7 de enero de 2025

Esa pretendida objetividad de las cosas

Es experiencia común percibir las cosas con ciertas propiedades o caracteres estables, lo cual se traduce en nuestra percepción en ciertas ‘constantes perceptivas’, tal y como las define Merleau-Ponty. Ahora bien, aquí hay que distinguir dos aspectos: uno, que efectivamente las cosas presenten una estabilidad en virtud de las cuales las percibimos así, como ‘estas’ cosas y no estas ‘otras’; y dos, que para nada es evidente que, de aquí, podamos dar con cómo sean las cosas ‘objetivamente’, en una objetividad suya ajena a nuestras percepciones, o como resultado de todas ellas. A poco que lo pensemos, nos damos cuenta de que, efectivamente, solemos distinguir en nuestra percepción de los objetos aquello que entendemos que les pertenece a ellos mismos, de lo que pensamos que son noticias accidentales de las percepciones que hemos hecho de él, y que no le afectan en cuanto tal. Lo que no está tan claro es qué sea accidental y qué le pertenezca objetivamente: ¿dónde está la frontera?, ¿a partir de qué estimamos que tal forma o tal magnitud son, efectivamente, una forma o una magnitud que le pertenecen objetivamente a ese objeto?, pregunta interesantísima que nos lanza el pensador francés.

Pensemos en la percepción de una figura geométrica, un cuadrado. Solemos definirlo en virtud de cómo se presenta en un plano frontal a nuestra visión, y a una distancia media (ni muy lejana, pues iría empequeñeciéndose hasta convertirse en un punto minúsculo, ni muy cercana, pues nuestra mirada quedaría empastada en el plano que lo alberga confundiéndose en él). Así, podemos distinguir a un cuadrado de un rombo, por ejemplo, el cual queda definido en las mismas condiciones: mirada frontal y a una distancia media. Estas condiciones de percepción se definen en virtud de nuestra posición respecto a tales figuras, adoptándolas como punto de referencia, con relación a las cuales identificamos las ‘apariencias fugitivas que no se corresponden con lo que ellas son’: es así como construimos la pretendida objetividad de las cosas.

Pero el caso es que estas percepciones así definidas no son más verdaderas que tantas otras que podamos tener. Es más, muy raramente percibimos en la naturaleza cuadrados frontalmente, sino que las más de las veces los solemos percibir oblicuamente, en forma precisamente de rombos. ¿Cómo sabemos que eso que vemos con forma de rombo, es un cuadrado y no un rombo? O al revés: ¿cómo sabemos que un rombo percibido oblicuamente, apareciéndosenos como un cuadrado, es efectivamente un rombo y no un cuadrado? Sólo podemos distinguirlo si tenemos en cuanta nuestra orientación, la posición de nuestro cuerpo, a partir de la cual hacemos una reconstrucción psicológica de lo percibido, tratando de comprobar si es efectivamente un cuadrado o no, si es efectivamente un rombo o no. Y aquí está el meollo: como muy agudamente ve Merleau-Ponty, «esta reconstrucción psicológica de la magnitud o de la forma objetiva, ya concede aquello que debería explicar: una gama de magnitudes y formas determinadas, entre las cuales bastaría escoger una, que sería la magnitud o forma real».

Esta idea es genial. Definir el cuadrado tal y como lo definimos no es más que una opción entre otras, y ‘decidimos’ que su objetividad resulta de tal definición. Lo que nos abre a dos problemas: el primero es averiguar si, efectivamente, ‘esta opción’ que escojo entre todas las demás es la que nos asegura la forma ‘objetiva’ de eso que estoy percibiendo, es la que nos define las propiedades estables de la cosa en cuestión; el segundo, quizá más grave, es tratar de comprender cómo, ante la infinidad de percepciones que tengo de un objeto, en constante dinamismo, se me puede dar en el flujo de mis experiencias ‘el’ modo de ser de la cosa, su modo de ser ‘objetivo’.

Quizá esa pretendida objetividad de las cosas no sea tal, cuando menos en su definición perceptiva, lo que no quiere decir en absoluto que las cosas no sean estables en su modo de ser, en el seno de determinadas escalas temporales. Ello quiere decir que las magnitudes y formas percibidas nunca son de modo absoluto ‘las’ magnitudes y formas del objeto, sino que son modos de denominar las relaciones perceptivas que, entre el sujeto y el objeto, se dan en el campo fenomenal. «La constancia de la magnitud o de la forma real a través de las variaciones de perspectiva, no sería más que la constancia de las elaciones entre el fenómeno y las condiciones de su presentación». Cómo sea la realidad no se puede saber como resultado de una perspectiva privilegiada, sobre la cual aparecerían todas las demás, sino que es el armazón de relaciones a las que todas las perspectivas satisfacen.

Toda perspectiva no es sino el precipitado de un objeto que se me presenta y una percepción realizada desde una posición de mi cuerpo. Tan cuadrado es un rombo percibido oblicuamente, como es romboide un cuadrado percibido de la misma manera. Si decimos que es aparente o no, lo hacemos en virtud de cómo esté situado nuestro cuerpo en la percepción, y cómo ‘debería estar’ si quisiéramos tener de esos objetos ‘la’ perspectiva ‘objetiva’. En este caso, esa perspectiva aparente ya no se sufre, sino que se comprende. Pero estas formas ya no son ‘objetivas’ como tales, sino ‘escogidas’, escogidas arbitrariamente por la correspondiente situación de mi cuerpo ante el fenómeno. Toda orientación de mi cuerpo presenta una apariencia concreta del mismo objeto, así como de los objetos próximos; en todas estas apariencias la cosa no deja de ser lo que es, con sus propiedades estables, y se nos presenta como tal porque todas las percepciones que de ella tenemos arrojan unas magnitudes y unas formas que caben en las relaciones que definen al objeto como tal, así como en las que mantiene con su entorno. Es en su estabilidad propia en lo que se funda la equivalencia de todas sus perspectivas, así como la identidad de su ser. Una estabilidad que se adivina como el fondo de sus figuras, pero como una presencia no sensorial, sino metasensorial.

1 de enero de 2025

El significado lógico no siempre coincide con el lingüístico

Hay un asunto que me parece pertinente destacar, como es que los lenguajes lógicos, tan queridos por los autores que tienden a esta tendencia formalizadora o axiomatizadora, o logificadora, también tienen sus limitaciones, de las que hay que saber hacerse eco para no dar pasos en falso.
  
Sabido es que tanto en ámbitos matemáticos, como también lingüísticos, ha sido común, sobre todo desde finales del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX, tratar de enmarcar las respectivas proposiciones matemáticas o lingüísticas en un marco formal, con la finalidad de darles un mayor rigor. Pero, como decía en este post, lo cierto es que, a pesar de todas las bondades que tenga la axiomatización de un sistema, que las tiene, no todo son ventajas, dado que es fácil que surjan problemas que haga que las cosas no sean tan bonitas como se presumía. Estos problemas tienen que ver con el hecho de que no siempre es fácil establecer un correlato entre ambos sistemas, es decir, entre el sistema lógico y el lingüístico (o el matemático). Pero también con el hecho de que, incluso en el seno del propio sistema axiomatizado, el significado de sus teoremas puede muy bien dar lugar a inconsistencias. Vaya por delante que estos posts (dos o tres) en los que voy a hablar de esto son un poco complejos, pero para quien esté familiarizado con estos asuntos, o tenga inquietud por ellos, pueden ser interesantes (a mi modo de ver, claro).

Para hacernos eco de ello, partamos de un sistema lógico que nos puede ser más familiar a todos, como es el de la lógica clásica. Seguramente sea la lógica que nos venga a la cabeza de modo más espontáneo, y la que nos sea más asequible. Es aquella en la que se dan silogismos del tipo ‘Todos los hombres andan’, ‘Sócrates es un hombre’, luego ‘Sócrates anda’. En ella, como en cualquier otra lógica, hay que distinguir dos planos: el suyo propio (el de su sintaxis como tal) y el de su uso en tanto que formalizadora de otro lenguaje (ya sea matemático, o cualquier idioma hablado, etc.). Y, como decía, tanto en un plano como en el otro, se pueden dar problemas. Quizá sean más llamativos los segundos, en el sentido de que, si bien se utiliza la lógica para logificar un lenguaje (menos logificado, se entiende), el caso es que su relación con éste es compleja, todo lo que tiene que ver con el problema de su semántica. Como dice Raguní, los teoremas lógicamente impecables pueden llevar aparejados problemas semánticos, afirmación que me parece interesantísima. Este análisis nos llevará al primero de los dos problemas que comentaba, lo que nos llevará a su vez para comprender mejor el importante problema de la consistencia lógica.

Empecemos —pues— por el segundo. Trataré de hacer ver que, en ocasiones, es complicado mantener las significaciones del lenguaje habitual en el seno del lenguaje lógico, lo que nos puede llevar a ciertas confusiones. Para explicarlo, vamos a apoyarnos en una sencilla expresión formal que creo que todos conocemos, y en dos proposiciones cualesquiera. La expresión lógica es ‘p→q’; es decir, ‘si p entonces q’, o ‘p implica q’, la cual establece una conexión causal entre las dos proposiciones, de modo que si se ha cumplido la segunda es gracias, en principio, a que la primera también se ha cumplido. Las dos proposiciones pueden ser ‘hay gatos’ (A) y ‘no hay ratones’ (B), que las combinamos así en C: ‘Si hay gatos (A), no hay ratones (B)’. De esta manera, se entiende que cuando no haya ratones ello será gracias a la presencia de gatos, estrategia empleada antiguamente, por ejemplo, para guardar los libros en los monasterios medievales.

Vamos a analizar qué ocurre con la proposición C. ¿Cuándo será verdadera la proposición C? Para ello estableceremos su tabla de verdad desde el sentido común (y acto seguido la compararemos con la establecida desde la lógica). La tabla de verdad de un operador lógico no es otra cosa que averiguar su verdad o falsedad en función de la verdad o falsedad de las premisas mentadas. Imaginemos que somos el bibliotecario del monasterio, y vemos un día ratones comiéndose las hojas de los libros; se nos ocurre traer a algunos gatos, y los ratones desaparecen. Parece razonable pensar que han sido los gatos los responsables de la desaparición de los ratones; igual podrían haber desaparecido por cualquier otro motivo, como una enfermedad, pero daremos por bueno que ha sido por los gatos. En este caso, es verdad que hay gatos, y también es verdad que no hay ratones, lo que nos lleva a afirmar que la proposición ‘si hay gatos, no hay ratones’ es también verdadera.

A

B

A→B (desde el sentido común)

V

V

V

También podría ocurrir que, tras traer los gatos, siguiera habiendo ratones. Entonces, sería verdad que hay gatos, pero no lo sería que no hay ratones, pues sí que los hay. Esto nos lleva a que la proposición ‘si hay gatos, no hay ratones’ no se cumple, es falsa. En lógica clásica, esta posibilidad se conoce como el caso de la promesa rota, pues nuestras expectativas se han truncado. 

A

B

A→B (desde el sentido común)

V

V

V

V

F

F

Para completar la tabla, habría que ver los dos casos en que la primera premisa es falsa, es decir, que no hay gatos. Si no hay gatos, con los ratones caben las dos posibilidades: que no haya (con lo que es verdadera) o que sí que haya (con lo que es falsa). ¿Qué ocurre entonces con C? Si lo pensamos, esto para nosotros no tiene mucho sentido. Si es falso que hay gatos, es decir, si no los hay porque no los hemos traído, no tiene sentido plantearnos la verdad o la falsedad de C, porque que no haya ratones o que sí que los haya, es algo que poco tiene que ver con los gatos, ya que no hay. La proposición C, pues, no sería ni verdadera ni falsa, a mi modo de ver. La tabla de verdad quedaría entonces así: 

A

B

A→B (desde el sentido común)

V

V

V

V

F

F

F

V

¿?

F

F

¿?

El problema viene cuando traemos a colación la tabla de verdad que, desde la lógica, se le da a este operador, que es la siguiente: 

A

B

A→B (desde la lógica)

V

V

V

V

F

F

F

V

V

F

F

V

Nos damos cuenta de que, en los dos casos en que la primera proposición es falsa, C es en ambos casos verdadera. Es decir, independientemente de que no haya o sí que haya ratones, si no hay gatos C siempre es verdadera. ¿Por qué? Desde una perspectiva lógica, que ya no es la del sentido común, en estas dos posibilidades C siempre es verdadera porque, en definitiva, nos da igual lo que ocurra con B, dado que A nunca se va a cumplir. Como la condición no se cumple (pues es falsa), el valor de verdad de la implicación siempre es verdadera, pues al no existir condición inicial, no puede no cumplirse.

Esto último es algo que desde el sentido común nos cuesta asumir. Seguramente pensemos que, no habiendo gatos, no tiene sentido afirmar como verdadera la proposición C; es decir: si A es falsa, semánticamente las dos últimas posibilidades no tienen ningún sentido, pues si no hay gatos, ¿qué finalidad tiene el enunciarla? Si no hay gatos, la presencia o no de ratones podrá ser real, pero no nos dice nada de su vínculo con la presencia de los gatos, que es lo que nos interesa. ¿Qué sentido tiene asignarles un valor de verdad a estos dos casos? Como dice Raguní en Confines lógicos de la matemática, «asignar necesariamente un valor de verdad a los dos casos restantes [estos dos últimos casos] es, por lo tanto, indudablemente forzado, pero es lo que se debe hacer en Lógica clásica por su misma definición». Como se ve, aquí hay una situación en la que lo lógico no acompaña a lo semántico, o viceversa. El caso es que, leído a la luz de su significado habitual, esto pueda dar lugar a confusión, pues nos cuesta comprender que las dos últimas posibilidades sean verdaderas.

En el siguiente post de esta serie veremos distintas posibilidades para tratar de encajar la tabla de verdad lógica a la del sentido común, dando lugar a ciertas paradojas. Todo lo cual nos llevará a la consideración del problema de la inconsistencia de un sistema lógico.

24 de diciembre de 2024

¡Feliz Navidad!

Vigo Johansen; "Noche de paz" (1891)
En el día de hoy no cabe sino felicitar la Navidad. He querido hacerlo con una imagen y un vídeo que me han llegado por distintos canales, para no escribir demasiado. Son días de fruición, de contemplación.

La imagen es esta obra del pintor danés Vigo Johansen, titulado "Noche de paz", pintado a finales del siglo XIX. La he descubierto gracias a la más que recomendable web Historia/Arte, o HA, que descubrí no hace mucho. En ella cabe la posibilidad de suscribirte, llegándote cada día una obra comentada. Hoy nos ha llegado ésta, y no he dudado en compartirla, pues me parece entrañable. Johansen ha sido capaz de crear esa atmósfera cálida mediante la iluminación procedente únicamente de las velas situadas en las ramas del abeto, con la familia a su alrededor formando un coro. No hay más luz que la del árbol, iluminando las caras ¿y las vidas? de los allí presentes.

El vídeo es el mismo con el que la UCV, mi universidad, nos ha felicitado la Navidad. Me ha parecido un vídeo especialmente significativo, máxime en estos tiempos tan difíciles que estamos viviendo en mi tierra, Valencia.


Pues nada: os deseo una feliz Navidad a todos, y que sepamos descubrir dónde se halla la auténtica felicidad.


17 de diciembre de 2024

Laicidad de abstención y laicidad de confrontación

Ricoeur es un autor que pensó a fondo el problema de la legitimidad de la presencia de la religión en la vida pública. A pesar de ser un creyente convencido, ello en absoluto anuló su compromiso filosófico, todo lo contrario: en su reflexión social, mantuvo siempre una mirada vigilante y crítica sobre su discurso, defendiendo lo que denominaba un sano y sincero ‘agnosticismo filosófico’. Él lo argumentaba explicando que era el mejor modo de respetar a los otros, y que, en caso contrario, en caso de emplear argumentos de fe en el debate filosófico y político, fácilmente se podía caer en un dogmatismo, dado que estos argumentos, por su misma naturaleza, difícilmente pueden ser subsumidos en un debate lógico-argumentativo, como explica Domingo Moratalla. A sabiendas del riesgo de caer en una especie de ‘esquizofrenia intelectual’, esta es la postura que asumió. Ello no para renunciar a la dimensión pública de su fe, sino precisamente para poder debatir y defender desde ahí la legitimidad de su presencia en la vida social y política. De hecho, su reflexión al respecto es el precipitado de no pocas discusiones y polémicas, vividas y sufridas durante su propia biografía.

Una de estas reflexiones tiene que ver con la distinción a la que da pie el título del post, con dos dimensiones de la laicidad. Vaya por delante que en los Estados occidentales la laicidad se ha erigido como una postura generalizadamente aceptada, por lo menos en teoría; porque en la práctica el asunto ya es más complejo, cayendo en no pocas ocasiones en situaciones de laicismo recalcitrante. No es lo mismo la laicidad que el laicismo.

Se ha andado mucho en este sentido: desde las cruentas guerras de religión de no hace muchos siglos, en los que los Estados no podían abstenerse de la adopción de una postura de fe, hasta la actualidad contemporánea, en la que precisamente los Estados modernos nacen con la postura inicial de una abstención respecto a toda profesión de fe, alcanzándose un estatus de tolerancia en torno al cual se trata de sobrellevar ese difícil equilibrio entre religiones y otro tipo de creencias. La situación actual, más amable en general, no ha sido fruto de la casualidad, sino que se ha tenido que andar mucho para dejar atrás, en primer lugar, los dogmatismos religiosos de carácter teológico-político, pero también, más reciente, ese laicismo más agresivo característico de hace unas pocas décadas, que imponía al Estado una postura beligerante contra la religión; no una postura neutra sino antirreligiosa, defendida vehementemente. Ambas posibilidades, Estados confesionales y laicistas, parece que no tienen cabida en nuestra época, apostando por los Estados laicos, aunque dicha laicidad no deje de entrañar un equilibrio complejo. Esa dificultad seguramente tenga que ver con el diferente modo de entender la laicidad por parte del Estado y por parte de la sociedad, algo que él articula en torno a esas dos dimensiones: la primera es una laicidad de abstención, y la segunda de confrontación. ¿Qué quiere decir exactamente?

La laicidad de abstención tiene que ver con la postura adoptada por el Estado, y que viene a ser un ‘agnosticismo institucional’, que no quiere decir ignorancia mutua entre la vida civil y la religiosa, sino distinción y delimitación de los poderes y los roles del Estado y de las Iglesias. Esto es lo que comúnmente entendemos por laicidad: un Estado agnóstico que no se preocupa por asuntos religiosos, aunque permite mejor o peor su existencia en la esfera pública. Pero hay una laicidad diferente, que es la referida a cómo se vive esto de facto en la sociedad civil, de un modo más vivo, activo, dinámico, polémico si se quiere. Esta segunda es una laicidad positiva, más allá de la laicidad negativa de la abstención institucional: es una laicidad de confrontación, entendiendo ‘confrontación’ no en sentido peyorativo, todo lo contrario, sino en sentido vivificador: «la laicidad positiva en este planteamiento ricoeuriano no se define por la recuperación de determinados contenidos sino por la necesidad de que esos contenidos aparezcan en la ‘plaza pública’, se enfrenten y confronten». No hay un límite claro entre ambas dimensiones de la laicidad: se permean y se confunden, no sabiendo muy bien dónde acaba una y dónde comienza la otra, pero son fácilmente distinguibles. Quizá donde mejor se dé el problema de su coexistencia sea en la escuela pública la cual, por un lado, depende del Estado y, por el otro, de la sociedad civil que la delega en él. De qué modo se articule esta coexistencia dependerá de la madurez de la sociedad, de cómo sea capaz de vivir la tolerancia, verdadero fundamento de la laicidad.

10 de diciembre de 2024

De la buena conversación a la hermenéutica literaria (e histórica)

Estuvimos comentando el jugoso planteamiento que realiza Gadamer sobre el arte de preguntar, el cual quedaba enmarcado en el arte del conversar. Quien no pregunta, no conversa, pues ya lo sabe todo; sólo conversa el que se deja decir, porque asume que hay cosas que no sabe y quiere saber, quiere ‘ser dicho’. Vemos, pues, cómo la dinámica de la pregunta y la respuesta se encuentra íntimamente vinculada a la dinámica hermenéutica, descendiendo de la dinámica de la conversación a la dinámica de la interpretación literaria. La lógica de la pregunta y la respuesta puede ser aplicada de manera efectiva a la de la hermenéutica literaria.

Que un texto vaya a ser interpretado sucede porque de alguna manera el intérprete se siente interpelado por él, porque le suscita una pregunta, un interrogante, al que tratará de responder. La fidelidad de la interpretación, igual que la posibilidad de una conversación, será posible cuando el intérprete acierte a situarse en el horizonte de la pregunta que suscita el texto, y no en otro: es el horizonte hermenéutico. Este horizonte del texto suele estar más allá de lo explícitamente dicho, y es ahí donde se tiene que situar el intérprete; además de, obviamente, más allá de su propio horizonte. «Un texto sólo es comprendido en su sentido cuando se ha ganado el horizonte del preguntar, que como tal contiene necesariamente también otras respuestas posibles».

A juicio de Gadamer, no estamos muy versados en esta dinámica. Una dinámica que es en cierto modo similar a la comprensión de la historia pues, del mismo modo, «los acontecimientos históricos sólo se comprenden cuando se reconstruye la pregunta a la que en cada caso quería responder la actuación histórica de las personas». Este esfuerzo es característico de los historiadores de la época romántica y demás, sólo que ellos cayeron en el riesgo (también Hegel) de hipostasiar ese nexo de sentido que parece que surca la historia y las motivaciones personales que en ella se hacen presente y a la que contribuyen. Pero lo cierto es que la realidad de la historia es bastante distinta.

Sí que es cierto que, echando la vista atrás, es más o menos fácil establecer ese hilo conductor, de modo que parece que fue el que la historia siguió; pero mirando de atrás hacia adelante es más complicado, pues precisamente es característico del curso de la historia que normalmente no se cumplan nuestras expectativas, y que tengamos que estar continuamente modificando nuestros planes de actuación y nuestras previsiones. Los acontecimientos que siguen el plan previsto son más bien escasos. Y esto es algo que acontece en todos los niveles de la vida: en el personal sin duda, pero también en el social.

Del mismo modo que la historia es fruto de acciones que continuamente nos sorprenden y no podía ser prevista de antemano, algo así acontece con el sentido del texto. Tanto es así que incluso el sentido del texto suele ir mucho más allá de lo que supuso el mismo autor. Las interpretaciones posibles de un texto son más numerosas que las que pudo tener presente el autor. Pero no por ello se debe dejar de comenzar la tarea hermenéutica por el mismo texto, pues él y las intenciones del autor son en definitiva el elemento que nos impiden divagar hermenéuticamente y abandonarnos en nuestra propia creatividad egocéntrica olvidándonos de aquello que constituye nuestro objeto hermenéutico.

Nuestro objeto hermenéutico, antes que el autor y sus vivencias intelectuales, es el texto mismo; pero sin olvidarnos de lo otro. Éste es el riesgo del historicismo, que trata al texto reducidamente como un objeto de estudio científico, y no como un elemento que constituye y participa en la historia efectual. Así lo entiende Gadamer: «La tradición histórica sólo puede entenderse cuando se incluye en el pensamiento el hecho de que el progreso de las cosas continúa determinándole a uno, y el filólogo que trata con textos poéticos y filosóficos sabe muy bien que estos son inagotables. En ambos casos lo trasmitido muestra nuevos aspectos significativos en virtud de la continuación del acontecer». A causa de nuestra finitud es más que evidente que nosotros nunca podremos agotar todos los significados de un texto, y que otros que vengan detrás de nosotros podrán dar con otros nuevos sentidos que nosotros no estábamos siquiera en condiciones de entrever. Y así, conforme se va completando la comprensión que se tiene, la obra misma va desplegando todo su potencial de sentido, como digo mucho más allá de lo que quiso decir el autor. Por eso es un reduccionismo quedarse en las intenciones del autor, lo que no supone obviarlas. Para situarnos adecuadamente juega un papel fundamental la tradición.

3 de diciembre de 2024

De la forma-Ello a la forma-Tú en el individuo y en la sociedad

En la vida pública nos damos cuenta, con dolor creciente, de que las instituciones no generan vínculos sociales, no generan vida pública, vida cívica. En términos de Martin Buber —como veíamos— nos mantienen reductivamente en la esfera del Ello, entreteniéndonos con vivencias de todo tipo y técnicas facilitadoras de una vida cada vez más superficial. El Estado burocratizado trata de generar vínculos necesariamente ajenos a la dinámica verdadera del ser personal, ajena a la esfera del Tú, y que en el fondo desconoce. Incluso se propician agrupaciones de distinta índole de extraños entre sí, tratando que de modo resuelto aprendan a vivir juntos, a convivir, incluso apelando a sentimientos nobles banalmente vividos. Todo queda en el lado de allá, en la esfera del Ello, sin contacto con el de acá, con la esfera del Tú.

Esto es algo dramático, aun vivido con una sana intención. Porque la auténtica comunidad no se da porque la gente comparta sentimientos recíprocos, aunque tampoco puede haberla sin ellos. Pero su fundamento hay que buscarlo en otra parte: el auténtico vínculo humano, la auténtica relación, sólo se da cuando las personas comparten una misma relación con el centro viviente, en virtud de la cual comparten los mismos sentimientos arraigados en la experiencia originaria. ¡Ah, eso nos abre a otro mundo! Los sentimientos que generan vínculos no penden del mundo del Ello, siempre de superficie, sino de los que nacen de lo profundo de la experiencia personal de un encuentro con el misterio que nos desborda. «La comunidad se construye a partir de la viva relación recíproca, pero el maestro de obra es el vivo centro activo», dice Buber. Algo que ocurre no sólo en la vida pública, sino también y primariamente en la vida personal. El mismo esquema cabe establecer, por ejemplo, en el matrimonio, el cuál nunca se dará en toda su autenticidad mientras los cónyuges no se alimenten de ese Tú que cada uno debe haber experienciado originariamente por sí mismo, para luego compartirlo recíprocamente. Es la experiencia común del Tú lo que alimenta el matrimonio, no los sentimientos compartidos generados en la esfera del Ello; del mismo modo que es esa experiencia común lo que alimenta cualquier relación pública. Y es que la vida personal verdadera y la vida pública verdadera son las dos caras de una misma moneda. Compartir vivencias por sí mismas, compartir aficiones, compartir instituciones, difícilmente podrán establecer vínculos si todo ello no se realiza desde la experiencia originaria del encuentro. Un encuentro cuyo fundamento no se sitúa en lo externo, sino que se irradia desde el centro según distintas expresiones.

Las dos columnas de las sociedades contemporáneas, la economía y el Estado, deberían estar en guardia constante contra el imperio de la inmediatez, de la improvisación, del provecho propio en términos económicos y de poder. Para lo cual el único remedio es que el economista y el estadista hayan experienciado el encuentro originario. Sin él, los miembros de la sociedad siempre serán elementos, engranajes de una gran maquinaria que hay que emplear adecuadamente para sus fines. Algo que buena parte de la sociedad, ajena también a la experiencia originaria, ha aceptado: «¿acaso la evolución misma en la forma moderna del trabajo y en la forma moderna de la posesión no han borrado casi todo rastro de vida recíproca, de relación plena de sentido?». Si ésta se recuperara, los cimientos de nuestra sociedad globalizada ciertamente temblarían. Pero parece que el Ello se ha apoderado ya de la vida pública y personal, sin posibilidad de ser detenido; un Ello tirano en expansión que devora lo que entorpece su paso.

Quizá las cosas fueran diferentes si sobre la esfera del Ello, también necesaria para las personas —como decía—, sobrevolara la presencia del Tú. Si así fuera, las vivencias y los usos se darían de modo legítimo en tanto que están ligados a la relación, y sostenidos por ella. No hay nada inhumano mientras se mantenga en la esfera del Tú; todo lo que se salga de la esfera del Tú, se convierte en definitiva en un renegar de la vida, o peor, de la existencia. Nada de lo periférico puede suplantar lo central, ninguna vivencia del Ello puede suplantar el encuentro con el Tú. Cuando esa experiencia con el Tú se ha disfrutado, lo inhumano comienza a retroceder.

«Las estructuras de la vida humana comunitaria adquieren su vida a partir de la abundancia de la capacidad relacional que poseen sus miembros, y su forma auténtica a partir del vínculo de esta fuerza en el espíritu. El estadista o el economista que rinde tributo al espíritu no actúa superficialmente». Hace en la vida pública lo que hace en la personal, tratando de adecuar la experiencia originaria en su día a día, tanteando diariamente cómo no sucumbir al Ello, manteniendo actual la actitud de encuentro. Sólo es esta actitud la que nos puede rescatar de un mundo del Ello abandonado a sí mismo; todo lo demás será querer salir de las arenas movedizas estirándonos los pelos de nuestra cabeza. Sólo gracias a la experiencia originaria todo lo trabajado y poseído, siendo como es de la esfera del Ello, puede ser transfigurado como patencia de la esfera del Tú. Porque el espíritu del encuentro sólo es actuante en el mundo del Ello precisamente atravesándolo y transformándolo por la mano de los tus que viven alimentándose de la fuente originaria.

Al ser humano que porta la chispa del encuentro originario no le oprime la necesidad causal cuando vuelve al mundo del Ello. Pero cuando el mundo del Ello no está traspasado por la chispa vivificante y personalizante del Tú, enferma como el agua estancada, y se entroniza oprimiendo al ser humano como el gigantesco fantasma del pantano. «En la medida en que este se contenta con un mundo de objetos que para él ya no pueden llegar a ser una presencia, sucumbe a ese mundo. Entonces la causalidad habitual se agranda hasta tornarse fatalidad opresora, asfixiante».

26 de noviembre de 2024

Primeras experiencias sobre la electricidad y el magnetismo

Los fenómenos eléctricos y magnéticos se conocen desde antiguo, ya en la época clásica griega. De hecho, estos dos términos (‘electricidad’ y ‘magnetismo’) provienen de entonces. El primero se debe al nombre griego del ámbar (elektron), una resina vegetal que, al frotarla, producía unos fenómenos extraños; el segundo a un territorio del Asia Menor, Magnesia, en la que se encontraron unas piedras también con sorprendentes propiedades, por lo demás muy frecuentes en otras partes de nuestro planeta.

Sabido es que, en la modernidad, fue un tema controvertido si estos dos fenómenos eran independientes entre sí (que era la opinión generalizada, avalada por la autoridad de Coulomb a finales del siglo XVIII) o si, por el contrario, podían ser vinculados (tal y como Oersted demostró a comienzos del XIX). Curiosamente, en los primeros momentos de la antigüedad ya se asociaban entre sí, aunque desde luego no desde una interpretación adecuada, como explican Pérez y Varela. El famoso Tales de Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, del grupo de los conocidos como ‘filósofos de la naturaleza’, pensaba que, como al ser frotado el ámbar adquiría unas propiedades que le permitía atraer ciertos objetos, ello era porque, consecuencia de dicho frotamiento, se transformaba en magnético, adquiriendo las propiedades propias de estas piedras. Sí tenía un comportamiento análogo, sus causas no debían andar muy distantes. Aunque también observó que los materiales que atraía el ámbar eran distintos a los que atraía la magnetita: ésta sí que podía atraer pequeños trocitos metálicos, pero aquél no. Así que, en la práctica, ambos tipos de fenómenos quedaron separados en dos campos independientes.

Poco a poco, a lo largo de la historia, se fueron conociendo distintos aspectos y utilidades de estos fenómenos. El más conocido y universal seguramente fuera la brújula, introducida en Europa en torno al siglo XII; parece ser que ya en la cultura china se empleaba en torno al siglo IV a. C., exportándose a las culturas hindúes y árabes, desde donde se introdujo en Europa. Pues bien, a partir de entonces, se comenzaron a multiplicar pequeños y dispersos descubrimientos asociados tanto a la electricidad como al magnetismo, desde una perspectiva ―digamos― más científica, siendo conscientes de que la nuova scienza todavía quedaba un poco lejos (aunque si se pudo dar fue gracias a todas estas aportaciones y personajes que ya empezaron a aparecer durante la baja Edad Media).

Diferentes personajes fueron realizando pequeñas aportaciones. Por ejemplo, Pedro Peregrino de Maricourt, quien escribió en 1269 lo que puede ser considerado como el primer tratado científico sobre el magnetismo: logró averiguar las líneas de un campo magnético generado por un trocito esférico de magnetita, identificando sus polos, y comprobando a su vez que algunos polos se atraían entre sí y otros se repelían. Aunque trató de separar los polos magnéticos, se dio cuenta de que no podía, que no era posible, algo que efectivamente es así (a diferencia de lo que ocurre en la electricidad, que sí se pueden separar las cargas negativas de las positivas).

También ofreció instrucciones precisas para la confección de las brújulas, intuyendo que su eficacia se debía a algo externo a ellas, a los polos celestes, primer esbozo de lo que más tarde conoceremos como el campo magnético terrestre, y que fue descrito por primera vez en 1544 por George Hartmann, dando pie a la idea de que la Tierra era un gran imán.

En 1600, William Gilbert (médico personal de la reina Isabel I de Inglaterra) publicó De Magnete, donde expuso los resultados de sus estudios, en los que se describen cualitativamente la mayoría de las propiedades de los imanes. Observó, por ejemplo, cómo variaba la fuerza de atracción magnética con la distancia, y postuló que esta fuerza emanaba radialmente a modo de rayos, y en todas direcciones (idea que más tarde adoptaría Faraday). Recogiendo la idea de George Hartmann de que la Tierra podía ser considerada como un gran imán, se planteó si lo que causaba el movimiento de los planetas alrededor del Sol eran fuerzas de carácter magnético (teoría que ya se encargó Newton de desbaratarla unos cincuenta años después). Gilbert también tuvo especial relevancia en el avance de los estudios eléctricos; de hecho, fue él quien acuñó este término, ‘eléctrico’, a los fenómenos provocados por el ámbar. Con Gilbert se empezaron a sistematizar los conocimientos sobre este tipo de fenómenos, aunque, a partir de aquí, el magnetismo perdió interés, el cual se orientó hacia la electricidad, más ‘a mano’ para la investigación científica, se puede decir. De hecho, en su De Magnete ya aparece una metodología científica, un par de décadas antes de que la propusiera Francis Bacon; en este sentido, se le puede considerar también como un precursor de lo que no mucho después se llamaría nuova scienza.

El que ‘puso de moda’ en la época a la electricidad fue el alemán Otto von Guericke, conocido por sus experimentos con sus famosos ‘hemisferios de Magdeburgo’, que no eran sino dos semiesferas metálicas aplicadas la una contra la otra, vaciadas de aire, de modo que, al hacer ventosa, no podían ser separadas por mucha fuerza que se hiciera; incluso se probó tirando con dos caballos. Pues bien, von Guericke, de modo paralelo a Gilbert, propuso que el motivo de que los planetas girasen alrededor del sol eran fuerzas de carácter eléctrico. Aunque tampoco tuvo mucho éxito, sus trabajos iniciaron también el estudio sistemático de la electricidad.

Comenzaron a realizarse diferentes descubrimientos. En 1620, Nicolás Cabeo descubrió la repulsión eléctrica; en 1729, Stephen Gray descubrió que la electricidad se podía transportar mediante hilos metálicos, dividiendo a los materiales entre ‘conductores’ y ‘aislantes’; en 1733 se reconocieron dos tipos de electricidad por parte de du Fay, en función de los materiales sobre los que se daba: vítrea (por el vidrio) y resinosa (por el ámbar), con la característica de que, los cuerpos cargados con electricidad vítrea repelían a los que son como ellos, pero atraían a los resinosos.

La profundización en estos dos tipos de electricidad dará pie a los primeros intentos teóricos de dar razón de la naturaleza de la electricidad a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, articulada, como era costumbre en la época, en torno a la teoría de los fluidos. Así, a la luz de la teoría de du Fay, ambos modos de la electricidad (vítrea y resinosa) se adquiría en virtud de que se absorbían respectivamente el fluido vítreo y el resinoso: «cuando se frotaba el ámbar con una piel, el ámbar adquiría el fluido resinoso, mientras que la piel adquiría el fluido vítreo». Como ya vimos, era común dar razón de los fenómenos que no se conocían desde la presencia de ciertos fluidos misteriosos: el calor mediante el calórico, o la combustión mediante el flogisto. La primera batería no estaba lejana.