Es fácil, al escuchar una melodía musical, por ejemplo, detenernos en la melodía principal; en oídos poco entrenados —como el de un servidor— es frecuente atender principalmente a ésta, descuidando todo lo que la acompaña. Sin embargo, hay un sinfín de detalles ¿minúsculos? que escapan por completo a nuestra experiencia, sonidos menores que abrazan a la melodía principal, llevándola en alas de plata (como me decía un conocido), que resuenan en lo profundo de nuestras entrañas sin darnos cuenta, despertando ecos que no sabemos reconocer, pero que nos transportan a un nuevo mundo más allá de las formas y de los pensamientos. Algo así ocurre también en la pintura. Cuando fijamos nuestra atención en algo, nuestra vista abre un campo de visión repleto de infinidad de estímulos de los que tampoco somos conscientes, que nos pasan inadvertidos, pero sin los cuales no seríamos capaces de percibir lo que percibimos como lo percibimos. Algo de eso saben los artistas, quienes bañan el motivo principal de su idea con infinidad de matices distraídos que bañan el lienzo, matices insignificantes gracias a los cuales el producto final alcanza su gracia, su calidad de artístico.
¿No será gracias a estos detalles menores que podemos aprehender el motivo principal de un modo diferente? Si probamos a suprimirlos, quedándonos a solas con la melodía principal de la música, con el motivo principal del cuadro, ¿tendríamos la misma experiencia? Probablemente, seguramente, no. Su secreto estriba en ellos precisamente; su ‘significado’ definitivo lo podemos alcanzar, no gracias a lo que primariamente somos capaces de percibir, a lo que dichas obras nos muestran en su superficie, sino gracias a estas otras formas intersticiales; formas —como dice Rof Carballo— «inarticuladas, sin configuración, aparentemente amorfas, de percepción subconsciente, que se escapa a nuestra atención por sutil que ésta sea, y que acompañan como armónicos a la forma que aparece en primer plano, que son como intersticios por los que bulle y hierve el subconsciente soterrado».
El artista es así un acróbata,
que es capaz de hacer piruetas entre ambos mundos, «brincando de manera
inconsciente, pero efectiva, entre las formas articuladas y netas que su mente
superficial le obliga a configurar y los elementos inarticulados, amorfos, de
su percepción inconsciente».
Así ocurre con las palabras. La realidad siempre es mucho
más que lo que podamos conceptuar de ella. El contacto vivo que podamos obtener
mediante una experiencia primaria nunca podrá ser debidamente alojado en el seno
de conceptos y palabras, por muy elevado que sea nuestro lenguaje. Acaso esos
sonidos originales a base de interjecciones, poseyeran una riqueza sombríamente
desestimada. Las palabras cincelan la realidad como estiletes, frías como el
hielo. Pero el caso es que nunca nos expresamos únicamente con palabras. Al
igual que en la pieza del músico o en el cuadro del pintor, acompañan a la
palabra infinidad de detalles imperceptibles, que dotan al mensaje de una
riqueza, ciertamente inferior a la realidad que pretenden decir, aunque sin
duda superior a la idea principal que dirige el discurso. Este eje principal es
el que primariamente atrae nuestra atención; pero, junto a él, se dan también
elementos informes, seguramente inarticulados, sin configuración alguna, que se
escapan a las leyes de la buena retórica… pero que son percibidos por nuestra
‘mente profunda’, más allá de la consciencia. Todo ello ofrece una noticia que
no es reducible a lo conceptual, que no es consciente siquiera, pero que puede
aprehenderse, sin embargo, bajo una mirada atentamente radical, holística,
integral. El buen hablante no deja de ser un encantador que, en lugar de serpientes, emplea palabras; o, mejor,
los intersticios que dejan las palabras, entre los cuales desliza infinitos mensajes
que hablan al subconsciente del interlocutor.
El lenguaje, el auténtico lenguaje no está tanto hecho de palabras como de silencios. Los silencios sin sigilosos, elegantes… no se abren paso a la fuerza, sino que están ahí, a la espera de que las palabras que se suceden en torrente vertiginoso lleguen al pie del risco escarpado, serenando su caudal, permitiendo aflorar silencios silenciados por su apresurado discurrir. Sólo mediante lo que no se puede decir, es posible alcanzar todo aquello que trasciende lo que sí se puede decir; paradoja que nos abre a un modo original de comprender la realidad, más allá de toda comprensión. El buen discurso ha de dejar espacios amplios entre sus palabras y sus frases… A mal entendedor le parecerá que no está bien trabado; a buen entendedor, agradecerá esas oquedades que permiten aflorar el mundo verdadero, ajeno a las cárceles de la conceptuación, y que propiciará el óptimo sentido a sus propios carceleros.
No estamos acostumbrados a escuchar los sonidos del silencio, a dejar que la soledad sonora reverbere en nuestro interior. Los silencios vuelven aprehensible lo inaprehensible, tangible lo intangible; son «donde resuenan en inarticulado murmullo los iniciales balbuceos, el cauce formado por mil recónditos riachuelos invisibles sobre el que las palabras despliegan el poder de su encantamiento». Lo que no se dice hace visible y tangible todo ese río profundo que acompaña a lo que se dice. Y hacia ahí es hacia donde tiende toda palabra, tensionada siempre hacia más allá de su propio límite, para decir lo indecible.
«La palabra, que al nacer siempre asesina un poco lo que ha
querido decir, tiene, para acabar de decirlo todo, que morir en silencio».
Sólo cuando la razón humana ha encontrado sus límites y ha
visto su dificultad para comprenderlo todo, se puede abrir hacia lo que está
más allá de la razón, hacia ese espacio vacío que aparece entre las oquedades
de las palabras, rodeándolas, esperando que se atrevan a dar ese salto que
muchos desconocen, que muchos ignoran, instalados como están en el cómodo
aposento de lo dicho.
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