En la vida pública nos damos cuenta, con dolor creciente, de que las instituciones no generan vínculos sociales, no generan vida pública, vida cívica. En términos de Martin Buber —
como veíamos— nos mantienen reductivamente en la esfera del Ello, entreteniéndonos con vivencias de todo tipo y técnicas facilitadoras de una vida cada vez más superficial. El Estado burocratizado trata de generar vínculos necesariamente ajenos a la dinámica verdadera del ser personal, ajena a la esfera del Tú, y que en el fondo desconoce. Incluso se propician agrupaciones de distinta índole de extraños entre sí, tratando que de modo resuelto aprendan a vivir juntos, a convivir, incluso apelando a sentimientos nobles banalmente vividos. Todo queda en el lado de allá, en la esfera del Ello, sin contacto con el de acá, con la esfera del Tú.
Esto es algo dramático, aun vivido con una sana intención. Porque la auténtica comunidad no se da porque la gente comparta sentimientos recíprocos, aunque tampoco puede haberla sin ellos. Pero su fundamento hay que buscarlo en otra parte: el auténtico vínculo humano, la auténtica relación, sólo se da cuando las personas comparten una misma relación con el centro viviente, en virtud de la cual comparten los mismos sentimientos arraigados en la experiencia originaria. ¡Ah, eso nos abre a otro mundo! Los sentimientos que generan vínculos no penden del mundo del Ello, siempre de superficie, sino de los que nacen de lo profundo de la experiencia personal de un encuentro con el misterio que nos desborda. «La comunidad se construye a partir de la viva relación recíproca, pero el maestro de obra es el vivo centro activo», dice Buber. Algo que ocurre no sólo en la vida pública, sino también y primariamente en la vida personal. El mismo esquema cabe establecer, por ejemplo, en el matrimonio, el cuál nunca se dará en toda su autenticidad mientras los cónyuges no se alimenten de ese Tú que cada uno debe haber experienciado originariamente por sí mismo, para luego compartirlo recíprocamente. Es la experiencia común del Tú lo que alimenta el matrimonio, no los sentimientos compartidos generados en la esfera del Ello; del mismo modo que es esa experiencia común lo que alimenta cualquier relación pública. Y es que la vida personal verdadera y la vida pública verdadera son las dos caras de una misma moneda. Compartir vivencias por sí mismas, compartir aficiones, compartir instituciones, difícilmente podrán establecer vínculos si todo ello no se realiza desde la experiencia originaria del encuentro. Un encuentro cuyo fundamento no se sitúa en lo externo, sino que se irradia desde el centro según distintas expresiones.
Las dos columnas de las sociedades contemporáneas, la economía y el Estado, deberían estar en guardia constante contra el imperio de la inmediatez, de la improvisación, del provecho propio en términos económicos y de poder. Para lo cual el único remedio es que el economista y el estadista hayan experienciado el encuentro originario. Sin él, los miembros de la sociedad siempre serán elementos, engranajes de una gran maquinaria que hay que emplear adecuadamente para sus fines. Algo que buena parte de la sociedad, ajena también a la experiencia originaria, ha aceptado: «¿acaso la evolución misma en la forma moderna del trabajo y en la forma moderna de la posesión no han borrado casi todo rastro de vida recíproca, de relación plena de sentido?». Si ésta se recuperara, los cimientos de nuestra sociedad globalizada ciertamente temblarían. Pero parece que el Ello se ha apoderado ya de la vida pública y personal, sin posibilidad de ser detenido; un Ello tirano en expansión que devora lo que entorpece su paso.
Quizá las cosas fueran diferentes si sobre la esfera del Ello, también necesaria para las personas —como decía—, sobrevolara la presencia del Tú. Si así fuera, las vivencias y los usos se darían de modo legítimo en tanto que están ligados a la relación, y sostenidos por ella. No hay nada inhumano mientras se mantenga en la esfera del Tú; todo lo que se salga de la esfera del Tú, se convierte en definitiva en un renegar de la vida, o peor, de la existencia. Nada de lo periférico puede suplantar lo central, ninguna vivencia del Ello puede suplantar el encuentro con el Tú. Cuando esa experiencia con el Tú se ha disfrutado, lo inhumano comienza a retroceder.
«Las estructuras de la vida humana comunitaria adquieren su vida a partir de la abundancia de la capacidad relacional que poseen sus miembros, y su forma auténtica a partir del vínculo de esta fuerza en el espíritu. El estadista o el economista que rinde tributo al espíritu no actúa superficialmente». Hace en la vida pública lo que hace en la personal, tratando de adecuar la experiencia originaria en su día a día, tanteando diariamente cómo no sucumbir al Ello, manteniendo actual la actitud de encuentro. Sólo es esta actitud la que nos puede rescatar de un mundo del Ello abandonado a sí mismo; todo lo demás será querer salir de las arenas movedizas estirándonos los pelos de nuestra cabeza. Sólo gracias a la experiencia originaria todo lo trabajado y poseído, siendo como es de la esfera del Ello, puede ser transfigurado como patencia de la esfera del Tú. Porque el espíritu del encuentro sólo es actuante en el mundo del Ello precisamente atravesándolo y transformándolo por la mano de los tus que viven alimentándose de la fuente originaria.
Al ser humano que porta la chispa del encuentro originario no le oprime la necesidad causal cuando vuelve al mundo del Ello. Pero cuando el mundo del Ello no está traspasado por la chispa vivificante y personalizante del Tú, enferma como el agua estancada, y se entroniza oprimiendo al ser humano como el gigantesco fantasma del pantano. «En la medida en que este se contenta con un mundo de objetos que para él ya no pueden llegar a ser una presencia, sucumbe a ese mundo. Entonces la causalidad habitual se agranda hasta tornarse fatalidad opresora, asfixiante».