9 de diciembre de 2025

El lugar de la fe en el espacio público, pero ¿de qué fe?

Un debate frecuente es el de la legitimidad de la presencia de las religiones en el espacio público, en el seno del cual, y como no podía ser de otra manera, hay discrepancias: frente a Rawls, Ricoeur se une a Taylor en la defensa de la legitimidad de dicha presencia. Pero, para el primero, sólo la razón está justificada para habitar la esfera pública, única facultad humana con capacidad de articular un diálogo más allá de referencias culturales, abonando así el espacio para una argumentación racional, no condicionada por creencias de ningún tipo, las cuales debían mantenerse en casa. Pero enseguida surge la cuestión de si esto es posible: ¿hasta qué punto uno puede ejercer su razón de modo puro (vana ilusión ilustrada), al margen de creencias y de prejuicios (hermenéuticos)? En opinión de Ricoeur, esa pretendida plaza pública de Rawls se convertiría en una plaza desierta

Aunque, más allá de ello, más allá de la imposibilidad fáctica de tal pretensión, sería oportuno preguntarse por qué esto tendría que ser así, cuando la experiencia religiosa puede aportar valores adecuados a la discusión y al encuentro con el otro. Sabido es que, en ocasiones, por lo general ocasiones que desvirtúan lo religioso, no es así; pero ahí está el meollo: que estas ocasiones en que no es así, no cabe entenderlas por lo general originadas por una auténtica experiencia religiosa, a lo sumo pseudorreligiosa si se quiere, más frecuente de lo que parece. Pero si la experiencia religiosa es auténtica, muy bien puede ser útil en el debate público. Por lo pronto, presenta el importante rasgo de la confianza que se otorga al otro, confianza que está muy lejos de ser mera ingenuidad; frente a la desconfianza maquiavélica, la confianza básica ante el tú. Este rasgo no es exclusivo de la fe, pero sin duda es propio de ella. ¿Por qué? Pues porque, por su propia naturaleza, en la experiencia religiosa nos ponemos en contacto con algo que nos excede, y en lo que no tenemos más remedio que confiar, precisamente por no caber en un marco racional que se ve superado y desbordado, todo lo cual revierte beneficiosamente en la vida.

Si bien se trata de una experiencia de carácter universal, no deja de ser problemático cómo cada uno, o cómo cada tradición, se la apropie, la haga suya, logre aterrizarla a su vida. Porque esta experiencia religiosa (tanto como el ejercicio de la razón) no se da nunca en su prístina pureza, en su desnudez deslumbrante, sino que la viven personas concretas de sociedades concretas en épocas concretas. Cada religión puede entenderse entonces como un modo de expresar dicha experiencia fundante, como un modo concreto, parcial si se quiere, pero enderezado siempre a ella, de aproximarse a toda su insondable riqueza. Quizá sea cuando uno entiende su opción en términos de exclusividad, cuando se dé origen a la intolerancia y a todo tipo de desgraciados conflictos.

Ricoeur explica esto con la metáfora del nacimiento de un río, una fuente poderosa de la que sale agua salvaje, incontrolada. Si queremos aprovechar esa agua, nos acercamos a la fuente e intentamos encauzar el agua vertida, apresarla, hacerla nuestra, para lo cual creamos diques o canales. Y esto siempre exige una opción entre otras posibles: seguramente nuestro encauzamiento no es ni el único ni el mejor, aunque a nosotros nos lo parezca. Toda decisión implica dejar fuera a otras posibles decisiones. Así ocurre a nivel espiritual, nivel desde el que pretendemos aproximarnos a esa experiencia originaria y fontanal, conscientes de que nuestra aproximación siempre será limitada, concreción que siempre supondrá cierta violencia, por mínima que sea, respecto a la experiencia original.

Y, en este sentido, si bien toda aproximación muy bien puede erigirse en regeneración de vida, también cabe la desviación, el despropósito. ¿Cómo saberlo? Quizá la única respuesta sea precisamente el diálogo, porque si no conocemos otras tradiciones, nuestra tradición se convierte en un límite para nuestra experiencia religiosa. «Por lo tanto ―dice Ricoeur― creo que es un gesto de gran cultura y de gran modestia religiosa comprender que mi acceso a lo religioso, por fundamental que sea, es un acceso parcial, y que otros, por otras vías, acceden a ese fondo». Ninguna tradición posee un punto de vista absoluto ni definitivo de lo fundamental, y el modo por el que apuesta Ricoeur es por el diálogo fraterno, no para llegar a una ‘religión de consenso’, sino para poder enriquecerse mutuamente en ese camino compartido en pos de la fuente originaria, cada uno según su propia experiencia personal y compartida.

La tolerancia, de la mano con la justicia y la verdad, se erige aquí en valor fundamental; supone que uno posee la convicción de que no comprende ni abarca todo, que hay un fondo que se le escapa. Así, la tolerancia no es un mal menor, sino una elección positivamente aceptada, legitimada por la propia insuficiencia de llegar hasta el final, camino que se va construyendo en la convivencia. La inseguridad lleva en ocasiones a reivindicarse en lo específico, cuando lejos de elogiar las diferencias por las diferencias ―y que, en el fondo, nos lleva a una cultura de la indiferencia―, quizá lo que habría que hacer es valorarlas crítica y abiertamente, en diálogo fraterno, respetuoso y tolerante. De este modo puede que la plaza pública ya no sea una ‘plaza desierta’, sino una plaza habitada por personas con creencias, sí, pero con el ánimo de ser honestos y justos en el encuentro con el otro y en el camino hacia la verdad. Una plaza en la que, por supuesto, los creyentes se pueden enriquecer a su vez de la perspectiva de otras personas que no lo son, siempre situados en el marco de la laicidad de confrontación (que veíamos).

2 de diciembre de 2025

La puerta noológica a la metafísica

¿Qué diferencia hay entre la aprehensión de las cosas por parte de un ser humano y por parte de un animal? Como ya hemos comentado en otros sitios (en el post anterior de esta serie y aquí, cuando hablo de formalidad de estimulidad), el animal sólo aprehende contenidos estimúlicos, el hombre aprehende cosas que son ‘de suyo’ y que nos remiten a algo más de ellas. precisamente por ese momento de realidad. La cosa es más que su contenido: posee carácter real, aprehensible por una inteligencia sentiente, o por un sentir inteligente. Si bien en su contenido lo que nosotros aprehendemos coincide (en principio) con lo que aprehende el animal, en cuanto a su formalidad no: esa misma cosa cuyo contenido es el mismo para ambos, difiere en el modo de quedar ante el sujeto aprehensor, bien como estimulidad, bien como realidad respectivamente.

No todos los animales se hacen eco igual de su entorno: cada especie lo hará según sus posibilidades de relación, lo cual va de la mano con la formalización de su sistema nervioso (lo cual a su vez va de la mano también con su complejidad en tanto que organismo). Podemos entender el entorno como el lugar físico en el que se encuentran los animales, ya sea una selva, un desierto, el polo norte, o una ciudad. En principio, todos los animales o especies pueden muy bien encontrarse en un mismo entorno, pero no lo están de la misma manera. Porque, y aun compartiendo el mismo entorno, cada especie percibirá de él aquello que pueda percibir y que, en principio, será suficiente para mantener su existencia. No se relaciona igual con las cosas, ni tampoco con las mismas cosas, un topo, un murciélago, una mariquita o un lobo. Habrá determinadas cosas que una especie podrá percibir, y otras no; y, aun percibiendo las mismas cosas, igual esas cosas juegan un papel diferente para cada una. En virtud de ello, ese entorno se transforma en un medio. Habrá tantos medios en un entorno como especies haya en él. Un medio es constitutivamente algo cerrado, debiéndose a una vida enclasada, en tanto que al animal ‘le basta’ con una relación estimúlica con él para su supervivencia.

Si bien nosotros compartimos en buena medida esta relación mediada con el entorno, a su vez la trascendemos enormemente, ya que aprehendemos las cosas no meramente como estímulos que satisfacen nuestras necesidades, cosas que se agotan en su ser estimúlico, sino como realidad: los estímulos ya no son meros estímulos sino ‘realidades estimulantes’.

Ello es así debido a que nuestro modo de estar en la realidad no es mediante el puro sentir animal, sino mediante el sentir inteligente específicamente humano. Esto, que parece una nimiedad, supone un cambio cualitativamente radical, tanto como para poder preguntarnos qué es esa cosa que tenemos ahí y que nos quema, o nos satisface el hambre, o nos asusta. Así, toda aprehensión por parte del hombre posee dos momentos: el contenido (análogamente al caso del animal) y el carácter de realidad (totalmente diverso al estimúlico del animal).

Gracias a nuestro sentir inteligente las cosas quedan ante nosotros de un modo diverso, quedan actualizadas como reales. Qué sean las cosas siempre será problemático, algo cuya investigación es tarea del conocimiento humano en todas sus posibilidades; que esas cosas queden actualizadas como reales es un dato primario e irrefragable, y que es lo que Zubiri denomina aprehensión primordial de realidad. Esta aprehensión primordial no se da sino en la aprehensión de una cosa en la que, además de su carácter de realidad, aprehendemos también un contenido, el que sea. Pero no se pueden confundir ambos momentos: el del contenido de la cosa y el de su carácter de realidad. Este segundo momento será el hilo de Ariadna que siga Zubiri para fundamentar su metafísica, y por el que estime oportuno ir más allá de la fenomenología en beneficio de su noología.

25 de noviembre de 2025

Experienciar nuestro sí-mismo

Si uno quiere realmente habitar su propio sí-mismo, si quiere recuperar su intimidad frecuentemente olvidada, o perdida, ha de aprender a experienciarse de otro modo, empezando por la experiencia de su propio cuerpo. Con frecuencia, más de la esperada, nuestro cuerpo tiene respuestas a las que nuestra mente no tiene acceso; y no tiene acceso no porque no sepamos acceder mentalmente a nuestro cuerpo, sino porque la experiencia corporal está más allá de lo mental, la mente debe dejar espacio para ‘algo otro' a ella si queremos que nuestro cuerpo se haga actual en nuestra existencia. Tendemos a pensar nuestro cuerpo, pero no a experienciarlo, lo cual pasa inevitablemente por una ausencia de palabras y de pensamientos, tal y como, por otro lado, nos relacionamos con las cosas del mundo en nuestra vida cotidiana.

Cuando somos capaces de trascender lo mental, nos experienciamos como un proceso dinámico, holístico, corporal y mental: como un proceso somático y psíquico. Como algo que está en continuo cambio; un modo dinámico de aprehenderse conscientes de que, según sea ese dinamismo, así seremos nosotros de alguna manera. No es sencillo que ese dinamismo se dé fruitivamente, siendo más común que haya roces, que nuestra armonía chirríe por la falta de aceite en los engranajes de nuestra existencia. Es muy común un enquistamiento en ese proceso dinámico que es nuestra vida, faltando la capacidad para integrar armónicamente las novedades que nos van sobreviniendo en nuestro día a día personal; una integración que no es primariamente mental, sino orgánica. El simple hecho de atender esto experiencialmente, ese mismo proceso de descubrirnos así ya es sanador, porque nos sitúa en un orden personal del que habitualmente hemos sido grandes desconocedores. Los problemas no se solucionan tanto analizándolos, como poniéndonos en contacto con cómo experienciamos las situaciones haciendo actual nuestro sí-mismo, sintiéndonos en lo profundo de nuestro ser. De esta manera, la integración alcanza un relieve diverso en tanto que no es algo únicamente mental o reflexivo, sino algo dialógico entre lo mental y lo corporal, entre lo pensado y lo sentido, mediante una sensación-sentida que nuestra mente puede ayudarnos a ir acotando y definiendo en segunda instancia.

Cuando se van dando pasos en la dirección adecuada, entonces se produce un cambio real en nosotros, una transformación, en la que uno aprende a pensar no sólo mental sino corporalmente, experienciándonos orgánicamente. Y uno siente ese cambio, siente como una integración de todos sus planos, algo que se expresa normalmente en forma de serenidad, tranquilidad, paz, armonía, porque nuestro modo de ser ha cambiado, generalmente para mejor, aunque al principio no deje de haber cierto dolor o desconcierto al desbloquear tantos condicionamientos previos con los que solemos vivir.

Todo lo cual contribuye a que nos sintamos un poco mejor, repercute en una comprensión más honda y profunda de lo que nos ocurre, más allá de las racionalizaciones con las que de costumbre tendemos a interpretar y justificar lo que nos pasa, no rozando las verdaderas causas en ocasiones ni de cerca. Dice Gendlin: «Junto con el cambio físico sentido, algo viene en palabras o comprensión sentida, que explica lo que estaba mal mucho más claramente y, de ordinario, en unos términos nuevos. Con bastante frecuencia, toda la dificultad está enraizada en alguna cosa distinta de todas las consideraciones que estabas mirando».

El caso es que todo este proceso se da, y es sanador, y no cabe en el marco de una mente conceptual, excediendo las posibilidades de nuestra reflexión. Uno sana, sin saber muy bien por qué sana, ni cómo ocurrió. Porque el proceso se vivió de modo holístico, cambiando nuestro fondo esencial, no nuestra mente; si se identifica mentalmente la solución no es por procesos meramente mentales, sino porque brota, desde lo hondo de nuestro ser, hacia afuera, hacia la mente que siempre es de superficie. Esto es algo que ocurre, y que se da de modo intrínseco a la dinámica contemplativa.

18 de noviembre de 2025

Las variables intermedias: una cognición no consciente

Las variables intermedias sirven para aproximarnos al problema que planteábamos cuando hablábamos de la conciencia animal, a diferencia de la nuestra. Partiendo de los aprendizajes estímulo-respuesta (el clásico y el instrumental), hubo un científico (John García, descendiente de españoles emigrantes a en Estados Unidos) quien, a comienzos de la década de los sesenta, obtuvo una interesante conclusión, partiendo de un caso de condicionamiento instrumental en el comportamiento de las ratas hacia el agua. En un principio, las ratas evitaban beber agua en recipientes irradiados, pero no sabía por qué. E ideó un experimento para averiguarlo. Por lo general, si una rata puede escoger entre agua normal y agua endulzada, elegirá la segunda. Lo que hizo fue ver qué pasaba si, tras beber agua endulzada, irradiaba a las ratas. El resultado natural de irradiar a las ratas era que experimentaban náuseas. Al sentir estas náuseas tras beber el agua dulce, observó que las ratas dejaron de beberla. En su opinión, lo que había ocurrido era que las ratas habían aprendido que el agua dulce provocaba náuseas porque claro, ellas no sabían que les habían irradiado después. Hizo el mismo experimento sustituyendo la radiación por un producto químico que provocaba náuseas, con el mismo resultado. Fue el conocido como ‘efecto García’.

Lo que nos interesa aquí es atender al proceso interno de la información por parte de las ratas. Entre el estímulo incondicionado (las náuseas) y el condicionado (el sabor), hay un vínculo, una relación mantenida a lo largo del tiempo, no instantáneo. Ciertamente, pasado el tiempo una vez realizado el aprendizaje, las ratas seguían evitando el agua dulce. De alguna manera, las ratas mantuvieron la representación mental de la mala experiencia al beber agua dulce, de que ‘cuando bebes agua dulce vas a tener náuseas, por lo que es mejor que no la bebas’, algo que permanecía en su memoria. Pero claro, algo que hacían de modo no consciente pues las ratas no posen mente. Para dar razón de ello, los teóricos se apoyaron en un trabajo previo de Tolman, quien afirmaba que existían en los animales algo así como unos ‘factores orgánicos internos’ que hacían las veces de representaciones mentales, mediando entre los estímulos y las respuestas. Denominó a estos factores orgánicos internos como variables intermedias, de carácter psíquico, aunque no necesariamente consciente.

Si comento todo esto es porque creo que nos puede servir para pensar un asunto importante, como es el tránsito de lo biológico a lo mental. No parece razonable afirmar que en las ratas hay algo así como una mente, cuanto menos como entendemos ‘mente’ cuando la referimos a las personas; lo que no es óbice para afirmar que, efectivamente, las ratas guardaban una información en su organismo, podían memorizar un aprendizaje.

Este autor pensaba que esta información era de carácter psicológico, o cognitivo, pero no consciente; lo que nos lleva a la idea de que el carácter cognitivo no hay que asociarlo necesariamente a pensamientos conscientes y reflexiones abstractas, sino como una representación albergada en su organismo, que la podía memorizar manteniéndola en ausencia del objeto, y echar mano de ella en una ocasión posterior, o muy posterior. Una información cognitiva, pero no consciente. Decía que esta reflexión era interesante por el hecho de que la cognición no necesariamente ha de ser consciente, sino que puede ser no consciente, biológica, orgánica, lo que ayuda a cuestionar el planteamiento cartesiano de una res cogitans existente en sí misma, al margen de la res extensa, a mi modo de ver.

En la década siguiente el planteamiento de Tolman experimentó un buen empuje gracias al descubrimiento por parte de John O’Keefe de células hipocampales que eran capaces de almacenar representaciones (mapas cognitivos) espaciales. Es conocido el importante papel del hipocampo en la memoria. O’Keefe postuló que estas células eran capaces de formar un mapa espacial mental en función de la noticia que recibía del ambiente mientras el animal se movía en busca de comida o bebida, o por cualquier otra necesidad. Aunque pronto surgió un problema, al observar que animales que no tenían hipocampo tenían también esta capacidad de retener aprendizajes y aplicarlos, abriéndose la investigación sobre cómo podían hacerlo.

11 de noviembre de 2025

El proyecto ético de Moore

Pues bien, desde este punto de partida que hemos visto en referencia al intuicionismo ético, arranca el proyecto ético de Moore, el cual se puede dibujar en lo que sigue. Lo que trató de hacer fue unir estas dos tendencias: a) frente a la ética metafísica, buscar otro enfoque de tratar la ética, que sería el enfoque lógico; y, b) como continuación del intuicionismo de Prichard, emplearlo como base de lo que sería la base axiomática de su sistema ético lógico. Porque ―como decía― éste era su objetivo: realizar un tratamiento científico de la ética; o mejor: «los prolegómenos de una futura ética que pueda pretender ser científica», explica Aranguren. Pero no en el sentido de ciencia natural, sino en el sentido de ciencia filosófica, al estilo de Brentano o Husserl. Se podría decir: un pensamiento filosófico (ético) realizado con rigor y metodología, apoyándose en la realidad de las cosas (así la fenomenología). Frente a un acceso imposible a cualquier fundamentación metafísica, sólo vio la salida de un planteamiento lógico; el cual, como todo sistema formal, necesita unos axiomas de partida, los cuales fueron definidos desde el intuicionismo de Prichard.

Ya hemos comentado el problema de tratar de definir qué es ‘lo bueno’. Para encontrar el significado del predicado o del calificativo ‘bueno’, Moore entendía que no se debía echar mano de la metafísica. ¿Y por qué rechazaba de partida el enfoque metafísico? Pues porque en su opinión, la ética metafísica pecaba de lo que él denominó falacia naturalista, la cual consistía «en suponer que lo bueno es algo real», entendiendo ‘real’ como la realidad de las ‘cosas reales’. Como sigue explicando Aranguren, este ‘algo real’, este objeto real en el que se hace consistir lo bueno, podría ser de dos caracteres: bien como objeto ‘de experiencia sensible’, bien como objeto ‘más allá de la experiencia sensible’. En el primer caso, estamos ante una ética naturalista, en el sentido de que reduce la ética a lo empírico; en el segundo, en una ética metafísica, en la que no hay una evidencia fiable. Ambos casos son, en la opinión de Moore, rechazables. Es decir, no se puede identificar lo real con lo bueno, o lo bueno con lo real, sea esto real algo empírico o algo suprasensible. La bondad no es una propiedad real de las cosas.

Surge entonces la duda de, si lo bueno no es identificable con lo real, ¿qué es? Moore, conocedor de la ética de los valores, no recurre a la objetividad que esta corriente les otorgó. En su opinión, en tanto que el valor no puede separarse de aquella cosa que tiene valor, carece de esa objetividad esencial afirmada por ellos (lo que llevaría irremisiblemente a una metafísica, algo inaceptable en su opinión). Para él, la bondad es algo que pertenece a la cosa, es una propiedad de la cosa, pero no en el sentido de que es algo que se dice de la cosa (tal cosa es buena), sino en el de que su bondad deviene como «una resultante necesaria de todas las otras propiedades de esa cosa». Las cosas son buenas por ser, introduciéndose así en el ámbito de lo esencial; pero esta bondad esencial no es una propiedad más predicable de la cosa, como el resto de propiedades. La bondad o maldad de una cosa pende de sus propiedades, de cómo es, pero no puede ser considerado como una propiedad más.

Lo mismo para el ser humano: la persona es buena por el hecho de ser, pero la bondad o maldad ética de una persona no se puede predicar en este sentido fundamental. ¿Cómo, entonces? Para poder hablar de la bondad o maldad de una persona habría que apoyarse en algo que sí fuera predicable, observable, medible con un criterio objetivo, y que él encontró en la ‘corrección’ de las acciones, y ello siempre al margen de esa bondad fundamental de cada cual. Moore pensaba que las personas, como todas las cosas, son buenas por el hecho de ser, su bondad es intrínseca a ellas; otra cosa es la corrección de sus actos y conductas, algo que sí que puede ser observado y medido, en función del marco de referencia moral externo, que fácilmente se arrima a la esfera de la legalidad.

Pero lo que se califica así es tal conducta, no a tal persona (la cual es irreductiblemente buena). Por este mismo motivo, tampoco se pueden calificar las intenciones de la persona, en tanto que sólo ella sabe sus profundas motivaciones: como explica Pérez-Soba, «la justicia podrá calcular las acciones ‘correctas’ por sus resultados; pero se ha de abstener de valorar a la persona, que es la única que sabe lo que siente».

Si nos fijamos, el caso es que todavía no ha definido qué es lo bueno; ni lo hará. Porque ―como decía― ‘bueno’ es un concepto primario, que no puede ser definido acudiendo a otros conceptos. Un ejemplo adecuado sería el de intentar definir, por ejemplo, ‘amarillo’; podremos explicar su situación en la escala cromática, identificar la frecuencia de la onda electromagnética que lo expresa, mostrar cosas que son amarillas, pero, definirlo cualitativamente como tal, no es posible. ‘Bueno’ es una noción simple: «bueno es bueno y nada más». Igual que el amarillo, lo bueno sólo puede ser conocido de modo inmediato e intuitivo. ¿Cómo continuar con su proyecto de fundamentar la ética?

4 de noviembre de 2025

Luigi Galvani y la electricidad orgánica

Luigi Galvani (1737-1798) fue un catedrático de anatomía de la universidad de Bolonia. Quizá su papel no fue tan importante en lo que a nuestra historia se refiere, es decir, a la historia del electromagnetismo en sus primeros pasos, aunque podemos decir que sí que lo fue en dos aspectos: uno, porque sirvió de estímulo a una de las figuras más importantes en este sentido, y que veremos en breve: su compatriota Alessandro Volta, inventor de la primera pila eléctrica; dos, porque abrió el estudio de los fenómenos eléctricos en los cuerpos orgánicos.

¿Qué tuvo que ver un profesor de anatomía con los fenómenos eléctricos? Vamos a verlo. Galvani nació en Bolonia, el año 1737, ciudad cuya universidad tiene el privilegio de ser la primera de Europa, creada en 1154. Médico de formación, se unió al claustro universitario en 1763, ocupando su cátedra de anatomía en 1775. Aunque no se le recuerda especialmente por ello, realizó valiosas investigaciones anatómicas sobre distintos órganos del cuerpo: el riñón, la nariz, el oído, etc.; un tema de especial inquietud para él fue el de los músculos y su activación; con el fin de investigarlo, trabajó con diferentes animales, especialmente con ranas; según se dice, no por ningún motivo en especial, sino porque a lo visto las ancas de rana eran un plato de moda en la Bolonia de la época. Ya tenemos uno de los elementos fundamentales de su gran aportación: los músculos; tan sólo falta el segundo, la electricidad.

Parece que el origen de esta conexión entre la anatomía y la electricidad sucedió gracias a un suceso un tanto fortuito, aunque él lo pillo al vuelo y comenzó a partir de ahí su investigación. Parece que, al inicio de la década de 1780, estaba diseccionando una rana en una mesa sobre la cual se encontraba un generador electrostático bastante próximo, aparato que empezaba a ser característico en los laboratorios de investigación de todo tipo. En un momento dado, el bisturí con el que estaba trabajando tocó los nervios de una pata, momento en el que dio un pequeño respingo (la pata de la rana digo, no él). Pronto se dio cuenta de que, tocando con el bisturí los nervios de la rana, sus músculos se excitaban si dicho contacto coincidía con el salto de la chispa de la máquina generadora electrostática, comenta Micheli-Serra. Pero observó que no siempre ocurría eso: había escalpelos cuyo mango no era metálico, sino de otro material, y con ellos no ocurría nada. Así observó que las patas de la rana se movían únicamente cuando el material empleado era metálico.
Galvani postuló que los músculos de la rana respondían a la electricidad vehiculada por los nervios, cuando estos se conectaban con otro elemento metálico. Incluso mostró que, aplicando pequeñas corrientes a la médula espinal de una rana ya muerta, sus músculos también reaccionaban contrayéndose, asemejando el mismo comportamiento que cuando la rana estaba viva. Hizo lo propio con otros animales, viendo cómo en ellos, aun estando muertos, se daban reacciones musculares similares a las de cuando estaban vivos, llegando a la conclusión que la electricidad debía formar parte de su vida natural. En el imaginario de la época estaba esta idea. Por aquel entonces ocurrió un hecho poco menos que sorprendente. Era sabido que, en ciertas zonas de África y Sudamérica, existía un extraño pez tropical ―el pez torpedo, una especie de pez manta― que, al intentar cogerlo, realizaba descargas eléctricas. A mediados del siglo XVIII, fueron llevados varios ejemplares a Inglaterra, donde fueron estudiados por varios científicos, conmocionado como estaba el imaginario científico de la época a causa de la recién inventada botella de Leyden. La propuesta de Galvani encajaba en este marco.

Galvani hizo públicos en 1786 sus descubrimientos en la Academia de Ciencias de la ciudad con la monografía De viribus electricitatis in motu musculari, apostando por la capacidad del cuerpo para generar electricidad que, transferida por los nervios, se encargaría de mover los músculos y demás partes del cuerpo. Como es fácil pensar, lo que se conoce como galvanismo atrajo el interés del ámbito científico. Algunos científicos ―como su propio sobrino― aplicaron incluso corrientes a cuerpos de personas, con la esperanza no sólo de poder curar ciertas dolencias o disfunciones mediante la electricidad, sino incluso de hacer revivir a los muertos. Tal fue la idea que inspiró a Mary Shelley cuando, en 1818, publicó su novela famosa novela Frankestein. Lejos de cualquier pretensión fantástica, lo cierto es que Galvani inició el camino de la moderna electrofisiología, fundamental para comprender el funcionamiento del sistema nervioso. Y no sólo eso: en el debate que estableció con su compatriota Alessandro Volta sobre la interpretación de su trabajo, resultó un invento que revolucionó el mundo de la electricidad (y el magnetismo): la famosa pila de Volta.

28 de octubre de 2025

Introducción a la sociología del conocimiento

La semana pasada iniciamos la lectura de un nuevo libro en el seno del Seminario de Lectura del Instituto de Filosofía Edith Stein de la UCV. Se trata de un texto que nos introduce en una disciplina que es muy interesante, y que tiene que ver con la ‘construcción social de la realidad’, que viene a ser el título del libro al que me refería, escrito por Peter L. Berger y por Thomas Luckmann en 1967. De alguna manera me ha recordado algunas obras de Ortega y Gasset, o de Marías, que seguramente comentaré en breve. El objetivo de esta disciplina no es otro que tratar de comprender la representación que una sociedad se hace de la realidad, entendiendo realidad no tanto ‘algo que está ahí’, como ‘el papel que representa eso que está ahí para el ser humano’. Y entendiendo ‘eso que está ahí’ en sentido amplio: no sólo las cosas físicas o materiales, sino también las relaciones personales, las instituciones sociales, etc. Así lo declaran estos dos autores al comienzo de la introducción a su libro mediante sus dos tesis fundamentales: «que la realidad se construye socialmente y que la sociología del conocimiento debe analizar los procesos por los cuales esto se produce», dicen estos autores. Su análisis se centra en el ámbito de la sociología, sin tratar otros autores con los que hay un aire de familia más que evidente, y a los que se echó de menos (tal y como se comentó en el seminario), como los de la pragmática (Bateson, Goffman o Lakoff) o de la hermenéutica (Gadamer o Ricoeur).

El enfoque empleado es para mí bastante novedoso y, en la misma medida, interesante. No es un análisis crítico de qué sea la realidad, de su fundamento, de cómo conocerla, etc., tarea más propia de los filósofos, sino la constatación de algo mucho más sencillo e inmediato: que cualquiera de nosotros vivimos en un mundo que nos parece real, sobre el cual podremos saber más o menos cosas, es decir, podremos conocerlo con mayor o menor certeza. De lo que se trata es, en el seno del marco de la sociología, saber qué sabemos de todo ello, y cómo se construye ese conocimiento.

La actitud propia del sociólogo del conocimiento se sitúa en un estadio intermedio ―se puede decir― entre la actitud cotidiana y la actitud filosófica: se sitúa a cierta distancia de la primera, pero no llega a alcanzar la profundidad crítica de la segunda. El hombre de la calle vive en ese mundo real que conoce, sin preocuparse demasiado de esas cosas reales y de conocerlas más a fondo a menos que alguna situación problemática se lo exija: digamos que la ‘realidad’ y su ‘conocerla’ lo da por supuesto en su día a día, y no le presenta mayor problema. Lo que hace el sociólogo es hacer un primer alto en el camino, sobre todo al constatar, por ejemplo, que todo eso que los hombres cotidianos dan por establecido difiere sensiblemente de una sociedad a otra, de una cultura a otra. ¿Cómo es esto? ¿A qué se deben estas distintas ‘realidades’? Esta constatación muy bien puede situarse como su punto de partida. El filósofo, por su parte, dará una vuelta de tuerca más, realizando un análisis crítico tanto de lo que es realidad como de lo que es conocer, no dando nada por supuesto.

El sociólogo del conocimiento se sitúa en ese nivel intermedio, y siempre a la luz de la dimensión social del conocimiento, de la representación que una sociedad se hace de ese mundo en el que vive. Y ―como digo― su punto de partida se puede situar en esas diferencias que de facto se dan en distintas sociedades. Cabe pensar, pues, que el resultado dependa de los contextos sociales concretos y de las relaciones de todo tipo habidas en ellos. Y ello nos lleva a un segundo problema no menos interesante: no sólo a comprender esas diferentes ‘realidades’ que se dan en las distintas culturas, sino también a comprender cómo se da de hecho esa representación de la realidad que cada sociedad se hace. Seguramente sean estos dos asuntos los nucleares de esta disciplina para estos dos autores: «la sociología del conocimiento se ocupa del análisis de la construcción social de la realidad», conscientes de que no siempre ha sido así en la tradición de esta joven disciplina. 

Inicialmente se entendió como una ‘historia de las ideas’, como por ejemplo en Max Scheler, quien acuñó este término en 1925: un enfoque más intelectual, que permaneció al margen de la auténtica inquietud sociológica, y que consistió en contextualizar socialmente el origen de las grandes ideas de los intelectuales importantes de una época. Sería algo así como ‘aplicar un barniz sociológico a la historia de las ideas’. La preocupación básica era comprender la relación entre el pensamiento y el contexto cultural y social en que se originaba, la relación entre ambas dimensiones, etc. Si bien fue un primer paso en esta joven disciplina, importante para ir configurándola, lo cierto es que limitaba relevantemente sus posibilidades como tales. Esto es algo que se fue revisando en las siguientes décadas.