24 de diciembre de 2024

¡Feliz Navidad!

Vigo Johansen; "Noche de paz" (1891)
En el día de hoy no cabe sino felicitar la Navidad. He querido hacerlo con una imagen y un vídeo que me han llegado por distintos canales, para no escribir demasiado. Son días de fruición, de contemplación.

La imagen es esta obra del pintor danés Vigo Johansen, titulado "Noche de paz", pintado a finales del siglo XIX. La he descubierto gracias a la más que recomendable web Historia/Arte, o HA, que descubrí no hace mucho. En ella cabe la posibilidad de suscribirte, llegándote cada día una obra comentada. Hoy nos ha llegado ésta, y no he dudado en compartirla, pues me parece entrañable. Johansen ha sido capaz de crear esa atmósfera cálida mediante la iluminación procedente únicamente de las velas situadas en las ramas del abeto, con la familia a su alrededor formando un coro. No hay más luz que la del árbol, iluminando las caras ¿y las vidas? de los allí presentes.

El vídeo es el mismo con el que la UCV, mi universidad, nos ha felicitado la Navidad. Me ha parecido un vídeo especialmente significativo, máxime en estos tiempos tan difíciles que estamos viviendo en mi tierra, Valencia.


Pues nada: os deseo una feliz Navidad a todos, y que sepamos descubrir dónde se halla la auténtica felicidad.


17 de diciembre de 2024

Laicidad de abstención y laicidad de confrontación

Ricoeur es un autor que pensó a fondo el problema de la legitimidad de la presencia de la religión en la vida pública. A pesar de ser un creyente convencido, ello en absoluto anuló su compromiso filosófico, todo lo contrario: en su reflexión social, mantuvo siempre una mirada vigilante y crítica sobre su discurso, defendiendo lo que denominaba un sano y sincero ‘agnosticismo filosófico’. Él lo argumentaba explicando que era el mejor modo de respetar a los otros, y que, en caso contrario, en caso de emplear argumentos de fe en el debate filosófico y político, fácilmente se podía caer en un dogmatismo, dado que estos argumentos, por su misma naturaleza, difícilmente pueden ser subsumidos en un debate lógico-argumentativo, como explica Domingo Moratalla. A sabiendas del riesgo de caer en una especie de ‘esquizofrenia intelectual’, esta es la postura que asumió. Ello no para renunciar a la dimensión pública de su fe, sino precisamente para poder debatir y defender desde ahí la legitimidad de su presencia en la vida social y política. De hecho, su reflexión al respecto es el precipitado de no pocas discusiones y polémicas, vividas y sufridas durante su propia biografía.

Una de estas reflexiones tiene que ver con la distinción a la que da pie el título del post, con dos dimensiones de la laicidad. Vaya por delante que en los Estados occidentales la laicidad se ha erigido como una postura generalizadamente aceptada, por lo menos en teoría; porque en la práctica el asunto ya es más complejo, cayendo en no pocas ocasiones en situaciones de laicismo recalcitrante. No es lo mismo la laicidad que el laicismo.

Se ha andado mucho en este sentido: desde las cruentas guerras de religión de no hace muchos siglos, en los que los Estados no podían abstenerse de la adopción de una postura de fe, hasta la actualidad contemporánea, en la que precisamente los Estados modernos nacen con la postura inicial de una abstención respecto a toda profesión de fe, alcanzándose un estatus de tolerancia en torno al cual se trata de sobrellevar ese difícil equilibrio entre religiones y otro tipo de creencias. La situación actual, más amable en general, no ha sido fruto de la casualidad, sino que se ha tenido que andar mucho para dejar atrás, en primer lugar, los dogmatismos religiosos de carácter teológico-político, pero también, más reciente, ese laicismo más agresivo característico de hace unas pocas décadas, que imponía al Estado una postura beligerante contra la religión; no una postura neutra sino antirreligiosa, defendida vehementemente. Ambas posibilidades, Estados confesionales y laicistas, parece que no tienen cabida en nuestra época, apostando por los Estados laicos, aunque dicha laicidad no deje de entrañar un equilibrio complejo. Esa dificultad seguramente tenga que ver con el diferente modo de entender la laicidad por parte del Estado y por parte de la sociedad, algo que él articula en torno a esas dos dimensiones: la primera es una laicidad de abstención, y la segunda de confrontación. ¿Qué quiere decir exactamente?

La laicidad de abstención tiene que ver con la postura adoptada por el Estado, y que viene a ser un ‘agnosticismo institucional’, que no quiere decir ignorancia mutua entre la vida civil y la religiosa, sino distinción y delimitación de los poderes y los roles del Estado y de las Iglesias. Esto es lo que comúnmente entendemos por laicidad: un Estado agnóstico que no se preocupa por asuntos religiosos, aunque permite mejor o peor su existencia en la esfera pública. Pero hay una laicidad diferente, que es la referida a cómo se vive esto de facto en la sociedad civil, de un modo más vivo, activo, dinámico, polémico si se quiere. Esta segunda es una laicidad positiva, más allá de la laicidad negativa de la abstención institucional: es una laicidad de confrontación, entendiendo ‘confrontación’ no en sentido peyorativo, todo lo contrario, sino en sentido vivificador: «la laicidad positiva en este planteamiento ricoeuriano no se define por la recuperación de determinados contenidos sino por la necesidad de que esos contenidos aparezcan en la ‘plaza pública’, se enfrenten y confronten». No hay un límite claro entre ambas dimensiones de la laicidad: se permean y se confunden, no sabiendo muy bien dónde acaba una y dónde comienza la otra, pero son fácilmente distinguibles. Quizá donde mejor se dé el problema de su coexistencia sea en la escuela pública la cual, por un lado, depende del Estado y, por el otro, de la sociedad civil que la delega en él. De qué modo se articule esta coexistencia dependerá de la madurez de la sociedad, de cómo sea capaz de vivir la tolerancia, verdadero fundamento de la laicidad.

10 de diciembre de 2024

De la buena conversación a la hermenéutica literaria (e histórica)

Estuvimos comentando el jugoso planteamiento que realiza Gadamer sobre el arte de preguntar, el cual quedaba enmarcado en el arte del conversar. Quien no pregunta, no conversa, pues ya lo sabe todo; sólo conversa el que se deja decir, porque asume que hay cosas que no sabe y quiere saber, quiere ‘ser dicho’. Vemos, pues, cómo la dinámica de la pregunta y la respuesta se encuentra íntimamente vinculada a la dinámica hermenéutica, descendiendo de la dinámica de la conversación a la dinámica de la interpretación literaria. La lógica de la pregunta y la respuesta puede ser aplicada de manera efectiva a la de la hermenéutica literaria.

Que un texto vaya a ser interpretado sucede porque de alguna manera el intérprete se siente interpelado por él, porque le suscita una pregunta, un interrogante, al que tratará de responder. La fidelidad de la interpretación, igual que la posibilidad de una conversación, será posible cuando el intérprete acierte a situarse en el horizonte de la pregunta que suscita el texto, y no en otro: es el horizonte hermenéutico. Este horizonte del texto suele estar más allá de lo explícitamente dicho, y es ahí donde se tiene que situar el intérprete; además de, obviamente, más allá de su propio horizonte. «Un texto sólo es comprendido en su sentido cuando se ha ganado el horizonte del preguntar, que como tal contiene necesariamente también otras respuestas posibles».

A juicio de Gadamer, no estamos muy versados en esta dinámica. Una dinámica que es en cierto modo similar a la comprensión de la historia pues, del mismo modo, «los acontecimientos históricos sólo se comprenden cuando se reconstruye la pregunta a la que en cada caso quería responder la actuación histórica de las personas». Este esfuerzo es característico de los historiadores de la época romántica y demás, sólo que ellos cayeron en el riesgo (también Hegel) de hipostasiar ese nexo de sentido que parece que surca la historia y las motivaciones personales que en ella se hacen presente y a la que contribuyen. Pero lo cierto es que la realidad de la historia es bastante distinta.

Sí que es cierto que, echando la vista atrás, es más o menos fácil establecer ese hilo conductor, de modo que parece que fue el que la historia siguió; pero mirando de atrás hacia adelante es más complicado, pues precisamente es característico del curso de la historia que normalmente no se cumplan nuestras expectativas, y que tengamos que estar continuamente modificando nuestros planes de actuación y nuestras previsiones. Los acontecimientos que siguen el plan previsto son más bien escasos. Y esto es algo que acontece en todos los niveles de la vida: en el personal sin duda, pero también en el social.

Del mismo modo que la historia es fruto de acciones que continuamente nos sorprenden y no podía ser prevista de antemano, algo así acontece con el sentido del texto. Tanto es así que incluso el sentido del texto suele ir mucho más allá de lo que supuso el mismo autor. Las interpretaciones posibles de un texto son más numerosas que las que pudo tener presente el autor. Pero no por ello se debe dejar de comenzar la tarea hermenéutica por el mismo texto, pues él y las intenciones del autor son en definitiva el elemento que nos impiden divagar hermenéuticamente y abandonarnos en nuestra propia creatividad egocéntrica olvidándonos de aquello que constituye nuestro objeto hermenéutico.

Nuestro objeto hermenéutico, antes que el autor y sus vivencias intelectuales, es el texto mismo; pero sin olvidarnos de lo otro. Éste es el riesgo del historicismo, que trata al texto reducidamente como un objeto de estudio científico, y no como un elemento que constituye y participa en la historia efectual. Así lo entiende Gadamer: «La tradición histórica sólo puede entenderse cuando se incluye en el pensamiento el hecho de que el progreso de las cosas continúa determinándole a uno, y el filólogo que trata con textos poéticos y filosóficos sabe muy bien que estos son inagotables. En ambos casos lo trasmitido muestra nuevos aspectos significativos en virtud de la continuación del acontecer». A causa de nuestra finitud es más que evidente que nosotros nunca podremos agotar todos los significados de un texto, y que otros que vengan detrás de nosotros podrán dar con otros nuevos sentidos que nosotros no estábamos siquiera en condiciones de entrever. Y así, conforme se va completando la comprensión que se tiene, la obra misma va desplegando todo su potencial de sentido, como digo mucho más allá de lo que quiso decir el autor. Por eso es un reduccionismo quedarse en las intenciones del autor, lo que no supone obviarlas. Para situarnos adecuadamente juega un papel fundamental la tradición.

3 de diciembre de 2024

De la forma-Ello a la forma-Tú en el individuo y en la sociedad

En la vida pública nos damos cuenta, con dolor creciente, de que las instituciones no generan vínculos sociales, no generan vida pública, vida cívica. En términos de Martin Buber —como veíamos— nos mantienen reductivamente en la esfera del Ello, entreteniéndonos con vivencias de todo tipo y técnicas facilitadoras de una vida cada vez más superficial. El Estado burocratizado trata de generar vínculos necesariamente ajenos a la dinámica verdadera del ser personal, ajena a la esfera del Tú, y que en el fondo desconoce. Incluso se propician agrupaciones de distinta índole de extraños entre sí, tratando que de modo resuelto aprendan a vivir juntos, a convivir, incluso apelando a sentimientos nobles banalmente vividos. Todo queda en el lado de allá, en la esfera del Ello, sin contacto con el de acá, con la esfera del Tú.

Esto es algo dramático, aun vivido con una sana intención. Porque la auténtica comunidad no se da porque la gente comparta sentimientos recíprocos, aunque tampoco puede haberla sin ellos. Pero su fundamento hay que buscarlo en otra parte: el auténtico vínculo humano, la auténtica relación, sólo se da cuando las personas comparten una misma relación con el centro viviente, en virtud de la cual comparten los mismos sentimientos arraigados en la experiencia originaria. ¡Ah, eso nos abre a otro mundo! Los sentimientos que generan vínculos no penden del mundo del Ello, siempre de superficie, sino de los que nacen de lo profundo de la experiencia personal de un encuentro con el misterio que nos desborda. «La comunidad se construye a partir de la viva relación recíproca, pero el maestro de obra es el vivo centro activo», dice Buber. Algo que ocurre no sólo en la vida pública, sino también y primariamente en la vida personal. El mismo esquema cabe establecer, por ejemplo, en el matrimonio, el cuál nunca se dará en toda su autenticidad mientras los cónyuges no se alimenten de ese Tú que cada uno debe haber experienciado originariamente por sí mismo, para luego compartirlo recíprocamente. Es la experiencia común del Tú lo que alimenta el matrimonio, no los sentimientos compartidos generados en la esfera del Ello; del mismo modo que es esa experiencia común lo que alimenta cualquier relación pública. Y es que la vida personal verdadera y la vida pública verdadera son las dos caras de una misma moneda. Compartir vivencias por sí mismas, compartir aficiones, compartir instituciones, difícilmente podrán establecer vínculos si todo ello no se realiza desde la experiencia originaria del encuentro. Un encuentro cuyo fundamento no se sitúa en lo externo, sino que se irradia desde el centro según distintas expresiones.

Las dos columnas de las sociedades contemporáneas, la economía y el Estado, deberían estar en guardia constante contra el imperio de la inmediatez, de la improvisación, del provecho propio en términos económicos y de poder. Para lo cual el único remedio es que el economista y el estadista hayan experienciado el encuentro originario. Sin él, los miembros de la sociedad siempre serán elementos, engranajes de una gran maquinaria que hay que emplear adecuadamente para sus fines. Algo que buena parte de la sociedad, ajena también a la experiencia originaria, ha aceptado: «¿acaso la evolución misma en la forma moderna del trabajo y en la forma moderna de la posesión no han borrado casi todo rastro de vida recíproca, de relación plena de sentido?». Si ésta se recuperara, los cimientos de nuestra sociedad globalizada ciertamente temblarían. Pero parece que el Ello se ha apoderado ya de la vida pública y personal, sin posibilidad de ser detenido; un Ello tirano en expansión que devora lo que entorpece su paso.

Quizá las cosas fueran diferentes si sobre la esfera del Ello, también necesaria para las personas —como decía—, sobrevolara la presencia del Tú. Si así fuera, las vivencias y los usos se darían de modo legítimo en tanto que están ligados a la relación, y sostenidos por ella. No hay nada inhumano mientras se mantenga en la esfera del Tú; todo lo que se salga de la esfera del Tú, se convierte en definitiva en un renegar de la vida, o peor, de la existencia. Nada de lo periférico puede suplantar lo central, ninguna vivencia del Ello puede suplantar el encuentro con el Tú. Cuando esa experiencia con el Tú se ha disfrutado, lo inhumano comienza a retroceder.

«Las estructuras de la vida humana comunitaria adquieren su vida a partir de la abundancia de la capacidad relacional que poseen sus miembros, y su forma auténtica a partir del vínculo de esta fuerza en el espíritu. El estadista o el economista que rinde tributo al espíritu no actúa superficialmente». Hace en la vida pública lo que hace en la personal, tratando de adecuar la experiencia originaria en su día a día, tanteando diariamente cómo no sucumbir al Ello, manteniendo actual la actitud de encuentro. Sólo es esta actitud la que nos puede rescatar de un mundo del Ello abandonado a sí mismo; todo lo demás será querer salir de las arenas movedizas estirándonos los pelos de nuestra cabeza. Sólo gracias a la experiencia originaria todo lo trabajado y poseído, siendo como es de la esfera del Ello, puede ser transfigurado como patencia de la esfera del Tú. Porque el espíritu del encuentro sólo es actuante en el mundo del Ello precisamente atravesándolo y transformándolo por la mano de los tus que viven alimentándose de la fuente originaria.

Al ser humano que porta la chispa del encuentro originario no le oprime la necesidad causal cuando vuelve al mundo del Ello. Pero cuando el mundo del Ello no está traspasado por la chispa vivificante y personalizante del Tú, enferma como el agua estancada, y se entroniza oprimiendo al ser humano como el gigantesco fantasma del pantano. «En la medida en que este se contenta con un mundo de objetos que para él ya no pueden llegar a ser una presencia, sucumbe a ese mundo. Entonces la causalidad habitual se agranda hasta tornarse fatalidad opresora, asfixiante».