5 de agosto de 2025

Las posibilidades de un sistema

El hecho de que la realidad se articule sistémicamente no es en absoluto algo baladí, sino que le dota de un carácter que a la postre es fundamental para que su dinamicidad intrínseca pueda expresarse según una complejidad creciente. Para poder explicarlo, vamos a situarnos en los dos extremos en lo que a un conjunto de elementos se refiere: el caótico y el lineal o regular. Empecemos por el primero, por el caótico. Se caracteriza, como su nombre muy bien indica, en que sus componentes no están ordenados, no hay ninguna norma o regla que rija su disposición. Pensemos en cubos blancos y negros de juguete que un niño desparrama por su habitación. En esta situación, no se puede afirmar que un determinado cubo está o deja de estar en el sitio que le corresponda, básicamente porque no hay un sitio que le corresponde, le vale cualquiera. Como dice Bresch (en cuyo libro La vida, un estadio intermedio me he inspirado, y he tomado estas figuras), en un sistema así no caben errores, pues no hay ninguna limitación.

En el otro extremo podemos situar el lineal, en el que ocurre todo lo contrario: se ha establecido un orden o un principio en virtud del cual se disponen todos los elementos. Supongamos que nuestro niño ha recogido todos los cubos y los ha guardado en una caja a modo de un tablero de ajedrez. En esta disposición sí que se puede detectar si un elemento está bien ubicado o no; y, en el caso de que haya un hueco, podemos prever cuál es el elemento que falta. Ya no vale cualquier disposición, ni ninguna pieza se puede ubicar en cualquier lugar, todo lo contrario.

Podemos pensar en otras disposiciones de conjuntos de elementos. Pensemos que el niño quiere hacer una figura con sus cubos: por ejemplo un hombre a caballo (nos permitimos aquí incluir un tercer color en los cubos, para que quede mejor la figura; a la postre, es la misma idea). ¿Qué está ocurriendo aquí? Aquí los cubos no están dispuestos al azar ni están dispuestos siguiendo un patrón, aunque tampoco están dispuestos de cualquier manera, pues guardan una relación entre sí. Es lo que vamos a denominar ‘estructura’ o ‘sistema’ como tal. ¿En qué se caracterizan? «Lo típico de una estructura es que sus elementos básicos tienen que estar determinados y dependen de un espacio concreto. En comparación con una disposición caótica, las posibilidades son limitadas, aunque, en comparación con un orden determinado por un patrón, permiten ciertas libertades», idea que me parece muy sugerente.

En la estructura hay orden, pero no un orden ‘asfixiante’ o férreo, sino un orden flexible, que propicia cierto margen de libertad, en el que caben distintas posibilidades en su configuración sin alterar la naturaleza de la misma. Y no sólo eso, sino que la distribución establecida influye directamente sobre su futuro despliegue, ampliando o restringiendo otras posibilidades, o eliminando otras. Digamos que cada posibilidad establecida condiciona o endereza la futura evolución de dicho sistema hacia unas determinadas posibilidades cerrando el camino hacia otras, manteniendo su estabilidad como estructura. Según se vayan dando unas posibilidades u otras, así ira evolucionando la estructura. Y estas posibilidades no son arbitrarias, sino que dependen de la propia naturaleza de la estructura en cuestión. Así, podemos definir estructura como «una distribución de componentes que se desarrollan con una libertad autorrestringida».

En su proceso de despliegue o en su evolución natural, lo suyo es que —como digo— mantengan una autonomía como tal, sigan siendo una estructura aunque, seguramente, un poco diferente. Pero no siempre es así: hay ocasiones en que la estructura puede degenerar desde este punto de vista evolutivo. Una de ellas es la desaparición de la autorrestricción, es decir, caso en el que la estructura existente no ejerciese ningún tipo de influencia o condicionamiento sobre la estructura futura; lo nuevo no tendría nada que ver con lo antiguo. La otra tiene que ver con la desaparición de la libertad de acción, de modo que lo existente determina de modo absoluto lo futuro, que se daría de modo regular sin cabida para el azar. Si lo pensamos, en el primer caso llegamos a distribuciones caóticas, y en el segundo a distribuciones regulares. En el primero no hay orden que se vaya transmitiendo, en el segundo el orden de una estructura se mantiene de modo absoluto a la estructura futura.

«La estructura está por tanto entre los dos extremos: el caos y el orden. En el caos no existe ninguna limitación; en el orden ninguna libertad de acción. Las estructuras contienen relaciones internas, autorrestricciones y, al mismo tiempo, libertad para que el azar desempeñe un papel en el futuro desarrollo. En la naturaleza todo lo material se desarrolla dentro de esa mezcla de autorrestricción y libertad», dice Bresch.

La composición interna de las estructuras se caracteriza por guardar cierto orden, o mejor, cierta armonía, en el seno de la cual caben limitaciones pero también caben situaciones imprevistas. Situaciones imprevistas que no son arbitrarias, sino que están vinculadas de alguna manera a la situación de la estructura actual. Esto es lo que ocurre con la infinidad de las estructuras en la naturaleza, con la evolución, la cual se da tanto en la materia inorgánica como —algo que nos es más familiar— en la orgánica. Cada nueva estructura es una novedad en la naturaleza, a la vez que genera nuevas posibilidades para generar nuevas estructuras. Las componentes de estas nuevas estructuras, así como su disposición geométrica, o las posiciones de unos componentes respecto a otros, etc., determinará sus propiedades, unas propiedades que no se pueden determinar a partir de sus componentes: es lo que se llama, propiedades emergentes.

No deja de llamar la atención esta tendencia de la naturaleza a ir conformando estructuras cada vez más complejas. Parece que cada estructura está ‘ávida’ de combinarse con otras para generar estructuras más complejas. Aunque no es menos cierto que, por el otro lado, hay cierta tendencia a la disgregación o desintegración de estructuras. Lo que no deja de dar que pensar: me refiero al hecho de que, efectivamente, en la naturaleza hay procesos transformadores que se enderezan hacia el desorden, mientras que otros se enderezan en sentido opuesto, hacia el orden.

29 de julio de 2025

El juego vital entre la impredecibilidad y la necesidad humana de proyectar

Veíamos en otro post que, el comportamiento de una persona en particular, de una sociedad en general, se caracterizaba —a la luz del planteamiento de MacIntyre— por su impredecibilidad. Y ello nos lleva a un problema que es muy interesante. Como digo, en él se concluía que la vida era impredecible per se. Pero el caso es que eso va en contra de nuestras propias intenciones, ya que es más que frecuente un esfuerzo por nuestra parte para saber a qué atenernos. ¿Se puede vivir en un ámbito totalmente de impredecibilidad, de un no saber qué va a pasar? Seguramente no, sino que necesitamos saber a qué atenernos en gran medida, so pena de desorientarnos. Frente a las fuentes de impredecibilidad que vimos allí, MacIntyre nos habla también de unas fuentes de predecibilidad, en virtud de las cuales tratamos de alguna manera de ordenar nuestras vidas. Somos conscientes de que no podemos controlarlo todo, pero nos negamos a vivir en la imprevisión, en la novedad constante…

La primera de estas fuentes —y seguramente la más importante— es la necesidad individual de programar y coordinar nuestras vidas. Todos tenemos una idea de lo que es un ‘día normal’, en el que respetamos el mismo horario y hacemos las mismas cosas. Buena parte de nuestras vidas deambula por ciertas vías rutinarias, gracias a la posesión de un elevado volumen de conocimientos tácitos de aquello con lo que nos vamos a encontrar, de lo que van a hacer aquellos con los que tratamos, etc. Esta necesidad se complementa con otras fuentes, como la que nos arrojan las fuentes estadísticas, con las cuales contamos en buena medida en la confección de nuestros planes y proyectos, aunque no se deban a un conocimiento causal (por ejemplo, el hecho de que en Navidad haya más suicidios puede influirnos), o las regularidades naturales (nos vamos de vacaciones generalmente en verano) o las sociales (el domingo hay partido).

¿Qué relación hay en nuestras vidas entre la impredecibilidad que la caracteriza y nuestra necesidad de predecibilidad? No es posible vivir en el caos, y nuestras estructuras sociales nos ayudan a vivir en un marco razonable de costumbres y rutinas, al que nos adaptamos. Y esto no es baladí, porque necesitamos saber a qué atenernos para encontrar el sentido a nuestras vidas. Dice MacIntyre: «El grado de predecibilidad que poseen nuestras estructuras sociales nos capacita para planear y comprometernos en proyectos a largo plazo; y la capacidad de planear y comprometerse en proyectos a largo plazo es condición necesaria para encontrar sentido a la vida. Una vida vivida momento a momento, episodio a episodio, no conectada por líneas de intenciones a mayor escala, no daría base a la mayoría de las instituciones humanas características». Sin embargo, nuestros proyectos e intenciones son vulnerables y frágiles, a causa de la impredecibilidad fundamental de la vida humana.

Esto es así, es algo humano, y el no considerarlo es el gran error de las utopías de todo tipo: desde la República de Platón, hasta la de Tomás Moro o La nueva Atlántida de Francis Bacon (por cierto, para los interesados recomiendo la Historia de las utopías, de Lewis Mumford). Todos ellos pensaron que la vulnerabilidad y fragilidad de los proyectos humanos podrían ser vencidas en un futuro gracias al progreso de la humanidad en los términos establecidos. Nada más lejos de la realidad.

Es cierto que cada uno de nosotros trata continuamente de llevar su vida por unos cauces más o menos determinados, definiendo su ruta en ese mar abierto que es la vida social mediante planes y proyectos. Querer llevar adelante estos planes y proyectos va de la mano con desplegar nuestras vidas en un marco cada vez más amplio de predecibilidad. Pero el caso es que ese marco de predecibilidad que tratamos de ensanchar, continuamente se ve sorprendido por circunstancias que nos ocurren, acontecimientos que nos afectan, personas que pasan a formar parte de nuestras vidas o que sencillamente se entrometen. Nos resistimos como gato panza arriba, pugnando por mantener nuestra independencia y autonomía, nuestra parcelita de libertad, nuestro derecho a vivir tal y como hemos proyectado, más o menos creativamente. Pero la realidad se nos impone. Lo que quizá sea providencial, en el sentido de que la rutina y el orden excesivo adormece las conciencias, y las sorpresas con las que nos encontramos nos espabilan y pueden contribuir a que saquemos lo mejor de nosotros mismos. Es bueno que el espíritu humano se vea sometido a cierta tensión, a la novedad y a la sorpresa, para crecer y madurar. Es sabido que el éxito en las organizaciones se debe también a este factor; de ahí también que regímenes totalitarios, en los que precisamente se coarta y se encierra el espíritu humano, lleva en sí mismo la semilla de su autodestrucción.

Y ahí estamos cada uno, tratando de caminar por ese difícil equilibrio entre nuestro deseo de predecibilidad y la impredecibilidad intrínseca a la vida individual y social. Y no sólo eso, sino tratando de vivir también de modo que mantengamos cierta intimidad y originalidad; no nos gusta mostrarnos totalmente transparentes, sino que hasta cierto punto guardamos parte de nosotros en lo profundo de nuestro corazón, pues nos amenaza que los demás puedan predecir nuestras vidas. Queremos vidas predecibles y plenas de sentido, pero no tan rutinarias u ordenadas como para que los demás sepan perfectamente dónde encontrarnos. «Si la vida ha de tener sentido, es necesario que podamos comprometernos en proyectos a largo plazo, y esto requiere predecibilidad; si la vida ha de tener sentido, es necesario que nos poseamos a nosotros mismos y no que seamos meras criaturas de los proyectos, intenciones y deseos de los demás, y esto requiere impredecibilidad. Nos encontramos en un mundo en que simultáneamente intentamos hacer predecible al resto de la sociedad e impredecibles a nosotros mismos, diseñar generalizaciones que capturen las conductas de los demás y moldear nuestra conducta en formas que eluden las generalizaciones que los demás forjen».

No hay nada de malo en hacer predicciones sociales, siempre a la luz de que la predecibilidad social de corte determinista es una ficción que quizá a algunos les interese mantener; pero la eficacia gerencial en este sentido, propiciada por el conocimiento mistérico de ‘los expertos’, es un mito. Hay que ser cuidadosos cuando se habla en términos de una ‘pericia gerencial’, ilusionándonos con la idea de un poder externo a nosotros debidamente informado que se ejerce en aras del interés general y que sabe a qué atenerse, cuando en el fondo no es así, básicamente porque no lo puede ser. La realidad social se obstina en su impredecibilidad, en sus giros inesperados, en sus errores infundados, uno de los cuales puede ser su confianza en la pericia gerencial. «El burócrata más eficaz es el mejor actor».

22 de julio de 2025

Los orígenes del planteamiento lingüístico de von Humboldt

El tránsito del siglo XVIII al XIX fue una época muy importante en lo que a la historia de la lingüística se refiere, época en la que sufrió un giro importante: los trabajos histórico-comparativos de Bopp, Grimm y los hermanos Schlegel supusieron una importante innovación metodológica, pero no sería justo entender a Wilhelm von Humboldt (1767-1835) como una mera continuación de esta tradición, pues ello minimizaría toda la carga de novedad que aportó, además de que daría pie a una reducida comprensión de su teoría lingüística. El trabajo de estos autores se daba en un contexto en el que predominaba un enfoque comparativista entre las distintas lenguas. Las publicaciones iniciales de Humboldt, que databan de esta época, tuvieron un escaso eco en este marco. Tan sólo mereció un poco más de atención el discurso que realizó ante la Academia Prusiana de las Ciencias en 1820, publicado en 1822 con el título El origen de las formas gramaticales y su influencia sobre el desarrollo de las ideas, explica Galán. Ciertamente se trataba de una época en la que la dimensión científica era muy importante, de modo que los lingüistas se ceñían a su propio método, siendo sus resultados modelos de compatibilidad entre la ciencia y la lingüística. Pues bien, si por algo destacó el trabajo de Humboldt fue por salirse de este guión, introduciendo una serie de categorías (forma interna, visión del mundo, enérgeia, etc.) que son conceptos clave de la lingüística actual. Paradojas de la vida, la influencia lingüística de Humboldt es más amplia en el siglo XX que en el suyo, en el XIX. O quizá no sea tal paradoja, porque suele ser una ley de la historia que los auténticos maestros no sean comprendidos en su época.
  
El cambio de clave que estableció Humboldt se articula en torno a dos ámbitos: el estético y el antropológico; comprendido esto, a mi modo de ver se clarifica bastante toda su novedad. Fue Humboldt un autor preocupado por los literatos y los maestros de la palabra; en concreto, estudió a fondo a Goethe y a Schiller. ¿Cuál fue su principal preocupación? Pues no fue otra que comprender de qué modo lo bello podía caber (o no) en un marco conceptual; es decir, si lo bello se podía expresar mediante conceptos. A poco que uno lo piense, se da cuenta de que no se trata de un asunto baladí ni mucho menos, ni fácil de resolver. ¿Se puede decir lo inefable? Aparece aquí el problema de la representación de lo sensible mediante conceptos, dejando entrever lo que será una de las principales funciones del lenguaje, porque el lenguaje no es sino «la facultad de producir el pensamiento interior, las sensaciones y los objetos externos mediante un medio que es al mismo tiempo obra del hombre y expresión del mundo; o, más bien, es la facultad de tomar consciencia de sí mismo escindiéndose en dos», dice en una carta a Schiller. El lenguaje no es sino un medio que, si bien es humano, no es sólo humano; que, si bien pertenece al mundo, no es solo del mundo; sino que pertenece a ambos, es un puente tendido entre esos dos espacios.

En referencia al segundo ámbito, el antropológico, aparece dibujado principalmente en la Teoría de la formación del hombre; digo ‘dibujado’ a conciencia, ya que se trata del esbozo de una futura obra que nunca llegó a escribir. Lo que viene a defender aquí es que, pese a la diversidad de hombres, de razas y de culturas, todos ellos convergen hacia una unidad ideal de lo humano. Esa unidad ideal de convergencia la argumentó en torno al concepto de forma interior (que, si en este contexto tenía que ver con el carácter de las personas, cuando fue extrapolada al lenguaje la denominaría ‘forma del lenguaje’). Esta forma interior estaba caracterizada por un momento dinámico, impeliendo a los individuos a desarrollarse convergiendo hacia la unidad expresada por el ideal humano, expresión de la máxima perfección a la que podría llegar una persona. Ciertamente, no había ningún hombre perfecto, lo que no era óbice para la existencia de dicha idea de perfección, la cual era definida precisamente contrastando todas las individuales existentes y en tensión con ellas, confrontando lo distintivo de cada ser particular. Con este concepto hay un cambio de clave que conviene destacar, como es que lo diferente, lo distinto, no es entendido negativamente en tanto que nos separa de lo perfecto e ideal, sino que es condición necesaria precisamente para tender hacia ello, hacia la unidad mediante la interacción. Este proceso dinámico hacia la perfección no es otra cosa que bildung, palabra conocida en la filosofía contemporánea, que viene a significar educación, culturización, formación, todo ello en el sentido de que contribuye a la elevación de cada persona hacia el ideal. Proceso en el cual el lenguaje (como instancia socializadora) jugará un papel fundamental.

Como se puede apreciar, inicialmente los intereses de Humboldt no eran estrictamente lingüísticos. Si se desplazó hacia ahí, fue porque veía en el lenguaje un punto de conexión fundamental entre las problemáticas que le preocupaban de modo fundamental. Del ámbito estético extrajo la cuestión de cómo el lenguaje, efectivamente, es capaz de decir el mundo; del ámbito antropológico, la problemática asociada a la diversidad empírica de lenguas ante la universal capacidad lingüística del ser humano.

15 de julio de 2025

Paradojas al tratar de adaptar el significado lógico con el semántico

Veíamos cómo el valor lógico de las proposiciones en las que la primera premisa es falsa siempre es verdadero, algo que iba en contra de nuestro ‘sentido común’. Para comprender bien lo que sigue, aconsejaría refrescar lo que ya vimos en su día. Apliquemos ahora ese sentido común, en virtud del cual las dos últimas proposiciones no tienen sentido que sean verdaderas, sino que parece razonable pensar que son falsas dado que no se han cumplido nuestras expectativas. Si nuestro interés está en ver qué ocurre con los ratones cuando hay gatos, pero resulta que no hay gatos, la proposición C se cae por su propio peso, no tiene sentido: entonces la tomamos como falsa. La cosa quedaría entonces como se observa en la cuarta columna (la tercera es el valor propio de la lógica):

A

B

AB

 

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

F

F

F

V

F


Si nos damos cuenta, esta cuarta columna es el resultado del operador lógico ‘conjunción’, también representado por ‘y’, o ‘and’. La tabla de verdad de este operador nos dice que es verdadera únicamente aquella posibilidad en la que ambas proposiciones iniciales son verdaderas:

A

B

A→B

AyB

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

F

F

F

V

F


En este caso, la proposición ‘si hay gatos, no hay ratones’, sería equivalente a la proposición ‘hay gatos y no hay ratones’, nada que ver con nuestra idea inicial. Nuestro sentido común nos ha jugado una mala pasada.

Pensemos en otra opción. Podría ocurrir que, de las dos últimas posibilidades en las que la proposición A era falsa, sólo fuera falsa una de ellas, siendo la otra verdadera. Por ejemplo, que sea verdadera la tercera, y la cuarta la dejamos como falsa. En este caso, la tabla de verdad quedaría así:

A

B

A→B

 

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

V

F

F

V

F


Si nos fijamos, ahora los valores de verdad resultante coinciden con los de B, con lo cual sería el operador identidad:

A

B

A→B

B

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

V

F

F

V

F


O sea, que, en el fondo, nos daría igual lo que ocurriera con A, pues ocurra lo que ocurra con los gatos todo dependerá de si hay ratones o no. El resultado ya no dependerá de lo que pase con los gatos, la proposición A es ociosa.

Probemos, de las dos posibilidades que nos planteábamos, a permutar la tercera con la cuarta, de modo que la verdadera sea ahora la cuarta, y la tercera falsa:

A

B

A→B

 

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

F

F

F

V

V


¿Qué decir, entonces? Esta posibilidad es la propia del operador correspondencia o doble implicación, conocida como ‘si y sólo si’, la cual sólo es verdadera cuando las dos proposiciones se corresponden, es decir, o las dos son verdaderas o las dos son falsas:

A

B

A→B

A↔B

V

V

V

V

V

F

F

F

F

V

V

F

F

F

V

V


Esto quiere decir que, o bien que hay ratones si y solo si no hay gatos, o bien que no hay ratones si y solo si hay gatos, es decir, que si no hay ratones necesariamente debe haber gatos, como si no hubiera otros modos de acabar con los ratones (como los raticidas) o que, sencillamente, se han ido a otro lado, o han muerto de modo natural. De nuevo, nada que ver con nuestro problema.

Conclusión: en ocasiones, el discurso del sentido común no es fácil de adaptar al discurso lógico, siendo fácil caer en alguna confusión. Y todo esto, ¿para qué? Pues nos va a ayudar a situar la consistencia o inconsistencia de un sistema axiomático, que veremos en el siguiente post.

8 de julio de 2025

La fusión de horizontes: un diálogo mediado por la tradición

Para poder acceder a este proceso hermenéutico que comentábamos, hay un elemento indispensable que lo posibilita, y que hoy en día no tiene muy buena prensa: me refiero a la tradición. La tradición es el ámbito en el que es posible el encuentro de horizontes, ya que es en ella precisamente que tales horizontes se dan; es condición de posibilidad de ese contacto. El horizonte del texto y el del intérprete no son independientes ni inconexos, todo lo contrario. Incluso se puede decir que aquél engloba de alguna manera a éste en tanto que posee un efecto sobre él, todo lo potente o todo lo nimio que se quiera, pero todo horizonte actual —y el nuestro lo es— está inevitablemente afectado por el anterior. Es por ello preciso ser conscientes de que nuestro horizonte siempre es un horizonte limitado, y que debemos ir más allá de nosotros mismos, más allá de nuestro marco mental, pues es en él en que se sitúan habitualmente nuestras comprensiones y nuestras reconstrucciones. Démonos cuenta, por otra parte, que esta limitación es similar a la que poseía el autor cuando escribió el texto: él también lo hizo enmarcado en su propio horizonte, sin ser consciente (¿cómo iba a poder serlo?) de las lecturas que podrían hacerse de su texto en generaciones posteriores.

Consecuentemente, la interpretación de un texto supone atender a lo pasado pero ‘desde’ un presente afectado por dicho pasado. Se observa que no se trata de un proceder ‘de una vez por todas’, sino que es un preguntar y dejarse responder: «La estrecha relación que aparece entre preguntar y comprender es la que da a la experiencia hermenéutica su verdadera dimensión». Un dejarse responder que suscitará un nuevo preguntar y, subsecuentemente, un nuevo dejarse responder; nuevas preguntas y nuevas respuestas, imprevisibles inicialmente, que no es otra cosa que un diálogo. Y este diálogo contribuye a suscitar cada vez más y nuevas preguntas, y lo que es más importante: poseer esa actitud abierta que se precisa para atender auténticamente a las nuevas respuestas. El pensar y el preguntar se implican mutuamente, y suponen esa actividad de espíritu según la cual la respuesta es permitida, así como ese dejarse sorprender y configurar por ella. Desde esta actitud de apertura se deja abierta la posibilidad de nuevos sentidos, aun de aquellos que nos supongan violencia.

Es cierto que con un texto no podemos mantener una conversación como con un tú, pero esa dialéctica de pregunta y respuesta, y la actitud que subyace en ella, es en definitiva la misma. Porque «este hacer hablar propio de la comprensión no supone un entronque arbitrario nacido de uno mismo, sino que se refiere, en calidad de pregunta, a la respuesta latente en el texto. La latencia de una respuesta implica a su vez que el que pregunta es alcanzado e interpelado por la misma tradición. Esta es la verdad de la conciencia de la historia efectual».

Pero no nos quedemos aquí, porque algo de esto hay en verdad en todo lenguaje. Continúo citando a Gadamer: «esta fusión de horizontes que tiene lugar en la comprensión es el rendimiento genuino del lenguaje». El lenguaje es sin duda ‘la’ herramienta necesaria para la tarea hermenéutica, así como para el arte de la conversación. La comprensión dialógica se da necesariamente lingüísticamente. Y lo que hemos de intentar de realizar ahora es profundizar el alcance de lo lingüístico y su repercusión en la tarea hermenéutica. Cualquier posibilidad de encuentro y de comprensión supone un lenguaje común; no tanto una lengua común, sino un lenguaje común; pues ocurre con frecuencia que dos personas hablan dos lenguajes distintos en una misma lengua, y un mismo lenguaje en lenguas distintas. Toda conversación (con un tú, con un texto) no sólo supone un lenguaje común, sino que se constituye únicamente si hay un lenguaje común. Luego se verá si hay acuerdo o no, pero sólo es posible el acuerdo cuando ambos participan de un lenguaje común. ¿Cómo se produce o cómo se genera este lenguaje común? Evidentemente, no es algo que se dé por supuesto, ni siquiera algo construido artificiosamente siguiendo ningún tipo de técnica… Es otra cosa. Ese lenguaje común es fruto del esfuerzo dialógico de los interlocutores, de su actitud de apertura, fruto de lo cual se posibilita no ‘vencer en el enfrentamiento’ sino no precisamente lo contrario, no sentirse amenazado por no tener razón, auténtico paso previo para poder atisbar la verdad que nos ofrecen las cosas mismas, y no la fuerza de las argumentaciones. Es precisamente la fuerza de la verdad de las cosas mismas la que nos reúne en una nueva comunidad: «El acuerdo en la conversación no es un mero exponerse e imponer el propio punto de vista, sino una trasformación hacia lo común, donde ya no se sigue siendo el que se era». Cuando no sea el caso, cualquier posibilidad de encuentro con un interlocutor será harto complicado.

1 de julio de 2025

¿Hasta dónde puede alcanzar nuestro conocimiento?

Quedaba pendiente el segundo asunto que comentaba, y que tenía que ver con, mediante el procedimiento habitual de nuestro conocer, hasta dónde se podía alcanzar. Más allá de las dudas de si efectivamente nuestro conocimiento nos permitía ‘tocar’ la realidad o no, lo que ahora se plantea es, partiendo de nuestro modo habitual de conceptuar, hasta dónde se puede llegar. Ya se habló de que, con frecuencia, la conceptuación puede volverse en contra nuestra, en el sentido de que puede hacernos creer precipitadamente que ‘ya’ habíamos llegado a nuestro destino cuando, lo cierto es que se trata de una estación provisional. Así las cosas, muy bien se puede ‘entrar’ dentro de eso que hemos conceptuado, ‘desentrañarlo’ para comprender su constitución, su configuración, sus partes, su estructura, etc.

Es fácil pensar que, en cuanto avancemos en el conocimiento de un ente, iremos llegando a otras entidades que lo subyacen y que lo conforman, pero entidades en cualquier caso, a las que asignaremos un nuevo concepto. Esto es algo que se ve claro en el avance de las ciencias naturales. En ellas se trata de dar razón de algo ya identificado o conceptuado apelando, además de a sus rasgos o propiedades, a sus componentes que —por decirlo así— pertenecen a un nivel inferior, inferior en el sentido de más profundo, más radical. Se trata de explicar algo de lo que tenemos noticia, mediante otro tipo de elementos de un nivel inferior que se pueden describir, pero no explicar (¡e incluso en ocasiones tan sólo postular!). Así, por ejemplo, en el conocimiento de la materia: primero se hablaba de moléculas, cuya existencia se explicaba por los átomos, que sólo se describían; éstos, a su vez, quedaron explicados por las partículas subatómicas, que inicialmente también se describían únicamente; con el tiempo, éstas quedaron explicadas por las partículas fundamentales que, hasta el momento actual (y hasta donde yo sé), sólo pueden ser descritas, y no explicadas por entidades de un nivel inferior. Siempre que acudamos a otro nivel para dar razón del nivel en que nos encontramos, será inicialmente descrito; y aunque lo expliquemos, para ello describiremos los entes de otro nivel inferior; y así sucesivamente… ¿hasta dónde? Conforme profundizamos en el conocimiento de las cosas (molécula, gen, voluntad, etc.), se descubre que están conformadas por entidades o procesos de un nivel inferior, a las que les ponemos un nombre, una etiqueta; este concepto —como decía— es una estación intermedia de descanso, y lo empleamos porque todavía no hemos podido descender de nivel descubriendo qué elementos lo componen. Cosificar se puede definir como el identificar con un concepto un ente que justifica ese alto en el camino que es el progreso en el conocimiento. En este sentido, quizá se pueda entender conceptuar como sinónimo de cosificar.

Popper denominaba a este tipo de conocimiento como aquél que trata de responder a preguntas del tipo qué es. Cuando tratamos de expresar lo que es algo, lo identificamos mediante un concepto, decimos de qué está hecho, cuáles son sus caracteres, para qué sirve o puede servir, etc., pero lo cierto es que estrictamente nunca llegamos a decir lo que es de modo directo, sino mediante rodeos, es decir, mediante explicaciones.

Y éste es el meollo del asunto: hasta qué punto el conocimiento humano, sea del carácter que sea, puede llegar a alcanzar la ultimidad de la cosa; en este sentido, habría que llegar al límite de lo que realmente es la cosa en cuestión, es decir, a su esencia. Si esto fuera así, si se conoce a algo en términos de su esencia, parece que ya no se hace falta conocer nada más suyo, seguramente porque no es necesario. Ahora bien, esto parece que es algo que compete quizá menos al conocimiento científico, algo más al conocimiento filosófico, situación ante la cual se ha de andar con precaución para no caer en explicaciones ad hoc, tal y como veíamos, y veremos. Ciertamente, no toda contrastación de un juicio se ha de realizar mediante una metodología científica, ya que hay juicios filosóficos que también pueden ser contrastados con la realidad de las cosas y del ser humano, sólo que no por una metodología científica, sino mediante otra, por ejemplo una de carácter experiencial. De hecho, en nuestras vidas procedemos así con mucha más frecuencia de lo que pensamos. Como decía Ortega y Gasset en el ‘Prólogo para franceses’ de su laureada La rebelión de las masas, para las cosas verdaderamente importantes de la vida la razón científica no sirve, siendo preciso acudir a lo que entonces denominó razón histórica.

Pero a lo que iba: aunque parece que la aspiración a ese conocimiento esencial es más propia del conocimiento filosófico que del científico, la prudencia que se debe mantener ante él debe ser constante, así como la valoración crítica del grado de satisfacción o insatisfacción que nos genera un explicans en referencia a un explicandum concreto. En principio, en este camino progresivo del conocimiento parece que toda explicación puede ser explicada por otra de nivel inferior, más profundo o básico, con un grado mayor de contrastabilidad y universalidad. El asunto es si se puede descender hasta eso que entendemos que es su esencia, y qué quiere decir esto exactamente. Esto y no otra cosa es lo que pretendía la metafísica clásica.

24 de junio de 2025

En el límite de lo dado

Aunque llevamos insertos ya unas cuantas décadas en el paradigma físico contemporáneo, creo que para nada se puede decir que esté lo suficientemente esclarecido y asentado, por lo menos entre las personas que vivimos ajenas al ámbito científico. Y se erige en un reto ineludible en este sentido: tomar conciencia de las dimensiones del reto, y acometerlo en la medida de nuestras posibilidades. Ello nos abre a diversos retos.

El primero pasa por asumir que nuestras observaciones microfísicas modifican lo observado, el proceso de observación interviene en el suceso a observar; ello nos lleva a la consideración de que lo que el científico observa no es ‘la’ realidad, sino, sencillamente lo que percibimos de ella. Este ‘lo que’ percibimos de ella se puede enfocar desde dos perspectivas. La primera tiene que ver con lo que la tecnología nos permite observar de ella: la ciencia contemporánea en absoluto se realiza según lo que nuestros sentidos nos ofrecen directamente, aunque sí indirectamente, precisamente a través de la tecnología. La segunda tiene que ver con que la visión espaciotemporal que se tenga de los fenómenos físicos está supeditada a las abstracciones simbólicas de carácter matemático en virtud de las cuales comprendemos la realidad; lo que no sea formalizable matemáticamente, hoy por hoy no es un dato científico. Por no hablar de la problemática asociada a la fenomenología, en virtud de la cual sujeto y objeto aparecen ligados en un sistema constructo, tal y como Bohr se hizo eco en la famosa interpretación de Copenhague.

Hay, pues, un salto relevante del paradigma científico moderno al contemporáneo. Decía Eddington en La naturaleza del mundo físico: «Hemos tenido ocasión de aprender que la exploración del mundo exterior con los métodos de la ciencia física no nos lleva a encontrarnos con la realidad concreta, sino con un mundo de sombras y símbolos, por debajo de los cuáles aquellos métodos no resultan ya adecuados para seguir penetrando».

De algún modo, esto ocurría también en la ciencia moderna, sólo que ahora el científico se siente obligado a hacerse cargo de esta circunstancia: de que, efectivamente, se ocupa de sombras y símbolos, y no de ‘la’ realidad tal cual. Otro reto tiene que ver con esto, porque el caso es que estas sombras y símbolos son indispensables para comprender científicamente a la naturaleza: no podemos avanzar en su conocimiento sino es contando con ciertos patrones de referencia, extraños a ella ―podríamos decir―, sin los cuales ni siquiera podríamos hablar sobre sus fenómenos. Quizá sea por esto que su dimensión metafísica se nos escapa, no pudiendo avanzar en nuestro conocimiento (científico) más que tratando de entender las leyes que rigen los cambios, que son las que originan los fenómenos de la realidad.

Quizá sea éste el mayor descubrimiento contemporáneo, constatando que la física ―y la ciencia en general― poco puede decirnos de lo que está allende sus observaciones. He aquí la gran limitación de la ciencia: no poder alcanzar la razón fundamental de las cosas, más allá del estudio de su comportamiento; algo que Heinrich Hertz tenía muy claro, consciente de que las proposiciones físicas no tienen «la finalidad ni la capacidad de desvelar la esencia íntima de los fenómenos naturales», dice Wilber. Parece que ocurre aquí cierta circularidad, en el sentido de que la descripción física de la naturaleza no deja de ser una imagen de la que no podemos esperar más que sus consecuencias lógicas se correspondan con las consecuencias empíricamente observables de los fenómenos que se han querido describir con tales descripciones.

La solución positivista pasa por dividir el mundo en dos partes: aquella de la que se puede hablar con claridad, es decir, que es investigable científicamente, y aquella que no, ante la cual lo mejor que se puede hacer es no decir nada. Pero ¿se soluciona así el problema? Como el mismo Heisenberg se hizo eco en “La verdad habita en las profundidades”, ésta es la gran crítica que se le puede hacer al reduccionismo cientificista, pues «si hemos de dejar de hablar, e incluso de pensar, acerca de otro tipo de conexiones más amplias que también están ahí, corremos el riesgo de quedarnos sin brújula, y por tanto, en peligro de perdernos».

El asunto pasa por cómo acceder a lo allende de lo objetivable, a lo metafísico. Esto es algo que se ha tratado de establecer desde la idea hermenéutica de ‘lo lingüístico’, y que Zubiri articula mediante lo sentiente, en tanto que nos abre una vía presimbólica, preconceptual y prelingüística, de carácter formal, pero físicamente sentida, lo que supone un retrotraerse a un momento más radical que ‘lo lingüístico’ (aunque creo que apuntan hacia lo mismo). La realidad pasa a ser considerada estructuralmente, respondiendo a un tipo de causalidad sistémica de carácter formal, y que variará según el nivel de realidad considerado, en cuyo seno actuarán determinadas leyes. Por esto dirá Zubiri que la realidad es respectividad.