El punto de partida que establece Gadamer para comenzar su trabajo, tal y como vimos en el anterior post, es su apoyo en los grandes pilares de la tradición humanista. Ya vimos que el concepto de ciencia era insuficiente para hablar en términos de comprensión: «¿qué clase de conocimiento es éste que comprende que así ha llegado a ser?», ¿cabe aquí la ciencia? En un primer momento se veía la necesidad de hablar en términos distintos a los científicos al uso, pero también es cierto que ello se hacía desde una perspectiva de inferioridad, como si las ciencias del espíritu estuvieran todavía en un rango inferior que las ‘otras’ ciencias, las de verdad. La propia denominación de ‘ciencias del espíritu’ pone de manifiesto esta circunstancia. De lo que se trataba era de poner a éstas en su lugar, que no debía ser inferior al de las otras ciencias, ni mucho menos.
Sin embargo, estaba claro que no había un método propio de las ciencias del espíritu. Y en su esfuerzo por esbozarlo, el trabajo de los iniciadores de este camino todavía se movía en este ámbito de confrontación o de uso de las herramientas científicas, a pesar de su consciencia de que lo que hacían era algo tanto o más importante que el ejercicio científico.
Lo que hace Gadamer es rastrear qué elementos le pueden servir para articular su discurso en referencia a ese otro modo de hacer ciencia. Y encuentra grandes aliados en los conceptos ya existentes en el humanismo, sobre todo el renacentista. Es muy bonito apreciar cómo Gadamer realiza esta tarea, cómo nos va llevando poco a poco al terreno al que nos quiere llevar, mostrándonos todo ese gran ámbito de realidad humana al que los métodos estrictamente científicos, por su propia índole, no pueden hacerlo. Así, hablará de formación, del sensus communis, de la capacidad de juicio (entendida en este contexto, no en el sentido de juicio lógico) y del gusto. Estemos atentos porque no debemos quedarnos con su interpretación actual (error en el que fácilmente caemos), sino que es preciso ir al contexto en que fueron acuñados como tales para alcanzar todo su significado.
No me puedo detener a explicarlos. Pero se puede observar cómo
alrededor de todos ellos gira una idea, a saber: que no se refieren a algo
objetivo, a algo que está enfrente de nosotros, sino que de alguna manera en
sus ámbitos de significado nosotros estamos implicados en aquello que
pretendemos definir, en una especie de circularidad que si se obviara ya no
estaríamos posibilitados para alcanzar los resultados esperados. Un caso
paradigmático es el de la formación (es muy bonito leer el enfoque hegeliano de
la formación, por cierto). Si nos fijamos, no hay un modo objetivo de formar a
una persona, sino que en la formación está implicado el propio ser humano que
se forma, permitiéndonos hablar de una ‘conformación’ de nuestro ser más allá
de la formación que podamos recibir.
Y ello en dos aspectos. a) El primero, en el sentido de que en
mi formación no sólo interviene lo que yo recibo, sino que interviene lo que yo
hago con aquello que he recibido; yo tomo una parte activa en el asunto. b) Y
el segundo —y en el que más se fija Gadamer— en el sentido de que todo lo que
recibimos se va guardando en nuestro interior, lo conservamos. Esto es muy
interesante, y a su vez ocurre en dos planos: el individual y el social. Lo que
nos ha pasado no es algo que pasó y ya está, sino que es algo que de alguna
manera se conserva en nosotros. ¿Cómo? Pues en nuestra personalidad, en los
rasgos de nuestro carácter, en nuestros hábitos,… Aunque no nos demos cuenta,
lo que nos ocurre queda ‘almacenado’ en nuestro interior, e influye en nuestras
acciones posteriores. Y como digo, algo similar ocurre a nivel histórico. Si
extrapolamos esta idea, todo aquello que ha precedido a una determinada
civilización forma parte de ella en tanto que la tradición en la que vive se lo
ha legado. Y ese legado se conserva como un cúmulo de posibilidades que se
abren gracias precisamente a lo que le ha entregado la sociedad anterior, y la
anterior, y la anterior… todas ellas.
Nos estamos moviendo en un ámbito de conocimiento ajeno al
científico. No podemos fijarnos en algo en concreto, en un ‘objeto’ de estudio.
Por el contrario, es preciso suprimir un interés particular que limite nuestro
alcance. No nos estamos moviendo en el ámbito de lo necesario, sino en el de lo
posible; no hablamos de certeza, sino de verosimilitud; no hablamos de
causalidad necesaria, sino de comprensión. Tampoco pensemos que la objetividad
del conocimiento científico es tanta; en su ejercicio interviene también el
componente personal, los prejuicios que inevitablemente todos llevamos ‘puestos’;
pero no deja de ser cierto que todo ello posee más peso en el ámbito de lo histórico
y social, en el ámbito de lo humano y vital.
De ello hay que ser consciente, y lejos de ser un problema,
es un acicate que nos lleve a saber desenvolvernos en estos ámbitos, tarea nada
fácil. Es algo que se debe aprender; hemos de aprender a adquirir esa
sensibilidad que de forma grácil y natural permita inicialmente caer en la
consciencia de este fenómeno que comentamos, de que nosotros ponemos y mucho en
aquello que pretendemos conocer; y posteriormente, intentar reducirlo al
máximo, conscientes de la imposibilidad de tal empresa. Este es un proceso de
formación que culmina en una madurez que hace posible esta comprensión de las
cosas; madurez articulada alrededor de un tacto, de una sensibilidad, de un
gusto,… todos ellos difícilmente definibles. Y esto es importante, porque el
hecho de que sean difícilmente definibles o aprehensibles estos conceptos, es
lo que permite precisamente esa movilidad especialmente libre que posibilita su
desarrollo.
Sólo olvidando formas de vida previas (conceptivas, científicas,…) podemos dar cabida a este tipo de aprendizaje. No se trata de olvidar viejos prejuicios y viejos hábitos para sustituirlos por otros nuevos sino de, en la medida de lo posible, cambiar nuestros paradigmas para intentar ir más allá de los prejuicios y alcanzar una comprensión diversa de las cosas. Este modo diverso de comprensión, esta sensibilidad es lo que se denominó en la modernidad el sentido común. Hoy en día entendemos por ello algo mucho más reducido; lo que entonces significaba era algo así como un sentido antropológicamente compartido, adquirido no tanto por los conocimientos de las cosas como por la sabiduría de la experiencia, y que permite que en él verdadee (en feliz neologismo zubiriano) la comprensión real de las cosas. El sentido de lo justo y verdadero no es un saber causal; es un saber amplio, que se deja traslucir en nuestro decir y en nuestro hacer (al más puro estilo clásico: retórica y prudencia). El sentido común permite realizar una crítica de nuestro conocimiento y facilita reconocer cuándo nos hemos desviado del camino ya no de lo cierto, sino de lo verosímil.
Ello es así gracias a que se adquiere una capacidad de juzgar, estrechamente relacionada con el gusto estético. Si bien hay un germen de este tipo de gusto en lo que se considera una ‘sociedad cultivada’ o una ‘buena sociedad’, el enfoque kantiano va más allá, intentando distanciarlo de su referencia social. Un caso de esta referencia social es la oposición entre el gusto y la moda: la moda es algo que surge y a lo que la gente se somete, es algo que se impone; sin embargo el gusto se corresponde a otro tipo de discernimiento. Si bien es algo que se contextualiza en cada marco histórico, no es algo totalmente histórico; nadie sabe muy bien cómo concretarlo, pero en general se tiene una vaga idea de lo que pueda ser.
Kant destaca el hecho de que no se trata tanto de reconocer que algo es bello o no, como de ser capaces de identificar en la aprehensión de ese algo la totalidad de la realidad que en él resuena, incluso en el ejercicio de nuestras facultades al aprehenderlo. No se puede concretar, pero el gusto nos presenta un modo de aprehender la realidad que puede no ser poseído por el más grande de los científicos. El gusto es conocimiento, pero no expresable mediante conceptos. Gracias al gusto podemos aplicar de modo razonable las leyes generales al caso particular, aunque no lo podamos demostrar. El gusto nos permite acceder a aquellos lugares a donde lo lógico-científico no puede alcanzar. ¿Es lícito hablar de verdad ante una obra de arte, ante un hecho moral bueno,…? ¿Es posible… gustar la verdad?
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