Desde los inicios de la Retórica se han realizado esfuerzos
en dos sentidos que, si bien en primera instancia pudieran parecer diversos o
incluso opuestos, a la postre resulta que van los dos de la mano para alcanzar
un objetivo común, a saber: la correcta argumentación. Estas dos tendencias a que
me refiero son los siguientes. Por un lado, el estudio positivo de la buena
argumentación, que tiene que ver con aquello que hay que hacer para argumentar apropiadamente,
con conocer las normas que rigen la buena argumentación, etc.. Y por el otro, el
estudio de lo que hay que evitar, el conocimiento de las maniobras consideradas
inadecuadas y de aquello que perjudique la buena argumentación. A esto último
es a lo que tradicionalmente se le ha denominado falacia. Así, un argumento falaz sería aquel que no es
representativo de la buena argumentación.
No faltan autores que piensan que las falacias no deben estudiarse como tales, que no tiene demasiado sentido dedicarse a ellas en sí mismas, y ello por dos razones principales. La primera, porque consideran que en lo que hay que centrarse es en la buena argumentación, y no ‘perder’ el tiempo en la mala. Y la segunda, porque entienden que los modos de hacer malas argumentaciones son tantos, son tan enormes las posibilidades de hacer argumentos falaces, que no tiene sentido siquiera detenerse en dicha tarea.
Ante estos motivos cabría hacer —a mi modo de ver— sendas objeciones. Al primer motivo, pues bueno, si bien es cierto que hay que enseñar el arte de la buena argumentación (como todo en la vida) tampoco está de más (todo lo contrario) mostrar aquellas ocasiones en que se hace mal, pues eso también nos ayuda a aprender y a mejorar. Y en referencia al segundo motivo, efectivamente es así: por lo general los modos de hacer mal las cosas son mucho más numerosos que los modos de hacerlas bien pero ello, lejos de hacernos desistir del empeño de su estudio, quizá nos debería llevar a plantearlo de otro modo. Y aquí es a dónde quería llegar, pues este otro modo de plantearlo es una vía que, iniciándose en la modernidad, es una de las que se está siguiendo en la actualidad. Y este giro es muy interesante, porque conlleva a su vez un modo diferente de entender la argumentación.
Tradicionalmente se ha considerado falacia como un argumento
engañoso, que viola las reglas del buen argumento. Su estudio clásico ha
seguido un método que se conoce como escolar;
esto es, se han realizado colecciones de tipos específicos de falacias para
conocerlas e identificarlas, analizándolas usualmente según parámetros de la
lógica, con la finalidad consecuente de prevenirnos para no usarlas y para que
no las usen contra nosotros. Se conoce como método escolar porque ha sido el
método que tradicionalmente se ha empleado en ámbitos académicos, ámbitos que
por su propia índole se encuentran distantes de un contexto real en el que se
puedan dar los distintos discursos. Por este motivo, por reducirse su estudio a
ámbitos académicos, para su identificación y exposición se tendía a proponer
ejemplos exagerados en contextos un tanto irreales, cayendo con frecuencia en
cierta caricaturización.
A partir de la época moderna, y sobre todo a finales del
siglo pasado todo esto se puso en cuestión, pues cuando se trataba de estudiar
los argumentos falaces pronto se vio que el contexto jugaba un papel
importante. Las falacias estudiadas así como en una camilla de cirujano tenía
sentido en ese ambiente escolar, pero cuando se atendía a la vida cotidiana, a
los usos cotidianos (diálogos, discusiones, tertulias,…) se puso de manifiesto
la necesidad de atender a variables más allá de la falacia en sí, como por
ejemplo a variables referenciales, contextuales, etc. Se podría dar el hecho,
por ejemplo, que un argumento dicho en un contexto determinado fuera falaz, y
dicho en otro no.
Vista la cuestión desde esta óptica —digamos— más general, más amplia, pronto se apercibió que el concepto de falacia adquiría connotaciones ambiguas a las que había que darle solución. Ya no por el hecho de que lo falaz de la falacia no fuera algo únicamente técnico (retórico) sino que también llevara aparejadas connotaciones éticas o normativas (en el sentido de que un argumento falaz no es éticamente bueno dado que su finalidad es engañar al interlocutor, y por ende, potenciar el mal entendimiento entre los individuos), sino por el hecho de que había que atender al discurso desde elementos más amplios que el propio discurso, provocando como digo que un argumento en principio válido pudiera dejar de serlo si se situaba en otro contexto.
Consecuencia de ello ha sido atender a un objetivo general de la argumentación —o del discurso— más amplio que el mero hacerlo técnicamente bien (que no es poco), como es el actualmente esgrimido por no pocos estudiosos de ‘resolver diferencias de opinión’. Un argumento bueno (o un discurso bueno) sería aquel que contribuye a resolver diferencias de opinión, que contribuye a localizar un punto de encuentro con el otro. Esta afirmación no tiene que ver tanto con la adquisición de una ‘verdad por consenso’ como con el hecho de considerar todos aquellos elementos ajenos al discurso desde el punto de vista técnico y que contribuyen notoriamente al buen o al mal entendimiento. Todo aquello que contribuye al mal entendimiento, que no contribuye a la resolución de una diferencia de opinión, va más allá de las denominadas falacias (consideradas en este sentido como argumentos malos o engañosos) para englobar todos aquellos elementos que, además de los argumentos falaces, nos distancias de esa meta o de ese objetivo final.
Este giro nos permite dar un paso adelante en la Retórica,
sin duda, pero también nos complica mucho las cosas dadas las numerosas
variables que se incorporan al estudio del buen discurso argumentativo. Me
refiero a variables de tipo visual, por ejemplo, o de tipo afectivo, o de tipo
cognitivo,… Elementos como un gesto, un chantaje emocional, ideologías
imperantes, una creencia social o un prejuicio, ideas que se dan por supuestas
o ideas en las que se abunda por considerarlas importantes,… En fin, el abanico
de posibilidades que intervienen en que un discurso no esté focalizado a la
resolución de diferencias de opinión puede ser inmenso. Pero ahí está el reto.
Aunque
hay un reto todavía más interesante, y es el modo en que la Retórica puede
ayudarnos (o no) a superar esa tentación de caer en una mera verdad por
consenso; o de otra manera, el modo en que la Retórica puede ayudarnos (o no) a
‘decir’ la Metafísica, cuestión puesta entre interrogantes a partir de Kant.
¿Está destinado al ostracismo cualquier intento de decir lo metafísico
precisamente por ser metafísico, trascendente? ¿O acaso la Retórica nos permite
abordar otro tipo de ‘decir’ más allá del lógico-científico, que nos posibilite
abordar cuestiones trans-físicas? Kant negó la posibilidad de decir
científicamente (según el concepto de ciencia vigente en su época) la
Metafísica, y realizó no pocos esfuerzos para acceder a ella desde otras
claves, como pueden ser la ética (la libertad humana como llave) o la estética
(como acceso diverso a la realidad). ¿Podemos apoyarnos en la propuesta
kantiana para aventurar un acceso retórico a la metafísica? No faltan autores
que responden afirmativamente a esta cuestión, aunque no faltan tampoco los que
lo hacen negativamente.
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