo propio desde un marco distinto).
  
Este giro lingüístico también llegó a la ética de la mano de G.E. Moore (1873-1958) a comienzos del siglo XX, quien pretendió clarificar la terminología filosófica específica de la ética. Este autor se unió a la tradición analítico-lingüística característicamente anglosajona, no muy próxima a planteamientos metafísicos, demarcándose por otra parte de otras corrientes típicamente británicas (como el psicologismo o el utilitarismo). Se puede afirmar que, a partir de Moore, la ética anglosajona será marcadamente una lógica de la ética (como dice Aranguren), preocupada sobre todo por la ‘posibilidad de los juicios éticos’, de modo que esta disciplina pudiera ser científica, tal y como explica al comienzo de sus Principia Ethica. Su idea era logificar la ética, sistematizarla según las reglas de la lógica, para evitar todos los problemas derivados de sus posibles malentendidos propiciados por un uso inadecuado del lenguaje.

Este edificio lógico, como todo sistema axiomático, debe comenzar por los axiomas, es decir, presupuestos o principios no demostrados ni demostrables, y que sirven de base para toda la construcción posterior. Y aquí comenzaron los problemas, en tratar de definir los cimientos de su sistema ético-lógico. Pronto se vio imposibilitado para definir los grandes conceptos de la ética; como, por ejemplo, su concepto clave: ‘bueno’. ¿Qué es ‘bueno’?, ¿cómo se puede definir qué es ‘lo bueno’? Como no podía ser de otra manera, anhelaba encontrar una respuesta concreta del tipo ‘lo bueno es… esto’, ya que iba en pos del ‘rigor lógico’, y las cosas debían estar claras desde el principio. Y, al no encontrarla, declaró su imposibilidad, así como el desperdicio de todo esfuerzo dirigido hacia su búsqueda. Así, Moore sostiene en sus Principia Ethica (1903) que el bien es indefinible, y que el bien moral no se puede reducir a ningún otro significado de bien.

Lo que resolvió fue que, si bien el modo de acceder a lo bueno no era tanto un problema ético al uso, es decir, un problema teórico-práctico, que es de donde vino su esfuerzo ‘científico’, tampoco era un problema lógico-formal del todo (a pesar de que este fuera el modo acostumbrado de reflexionar para él), sino que se debía alcanzar de otro modo. ¿Cuál? Pues mediante la intuición. Más que saberlo o discernirlo racionalmente en un momento determinado, lo que es bueno… se intuye. Era el intuicionismo. Lo bueno sólo puede ser aprehendido por esa especie de impresión intuitiva que despierta en nosotros un determinado objeto (algo que, para otros autores, para MacIntyre por ejemplo, es ‘palmariamente falso’).

Moore siguió aquí la estela de H.A. Prichard para quien estos grandes conceptos (obligación moral, deber, derecho) eran irreductibles a cualquier otro, por lo que no podían ser explicados mediante otras palabras, no podían definirse. Y, si no podían definirse, ¿cómo saber su significado, entonces? Pues a partir de esa especie de ‘aprehensión intuitiva’ (de la que se hizo eco de alguna manera Scheler con su intuición emocional del valor). Y no sólo es que fuera imposible alcanzar una definición conceptualmente lógica, sino que incluso dar razones para el cumplimiento de una obligación moral resultaba vano porque, al igual que los conceptos, esta obligación era primaria e irreductible. El problema, pues, no es que todo ello fuera irrelevante ―que no lo era, todo lo contrario―, sino que no podía ser primariamente expresado en términos conceptuales, siendo necesario recurrir a una comprensión del fenómeno moral de otra índole: intuitiva.

Y aún daba un paso más, por entender que la obligación moral no era el culmen de la ética, sino que éste correspondía a la virtud; y, desde luego, el comportamiento virtuoso cabía todavía menos en las coordenadas de una razón lógico-teórica; porque, lo que de verdad admiramos, no es tanto cumplir el deber moral como, sobrevolándolo, realizar un comportamiento ejemplarmente virtuoso. Como dice Prichard, el the really best man, el hombre realmente mejor, es aquel en el que se unen lo moral y la virtud.