Al empezar a comentar el caso de Helen Keller, decía en otro
post que, apoyándome en su
experiencia, me interesaba tratar dos cuestiones: una, el paso de la formalidad
de estimulidad a la de realidad; y dos, el modo en que, a causa de su
particularidad, esta mujer desarrolla sus otros sentidos fisiológicos de un modo
inconcebible para cualquiera de nosotros (fuertemente dependientes de la visión
y en el oído) lo que propicia un modo diferente de estar en la realidad. Hemos
estado viendo el primero de ellos. Pues bien, antes de pasar al segundo, no
quería dejar de comentar un par de temas que se me han ocurrido al hilo de todo
ello y que me parecen interesantes, a saber: el de la vinculación entre la
especificidad humana y nuestro carácter lingüístico, y otro que tiene que ver
con el estado pre-reflexivo en el que se encontraba Keller y una idea de María
Zambrano. Hoy comentaré éste, y el primero lo dejo para la semana que viene.
El descubrimiento por parte de Keller de su propia identidad
fue un hito fundamental en su vida. Las cosas que pudiera hacer a partir de ese
momento eran probablemente las mismas que hacía antes, pero ya nada era igual. Y
llama la atención cómo vivía ella aquella época. Como creo que ya comenté en un
post anterior, estos recuerdos hay que tomarlos como lo que son, recuerdos, que
como tales no dejan de estar transformados o moldeados por todos los años
vividos. ¿Quién puede estar seguro de que los recuerdos de su niñez sean
totalmente fidedignos? Ella así lo asume, lo que demuestra una delicada
agudeza, consciente de que sus recuerdos pueden estar moldeados por su
experiencia adulta:
«Quien realmente piense en sus primeras impresiones, sabe
que todo eso es un misterio. Nuestras impresiones evolucionan y cambian sin que
lo advirtamos, de manera que lo que suponemos que pensábamos cuando éramos
niños puede ser muy diferente de lo que en realidad experimentábamos en nuestra
infancia».
Keller barruntaba que el descubrimiento de su ‘sí mismo’ ―que diría Ricoeur― fuera previo a aquel famoso día en que tiene esa experiencia con el agua: «No podría hoy fijar la época en que advertí por primera vez que no era igual que los demás; pero esto tuvo lugar antes de que llegase mi maestra». Es decir, antes del ‘despertar de su alma’ en aquel día maravilloso, ya comenzaba a darse cuenta (aunque así, como de forma no consciente) de lo diferente que era de la gente que le rodeaba. No me canso de pensar en ese sentido de reflexividad que poseía antes de aquel día, que supongo muy cercano al modo en que los animales se sienten a sí mismos: «Lo más que puedo decir es que, dormida o despierta, yo sentía únicamente con mi cuerpo. No alcanzo a recordar proceso alguno que pueda ahora dignificar con la palabra pensamiento. (…) La idea ―que otorga identidad y continuidad a la experiencia― entró en mi existencia dormida y en mi existencia despierta en el mismo momento en que se despertó la conciencia de mí misma».
A donde quería llegar es aquí, al hecho de que hasta entonces entendía su existencia como un sueño: «Antes de que me dieran una instrucción, yo vivía una suerte de sueño permanente». Aunque no tiene que ver directamente con esta cuestión, esta idea de Keller me recordó una idea de la filosofía malagueña, que tenía que ver con el modo en que María Zambrano definía el estilo de vida de aquellos que, parapetados tras las murallas de su rutina y de sus costumbres, se presentaban incapacitados para poder aprehender la realidad más allá de sus cánones acostumbrados. La persona ensoñada —nos dice Zambrano— es aquélla que quiere saber a qué atenerse, que precisa controlar las cosas, que necesita predecirlas, renunciando así a cualquier otro tipo de vida que implique sorpresa, vulnerabilidad, creatividad, ilusión, esperanza. Este tipo de personas se piensan en vigilia, activos, vivos, cuando es todo lo contrario: en realidad, el hombre que vive en la vigilia (el hombre ‘vigilante’) vive ‘ensoñado’; y necesita despertar de esa ensoñación para acceder a la realidad del ser, que se nos presenta entonces como un campo abierto dispuesto para ser explorado, derribando así las murallas que su conciencia había levantado para no ver perturbada su ‘paz’.
Nos dice Zambrano que durante la ‘vigilia’ el ser humano no está viviéndose a sí mismo, sino que está viviendo a su personaje: vive arrastrado por aquél que no es él, pero con el que en definitiva se identifica; un personaje construido inconscientemente, que le devora en conflicto continuo consigo mismo. Precisamente, el ser persona implica tomar consciencia de que lo que nosotros entendemos por vigilia es eso, una ensoñación, y poder ejercer sobre nosotros mismos un auténtico acto creador desde nuestra más profunda y radical libertad, desde los ínferos de nuestra vida personal (que dice la filósofa), es decir, desde lo más profundo de nuestro ser en donde cabe situar la posibilidad de atisbar siquiera el sentimiento originario, en donde ya no caben las palabras sino el más elocuente y vivificador silencio. Un silencio que no es tanto una ausencia de palabras como una actitud vital según la cual uno permite que aflore lo que auténticamente es en detrimento del personaje que ‘ha optado’ representar, momento en el que el ser humano no puede sino abandonarse y entregarse a la realidad, a aquello que hay y que le conforma y le fundamenta, y que usualmente le permanece velado a causa del recinto amurallado perfectamente construido y estrepitosamente ensordecedor que le impide escucharse a sí mismo.
En fin, el análisis que realiza la filósofa malagueña va mucho más allá de las pretensiones de la joven Keller, pero creo que el paralelismo entre esta forma de vida no consciente que nos describe Keller y el ensoñamiento propio de un modo de vida inauténtico que nos describe Zambrano es razonable.