Es común situar el comienzo de la filosofía en torno al siglo V a. de C, hace unos dos mil quinientos años, pues fue entonces cuando la reflexión comenzó a realizarse de un modo más explícito, incluso metódico. Pero que éste sea su comienzo, no debe confundirse con lo que sea su origen: el comienzo es histórico, un momento cronológico, pero el origen es la fuente de la que mana, ya no en su comienzo, sino en todo momento, en cualquier época: es decir, aquello que nos mueve a filosofar. Porque el origen debe estar siempre en todo filosofar, y sin él difícilmente se puede comprender la filosofía en general, la filosofía pasada en particular.
El origen de la filosofía se sitúa, pues, en la adopción de una actitud humana concreta en virtud de la cual se sitúa de otro modo ante su existencia y ante la realidad: se trata de una actitud filosófica, a la que se llega por distintos vías, en concreto tres, según Jaspers: el asombro, la duda y la conmoción. Veámoslas.
El asombro es seguramente la más antigua, presente ya en Platón. Pero no el asombro ante cosas singulares y llamativas, sino ante lo más natural y cotidiano, como puede ser, por ejemplo, por el hecho de existir, de estar viviendo; o por la naturaleza, por el universo; o por nuestra conciencia, por la libertad. Sólo cuando uno se asombra en profundidad ante estas cosas, o ante cualquier otra, le surge la inquietud de averiguar, de investigar, de conocer. Porque es en el asombro cuando uno se da cuenta de que ‘no sabe’, y emprende el camino tras el saber, partiendo de esa cosa que le asombra. No es la actitud filosófica la del que se dedica meramente a curiosear, sino el que de verdad busca lo que hay detrás de las cosas, y ello sin otro fin que la mera fruición de buscarlo, de conocer: es la búsqueda del saber por el saber mismo. Ello supone un cambio radical en la vida del nuevo filósofo, abriéndosele un horizonte vital que sobrevuela el establecido por las necesidades intrínsecas a la vida cotidiana, necesidades que no podrá obviarlas en su totalidad, salvo por un azar. El que filosofa para algo otro, no es filósofo, es otra cosa, independientemente de que se pueda vivir de la filosofía.
La segunda vía que comentaba es la de la duda. Ciertamente hay un progreso en lo que la humanidad conoce, un conocimiento que, tras un examen crítico serio, difícilmente puede calificarse como absoluto y definitivo. Nos engañan nuestros sentidos, nuestros prejuicios y creencias nos condicionan, nuestras costumbres nos impiden abrirnos a horizontes que para otras personas o culturas son evidentes… Lo que antes aparecía como indiscutible, es fácil que pueda presentarse desde otros enfoques, lo que solicita una apertura de mente, así como de un análisis de las propias convicciones. La duda se apodera del que filosofa; o al revés: filosofar supone asumir la duda como actitud crítica metodológica, haciéndola cada vez más radical, obligándonos a profundizar más en las cosas. La duda nos ayuda a salir de la actitud dogmática, nos ayuda a adoptar la actitud del que reconoce que puede no tener la razón, abriéndose a otras posibilidades o alternativas.
La última vía es la de la conmoción, que tiene que ver sobre todo con lo que Jaspers denomina ‘situaciones límite’, situándose en las antípodas de la ataraxia estoica. Las situaciones límite tienen que ver con aquello que nos sobreviene y no podemos cambiar, situaciones fundamentales de la existencia que nos interpelan, y que, aun cuando podamos modificar su apariencia momentáneamente, acaban imponiéndosenos, porque no dependen de nosotros, y no las podemos alterar. Experiencias como la de la enfermedad, la muerte, el esfuerzo por la existencia… También cabría situar aquí situaciones positivas (el hecho de vivir, la experiencia de tener un hijo, la amistad o el amor), aunque éstas se podrían situar en el asombro, o quizá no nos muevan tanto a la filosofía porque uno se instala fácilmente en la dicha que conllevan. Cuando nos ocurre algo que nos gusta menos, es fácil que nos empuje a cuestionarnos los asuntos radicales de la existencia. No obstante, ante dichas situaciones límite se pueden adoptar distintas posturas. La más manida es la de no considerarlas, hacer como si no existieran: olvidamos que hemos de morir, pensamos que nunca vamos a contraer una enfermedad grave, de manera que reducimos nuestras inquietudes a las situaciones habituales de nuestros día a día, a las que manejamos de alguna manera según nuestros intereses vitales. Pero muy bien pueden hacérsenos presentes, topándonos con ellas de repente, sin aviso, situación ante la cual ya no las podemos ignorar, sino que no nos queda más remedio que enfrentarnos a ellas, bien desesperándonos, bien haciéndoles frente reconstituyéndonos, asumiéndolas en lo que supone una transformación personal que engloba a toda nuestra existencia. La filosofía tiene que ver con la asunción de la situaciones límite, tratando de incluirlas en nuestros proyectos vitales, dotándolas de sentido junto a una existencia que emerge más frágil y vulnerable, pero seguramente más real que las ficciones a las que estábamos acostumbrados, que las ‘seguridades’ que nos habíamos proporcionado. Cualquier fisura no es sino un chivato que nos recuerda que difícilmente se puede hallar el bienestar absoluto en el mundo, y que la felicidad se debe buscar más allá del mundo, cuando uno aprende a convivir con el fracaso (con la frustración, con el dolor, con la impotencia), nada de lo cual es ajeno a lo humano, sino que es tan humano como el éxito (la dicha, la salud o la competencia). La filosofía tiene que ver con ese impulso fundamental que late en lo profundo de nuestra existencia para encajar el fracaso como un trampolín hacia lo esencial. No en vano, es decisivo para toda persona cómo experimente el fracaso en su vida. La filosofía tiene que ver con esto, con dotar de sentido el fracaso en la vida, algo que nunca conseguirá del todo, pero hacia lo cual apuntará en la misma medida en que contribuya a que sobrevolemos el mundo.
| C.D Friedrich: "Paisaje al atardecer con dos hombres" (1820) |
No obstante, se hace necesario añadir un aspecto más a todo lo que estas tres vías nos muestran, al que ellas mismas se subordinan necesariamente: se trata de la comunicación entre las personas. Pero no un mero hablar o parlotear, sino una relación auténtica y honesta buscando al otro en mi dárseme a él. A lo largo de la historia ha habido modos de convivir dignos de confianza, en instituciones y en su espíritu en general, pero también de desconfianza, en los que las personas no se buscan, sino que se comprenden cada vez menos y se alejan corriendo unos de otros. Podemos elegir hacernos uno con el prójimo en ese espíritu de confianza o de verdad, o no; podemos tener la esperanza de que es posible la unidad y la convivencia, o luchar sin esperanza hacia la sumisión o la aniquilación, pues la falta de energía nos lleva a adherirnos ciegamente o a rebelarnos tozudamente. Nadie se puede situar claramente en una postura u otra, sino que todos alternamos con mayor o menor fortuna en los espacios intermedios.
Pero nada de eso nos es indiferente: ni lo nuestro, ni lo de los demás, pues nadie vive sólo; sin el prójimo, en el fondo no somos nada. Ello implica, exige, que nos comuniquemos al otro: «una comunicación que no se limite a ser de intelecto a intelecto (…), sino que llegue a ser de existencia a existencia», dice bellamente Jaspers. Cuando es así, cuando uno se refleja límpidamente en el otro y permite que el otro se refleje en él, los debates y la lucha son honestos, no tanto para conseguir poder sino para acercarse: el enfrentamiento no es violento ni bélico, sino amoroso, pues únicamente con el otro y en la comunicación se puede ir descubriendo la verdad. Es más, sólo en la comunicación se realiza la verdad de mi existencia, pues sólo en ella soy yo mismo, henchido en la existencia, no limitándome a sobrevivir. Uno filosofa, sí, cuando tiene una inquietud profunda a la que trata de dar solución, pero también y sobre todo cuando lo hace de la mano con el otro, comunicándose con él, existiendo con él, pues es el camino para realizarse como persona creciendo ontológica y dialógicamente, alcanzando una mayor lucidez para comprender, una mayor clarividencia para actuar, y un atemperamiento fruitivo a la realidad.