Normalmente se tiende a catalogar al
idealismo como una actitud un tanto extraña, como ‘cosa de filósofos’. Pero no
lo desechemos demasiado rápido. Tal y como se está poniendo de manifiesto
actualmente, cada día es más patente lo que el ser humano ‘pone’ en su lectura
de la realidad. En la actitud realista clásica (que viene a coincidir con la
actitud cotidiana de cualquiera de nosotros) este hecho se ha pasado por alto:
lo usual es pensar que el hombre percibe la realidad tal y como es, y ya está.
Pero esto no es así; o no es del todo así. Y ya no se trata de que a veces
nuestros sentidos nos engañen (como decía Descartes), sino de que el ser humano
cuando percibe a través de ellos no deja de ‘elaborar’ la información que le
llega según sus estructuras fisiológicas.
Vamos a analizar lo que ocurre cuando
identificamos algún objeto de los que usualmente utilizamos. Por ejemplo, el de
esta imagen:
Sí, es una mesa; no hay duda. No hay ni trampa ni
cartón. Si alguien nos preguntara qué es, inmediatamente contestaríamos: pues
una mesa (y pensaríamos: pues vaya tontería, ¿no?). Pero vamos a detenernos un
poco en este proceso y veamos qué es lo que ha ido ocurriendo en él. Es
probable que no hayamos tardado más de un segundo en contestar; o quizá menos…
unas décimas. ¿Qué ha ocurrido durante estas décimas?
Lo primero que hemos hecho ha sido
percibir fisiológicamente al objeto. Lo que hemos hecho ha sido mirar (o
escuchar, o tocar,…) eso que tenemos delante, y luego hemos buscado entre todo
lo que archivamos en nuestra biblioteca mental, hasta que hemos encontrado una idea
que cuadraba con lo que estamos viendo. Hemos repasado nuestra memoria, y nos
hemos dado cuenta que el objeto que estamos percibiendo viene a coincidir con nuestra
imagen de mesa, con lo que entendemos que es una mesa. Aquí surgiría la
cuestión de qué habría pasado si no hubiéramos tenido en nuestro archivo cerebral eso
que llamamos mesa, esto es, si no hubiéramos tenido en nuestra mente el concepto
de mesa. Pero como lo teníamos, ya está, prueba superada: es una mesa.
Pero no vayamos tan rápido. Porque esta
sencilla operación que acabamos de exponer, implica considerar al menos dos
cuestiones previas: a) cómo he percibido yo dicho objeto; y b) cómo tenía ya en
mi interior el concepto de mesa (entre toda la cantidad de conceptos distintos
que pueda poseer). Vamos con la primera (la segunda la trataré en otro post).
Cuando nosotros hemos percibido la mesa,
lo que ha ocurrido es que nuestros sentidos fisiológicos se han activado
(nuestros ojos en este caso). Durante la percepción, en nuestros
órganos receptores una señal externa se ha convertido en una señal nerviosa,
que a través del sistema nervioso periférico ha alcanzado el sistema central, para
acabar en el cerebro. Allí se ha recogido toda la información que ha llegado
por los distintos canales receptores. ¿Qué ha ocurrido en el
cerebro con toda esa información?, ¿cómo ha elaborado el cerebro todas esas
señales nerviosas para convertirlas en nuestra imagen mental de una mesa? Hoy
por hoy y hasta donde yo sé, sigue siendo una incógnita. Cada vez se sabe más
del funcionamiento del cerebro, de las zonas que se activan según qué funciones
desempeña,… pero cómo tenemos la conciencia de la imagen del objeto a partir de
las señales eléctricas y su elaboración por parte del cerebro, no acaba de
estar claro.
Esta cuestión nos abre a otra no menos
interesante, a saber: ¿perciben las cosas el resto de seres vivos igual que
nosotros? Mi gato, que está aquí conmigo, ¿ve lo mismo que veo yo cuando estoy
mirando una mesa? Pues bien, la respuesta es que no, no ven lo mismo todos los
animales. O mejor dicho, si están viendo lo mismo (la cosa ‘mesa’) pero no lo
perciben igual. ¿De qué depende? Pues de las estructuras fisiológicas que posea
cada animal. Un ejemplo claro es el de un murciélago. Como sabemos, con la
misma facilidad con que nosotros nos hacemos un mapa visual de cualquier
escenario, ellos se hacen un mapa acústico, y por lo visto tan efectivo como el
nuestro. ¿Podemos afirmar que los murciélagos se representan las cosas igual que
nosotros? No, ¿verdad?
Lo que un ser vivo percibe, depende de
algún modo de aquello que está percibiendo, claro; pero también de lo que sus
estructuras perceptivas le permitan percibir. No percibe igual un pequeño
roedor que un primate, por ejemplo, o que un ser humano. En el caso de
cualquier ser vivo —en el nuestro también— las estructuras perceptivas limitan
aquello que puede percibir de la realidad. Las cosas son las mismas, pero no
las percibimos igual. Entonces, ¿con qué nos quedamos: con las cosas o con
nuestra representación? ¿Cómo son las cosas, como las percibimos nosotros o
como las percibe otro ser vivo? Pensamos que como nuestro cerebro es el más
evolucionado, nosotros tendremos el mayor grado de fiabilidad en este sentido
pero… ¿podemos afirmar entonces que percibimos la realidad tal cual es?
Pregunta de difícil respuesta.
Nosotros, por ejemplo, no podemos
escuchar sonidos ni por debajo ni por encima de nuestros umbrales de audición,
ni ver ciertas longitudes de onda, etc. ¿Quién puede asegurar que cuando
escucha una pieza musical, escucha todo el sonido que emiten los instrumentos? Ya
no hablo de que tenga mayor o menor capacidad auditiva, sino del hecho de que sólo
podemos escuchar los sonidos dentro de unos intervalos de frecuencia específicos;
probablemente, si registramos la pieza musical con un registrador electrónico,
nos dará un espectro mucho más rico que el nuestro. Parece, efectivamente, que
las cosas son algo 'más' que lo que percibimos de ellas.
Pues
bien, en esta tesitura hay que situar a la fenomenología. Como veis, hay mucho
componente psicológico (o psico-fisiológico). Esto ocurrió efectivamente así. Durante el siglo XIX todo esto trajo de cabeza a numerosos intelectuales y científicos. En un principio parecía que se daba la razón al idealismo, pues se había encontrado un correlato científico (se comenzaba entonces a conocer científicamente el funcionamiento del cerebro): lo único que valía era lo que decía el cerebro; lo demás, las cosas, no tenían importancia. No es que se negara su existencia, sino que se negaba su relevancia en cuanto al conocimiento: lo que primaba era el cerebro y las leyes que regían su funcionamiento.
Pero al poco se vio que no es lo mismo que algo
sea un mero contenido de conciencia que el hecho de que forme parte de un
pensamiento. Mientras lo primero nos encierra en el yo, lo segundo nos abre a
algo más allá del yo, precisamente a aquello a lo que se refiere el pensamiento, a lo pensado: es
el correlato intencional. El gran paso de Husserl (apoyado en otros autores, entre
los que destaca Brentano) fue argumentar filosóficamente la ruptura de la
coraza solipsista moderna. Pero… ¿lo consiguió realmente?
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