Quedaba pendiente el segundo asunto que comentaba, y que tenía que ver con, mediante el procedimiento habitual de nuestro conocer, hasta dónde se podía alcanzar. Más allá de las dudas de si efectivamente nuestro conocimiento nos permitía ‘tocar’ la realidad o no, lo que ahora se plantea es, partiendo de nuestro modo habitual de conceptuar, hasta dónde se puede llegar. Ya se habló de que, con frecuencia, la conceptuación puede volverse en contra nuestra, en el sentido de que puede hacernos creer precipitadamente que ‘ya’ habíamos llegado a nuestro destino cuando, lo cierto es que se trata de una estación provisional. Así las cosas, muy bien se puede ‘entrar’ dentro de eso que hemos conceptuado, ‘desentrañarlo’ para comprender su constitución, su configuración, sus partes, su estructura, etc.
Es fácil pensar que, en cuanto avancemos en el conocimiento de un ente, iremos llegando a otras entidades que lo subyacen y que lo conforman, pero entidades en cualquier caso, a las que asignaremos un nuevo concepto. Esto es algo que se ve claro en el avance de las ciencias naturales. En ellas se trata de dar razón de algo ya identificado o conceptuado apelando, además de a sus rasgos o propiedades, a sus componentes que —por decirlo así— pertenecen a un nivel inferior, inferior en el sentido de más profundo, más radical. Se trata de explicar algo de lo que tenemos noticia, mediante otro tipo de elementos de un nivel inferior que se pueden describir, pero no explicar (¡e incluso en ocasiones tan sólo postular!). Así, por ejemplo, en el conocimiento de la materia: primero se hablaba de moléculas, cuya existencia se explicaba por los átomos, que sólo se describían; éstos, a su vez, quedaron explicados por las partículas subatómicas, que inicialmente también se describían únicamente; con el tiempo, éstas quedaron explicadas por las partículas fundamentales que, hasta el momento actual (y hasta donde yo sé), sólo pueden ser descritas, y no explicadas por entidades de un nivel inferior. Siempre que acudamos a otro nivel para dar razón del nivel en que nos encontramos, será inicialmente descrito; y aunque lo expliquemos, para ello describiremos los entes de otro nivel inferior; y así sucesivamente… ¿hasta dónde? Conforme profundizamos en el conocimiento de las cosas (molécula, gen, voluntad, etc.), se descubre que están conformadas por entidades o procesos de un nivel inferior, a las que les ponemos un nombre, una etiqueta; este concepto —como decía— es una estación intermedia de descanso, y lo empleamos porque todavía no hemos podido descender de nivel descubriendo qué elementos lo componen. Cosificar se puede definir como el identificar con un concepto un ente que justifica ese alto en el camino que es el progreso en el conocimiento. En este sentido, quizá se pueda entender conceptuar como sinónimo de cosificar.
Popper denominaba a este tipo de conocimiento como aquél que trata de responder a preguntas del tipo qué es. Cuando tratamos de expresar lo que es algo, lo identificamos mediante un concepto, decimos de qué está hecho, cuáles son sus caracteres, para qué sirve o puede servir, etc., pero lo cierto es que estrictamente nunca llegamos a decir lo que es de modo directo, sino mediante rodeos, es decir, mediante explicaciones.
Y éste es el meollo del asunto: hasta qué punto el conocimiento humano, sea del carácter que sea, puede llegar a alcanzar la ultimidad de la cosa; en este sentido, habría que llegar al límite de lo que realmente es la cosa en cuestión, es decir, a su esencia. Si esto fuera así, si se conoce a algo en términos de su esencia, parece que ya no se hace falta conocer nada más suyo, seguramente porque no es necesario. Ahora bien, esto parece que es algo que compete quizá menos al conocimiento científico, algo más al conocimiento filosófico, situación ante la cual se ha de andar con precaución para no caer en explicaciones ad hoc, tal y como veíamos, y veremos. Ciertamente, no toda contrastación de un juicio se ha de realizar mediante una metodología científica, ya que hay juicios filosóficos que también pueden ser contrastados con la realidad de las cosas y del ser humano, sólo que no por una metodología científica, sino mediante otra, por ejemplo una de carácter experiencial. De hecho, en nuestras vidas procedemos así con mucha más frecuencia de lo que pensamos. Como decía Ortega y Gasset en el ‘Prólogo para franceses’ de su laureada La rebelión de las masas, para las cosas verdaderamente importantes de la vida la razón científica no sirve, siendo preciso acudir a lo que entonces denominó razón histórica.
Pero a lo que iba: aunque parece que la aspiración a ese conocimiento esencial es más propia del conocimiento filosófico que del científico, la prudencia que se debe mantener ante él debe ser constante, así como la valoración crítica del grado de satisfacción o insatisfacción que nos genera un explicans en referencia a un explicandum concreto. En principio, en este camino progresivo del conocimiento parece que toda explicación puede ser explicada por otra de nivel inferior, más profundo o básico, con un grado mayor de contrastabilidad y universalidad. El asunto es si se puede descender hasta eso que entendemos que es su esencia, y qué quiere decir esto exactamente. Esto y no otra cosa es lo que pretendía la metafísica clásica.