En La sociedad de la
desconfianza Eibl-Eibesfeldt nos comenta una característica que se da con
demasiada frecuencia en nuestro entorno mediático: se trata de lo que denomina
el miedo a la comunicación, es decir,
el miedo a decir algo en público por la sospecha continua de que alguien va a
malinterpretar (consciente o inconscientemente, aunque él se refiere más a
‘conscientemente’) cualquier afirmación que se realice. Antes de tratar este
tema en concreto, lo que hace es situarlo en un contexto más amplio, a saber:
el del modo en que un individuo (cualquier individuo) está situado en la
sociedad (occidental).
A lo largo de la historia ha habido diversas opiniones respecto al fundamento de la relación que existe entre un individuo concreto y la sociedad. El modo en que un individuo se sitúa ante una sociedad se encuentra en el seno entre una tensión entre dos polos: sus propios intereses individuales y la repercusión social de estos intereses. En principio, toda acción que realice un individuo posee ciertas consecuencias, que serán positivas o negativas para el resto de conciudadanos: su acción no sólo tendrá resultados en su propia persona, sino que ‘arrastrará’ de alguna manera a otras personas de su entorno próximo o lejano. Ninguna acción es indiferente, ni en el plano personal ni en el social.
La cuestión pasa por averiguar si estamos ante un problema irresoluble o no, es decir, si ante una determinada acción que en principio es provechosa para el individuo, es verdaderamente adecuada para él a sabiendas de que en el plano social es dañina. O sea, si una acción es buena para mí sabiendo que te perjudica a ti. Ello nos lleva a dos graves cuestiones: a) ¿qué es más fundamental: el bien individual o el bien común?; y b) ¿se puede aspirar a cierta convivencia armónica desde la perspectiva de la imposición del bien individual frente al bien común? ¿Y viceversa?
Es fácil escuchar la opinión de que necesariamente se haya
de elegir entre un tipo de bien u otro. ¿Es justa esta consideración? Quizá el
modo de plantearlo sea un tanto falaz. ¿Por qué ha de ser lo uno o lo otro? Independientemente
de que se produzca en no pocos casos cierta tensión, quizá no sean dos tipos de
bienes que tengan que encontrarse necesariamente en oposición, todo lo
contrario: me pregunto si un bien individual que no vaya en la misma dirección
que un bien social es efectivamente un bien individual, o no es más que una
pretensión de bienestar tras el cual subyace una postura egoísta o egocéntrica.
Participar en la consecución del bien común supone ser capaz de superar los
propios intereses, no para realizar una especie de sublimación (disolución) de
nuestra persona en una entidad superior (la sociedad), sino para realizar mi
personalidad desde la consciencia de que sólo desde mi participación en la
consecución de un bien común puedo construir adecuadamente mi propia identidad.
Es la distinción que Paul Ricoeur realiza entre socius y prójimo. El primero sería «aquel a quien llego a través de su función social», es una relación mediata: sólo me interesa el otro… ‘en cuanto que’. Es un tipo de relación artificial, construida a raíz de la evolución de nuestra sociedad occidental procedimental, jurídica, económica. Pero ante el socius cotidiano, surgen ocasiones en que no lo consideramos como socius sino de otro modo, ocasiones que suponen una llamada a la toma de conciencia de que el otro no es un mero socius sino un prójimo. Como dice Ricoeur, «el sentido del prójimo es una invitación a situar exactamente el mal en esas pasiones específicas que se apegan al uso humano de los instrumentos», fruto de una razón instrumental (Weber) cuya consecuencia inevitable es también la instrumentalización del individuo para convertirlo —según Ricoeur— en socius. La consideración del otro como prójimo nos obliga a romper con esa estructura artificial de la sociedad, con esa existencia instrumental a la que nos aboca la forma de vida occidental para plantearnos otro tipo de existencia que la desborde, acaso una existencia más auténtica.
Lo que nos lleva a su vez a situar en otras categorías el análisis de la sociedad actual. Estamos acostumbrados a preocuparnos por toda esa actividad humana derivada de una tecnología divinizada que va en contra de la naturaleza, y eso sin duda está bien. Pero quizá tampoco debamos demonizar a la tecnología; deberíamos preguntarnos dos cosas: a) si puede darse una vida humana sin tecnología o si por el contrario —como ya decía Ortega— el ser humano es inevitablemente tecnológico ya desde la prehistoria; y b) si el criterio para enfocar ese problema no es tanto un criterio cuantitativo (que también) como cualitativo. Ricoeur se pregunta si el peligro que acecha sobre la naturaleza y sobre nosotros mismos hay que ir a buscarlo en la fuente de la que surge el conflicto entre el socius y el prójimo.
«El mal de la existencia social del hombre moderno no está
en ir contra la naturaleza; no carece de índole natural, sino de caridad. La
crítica, por tanto, se equivoca por completo cuando la emprende contra el
gigantismo de los aparatos industriales, sociales o políticos, como si hubiera
una escala ‘humana’ inscrita en la naturaleza del hombre».
La consideración del otro como prójimo implica un cambio de clave, cambio desde el cual se puede
observar cómo el entramado tecnocrático de nuestra sociedad posee la tendencia
de acaparar para sí toda posibilidad de relación humana ajena a dicho
procedimentalismo. Lo tecnocrático objetiva
al ser humano, e impide cualquier tipo de relación personal. Hoy en día es
común la relación de socius a socius, pero habrá que plantearse si
responde a lo que podemos entender como relación personal, o si no supone una
reducción inaceptable de lo que es una auténtica relación personal, aunque
desgraciadamente sea algo extendido a muchos niveles sociales. Y si no se
quiere vivir solamente en esa relación, sino que se busca una relación de un yo
a un tú, de un prójimo a otro prójimo, habrá que preguntarse si las
actuales estructuras sociales posibilitan dicho encuentro. Como nos dice
Ricoeur, «lo social tiende a impedir el acceso a lo personal y a ocultar el misterio de las relaciones
interhumanas».
Ya lo decía también Kant cuando hablaba de una ‘insociable
sociabilidad’ en su reflexión sobre la sociedad universal. De hecho, la gran
tarea de la política es establecer pacífica y constructivamente ese nexo entre
lo social y su aparente carácter de insociable, entre la ética y la realidad de
una vida que a menudo cae en lo perplejo y paradójico, en establecer puentes
entre todas las rupturas que creamos entre las relaciones humanas…
Con ello no se debe caer en una idealización utópica de la
cuestión. ¿Sería posible acaso una relación de prójimo a prójimo con
todas las personas del mundo, e incluso con todas las personas que conocemos?
Se produce aquí una situación desde la que nuestro vínculo social adquiere una
doble dimensión: la de lo cercano e íntimo y la de lo lejano y extraño. Mi
propio círculo social se define como tal en oposición a otros círculos
sociales; pero ello no es óbice para que, desde esa situación social, podamos
ser prójimos para los más cercanos y nos comportemos como prójimos con los
lejanos… a través de lo institucional.