Con este post finalizo
esta serie dedicada a la educación no
consciente. A lo largo de todos estos posts dedicados a la identificación
de procesos no funcionales en la
educación he intentado describir actitudes y situaciones en las que todos nos podemos
reconocer. Y digo ‘todos’ a conciencia: creo poder afirmar que no se salva
nadie (cada uno en sus circunstancias particulares). Y creo que es algo de lo
que… debemos tomar consciencia (valga
la redundancia). Lo importante de la tarea educativa —a mi modo de ver— no es
hacerlo todo perfectamente sino intentar crecer siempre; ser conscientes de la
situación en la que estamos y de los procesos de relación que establecemos con
los que nos rodean, y esto es de todo menos fácil. Con naturalidad nos dejamos
deslizar por la suave pendiente de la evasión de la responsabilidad, de la
culpabilización a los demás, al mundo,… incluso a los niños (¡son ellos los que
me obligan a…!), cuando a poco que nos detengamos un poco podremos percibir en
nosotros modos de actuar no funcionales. Y cuando ello ocurre, podremos
identificar con realismo nuestra propia situación vital para desde ella
trabajar en firme y a fondo por nuestros hijos; pero no sólo por ellos, sino
también por la gente con la que podamos relacionarnos e incluso por nosotros
mismos. En la medida en que nosotros seamos personas más íntegras, más
coherentes,… ello influirá sin duda a todas las personas que nos rodean, y
sobre todo a los niños.
Los niños se enteran de
todo. Y es preciso estar al tanto de nuestros modos de actuar desde muy pronto, porque
sobre todo cuando son bebés les estamos comenzando a transmitir lo que será el fundamento
de su personalidad. Hablar de ‘procesos conscientes’
es llegar ya muy tarde.
Efectivamente, los niños
se enteran de todo. Es una frase típica, pero… ¡es cierta! Los que no solemos
ser conscientes de nuestras coherencias e incoherencias somos nosotros, si no
estamos ojo avizor (y aun estándolo). ¿De qué depende, entonces, una educación
funcional? Pues básicamente de nuestro comportamiento cotidiano, rutinario, diario.
¿Somos coherentes en nuestras casas, día a día? ¿Es nuestra comunicación no
verbal coherente con la verbal? ¿Somos moderados en nuestra comunicación? Vaya
por delante que no es nada extraño que en nuestros hogares haya estos procesos
no funcionales. Lo normal es que nuestros hijos vivan en un ambiente en el que se
les quiere; tan sólo quiero destacar es que en ese ambiente sano, es fácil que
existan ciertas pautas de comportamiento que sin duda son mejorables. Nada más.
Sí que quisiera insistir en una cuestión, a saber: que, por lo general, pocas veces suele ‘tener la culpa’ el niño (y ojo, tampoco se trata de que seamos los padres los culpables). El comportamiento de nuestro hijo no es sino el resultado de su adaptación al ambiente familiar. Una familia es como una barca sobre el agua: para que la barca esté en equilibrio y tranquila, cada tripulante debe ocupar un sitio determinado; y hasta que no estén todos en su lugar, la barca no dejará de balancearse. Lo que hace el niño es subirse a una barca en la que ya están subidos el resto de miembros de la familia: y del mismo modo que la llegada del niño supone una cierta modificación del equilibrio de la barca (del equilibrio familiar), de alguna manera la ubicación del resto de miembros ‘determina’ o ‘condiciona’ los lugares que puede ocupar el niño. En definitiva, para que el equilibrio de la barca pueda continuar dándose, el niño deberá ocupar un sitio determinado: el que los demás (consciente o inconscientemente) le ‘han dicho’ que ocupe. Pero en todo lo que ocurra en la barca (en la familia), sea bueno o malo, suele intervenir el entramado familiar al completo. Cada uno ocupa su lugar e interviene a su modo en el entramado familiar, entramado en el que es obvio que los padres poseen una responsabilidad que no poseen los niños.
Debemos ser conscientes de que son los ámbitos familiares los que generan los procesos internos de nuestros hijos, ámbitos en lo que si bien son los padres los principales responsables no dejan también de participar de alguna manera los hijos (con sus caracteres, sus personalidades, sus hobbies,…). Pero como digo, los principales responsables son los padres y educadores. Con ámbitos destructivos, generamos personalidades delicadas y problemáticas; con ámbitos amorosos y de confianza, generamos personalidades ilusionadas y felices, generamos vínculos afectivos seguros. Tan sólo hemos de ponernos manos a la obra. Es curioso apreciar cómo cambiando el ambiente familiar hay muchos problemas que se solucionan por sí solos. Sin embargo, cambiar el ambiente es tarea harto complicada: ¡la rigidez en los comportamientos suele estar más en los adultos que en los niños! Ellos se adaptan con facilidad.
El ser humano presenta una característica sorprendente: cuando se da cuenta de que una forma de actuar no ofrece los resultados esperados… insiste y todavía con más fuerza. Y esto nos ocurre a nosotros con frecuencia: empleamos castigos cada vez más fuertes, nos enfadamos y chillamos cada vez más alto,… hasta que ya no sabemos qué hacer. Y yo me planteo: en vez de insistir más veces y más fuerte, ¿no será más funcional cambiar de táctica? Como he comentado más arriba, la familia es una barca, y yo puedo provocar el movimiento del otro de dos modos: bien empujándole directamente (a las bravas), bien desplazándome sutilmente hacia un lado, lo que provocará a su vez que él se desplace casi sin darse cuenta hacia donde yo quiero para rehacer el equilibrio… Normalmente empleamos el primero método, queremos que el otro cambie sin cambiar nosotros, y eso es imposible; en el modo de ser del otro nosotros tenemos buena parte de responsabilidad, y si queremos que el otro se comporte de otro modo, quizá sea más útil ver qué podemos modificar en nuestro comportamiento. Lo demás vendrá sólo.
En fin, me gustaría haber
destacado la importancia de cobrar conciencia de todos estos procesos no
conscientes. Espero que todo ello redunde en beneficio de todos, sobre todo de
los pequeños. Claro que tendremos errores, claro que nos equivocaremos,… Estaremos
cansados, tiraríamos a los niños por la ventana, ¡no puedo más! En fin, todo
esto es normal. Pero… les queremos, haríamos lo que fuera por ellos. Y ellos
nos adoran. Para ellos somos el referente, el ejemplo a seguir. Ellos siempre,
siempre, nos ven, son auténticas esponjas; continuamente nos están mirando,
están aprendiendo de nosotros, de nuestro comportamiento,… ¿No debemos
ofrecerles lo mejor? Procuremos ofrecerles aquel ambiente familiar que les posibilite escribir sus vidas desde una auténtica libertad sustentada por una confianza básica ante el mundo.
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