Veíamos en otro post cómo hablar de cuál es lo complicado que era hablar de la ‘imagen objetiva’ de las cosas. La verdad es que los análisis que realiza Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción son sumamente interesantes. Pensemos, por ejemplo, en nuestra percepción de una mesa: su forma o su magnitud no es algo que me sea dado como algo invariable, todo lo contrario: es algo que va cambiando continuamente conforme yo voy girando alrededor de ella. En cada posición que ocupe a su alrededor obtendré una percepción diferente, formas y magnitudes distintas: desde arriba, desde abajo, desde el costado, de frente, más cerca, más lejos. Cada cambio de posición de mi cuerpo, por minúsculo que sea, implica una percepción diferente de esa mesa. ¿Cuál de todas es su imagen objetiva?
Mi experiencia es que, contando con esto que estoy diciendo, presumo que bajo todas esas percepciones hay un objeto que es como es, y que es precisamente el que se me presenta de diversas maneras. Es en la sucesión de percepciones de la mesa en lo que se funda la constancia de sus relaciones, y desde la que aventuro la estabilidad de sus propiedades. Esta constancia de las formas y de las magnitudes en la percepción no es resultado de una tarea intelectual, sino que surge naturalmente de mi relación con ella; es decir, es algo que se constituye en la relación prelógica que tengo con la mesa, que el sujeto tiene con el mundo, y en virtud de la cual se instala en él. Es con esta postulada estabilidad con la que identifico una percepción ‘objetiva’ de la mesa, la cual luego emparejo con aquella realizada a una distancia y a una posición relativa oportunas, que será la que a posteriori me sirva de referencia para hilvanar las percepciones que de ella pueda tener. Será a partir de esta percepción privilegiada que podré afirmar que la mesa está cerca o lejos, está derecha o al revés; sin ella, ¿cómo lo podría saber? «Esta percepción privilegiada garantiza la unidad del proceso perceptivo y recoge en ella todas las demás apariencias», dice Merleau-Ponty.
Los objetos solemos percibirlos según esta referencia privilegiada, realizada tras la asunción de una distancia óptima y una perspectiva adecuada para percibirlos, y que mantenemos memorizada sin darnos cuenta. El trato continuado con las cosas va cristalizando en nosotros cómo es objetivamente, aun cuando, seguramente, ninguna o casi ninguna de nuestras percepciones de facto se corresponda con ella. Así, todo objeto ‘solicita’ esa distancia y esa perspectiva para ser visto, bajo las cuales da de sí mismo lo que puede dar ‘objetivamente’, de modo que, más acá o más allá, más arriba o más abajo, sólo se obtiene una noticia confusa. Pero estos parámetros óptimos no son definidos científicamente, sino que son consecuencia de la percepción prelógica y acostumbrada según la función que adopten en nuestras vidas, y que será la que tensione cualquier otra percepción. Será ello lo que me diga que estoy situado oblicua, y no frontalmente; que estoy muy lejos, o muy cerca; que estoy en la posición relativa adecuada, o en una desacostumbrada. Estas percepciones ‘distorsionadas’ no nos proporcionan noticias realmente distorsionadas de las cosas, sino otras percepciones también reales pero que se distancian de la asumida como privilegiada. Y nos dan información de la posición de nuestro cuerpo respecto de ella.
Mi cuerpo siempre influye en la percepción que tenga de la cosa. Siempre ha de estar en una posición concreta, en virtud de la cual percibiré la cosa de una manera y no de otra. Como digo, la relación entre esta perspectiva y la privilegiada no es el resultado de un estudio científico, sino de mi experiencia prelógica con un mundo. Mi experiencia se da entre las cosas, pero a la vez las trasciende, porque toda experiencia se da en ‘el marco de cierto montaje respecto del mundo’. Y las trasciende porque, implícitamente, tensionamos nuestras percepciones hacia esa percepción privilegiada que nos dice lo que sea la cosa objetivamente, invitándonos a ir allende la primera. Esa percepción privilegiada la identificamos con cómo sea la cosa en sí misma cuando, como hemos visto, no deja de ser una percepción más, y en absoluto la más frecuente.
Efectivamente, esa constancia subyacente a todas las percepciones de una cosa nos remite a la postulación de un mundo, y de una experiencia de que sus fenómenos junto con mi cuerpo están rigurosamente vinculados. Pero esto no es algo que se despliegue ante nosotros como si fuéramos poseedores de una mirada divina, como un espectador absoluto, sino como un sucederse de puntos de vista en cada uno de los cuales participamos formando parte de los mismos; y es esa pertenencia nuestra a un punto de vista lo que posibilita que, desde él, podamos transitar a los demás: se trata de un punto de vista finito, limitado, y, a la vez, en franquía, abierto a otros puntos de vista con los que se vincula fenomenalmente, llevándonos a un ‘mundo total’ como horizonte de toda percepción. Las experiencias perceptivas se encadenan, se implican unas a otras, se precipitan entre sí, de modo que la percepción del mundo no es sino una dilatación de mi campo de percepción propiciado por mi situación en él, sin transcender nunca las estructuras esenciales de ello: ¿podría ser? «El mundo es una unidad abierta e indefinida en la que estoy situado».
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