No sé si llegué a
comentar en los primeros posts que éste es un blog que pretende encarar las
cosas desde una perspectiva multidisciplinar. Aunque eminentemente serán
aspectos filosóficos los que me guíen, no quiero que sean los únicos. Por mi
formación personal quisiera complementar la filosofía con la ciencia y la
teología. Entiendo que cada disciplina no puede sino abarcar un ámbito
restringido o específico de todo el saber alcanzable por el ser humano, y que
consecuentemente se precisa una colaboración interdisciplinar entre todas ellas
para poder llegar más lejos. Pero soy consciente de que no todos piensan así.
Si ya el diálogo entre filosofía y ciencia es complicado y no es del gusto de todos,
algo similar (o peor) ocurre entre razón y fe. Sobre todo partiendo del hecho
de que no todos tienen fe. ¿Qué les puede decir entonces la teología?
¿Es efectivamente así? Si
consideramos que el punto de partida de la teología es el dato revelado (en mi
caso el dato revelado por Jesucristo), parece que sí. Pero a mi modo de ver,
creo que se ha de matizar un poco esto. Porque el hecho de que el punto de partida
de la teología sea el dato revelado, no justifica que ante diversas cuestiones
se apele a la autoridad divina para darles solución y no se recurra a un
ejercicio profundo de las categorías racionales humanas. Y estemos atentos: ello
no es legítimo ni para posturas creyentes… ni para posturas ateas. Aunque el
punto de partida de la teología es el dato revelado, una fe en definitiva, de
alguna manera aquellos que ejercen su reflexión sin partir de él también
adoptan una postura de fe, una creencia, sólo que una creencia de otro tipo. Esto
no lo podemos olvidar.
Previamente al problema
teológico hay otro problema que hay que situar en las estructuras más
profundamente antropológicas del ser humano: es lo que Zubiri denomina el problema teologal. Este problema no es
otro que la pregunta por lo que es nuestro fundamento. Y compete a todo ser
humano —a todo— darle respuesta. No se trata de que podamos o no darle
respuesta, de que queramos o no, de que nos lo propongamos o no, de que nos
apetezca o no. Sencillamente, no podemos no darle respuesta; por el hecho de
cómo vivamos, ya lo estamos haciendo. Es un problema que no se resuelve de modo
teórico, sino que se responde con nuestras vidas, con la actitud con que
vivimos, atendiendo a aquello en lo que depositamos nuestra confianza para
vivir.
Este problema o esta cuestión no se soluciona diciendo soy creyente, o agnóstico o ateo, sino que se le da respuesta con nuestra propia vida, con lo que hacemos o dejamos de hacer, con lo que nos preocupa, con lo que nos inquieta,… No basta ponernos la etiqueta: nosotros mismos somos la respuesta. Y esta respuesta puede ser dada positivamente, o puede pretenderse pasarla por alto. Quizá esta última postura —la indiferencia— sea la más común; pero no pensemos que por ser indiferentes no estamos respondiendo a la cuestión teologal. La estamos respondiendo… indiferentemente, quizá el modo menos favorable para hacerlo por la dejadez que implica de la propia responsabilidad personal. El problema teologal no implica necesariamente una respuesta religiosa: implica una toma de consciencia de la gravedad que supone vivir una vida de modo serio y auténtico, coherente. Y tan legítimo es un creyente que vive con coherencia y fundamento su fe, como un ateo o un agnóstico que hacen lo propio con su opción de vida.
Que la cuestión teologal
sea algo de carácter antropológico y por ende universal, ello no puede hacernos
olvidar la cuestión de si hoy en día tiene sentido hablar en términos
teológicos. ¿Lo tiene en una sociedad como la nuestra? Esto mismo se preguntaba
Wittgenstein en el prólogo a sus Observaciones
filosóficas allá por 1930, según nos comenta Rosino Gibellini, un teólogo
contemporáneo: «quisiera decir que este libro está escrito en honor de Dios, si
estas palabras no sonasen hoy vacías, es decir, si no fuesen mal entendidas
(…)». No deja de ser llamativo que un autor como Wittgenstein escribiera estas
palabras, que reflejan la consciencia de lo difícil que ya entonces era hablar
‘en honor de Dios’.
En un diálogo serio y
profundo todo el mundo tiene cabida, ‘incluso’ los teólogos. Pero me gustaría
realizar dos matizaciones. La primera tiene que ver con el hecho de estar
atentos (los teólogos) para no caer en lo que Aranguren denominaba una
‘escolástica’. Cuando el filósofo español utilizó este término no se refería
tanto a la Escolástica como período medieval, como al hecho de querer mantener
un pensamiento más allá de los referentes culturales y sociales en los que tal
pensamiento surgió. De hecho, él lo decía refiriéndose al pensamiento marxista,
el cual como sabemos fue ideado en una circunstancia social e histórica (y
económica) determinada por los años finales del siglo XIX y primeros del XX, y
se intentó mantener décadas después cuando la realidad europea se había
modificado notablemente. El hecho de que denominara ‘escolástico’ al marxismo
por esta circunstancia nos lleva inevitablemente a pensar lo que todos hemos
pensado cuando hemos leído este término. Efectivamente: el pensamiento
teológico contemporáneo también ha pecado de cierto escolasticismo, además
declarado (recordemos el decreto de León XIII de revitalizar el tomismo para
poder dar respuesta a las cuestiones suscitadas por el modernismo ilustrado).
En mi opinión esto es
cierto. La teología contemporánea se ha caracterizado por intentar mantener un
marco de pensamiento —el clásico— que si bien para nada es erróneo (todo lo
contrario) creo que es preciso actualizarlo para que pueda ofrecer respuestas a
cuestiones del hombre del siglo XXI. No se pueden responder preguntas del siglo
XXI con esquemas clásicos. Más que dudar de la valía de la tradición teológica
antigua o medieval, de lo que sí se puede dudar es de si es adecuado recibirla
hoy en día tal cual, sin una actitud reflexiva, crítica y constructiva que la
sitúe a la altura de los tiempos. También es cierto que esto es lo que se
pretendía con la nueva teología y con
la celebración del Concilio Vaticano II.
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