Pío Baroja pensaba que para que una sociedad tuviera unos
buenos gobernantes, dicha sociedad debía ser también buena. Los gobernantes no
son seres especiales ni privilegiados, sino que son ciudadanos como el resto,
independientemente de que tengan más o menos responsabilidad por el cargo
público que ostentan. A menudo les pedimos un comportamiento que nosotros no
estamos dispuestos a asumir en nuestros ámbitos de actuación. Aunque siempre
encontramos una justificación u otra, la más común de las cuales sea disolver
nuestra identidad individual en la colectiva.
Si la originalidad o la ‘libertad’ son rasgos del individuo
concreto, cuando hablamos de los grupos sociales desaparecen como por arte de
magia. El ser humano en grupo se comporta de modo radicalmente diferente: si
individualmente es imprevisible, en grupo podemos predecir su comportamiento
con cierta facilidad. El sentimiento (y la necesidad de pertenencia a un grupo)
nos hace previsibles, simples. En las sociedades humanas parece que sea
inevitable comportarse según el hombre masa que ya en su día denunciara Ortega
y Gasset. Hay en las masas unas dinámicas de comportamiento que muy pocos están
dispuestos a reconocer o identificar, mucho menos a franquearlas; normas
tácitas que por lo general son obedecidas sin ningún tipo de queja, aunque no
superen la más mínima prueba de la razón y del sentido común. Para conseguir la
aprobación del grupo vale todo; no hay que desentonar, no hay que destacar,
hay que seguir al grueso de individuos sin saber muy bien ni qué se quiere ni a
dónde se va. La masa se moviliza según motivaciones espontáneas y emotivistas,
alimentándose a sí misma en una espiral de autocomplacencia inconsciente, en la
que si uno participa no podrá ser culpado de nada. Uno se siente dichoso en el
seno de la manada.
Ortega definía al hombre-no-masa como héroe, con la capacidad suficiente para no seguir a la masa y vivir
por sí mismo. El anti-héroe no dudará en silenciar cualquier atisbo de
coherencia que pueda perjudicar al grupo, no sea que tal denuncia se vuelva
contra él. Ejercerá una libertad tal que no le suponga enfrentarse, un grado de
libertad máximo que no le suponga renunciar a su ‘merecido’ estatus de
consideración y respeto. Sufrirá la alucinación de pensar que es libre, cuando
no se mueve más que por ciertos hilos que le sujetan al entramado social del
que no puede escapar. Tendrá el grado de moralidad necesario para poder seguir
al resto sin ningún coste personal, para no tener así que enfrentarse al resto
sin que eso le suponga manifestar una incoherencia vital. No querrá tener
grandes convicciones, no sea que por ser coherente deba escoger no seguir al
resto. Y ello lo hará creyéndose libre, cuando no seguirá más que los cauces
que le marcan las invisibles respuestas establecidas a modo de la tela de
araña.
Ni siquiera será consciente de que hay hilos que le sujetan, y en esa medida no los podrá cortar. Hilos creados por la sociedad no tanto conscientemente como fruto de un entramado confeccionado a base de infinidad de relaciones y de intereses, de comodidades y de silencios, de ocios y de liberaciones. Tramas que se forjan solas como resultado de la acción aturdida de sus protagonistas. Miedo a destacar, miedo a la segregación, miedo al enfrentamiento, miedo a ser señalado,… Prefiere seguir viendo las sombras de su caverna antes de que venga ningún héroe a decirle que lo que vive no es la realidad, sino un pálido y triste reflejo. El que tal le dice, en todo caso, es un loco del que se ríe abiertamente o se sonríe con condescendencia; o peor aún, es un ser peligroso que hay que quitar de en medio, un inadaptado incapaz de comprender cómo funcionan las cosas. Entre tanto el pusilánime exige a la manada lo que él es incapaz de conseguir por sí mismo.
Mientras una sociedad ofrezca tal destino al héroe que se atreve a poner ante sus ojos en qué consisten sus pequeñas vidas, mientras a los héroes no les quede más salida que el silencio y la soledad (aunque en ellos encuentren su salvación), será una sociedad mediocre, que quedará anclada en la queja, en ‘lo que hay’, en el egoísmo y en la búsqueda alienada de siquiera una pizca de placer que le ofrezca algún lenitivo para su ausencia de sentido vital, pendiente de la compra del último grito que no es sino muestra de una insatisfacción existencial que se apresura mórbidamente a silenciar. Luego recordará al héroe, e incluso igual escucha lo que dijo, y hasta lo valora,… Y permanecerá en su alucinada vida, dando vueltas sobre sí mismo para morderse la cola.
Éste es en definitiva el destino de aquellos que piensan que han triunfado, que han alcanzado un estatus de vida y de bienestar que les proporciona la ficción de ‘vivir’, como por encima de cualquier mundanal ruido. Pero quizá a ellos les permanezca vedado de manera especial la capacidad de reconocer al héroe. Los ‘triunfadores’ siguen inmersos en el círculo, e incluso quizás con mayor radicalidad pues han tenido que mimetizarse y no han tenido más remedio que seguir ‘las’ reglas impuestas por el entorno, haciéndolas suyas e impidiendo vivir según una construcción personal adecuada, pendientes como estaban de construírsela según las directrices marcadas por ‘lo que hay’, al ritmo que marca la masa.
Paradójicamente, 'triunfar' puede convertirse en una desgracia. Desde su silencio y soledad, el héroe mira con ojos apenados, serenos, compasivos, en
paz.
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