Cuando uno reflexiona sobre el origen evolutivo de la especie humana, hay un tema apasionante sobre el cual, seguramente, no se pueda más que especular (independientemente de que dicha especulación se monte sobre un caudal de información paleoantropológica cada vez más rica): me refiero al establecimiento del origen de la especie humana, a dónde establecer la ruptura con los primates, asunto que, si bien surgió con fuerza el siglo pasado, hoy en día no ha decaído en lo más mínimo. Fue entonces cuando surgió la conocida como antropología biológica, uno de cuyos grandes exponentes fue Jacques Ruffié. Hoy en día es asumido el origen evolutivo de la especie humana, aunque sigue siendo un misterio el origen de su especificidad humana, con sus cualidades psíquicas y vitales. Si en el plano biológico es indudable que el hombre pertenece a este phylum, también es indudable que «por sus capacidades psíquicas, su cultura, su estructura social, el grupo humano se separa netamente de los demás primates». Ciertamente las capacidades humanas reposan sobre su base biológica, pero esta base biológica le ofrece unas posibilidades que parece que se escapan de la misma, dotándole de su singularidad. Zubiri definiría la esencia humana como un ‘estar sobre sí’, en este mismo sentido.
Este autor, Ruffié, estudió con rigurosidad el origen de la
especificidad humana en la cadena evolutiva. Asumió la conocida como ‘teoría
sintética de la evolución’, según la cual se produce una serie de mutaciones
genéticas azarosas, de modo que las más favorables serían retenidas por la
especie a causa del juego de la selección natural. En este juego intervenía
también el contexto ecológico, ya que la valía de una mutación depende del
entorno ambiental en que se da: una misma mutación puede ser adecuada en un
entorno, pero no en otro.
¿Dónde buscar, evolutivamente hablando, el origen de la
especie humana? Difícilmente su originalidad pueda encontrar explicación en una
única gran mutación. «La extensión y la complejidad de los caracteres que
marcan al ‘mutante humano’, son tales que apenas se les puede asimilar a una
sola mutación puntual», dice Ruffié. La cosa no fue tan sencilla; seguramente
se combinaron ‘grandes’ mutaciones en el material genético, acompañadas de
otros reajustes más discretos y otras mutaciones menos relevantes. Ciertamente
es difícil poder describir este proceso con rigurosidad, ya que nos es
desconocido el cariotipo de las
especies fósiles, es decir, su stock
cromosómico (número, tamaño, forma… de los cromosomas). La comparación de los
cariotipos es un procedimiento común en este tipo de investigaciones, ya que se
sabe que especies vecinas tienen cariotipos cercanos, y es fácil imaginar y
recrear los cambios necesarios para pasar de uno a otro. Ante la imposibilidad
de poder dar explicación al cariotipo humano desde sus orígenes genéticos hasta su estado actual, queda el procedimiento de compararlo con el de otras especies primates existentes; siempre desde la
consideración de que las especies primates nos permiten aproximarnos un poco
más al cariotipo ancestral común, pero tampoco pueden ofrecernos una
información fidedigna.
La hipótesis que cada vez fue cobrando más fiabilidad es la
siguiente: «Los cariotipos de la mayor parte de los monos del mundo antiguo,
así como el de los antropomorfos y del hombre, parecen construidos sobre un
esquema de base, del cual no se desvían más que por variaciones».
Si bien es cierto que, estas variaciones son numerosas, y de diverso tipo, partiendo todas del cariotipo del ancestro común. Algo que es evidente, pues si todas las variaciones fueran iguales, no se habría diversificado en las distintas especies antropomorfas y humanas. El código genético más próximo al nuestro es el del chimpancé, con el que compartimos un porcentaje muy elevado. Pero hay una diferencia importante, como es que el chimpancé cuenta con 24 parejas de cromosomas y nosotros con 23. De estos 23, hay 15 que son idénticos en ambas especies; y se piensa que estas 15 parejas se mantienen desde el antepasado común: «constituyen lo que se podría llamar ‘los paleocromosomas’, idénticos en el cariotipo del chimpancé y en el cariotipo humano (y presentes en otras especies del grupo de los Hominoidae)».
No se sabe cómo se dio esta reducción en el número de cromosomas. Sin duda fue una modificación importante que, en principio, tuvo que acontecer en un único individuo. No parece razonable pensar que una modificación tan importante, azarosa, se diese a la vez en varios individuos. Sin embargo, fue suficiente que sucediera así, que le ocurriera a un único individuo. ¿Por qué? Los grupos de prehomínidos, al igual que los grupos de monos antropomorfos, son poco numerosos (entre 10 y 30 miembros). Cada uno de estos grupos vivían de forma bastante aislada frente a otros, y en ellos solía dominar sexualmente un macho alfa el cual, sino exclusivo, desempeñaría un papel predominante sexualmente hablando. Por este motivo, si este ‘accidente genético’ ocurrió en un macho alfa, fácilmente fue transmitido a un número razonable de descendientes, tanto para que, si efectivamente ofrecía una ventaja selectiva, se pudiera mantener genéticamente. De esta manera, en una de estas hordas o grupos, esta anomalía pudo mantenerse ya desde la primera generación. Y, si a esto unimos que las generaciones de entonces eran muy cortas (los hombres prehistóricos no debían vivir más de 30 o 40 años), la frecuencia de propagación aumentó. «Al poseer una ventaja selectiva sobre sus precedentes, estos individuos nuevos no tardaron en suplantarlos, para después extenderse». Todo este proceso pudo darse muy bien en un grupo de primates prehomínidos que vivieron en África en el mioceno.
Pero no se debe pensar que con este accidente genético ya
surgió la especie humana. Seguramente fue el detonante, el cual propició un
nuevo modo de existir (posición erguida) que abría una nueva vía para el
despliegue de la evolución. Partiendo de este detonante de partida, se dieron
modificaciones menores, de manera que las que ofrecieran ventajas selectivas
serían mantenidas. Estos ‘microrreajustes’ explicarían los grandes saltos
evolutivos del género Homo, que, a
grandes rasgos, son estos: habilis, erectus, sapiens neanderthalensis, sapiens
sapiens. Junto a estos microrreajustes, se piensa que también se dieron pequeñas mutaciones intramoleculares que, acumulativamente, contribuyeron en
ese devenir hacia el Homo sapiens sapiens.
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