Hemos estado hablando ya durante varios posts cómo entendía Vigotsky la creatividad, asunto ciertamente interesante y que —a mi modo de ver— no tiene desperdicio. Pero crear no es sencillo: a menudo nuestra energía creadora no encuentra el modo de cristalizar, de cobrar cuerpo; como dice Dostoievski, hay ocasiones en que ‘la palabra no sigue al pensamiento’. Es muy frecuente el anhelo de transmitir vivencias, sentimientos, ideas, y de contagiar de todo ello a los demás, y la constatación de la imposibilidad de poder hacerlo tal y como nos gustaría. Es muy frecuente, también, que nuestra capacidad de ‘novedad’ desde una perspectiva más vital se vea mermada, que nos acostumbremos a vivir rutinaria o acomodadamente a partir de lo dado, de lo recibido o de lo vivido en el pasado. Cuando eso ocurre, es fácil (aunque no siempre) verlo como una carencia, como algo que nos limita, que va en contra de nuestro impulso vital. Y es que la imaginación se alimenta de esta fuerza que surge de dentro y nos impulsa a vivir, y la vida es verdadero principio y motor de la creación. La imaginación tiene que ver con nuestro modo de estar en el mundo. Por un lado, posee la capacidad de hacerse eco de lo nuevo, de lo sorprendente, algo que, en primera instancia, parece razonable pensar que debería pasarnos desapercibido (¿cómo podemos hacernos eco de algo que sale por completo de nuestro marco mental?). Por el otro, tiene que ver con que eso imaginado entre a formar parte de nuestras vidas, revirtiendo sobre la realidad, sobre nuestra realidad. La imaginación, la creatividad, se alimenta del mundo, y a él revierte su resultado: «Todo fruto de la imaginación, que surge de la realidad, se afana por describir un círculo completo y así encarnar de nuevo en lo real».
Una persona creativa es aquella que tiene una mayor capacidad para ir más allá de lo dado, descubriendo un rango amplio de opciones en su habérselas con las cosas. Precisamente es gracias a su imaginación que no depende exclusivamente de su pasado, sino que siempre puede probar con algo diferente, algo que cabalmente parecía no estar, o no depender de la situación vivida. La creatividad implica novedad, sorpresa. Cada uno tiene su ‘estructura imaginativa’ que pertenece a su sí mismo y a su relación con la realidad. La imaginación tiene que ver con nuestra lectura del mundo, con nuestra interpretación, con las posibilidades de nuestra conducta, con nuestra vida, en definitiva. Una imaginación realista es fundamental para una vida en plenitud de sus posibilidades. Un equilibrio difícil de alcanzar. Me refiero al que existe entre imaginación creadora, en este sentido realista, y mera ensoñación evasiva. Equilibrio que se fragua en la época infantil, y que depende de en qué entorno pueda desplegar el niño toda su energía vital. Imaginación es impulso creador, y nos pertenece íntimamente a las personas: «la imaginación creadora penetra toda la vida personal y social, imaginativa y práctica en todos sus aspectos: es omnipresente».
Este tránsito de la ensoñación infantil a la imaginación creativa supone que el descubrimiento de que la realidad genera resistencia a la fantasía se realice sin traumas, de modo paulatino y sereno. Es preciso que este descubrimiento se vaya haciendo según el grado que cada edad puede asumir de modo razonable, propiciando experiencias adecuadas, y acompañando al niño o al adolescente para que aprendan a combinar el resultado de su fantasía con el contraste real. La ingenuidad es propia del niño, y en el adolescente debe comenzar a permutarse por cierto sentido de la realidad.
No consiste tanto en hacer que los niños creen como un adolescente, ni los adolescentes como un adulto, sino en lograr que puedan ejercer la imaginación del modo adecuado a su edad, acompañándolos en sus descubrimientos con ternura y confianza, respetando sus ritmos, permitiéndoles el error. En caso contrario, su progreso natural se trunca, aprendiendo comportamientos que les generan violencia y que pasan a formar parte de su personalidad, exigiéndoles más de lo que en principio pueden dar. Tiene que haber cierta tensión hacia arriba, pero que el niño lo viva lúdicamente, no como una imposición; una imposición tira demasiado hacia arriba, generando procesos contraproducentes en su tierna personalidad. Hay que aprender a respetar el ritmo de los niños y de las personas. En caso contrario, lo encerramos entre los barrotes de nuestra propia ansiedad.
Tolstoi descubrió que «la verdadera tarea del educador no consiste en habituar apresuradamente al niño a expresarse en el lenguaje de los adultos, sino en ayudar al niño a elaborar y madurar su propio lenguaje literario»; el asunto pasa ―en opinión de Tolstoi― por estimular al niño, ofrecerle materiales, y permitir el libre juego de su creatividad. Ciertamente parece que peca de cierto optimismo a la Rousseau, pero nos abre el horizonte a que cualquier acompañamiento a los niños debe ir de la mano con un despliegue adecuado de sus facultades, no impuesto a contrapelo. Así dice Vigotsky:
«La comprensión justa y científica de la educación no consiste en modo alguno en inocular artificialmente en los niños, ideales, sentimientos o criterios que les sean totalmente ajenos. La verdadera educación consiste en despertar en el niño aquello que tiene ya en sí, ayudarle a fomentarlo y orientar su desarrollo en una dirección determinada».
En la adolescencia todo esto se complica. El equilibrio entre lo que esperamos y lo que nos ocurre puede despertar diversos sentimientos. Cuando nos encontramos en situaciones habituales, prima la serenidad y la tranquilidad. Cuando estas situaciones habituales se ven truncadas por distintos acontecimientos, nuestra serenidad también se ve alterada, pues nuestro equilibrio con el entorno se ve afectado, y no solemos estar pertrechados afectivamente para hacer frente a esta situación (¡y cuántos ‘adultos’ tampoco!). Si este desequilibrio entra dentro de nuestras expectativas, o prevemos que lo podemos manejar, nos surgen sentimientos de satisfacción, aceptación o alegría; en caso contrario, si vemos que el acontecimiento nos domina, que es más fuerte que nosotros, que no responde a lo que pensábamos y no lo podemos manejar, nos sentimos impotentes, enfadados, tristes, abatidos.
Es importante educar ofreciendo herramientas de actuación, y una estabilidad afectiva que contribuya a mantener nuestro equilibrio. «Las convicciones que podemos adquirir en la escuela mediante el conocimiento, solamente podrán echar hondas raíces en la psiquis infantil cuando esas convicciones se consoliden emocionalmente». Nuestra afectividad (afortunada a desafortunada) influye y mucho en la lectura de lo que nos ocurre y en nuestra posterior conducta, en toda nuestra vida, ciertamente. El niño necesita jugar y desplegar todas sus posibilidades en un entorno de confianza y ternura, para poder ir madurando adecuadamente en su encuentro con la realidad: «En el juego no es lo principal la satisfacción que experimenta el niño al jugar, sino el provecho objetivo, el sentido objetivo del juego que, aun inconscientemente para el niño reporta ese juego. Este sentido reside, como es notorio, en el ejercicio y desarrollo de todas las fuerzas reales y embrionarias que en él existen».
El encauzamiento del niño en este tránsito crítico hacia el ejercicio realista de la imaginación le va a dejar una huella muy importante en su personalidad. Cuando es vivido liberadoramente, va a poseer unos efectos nutritivos y funcionales en su vida que le van a permitir ser más auténtico, libre y responsable, con mayor estabilidad afectiva y emocional, con una comprensión más realista de las cosas, de los hechos, etc., que cuando es vivido amenazadoramente. La dimensión intelectual, emocional y volitiva vibran al unísono con el impulso natural a la vida que late en su interior; toda violencia o toda tensión interna va a suponer una inestabilidad afectiva que dificultará el sano despliegue de su personalidad. Poco a poco comienzan a ver las cosas con cierta distancia, contemplando sus relaciones, sus transformaciones. Y poco a poco van cobrando consciencia de esto, surgiendo la necesidad de realizar esta tarea con una mayor predisposición y preparación.
La creatividad adquiere un carácter doble: por un lado, hay que alimentar la imaginación y la energía creadora; por el otro, hay que hacerse con el mundo y adquirir la mayor destreza para situar el producto creativo en un entorno significativo real. En estos casos se gesta lo que se espera de la actividad creadora, a lo que habría que añadir el dominio de la técnica de que se trate en cada ocasión. En el arte, en la ciencia, en la vida, en todos los ámbitos de la existencia humana se pondrá de manifiesto el éxito o el fracaso, mayor o menor, de esta tarea. «El hombre tendrá que conquistar su futuro con ayuda de su imaginación creadora; orientar en el mañana, una conducta basada en el futuro y partiendo de ese futuro, es función básica de la imaginación y, por lo tanto, el principio educativo del trabajo pedagógico consistirá en dirigir la conducta del escolar en la línea de prepararle para el porvenir, ya que el desarrollo y el ejercicio de su imaginación es una de las principales fuerzas en el proceso para lograr este fin. La formación de una personalidad creadora proyectada hacia el mañana es preparada por la imaginación creadora encarnada en el presente», dice Vigotsky.
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