17 de junio de 2025

Primitivismo y responsabilidad ante la historia

Hay un par de capítulos que escribe Ortega y Gasset en La rebelión de las masas que no tienen desperdicio: me refiero al noveno, “Primitivismo y técnica”, y al décimo, “Primitivismo e historia”. Comienza haciéndose eco de las interpretaciones que se pueden realizar respecto a la lectura del pasado, sobre todo a la luz de la irrupción en la época contemporánea de este nuevo fenómeno social que es el de las masas. Como no podía ser de otro modo, su postura se alinea perfectamente con sus jugosas reflexiones sobre la vida, que no puedo introducir aquí. Su punto de partida es que no cree en la determinación absoluta de la historia. Todo lo contrario: del mismo modo que la vida, la historia también se compone de sucesivos instantes, cada uno de los cuales presenta cierta indeterminación respecto al anterior, de suerte ―dice bellamente― que en ellos la realidad vacila, sin saber muy bien si tiene que decidirse por una posibilidad o por otra: un titubeo metafísico que «proporciona a todo lo vital esa inconfundible cualidad de vibración y estremecimiento». Pues bien, partiendo de aquí entiende que la presencia de las masas puede enderezar a la humanidad bien hacia una nueva y sin par organización suya, bien hacia un destino un tanto catastrófico. Habrá que verlo. Y esto es sobre lo que pasa a reflexionar acto seguido.

Por este mismo motivo Ortega y Gasset es crítico con la idea ilustrada (¡y muy actual!) de que todo progreso es bueno per se; ciertamente, hay progreso en no pocos momentos de la humanidad, pero no necesariamente todo progreso es bueno, pues muy bien puede convertirse en algún caso en un retroceso. De hecho, quizá sea más razonable pensar que no hay ningún progreso seguro, sino entender que sobre cada paso sobrevuela siempre el riesgo de la involución. No sólo la vida, sino también la historia es drama.

No todo lo que nos entrega la tradición es adecuado, sino que posee no pocos elementos caducos, residuos tóxicos, de los que habrá que liberarse: instituciones que han perdido su razón de ser, normas que resultan ociosas, costumbres anacrónicas, etc. Todo esto demanda que, efectivamente, sea desestimado. Es común que, con el paso de los años, se vayan acumulando una serie de residuos en una sociedad tal y como los moluscos se adhieren al casco de un barco, siendo necesario sanear de vez en cuando. De esta manera se pretende ir enderezando el rumbo, al ritmo que los tiempos requieren, siguiendo el norte que marca la brújula de la autenticidad que cada sociedad entienda para sí. Y es así como tiene que ser: cualquier nuevo ideador (recordemos lo importante que es la categoría de ‘idea’ para Ortega) debe sentirse libre ―que no reaccionariamente opuesto― respecto al pasado. Y esto, más que una opción debe ser una obligación de toda ‘época crítica’, siempre ―y al más puro estilo kantiano― que ello no se convierta en una petulante rebeldía.

Por aquí sitúa el gran error de los que dirigían el siglo XIX: en que, confiados en el buen progreso, no se mantuvieron alerta y en vigilancia, lo que fue una irresponsabilidad: «Dejarse deslizar por la pendiente favorable que presenta el curso de los acontecimientos y embotarse para la dimensión de peligro y mal cariz que aun la hora más jocunda posee, es precisamente faltar a la misión de responsable». Esto es algo que él veía claramente en su tiempo, que no se vio venir el pavoroso problema sobrevenido al viejo continente, a saber: ‘que se apoderó de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización’. ¿Qué es lo que le interesa a ese nuevo tipo de hombre? Pues los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más, todo lo cual confirma su radical desinterés hacia la civilización.

Y alguien que se desinteresa de la civilización es un primitivo, por mucho que viva en un mundo civilizado. Porque lo civilizado es el mundo en que vive el primitivo, no él. Y el primitivo «ni siquiera ve en él [en ese mundo civilizado que le rodea y en el que vive] la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza». Y continúa con su fantástica prosa: «el nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico». Eso es el hombre-masa, un primitivo que por los bastidores se ha deslizado en el escenario de la civilización. Se alaba el progreso, se alaba la técnica, pero nadie habla de la posibilidad de que nos depare un futuro dramático. Lo cual encierra una paradoja porque, ¿cómo puede la técnica, que no deja de ser cultura, mantenerse en un mundo que ha renunciado a la dimensión cultural? Sin un interés por los principios generales de la cultura, la técnica (o su papel en la sociedad) no tardará en languidecer, tanto como se soporte con el impulso cultural que la creó. El interés actual por la técnica no garantiza nada, ni mucho menos la confianza en su progreso; lo que hace falta son prohombres que fundamenten los principios culturales de una sociedad que comienza a desfondarse.

¿Podía ser de otro modo? Mientras otras realidades culturales ciertamente entran en crisis (política, arte, costumbres y moral), día a día se comprueba que la técnica hipnotiza al hombre-masa por su fantástica eficiencia. Cada día se inventan nuevos artefactos, que el hombre-masa utiliza, lo que no es sino un analgésico, un juguete con el que se entretiene, del que se beneficia. Y, a pesar del beneficio que le reporta, ¿hay visos de una mínima preocupación por ella, por su mantenimiento, por la investigación? «La desproporción entre el beneficio constante y patente que la ciencia les procura y el interés que por ella muestran es tal que no hay modo de sobornarse a sí mismo con ilusorias esperanzas y esperar más que barbarie de quien así se comporta».

Y éste es el problema: que la civilización no se sostiene a sí misma, que es artificio y, en tanto que tal, requiere de un artista o de un artesano. Si uno se aprovecha de las ventajas de la civilización, pero no contribuye a su sostenimiento, ¿qué se puede esperar? En un dos por tres nos quedamos sin civilización, volvemos a la selva: la selva siempre es primitiva, y todo lo primitivo es selva. Por lo general, el hombre-masa es ajeno a los principios que sustentan el mundo civilizado, no le interesan los valores fundamentales de la cultura, no está dispuesto a ocuparse de ello.

Ciertamente, conforme pasan las generaciones la civilización se hace cada vez más compleja; pero el problema no es éste, sino que faltan cabezas para afrontar sus cada vez más complejos problemas. Desequilibrio que no puede finalizar sino poniendo en crisis a la actual civilización, y que se irá acentuando hasta que se le ponga solución. Porque no es menos cierto que se dispone también de más y mejores medios para resolver los problemas. El asunto es que cada nueva generación ha de tomar la responsabilidad sobre sus espaldas, para lo cual tiene que saber a qué atenerse, tiene que ‘tener mucho pasado’ a cuestas, tiene que tener mucha experiencia, tiene que tener… mucha historia. ¿Por qué? No porque con el conocimiento de la historia se vayan a dar solución a los problemas actuales, siempre nuevos y distintos; pero sí, por lo menos, para ayudarnos a no caer en los mismos errores, o parecidos, a aquellos en que cayeron nuestros antepasados. Y el caso es que la gente más preparada hoy en día, posee una ignorancia histórica sorprendente, motivo por el que se producen todo tipo de manipulaciones (históricas) interesadas y fraudulentas.

Ortega y Gasset pone los ejemplos ―muy de su época― del fascismo y del bolchevismo, dos claros ejemplos de regresión por la manera anti-histórica y anacrónica en que se hicieron presentes, más allá de sus afirmaciones doctrinales: ‘la revolución devora sus propios hijos'. Ni uno ni otro estuvieron a la altura de los tiempos, no supieron mantener cierta parte del pasado, sino que lo borraron abiertamente. Pero con el pasado no se puede luchar cuerpo a cuerpo: «el porvenir lo vence porque se lo traga». En el fondo, fascismo y bolchevismo son dos modos de primitivismo, de amnesia histórica, de ignorancia cultural, porque no traen un esplendoroso mañana, sino un arcaico ayer, que se remite cíclicamente a lo largo de la historia, así como su final. Pretendieron llegar por la vía directa a formas de vida antiliberales y antidemocráticas, sin ser conscientes de que esas formas de vida ya existieron en el pasado, tras las cuales precisamente advino el orden liberal y democrático, el cual estaba llamado a vencerlos.

No se puede borrar al pasado de un plumazo, sino que está ahí, latente si se quiere, esperando el momento para volver a despertar. Por eso para superarlo no hay ni que obviarlo ni que destruirlo, sino contar con él para, con él, ir más allá de él. Eso es vivir a la altura de los tiempos, siempre con una fresca y actual conciencia histórica. Todo progreso que no cuente con el pasado y la actualidad, no puede ser sino primitivismo; y sólo los primitivos pueden celebrar una ‘aparente victoria’, sólo el hombre-masa puede alegrarse de involucionar a formas de vida arcaicas y analgésicas.

10 de junio de 2025

Los orígenes del intuicionismo ético

Uno de los giros más relevantes de la filosofía contemporánea es el que se conoce como ‘giro lingüístico’, que puso el acento en el grave problema de si aquello que se quiere decir (sea lo que sea) se dice adecuadamente empleando las palabras que se emplean; o, lo que es lo mismo: hasta qué punto el lenguaje es un medio eficaz para poder expresar fielmente las ideas que se quieren expresar o los contenidos a los que nos refiramos. A nadie se le escapa que, en no pocas ocasiones, faltan palabras para poder expresar lo que se está pensando, máxime cuando se trata de experiencias íntimas y personales. Lo que nos lleva a la otra cara de la moneda, a saber: a la dificultad de comprensión que ello entraña; es decir, hasta qué punto podemos estar seguros de haber comprendido lo que el otro ha querido decir. Por un lado, uno no está siempre demasiado seguro de haber dicho lo que quería decir; y, por el otro, menos seguridad tendrá aún de si al otro le ha llegado su mensaje original. Si esto ya es así entre personas coetáneas, se agrava entre autores de diversas épocas a lo largo de la historia de la filosofía, en la medida en que es difícil comprender en profundidad lo que otros, en otros contextos, dijeron o escribieron. Normalmente se usan los mismos términos con significados diversos, lo que provoca confusión y malentendidos. Pues bien, como consecuencia de todo esto, se cuestionó la validez del lenguaje para poder comunicar reflexiones filosóficas, sobre todo en el ámbito de la filosofía analítica de lenguaje de tradición anglosajona (aunque no es la única: la tradición hermenéutica continental, por ejemplo, hizo lo propio desde un marco distinto).
  
Este giro lingüístico también llegó a la ética de la mano de G.E. Moore (1873-1958) a comienzos del siglo XX, quien pretendió clarificar la terminología filosófica específica de la ética. Este autor se unió a la tradición analítico-lingüística característicamente anglosajona, no muy próxima a planteamientos metafísicos, demarcándose por otra parte de otras corrientes típicamente británicas (como el psicologismo o el utilitarismo). Se puede afirmar que, a partir de Moore, la ética anglosajona será marcadamente una lógica de la ética (como dice Aranguren), preocupada sobre todo por la ‘posibilidad de los juicios éticos’, de modo que esta disciplina pudiera ser científica, tal y como explica al comienzo de sus Principia Ethica. Su idea era logificar la ética, sistematizarla según las reglas de la lógica, para evitar todos los problemas derivados de sus posibles malentendidos propiciados por un uso inadecuado del lenguaje.

Este edificio lógico, como todo sistema axiomático, debe comenzar por los axiomas, es decir, presupuestos o principios no demostrados ni demostrables, y que sirven de base para toda la construcción posterior. Y aquí comenzaron los problemas, en tratar de definir los cimientos de su sistema ético-lógico. Pronto se vio imposibilitado para definir los grandes conceptos de la ética; como, por ejemplo, su concepto clave: ‘bueno’. ¿Qué es ‘bueno’?, ¿cómo se puede definir qué es ‘lo bueno’? Como no podía ser de otra manera, anhelaba encontrar una respuesta concreta del tipo ‘lo bueno es… esto’, ya que iba en pos del ‘rigor lógico’, y las cosas debían estar claras desde el principio. Y, al no encontrarla, declaró su imposibilidad, así como el desperdicio de todo esfuerzo dirigido hacia su búsqueda. Así, Moore sostiene en sus Principia Ethica (1903) que el bien es indefinible, y que el bien moral no se puede reducir a ningún otro significado de bien.

Lo que resolvió fue que, si bien el modo de acceder a lo bueno no era tanto un problema ético al uso, es decir, un problema teórico-práctico, que es de donde vino su esfuerzo ‘científico’, tampoco era un problema lógico-formal del todo (a pesar de que este fuera el modo acostumbrado de reflexionar para él), sino que se debía alcanzar de otro modo. ¿Cuál? Pues mediante la intuición. Más que saberlo o discernirlo racionalmente en un momento determinado, lo que es bueno… se intuye. Era el intuicionismo. Lo bueno sólo puede ser aprehendido por esa especie de impresión intuitiva que despierta en nosotros un determinado objeto (algo que, para otros autores, para MacIntyre por ejemplo, es ‘palmariamente falso’).

Moore siguió aquí la estela de H.A. Prichard para quien estos grandes conceptos (obligación moral, deber, derecho) eran irreductibles a cualquier otro, por lo que no podían ser explicados mediante otras palabras, no podían definirse. Y, si no podían definirse, ¿cómo saber su significado, entonces? Pues a partir de esa especie de ‘aprehensión intuitiva’ (de la que se hizo eco de alguna manera Scheler con su intuición emocional del valor). Y no sólo es que fuera imposible alcanzar una definición conceptualmente lógica, sino que incluso dar razones para el cumplimiento de una obligación moral resultaba vano porque, al igual que los conceptos, esta obligación era primaria e irreductible. El problema, pues, no es que todo ello fuera irrelevante ―que no lo era, todo lo contrario―, sino que no podía ser primariamente expresado en términos conceptuales, siendo necesario recurrir a una comprensión del fenómeno moral de otra índole: intuitiva.

Y aún daba un paso más, por entender que la obligación moral no era el culmen de la ética, sino que éste correspondía a la virtud; y, desde luego, el comportamiento virtuoso cabía todavía menos en las coordenadas de una razón lógico-teórica; porque, lo que de verdad admiramos, no es tanto cumplir el deber moral como, sobrevolándolo, realizar un comportamiento ejemplarmente virtuoso. Como dice Prichard, el the really best man, el hombre realmente mejor, es aquel en el que se unen lo moral y la virtud.

3 de junio de 2025

La filosofía: una tarea inacabable

Conocida es la idea de que la filosofía es el amor por la sabiduría. Ahora bien, el modo en que se concrete o se explicite dicho amor es harina de otro costal. Ni siquiera tenemos claro lo que significa ‘amor’, tampoco ‘sabiduría’, sino que es algo que se va esclareciendo conforme uno va caminando, siempre con el temor de no ir siguiendo los pasos adecuados. Es sugerente el matiz que aporta Jaspers quien, más que hablar de amor por la sabiduría, habla de anhelo: no se trata tanto de posesión de la sabiduría, por muy consciente que se sea de lo imperfecta e insuficiente que sea esa posesión, cuanto del deseo de ir tras ella. Como bellamente dice Jaspers, la filosofía es un ‘ir de camino’. Todo lo que no sea esto sería dogmatismo, lo que no es sino una traición a la filosofía. La filosofía se dogmatiza cuando se la convierte en un saber acabado, definitivo, enunciable y comunicable. Nada más lejos de este ‘ir de camino’.

Y el caso es que, cuando uno ‘se pone en camino’, brota en él una honda satisfacción, o plenitud, que no tiene nada que ver con los resultados alcanzados (de hecho, difícilmente los alcanza), sino más bien con el horizonte que se le abre. Por lo general vamos por la vida como el explorador perdido por la jungla, cuya espesa vegetación le impide ver más allá de unos pocos metros; con su machete trata de cortar juncos y ramas para alcanzar con su vista siquiera unos pocos metros más, pero sin saber hacia dónde ha de dirigirse. Sí, ve un poco más que antes, pero sigue sin tener claro hacia dónde enderezar sus pasos. Algo de esto tiene la filosofía: nos ayuda a esclarecer nuestras vidas un poco, parece que con ella se puede ver un poco mejor que veíamos antes, pero sigue sin darnos respuestas definitivas; sí respuestas parciales, provisionales, no en el sentido de volátiles o desechables, sino en el sentido de hitos en los que nos apoyamos sencillamente para seguir avanzando. Porque ese espacio que nos abre nos ayuda a ensanchar nuestro horizonte, esponjando nuestro espíritu, contribuyendo a situarnos un poco mejor en la vida, con una visión de las cosas y una holgura de acción que nos hace siquiera un poco más libres, y responsables.

La satisfacción y la plenitud que otorga la filosofía no es nunca la de darnos una certeza que se pueda decir en unas frases más o menos afortunadas, sino la de que, con ella, crecemos en nuestra realización como personas, avanzamos en esa gran tarea que es hacerse cada cual su vida. «Lograr esta realidad dentro de la situación en que se halla en cada caso un hombre es el sentido del filosofar», dice Jaspers.

Y así es como se puede definir a la filosofía: a una entre nuestra realización efectiva y el mismo filosofar. Y ello va de la mano con el hecho de ser no sólo una tarea inacabada, sino también inacabable. Una tarea que se debe rehacer generación tras generación, individuo por individuo, conscientemente, desde la implicación auténtica y honesta por crecer en el conocimiento de los grandes problemas de la realidad, de la vida y de las personas. No todos están en disposición de asumir o de vivir este reto; hay dos modos de esquivarlo: bien porque ya se tienen las respuestas, bien porque no se quieren tener. El primer caso es el de aquellos que ofrecen respuestas ya cerradas, acabadas; el segundo, el de los que no quieren alterar su estado de vida, no quieren ‘problemas’. En el fondo, dos modos de expresar que no hay inquietud existencial en la hondura de su ser, lo que, a la postre, puede ser en realidad la peor opción.

La filosofía no puede justificarse más que por sí misma, por su mismo ejercicio. No cabe pensar en ella como un ‘ejercicio para’ otra cosa que no sea ella misma. Pero ocurre así algo mágico, como es que, en esa pureza de su ejercicio, toca algo en lo profundo de las personas (cuanto menos de algunas), impulsando o potenciando esa fuerza o energía que habita en su interior, y que le mueven precisamente a filosofar. La filosofía no está hecha para luchar ni para imponerse, tampoco se puede probar o demostrar con certeza absoluta: tan sólo se puede compartir, poniendo en relación entre sí a las personas en ese fondo de la humanidad compartida del que todos participamos, lo que no es poco. Un fondo que de algún modo nos unifica, una unidad que nunca podremos alcanzar, pero en torno a la cual giran en todo momento los esfuerzos de aquellos que honestamente buscan el bien de las personas y de su estar en la realidad.

27 de mayo de 2025

De la botella de Leyden al 'fluido eléctrico' de Franklin

Siguiendo la línea abierta por los trabajos de du Fay, se descubrió que se podía trabajar intencionadamente con las cargas, jugando con la atracción y la repulsión. Resultado de ello fue el electroscopio. Su idea de base es la siguiente: si aproximamos dos cuerpos pequeños no cargados eléctricamente a uno grande que sí lo está, se cargarán con el mismo tipo de energía, por lo que se repelerán entre ellos; si el grande no estuviera cargado, los cuerpos pequeños permanecerán tal y como están. Ésta es la finalidad del electroscopio: detectar la presencia de una carga eléctrica. Fue construido por primera vez en 1705, por parte de Haukesbee, y consistía, sencillamente, en dos palitos finos suspendidas de manera enfrentada al final de una varilla metálica. Cuando la varilla se cargaba bien vítreamente, bien resinosamente, se comunicaba dicha energía a los palitos, separándose. Aún se utiliza el electroscopio, sustituyendo los dos palitos por panes de oro.

Éste fue el primer paso de otros muchos. El hecho de que los fenómenos eléctricos y los magnéticos fueran considerados independientes, facilitó de alguna manera su investigación; sobre todo la de los eléctricos, auténticos protagonistas entre los siglos XVII y XVIII. Comenzó a hacerse presente en el imaginario de la época la idea de fuente eléctrica. Es decir, surgió la inquietud entre los investigadores de la posibilidad de construir máquinas electrostáticas gracias a las cuales algunos elementos, generalmente cilindros o discos de vidrio, eran cargados generalmente por frotamiento, para luego tratar de vehicular o canalizar dicha sobrecarga hacia otros elementos, como esferas metálicas, y que hacían las veces de almacenes de electricidad. La más famosa fue la del abad Nollet. Si bien esto se consiguió hacer exitosamente, con profundo pesar se comprobó que, con el tiempo, dichas esferas metálicas, inicialmente cargadas, se iban descargando. Como es fácil pensar, surgió la inquietud de cómo almacenar dicha energía eléctrica sin el riesgo de que se perdiera. Pronto apareció en el imaginario la idea de un acumulador de cargas eléctricas.

En torno a 1745, el hijo de un oficial prusiano comenzó a trabajar en este sentido: se trataba de Ewald Jurgen von Kleist (1700-1748). Kleist trabajó con una botella de cristal llena de agua sellada con un tapón de corcho, que era atravesado con un clavo largo que unía el agua interior con el exterior. Tenía la intención de cargar eléctricamente el agua, para lo cual puso en contacto el extremo exterior del clavo con una máquina de fricción hasta que estimaba que el agua ya estaba lo suficientemente cargada. Hecho esto, desconectó el clavo de la máquina de fricción, y le aproximó otro elemento no electrificado. El resultado fue el surgimiento de una fuerte chispa. Se trataba del primer condensador, el primer ejemplo de un acumulador de electricidad.

Su trabajo pronto se hizo popular. Se interesó por él Pieter van Musschenbroek (1692-1761), un profesor de matemáticas en la universidad holandesa de Leyden, para tratar de mejorar las prestaciones de la botella de Kleist. Lo que hizo, junto con otros compañeros de la universidad, fue recubrir el interior y el exterior de la botella con unos finos panes metálicos. Los panes metálicos hacían de conductores, y el cristal de aislante. ¿Por qué lo hicieron así? «Si el pan exterior está enlazado con tierra y el interior con un cuerpo electrizado, o viceversa, la electricidad (sea vítrea o resinosa) trata de escapar al suelo pero es detenida por la capa de cristal. De este modo se acumulan en la botella grandes cantidades de electricidad y se pueden extraer chispas impresionantes conectando el interior y el exterior con un alambre», explica Gamow.

Digamos que los dos panes sustituían de alguna manera el papel del clavo, y permitía que existieran esos dos ámbitos eléctricos, uno cargado (el interior) y otro descargado (el exterior) que no necesariamente estaban conectados (como en el caso del clavo a través del tapón) sino que, podían estar desconectados, y conectarlos en un momento dado mediante unas pinzas metálicas, por ejemplo. El cristal intermedio entre ambos panes metálicos lo posibilitaba. Como es fácil pensar, la botella de Leyden es el origen de los actuales condensadores, que no son sino una serie de láminas metálicas separadas por delgadas capas de aire, cristal o mica, con posibilidades energéticas muy elevadas.

Benjamin Franklin (1706-1790) ideó en torno a 1750 un modo muy original para intentar que las botellas de Leyden almacenaran más energía que la que podía ser obtenida frotando dos cuerpos. Para ello se le ocurrió recoger la que la naturaleza ofrecía de modo gratuito y en grandes cantidades: la de los rayos. Construyó al efecto cometas adecuadas conectadas mediante una cuerda humedecida a botellas de Leyden. Este trabajo lo publicó en 1753 en el libro Experimentos y observaciones sobre la electricidad.

A la luz de todo ello, Franklin sugirió una teoría sobre la naturaleza de la electricidad distinta a la de du Fay. Él apostó por la existencia de un único fluido, el fluido eléctrico, el cual pensaba que estaba constituido por pequeñas partículas que se repelían entre sí pero que eran atraídas por las partículas de la materia ordinaria. El comportamiento de un cuerpo dependía de la cantidad que poseía de estas partículas: si tenía un exceso se manifestaba un comportamiento vítreo y, si un defecto, debido por ejemplo a que por frotamiento se perdieran partículas, resinoso. Así, comenzó a fraguar la idea de una carga positiva (exceso) y negativa (defecto). Cuando dos cuerpos, uno con exceso de fluido eléctrico y otro con defecto, se ponían en contacto, tendían a equilibrarse (como dos recipientes con distinta cantidad de agua unidos por un vaso comunicante) yendo el fluido eléctrico del que más tiene al que menos (del cargado positivamente al cargado negativamente).

Las dos teorías ―la de du Fay y la de Franklin― pervivieron, pues con ambas se daba razón de los fenómenos observados; pero con la de Franklin había una ventaja, como es el punto de partida de que en cada cuerpo había una cantidad de fluido que en principio no variaba, salvo que esta variación fuese provocada por un fenómeno de ‘electrificación’ o de transferencia de fluido eléctrico. Implícitamente quedaba postulado uno de los principios universales de la física: la conservación de la energía. Aunque todavía estaban lejanos a la comprensión de lo que era en realidad ese fenómeno tan misterioso, el eléctrico, con Franklin ―a mi modo de ver― se dio un paso importante.

20 de mayo de 2025

El tránsito al helenismo de la concepción arcaica de la poesía y la música

Con el tiempo, no toda la poesía se entendía como en el período arcaico, sino que surgió otro modo entenderla: ya no sólo como el fruto de la inspiración, sino también como todo aquello expresado en forma de verso. Sin embargo, cuanto menos inicialmente, esta segunda acepción, que la vincula de alguna manera con el arte, era minoritaria. El poeta seguía siendo poeta no tanto por la forma métrica de su expresión como por su conocimiento, y el modo en que lo había adquirido. Pero esta dimensión versificadora comenzó a extenderse, dimensión que, como decía, aproximaba a la poesía al ámbito de las artes, pues ya podía sujetarse a reglas. Platón y Aristóteles, por ejemplo, se hacen eco de ello, aunque en dos sentidos diversos. Platón explicaba en el Fedro la diferencia entre la poesía inspirada y la artesanal: no todos los poetas son ‘locos inspirados’, sino que los hay que producen versos empleando la rutina propia de la artesanía: «existe una poesía que surge del arrebato poético (manía), y otra poesía cuya composición se realiza a través de una destreza (técne) literaria», explica Tatarkiewicz. Aristóteles, por su parte, rechazó ya abiertamente la poesía ‘superior’ reteniendo la ‘inferior’, aunque dotándole de mayor estatus que el que tenía reconocido; para el estagirita sólo había lugar para la poesía artesanal, la cual de alguna manera podía suplantar a la inspirada, asumiendo sus características. Algo análogo ocurrió con la música, quizá más susceptible de ser traducida con unos ritmos y escalas con una fuerte impronta numérica.

A partir de entonces, en el período helenista, comenzaron a permearse entre sí la poesía y la música por un lado, y el arte por el otro: de alguna manera, la poesía se aproximó al arte versificándose, pero también ocurrió el efecto opuesto, en el sentido de que se empezó a buscar en el arte, cuanto menos en las disciplinas más dignas, aquel estatus del que hasta entonces había gozado exclusivamente la poesía, a saber: el de la inspiración y elevación. En el seno de las disciplinas artísticas, por primera vez se empezó a distinguir aquellas más vinculadas a lo que hoy en día entendemos como arte de las que no, así ya en Aristóteles.

Para ello tuvo que darse el tránsito tan importante a la época helenista, más allá no sólo de la mítica arcaica, sino también de la filosófica clásica, como puede verse en las nuevas corrientes filosóficas de esta época. En ella ocurrió un cambio fundamental, un cambio de mentalidad frente a la época de Platón y Aristóteles, caracterizada por una búsqueda de elementos espirituales y divinos, «búsqueda que llegaba tan lejos que los percibía allí incluso donde antes sólo habían sido observados un trabajo manual, una técnica y una rutina de lo más vulgares». Lo que para el griego arcaico era mera técne, para el griego helenista era una posibilidad de acceder a lo divino. En la época mítica, había como dos planos: el cotidiano, el del arte en sentido lato, y el espiritual, el de la poesía. Esquema que, con el nacimiento de la filosofía, comenzó a ponerse en entredicho, a modo de una ilustración a la griega. El acceso a lo divino ya no era privilegio de los poetas, sino que también era posible hacerlo desde la razón, desde la filosofía y la técne: del mismo modo que la filosofía podía acceder a aquel ámbito reservado a la poesía, también el arte, cuanto menos el arte más elevado, podía hacer lo propio. Dejó de haber un mundo mítico, sustituyendo el acceso poético a lo metafísico por otro filosófico, y también artístico: la escultura o la pintura podían poseer también esa sabiduría tradicionalmente adscrita a la poesía. Los poetas y los artistas comenzaron a considerarse al mismo nivel. Postura que, si bien fue generalizada, no dejó de encontrar algunas resistencias. Ello supuso un cambio generalizado también en la valoración del artista, cuyo trabajo ya no era meramente rutinario o manual, sino espiritual; también creativo, inspirado, capaz de llegar hasta la esencia del ser. La opinión sobre el arte se transformó radicalmente, al dotarle de características que no tenía en el origen, capacitándole para acceder a lo metafísico y divino.

Plotino jugó un gran papel en la adquisición por parte del arte de esa dimensión interna y espiritual, proceso en virtud del cual la función mimética perdió vigor. O mejor, la resituó, pues las Ideas, inspiradoras de lo real, no tenían su fundamento en sí mismas sino que se debían al Uno-Bien, cima suprema del cosmos plotiniano, y a cuya luz había que contemplarlas. El talento del artista para tales menesteres comenzó a ser más valorado, así como el del propio arte, formando parte de la educación de la juventud. «La poesía y el arte visual se pensaban que estaban ahora a un mismo nivel, y no coincidían sólo en el nivel más ínfimo de la técnica (como en Aristóteles), sino en el superior de la creatividad». La imaginación artística se enfrentó al respeto al canon técnico.

13 de mayo de 2025

La muerte en el horizonte

Cada cual vive su vida con una estimación de vida, de modo que nuestras vidas se suelen ajustar a la amplitud de nuestro horizonte vital, un horizonte que siempre es probable, nunca definitivo, y que se puede truncar en cualquier momento. Aunque, por lo general ―y, de hecho, así ocurre― ese truncamiento es improbable, pues lo usual es que la mayoría de las personas vivamos largamente. Una característica particular de nuestra época, por lo menos en nuestras sociedades occidentales del bienestar, es mantener a distancia el tema de la muerte. Sí, sabemos que nuestra muerte es inevitable, pero solemos vivir la mayor parte de nuestra existencia con la idea de la muerte bien lejos. Esta situación va cambiando conforme pasan los años: llega un momento en que, de repente, uno se da cuenta de que lo que le queda por vivir es menos de lo que ha vivido ya. Y la cosa cambia.

Llama la atención la existencia de modos tan distintos de tener presente la muerte, lo cual no es irrelevante, pues suele definir con bastante acierto a las sociedades y a las personas. Hubo épocas, por ejemplo, en las que había una elevada mortalidad infantil; en las que las guerras estaban mucho más presentes, así como hambrunas o epidemias; también problemas de salud, con frecuencia mortales, de origen incierto. En la actualidad esto ya no es así, sino que la muerte está mucho más localizada, más ‘controlada’, tanto como para que incluso nos permitamos aventurar que podemos luchar con ella y vencerla, en una suerte de superhombre transhumanizado. Esta diferente perspectiva tiene su consecuencia, en el sentido de que en un caso se vive a la muerte como algo natural, como algo propio de la vida, mientras que en el otro se vive como algo accidental, extraño; en lugar de ser vivido como algo inevitable e intrínseco a la vida, se vive como algo que genera violencia y temor.

La muerte es per se una frontera, en la que cabe distinguir el lado de acá y el lado de allá. En el de acá está el fin de la vida, el de allá es un misterio del que se han postulado diversas soluciones en la historia, básicamente resurrección, reencarnación y aniquilación. Como dice Marías, sobre qué lado se tenga preferencia (bien el cismundano o bien el transmundano) va a influir en el despliegue de la existencia: unas veces se incide en la finitud de la vida (¡la vida son cuatro días!) a la que hay que extraer todo su jugo (sin tener muy claro cómo se pueda hacer eso, sacar todo el jugo a la vida); otras, se piensa que esta vida es solo ‘esta vida’, provisional y fugaz, que ha de pasar para llevarnos a la otra. Y otras se trata de vivir la vida con consistencia, con espesura (algo que también habrá que ver qué significa y cómo se hace).

El modo cismundano insiste en que la vida tiene sus días contados, y uno de ellos será inevitablemente el último, sea por la causa que sea: muerte natural, enfermedad, accidente, asesinato… Es un enfoque que puede ser enfocado de distintas maneras. Hay un par más fácticas, inconexas podríamos decir: una de ellas es desesperadamente, en ausencia de un proyecto existencial que dote de plenitud a la vida; y la otra despreocupadamente, llenándola de mil actividades, mostrándose indiferente ante el problema de la vida. Pero también se puede enfocar comprometidamente con las personas y las realidades del mundo, viviendo la muerte como formando parte natural de la vida, queriendo vivir con plenitud y preparándose para un buen morir, sin aceptar cualquier muerte, de modo que, la muerte, o su presencia en el horizonte, revierte sobre la vida la cual, lejos de despreocuparse y de desesperarse, es ocupada enderezadamente por los adecuados actos vitales; no se teme a la muerte, se acepta, con señorío y dignidad, poniendo el punto final a una vida bien vivida, enfoque que muy bien se podría llamar no fáctico, sino proyectivo, conexo.

Una diferencia análoga cabe hacer en el modo transmundano: la dualidad entre lo inconexo y lo conexo. Para quien piense que tras la muerte todo llegará a su fin y se aniquilará, viva esto con o sin angustia, lo cierto es que dicho problema deja de ser un problema para él, lo siente como algo indiferente, ya que, sencillamente, algún día dejará de existir y ya está. Paradójicamente, esta misma indiferencia o inconexión está presente en aquellos que esperan una vida futura, pero la entienden asegurada por cierto modo de conducta, por el cumplimiento de ciertos requisitos, todo lo cual se integra experiencialmente en su propia vida a modo de ‘tareas a realizar’; la ¿conexión? con la otra vida se reduce a chequear que se ha realizado lo que se debía realizar, lo cual poco tiene que ver con una vida proyectiva, porque no importa tanto cómo viva mi vida sino el haber realizado estas tareas imprescindibles para alcanzar la vida futura. Se trataría de una vida transmundana pero fáctica también, inconexa, porque no se asume la vida futura en línea de continuidad con ésta, coherentemente. Como es de esperar, también cabe el modo conexo transmundano, comenzando a vivir ya aquí, con toda la carga de profundidad de una vida proyectiva, con la esperanza de poder culminar esta vida allí.

Quizá las vidas proyectivas y fácticas, cismundanas y transmundanas, estén más cerca de lo que parece, pienso yo.

6 de mayo de 2025

Los antecedentes de la máquina de vapor: la bomba de agua

Durante la década de los años 40 del siglo XIX, se modificó la concepción que se tenía del calor, que dejó de ser una sustancia que pasaba de unos cuerpos a otros (el calórico) para pasar a convertirse en un modo de energía, el cual era convertible en otros modos de energía. Cosas de la vida, el caso es que el desarrollo de la termodinámica encontró un inesperado aliado en la revolución industrial.

Hasta los siglos XVII-XVIII, la mayoría del trabajo realizado era humano o animal, salvo algunas estructuras mecánicas básicas (molino, noria) movidas por energías naturales (viento, agua), las cuales presentaban el problema de que no siempre estaban disponibles cuando se las necesitaba, sin negar el gran papel que realizaban. En esta época se dio una circunstancia especial, como fue el desarrollo de la minería, tan importante en una sociedad industrial que ya estaba a las vistas. Se trabajaba en minas cada vez más profundas, en las cuales se filtraba agua con cada vez mayor frecuencia, agua que era preciso desalojar para poder seguir trabajando. Este problema estuvo en el origen de la próxima a inventar máquina de vapor, ya que las bombas de achique habituales no podían cubrir desniveles tan elevados como los que se daban entre la superficie y el fondo de las minas. Y uno se puede preguntar: ¿por qué?

Las típicas bombas de agua que se accionan subiendo y bajando una manivela eran familiares en la época, empleándose, por ejemplo, para sacar agua de los pozos. Sin embargo, se sabía que estas bombas no podían elevar agua hasta más de diez metros. Con el surgimiento del espíritu científico, este fenómeno comenzó a suscitar la curiosidad: ¿por qué no se podía elevar el agua salvando ese desnivel de 10 m? Lo que enseguida llevó a preguntarse por otro fenómeno más básico, a saber: ¿por qué una bomba de agua de estas características podía sacar agua? Esto no era en absoluto algo evidente. Sí, se sabía que algo tenía que ver el asunto de la presión del aire, pero no se sabía muy bien dar razón de todo ello. Todo esto estuvo muy presente en el imaginario científico de la época, presente en la mente de personajes tan ilustres como Guericke, Torricelli (discípulo de Galileo), Pascal o Boyle. Vamos a tratar de explicarlo.

Supongamos que tenemos un depósito con agua, situado al nivel del mar, sobre el que introducimos un tubo abierto. La superficie del agua se encuentra a la presión denominada atmosférica, es decir, a la presión que la atmósfera terrestre, situada por encima, ejerce sobre él. Como el tuvo está abierto por arriba, es exactamente la misma presión que actúa en el interior del tubo. Por este motivo, el agua dentro del tubo, y el agua en el depósito fuera del tubo, se encuentran a la misma altura, pues sobre ellos actúa la misma presión, la de la atmósfera. Viendo la imagen, se observa cómo tanto en el exterior del tubo, como en su interior (punto A), actúa la presión atmosférica.

Ahora imaginemos que cerramos el tubo por la parte de arriba, y extraemos un poco de aire, de modo que la presión en su interior (P₁) será inferior que la de fuera, la atmosférica (P₁ < Patm). Ello propiciará que el agua de fuera del tubo, sometido a una mayor presión (la atmosférica), empuje al agua hacia dentro del tubo, por lo que el nivel del agua en el interior del tubo se elevará. ¿Hasta dónde se elevará? Pues hasta la altura h₁, en la que se dará una situación de equilibrio, de modo que la presión en el interior del tubo (P₁) más la debida al peso de la columna de agua en su interior se equipare a la atmosférica. La presión en el punto A, que tendrá que ser igual a la atmosférica por encontrarse en el mismo nivel que la superficie libre del depósito, será igual a la suma de la presión en el interior del tubo (P₁) más la debida al peso de la columna de agua que tiene encima (Pca₁). Esta última presión viene dada por la división entre la fuerza actuante (el peso de la columna de agua) y la superficie (S). A efectos prácticos nos da igual qué superficie tenga la sección, pues se simplifica, siendo la magnitud que nos va a interesar la altura. La presión debida a esta columna de agua será:
Por lo que la presión en A será la suma de la presión en la parte de arriba del tubo más la debida al peso de la columna de agua, a saber: PA₁ = P₁ + Pca₁= P₁ + ρ·g·h₁.

Podemos seguir extrayendo aire del interior del tubo, por su parte superior, hasta que no haya ninguna presión, sino que se cree el vacío (P₂ = 0). Entonces, el nivel del agua del interior del tubo subirá… ¿hasta dónde? Si dentro del tubo no hay presión, parecería razonable pensar que no pararía de subir, pero no es así, sino que sube hasta una altura h₂ en la que hay de nuevo una situación de equilibro en A: la presión que hay en A por los efectos en el interior del tubo, siguiendo el razonamiento anterior, debe ser la atmosférica, como hemos visto, de modo que: PA₂ = P₂ + Pca₂ = 0 + ρ·g·h₂ = ρ·g·h₂. Este dato es muy importante, pues quiere decir que la presión atmosférica sólo puede empujar el agua del interior del tubo hasta una determinada altura, h₂, pero no más. Aunque no haya nada que se lo impida, pues P₂ es nula, no puede subirla de modo indefinido. ¿Cuál será el valor de h₂? Como es fácil de prever, 10 m. De aquí la expresión de que la presión atmosférica es de 10 mca (metros columna de agua), pues es la longitud de la columna de agua que la presión atmosférica puede soportar.

Este artilugio que hemos empleado muy bien se puede denominara un ‘barómetro de agua’, pues, una vez calibrado al nivel del mar, nos permite medir la presión en cualquier punto de la superficie terrestre en mca. Como no es muy operativo manejar un aparato de 10 m de altura, se sustituyó el agua por mercurio líquido, unas 14 veces más denso que el agua, por lo que la altura a la que se levanta es menor, en concreto de 10 / 14 = 0’76 m (= 760 mm), cifra que también nos resultará familiar, cuando se dice que la presión atmosférica es de 760 mm de Hg.

Por este motivo, con una bomba de agua que funcione haciendo el vacío, no se puede salvar un desnivel de más de diez metros para subir el agua. Para conseguirlo, había que idear otras estrategias, problema que —como decía— se situó en el origen de la invención de la máquina de vapor, siendo ésta su primera gran aplicación.