No es extraño haber escuchado alguna vez esta
expresión, que los seres humanos construimos la realidad. Dicho así parece un
poco extraña: ¿cómo vamos a ser constructores de la realidad?, ¿cómo va a
depender la realidad de nosotros?, ¿acaso las cosas existen por nosotros, existen
las cosas porque nosotros las hemos creado? Ciertamente es una frase chocante,
que hay que matizar, porque sacada de
contexto parece que signifique algo que raya un poco en la chaladura.
Pero si nos detenemos un poco en ella
veremos que encierra algo (bastante) de verdad. Es recomendable alejarse de
interpretaciones polarizadas: si bien no es una frase totalmente cierta tampoco
es una frase totalmente falsa. En su contexto es una frase que tiene mucho
sentido, nunca mejor dicho.
Quizá un buen modo de comenzar, aunque
parezca paradójico, es cuestionarnos de qué estamos hablando cuando hablamos de
realidad: ¿qué es la realidad?, ¿de qué podemos decir que es real?, ¿de qué
depende que podamos decir de alguna cosa que sea efectivamente real? Aunque parezca una pregunta extraña, hay que decir que se corresponde con uno de los problemas más graves de la filosofía (e incluso también de la ciencia). Hay una
primera respuesta -quizá la más obvia- que viene a coincidir con lo que en seguida nos viene a la cabeza:
realidad es lo que está ahí, delante de nosotros; lo que vemos, lo que
tocamos,… la naturaleza, los animales, las personas, las cosas,… Esta es la
respuesta que filosóficamente se conoce como el realismo clásico. Las cosas y los demás seres están ahí, y con todo
eso nosotros hacemos nuestras vidas: nos relacionamos con los demás, utilizamos
las cosas para conseguir alimentos, cobijo, etc.
Desde esta perspectiva, las cosas son
como son y el hombre tiene la capacidad de conocerlas tal y como son. ¿No? Es
lógico. De hecho, ésta ha sido la directriz del comportamiento humano durante muchos
siglos: desde la antigüedad griega hasta el final de la época medieval. Directriz
en la que primaba una actitud centrífuga del ser humano hacia
las cosas, una actitud hacia fuera en la que primaba lo exterior. Se vivía así según una cosmovisión fuertemente establecida, un orden del que el propio ser humano formaba parte y en el que se encontraba
perfectamente situado. Pero como sabemos ese orden se rompió.
Y se rompió por distintas circunstancias:
sociales, históricas, técnicas,… que provocaron lógicamente un cambio
importante en el modo de pensar. Es verdaderamente difícil hacerse eco de la
ruptura que supusieron todos esos grandes cambios. En un orden perfectamente
establecido se produjeron inicialmente unas pequeñas fisuras, que en muy poco tiempo se transformaron en
grietas, las cuales no mucho más tarde demolieron los muros en que estaba encerrada la
sociedad medieval: aumentó la seguridad facilitando el intercambio, se mejoró
la comunicación entre ciudades, se descubrieron nuevas tierras y nuevos
pueblos, se inventaron herramientas que mejoraron la vida humana y facilitaron la transmisión
de ideas, comenzó el conocimiento científico tal y como hoy lo conocemos,… En
relativamente pocos años se puso patas arriba a una sociedad acostumbrada
durante siglos a una determinada forma de vida. Y esto hay que comprenderlo
bien.
Y comprenderlo bien no es fácil. Por ejemplo: ¿nos podemos
imaginar cómo sería la vida sin reloj? Desde luego hoy en día es impensable:
¿cómo pensar mi vida sin una agenda, sin saber a qué hora tengo que hacer las
cosas,… ¡sin saber lo que tengo que hacer!? ¿Somos capaces de vivir sin reloj?
No me refiero a hacer como que un día o un fin de semana nos dejamos el reloj en casa, a ver lo
que pasa. Me refiero a que toda una sociedad viva sin la ‘dictadura’ de esas pequeñas agujas que le digan cuándo tiene que hacer las cosas, tal y como vivimos nosotros. ¿A que no es fácil pensarlo? ¿Cómo
sería una vivienda sin cristales en las ventanas? Así eran las casas hasta los
siglos XIV y XV, sometidas al frío o a la lluvia. Hasta entonces tampoco había
gafas ni lentes… ni telescopios ni microscopios (los cuales abrieron sendos mundos
macro y micro-cósmicos). Ni tampoco había espejos; sí, podríamos ver nuestras
imágenes reflejadas en el agua o en superficies metálicas, pero no existía ese
interés por vernos reflejados como cuando estamos ante un espejo hecho
expresamente para ello (con claras repercusiones en el pensamiento introspectivo
moderno).
Hasta entonces no había ciencia (moderna). Se vivía en una especie de orden natural de las cosas, en la que el hombre no era tanto autor de su historia como actor, dependiendo en gran medida de las circunstancias externas: del día y de la noche, de los agentes atmosféricos, de lo establecido,… Y ese ‘orden natural’ dejó paso a un nuevo orden ‘humano’ en el que el ciudadano empezó a cobrar conciencia de su capacidad de actuación, de que podía actuar activamente ante la
naturaleza.
Y
bueno, ¿por qué digo todo esto? Pues porque ésta es la situación desde la que se
puso en crisis el realismo clásico. La cosmovisión
imperante se derrumbó, los cimientos vitales se desplazaron, los
conocimientos ‘ciertos’ dejaron de ser tan ciertos… El ser humano dejó de ser una pieza más o menos pasiva del engranaje para tomar parte activa en el desarrollo de los acontecimientos, en el despliegue de su propia vida. La realidad dejó de ser únicamente eso que está ahí; empezaron a cobrar forma otras realidades que antes pasaron desapercibidas, pero no para el hombre renacentista y el moderno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario