3 de junio de 2025

La filosofía: una tarea inacabable

Conocida es la idea de que la filosofía es el amor por la sabiduría. Ahora bien, el modo en que se concrete o se explicite dicho amor es harina de otro costal. Ni siquiera tenemos claro lo que significa ‘amor’, tampoco ‘sabiduría’, sino que es algo que se va esclareciendo conforme uno va caminando, siempre con el temor de no ir siguiendo los pasos adecuados. Es sugerente el matiz que aporta Jaspers quien, más que hablar de amor por la sabiduría, habla de anhelo: no se trata tanto de posesión de la sabiduría, por muy consciente que se sea de lo imperfecta e insuficiente que sea esa posesión, cuanto del deseo de ir tras ella. Como bellamente dice Jaspers, la filosofía es un ‘ir de camino’. Todo lo que no sea esto sería dogmatismo, lo que no es sino una traición a la filosofía. La filosofía se dogmatiza cuando se la convierte en un saber acabado, definitivo, enunciable y comunicable. Nada más lejos de este ‘ir de camino’.

Y el caso es que, cuando uno ‘se pone en camino’, brota en él una honda satisfacción, o plenitud, que no tiene nada que ver con los resultados alcanzados (de hecho, difícilmente los alcanza), sino más bien con el horizonte que se le abre. Por lo general vamos por la vida como el explorador perdido por la jungla, cuya espesa vegetación le impide ver más allá de unos pocos metros; con su machete trata de cortar juncos y ramas para alcanzar con su vista siquiera unos pocos metros más, pero sin saber hacia dónde ha de dirigirse. Sí, ve un poco más que antes, pero sigue sin tener claro hacia dónde enderezar sus pasos. Algo de esto tiene la filosofía: nos ayuda a esclarecer nuestras vidas un poco, parece que con ella se puede ver un poco mejor que veíamos antes, pero sigue sin darnos respuestas definitivas; sí respuestas parciales, provisionales, no en el sentido de volátiles o desechables, sino en el sentido de hitos en los que nos apoyamos sencillamente para seguir avanzando. Porque ese espacio que nos abre nos ayuda a ensanchar nuestro horizonte, esponjando nuestro espíritu, contribuyendo a situarnos un poco mejor en la vida, con una visión de las cosas y una holgura de acción que nos hace siquiera un poco más libres, y responsables.

La satisfacción y la plenitud que otorga la filosofía no es nunca la de darnos una certeza que se pueda decir en unas frases más o menos afortunadas, sino la de que, con ella, crecemos en nuestra realización como personas, avanzamos en esa gran tarea que es hacerse cada cual su vida. «Lograr esta realidad dentro de la situación en que se halla en cada caso un hombre es el sentido del filosofar», dice Jaspers.

Y así es como se puede definir a la filosofía: a una entre nuestra realización efectiva y el mismo filosofar. Y ello va de la mano con el hecho de ser no sólo una tarea inacabada, sino también inacabable. Una tarea que se debe rehacer generación tras generación, individuo por individuo, conscientemente, desde la implicación auténtica y honesta por crecer en el conocimiento de los grandes problemas de la realidad, de la vida y de las personas. No todos están en disposición de asumir o de vivir este reto; hay dos modos de esquivarlo: bien porque ya se tienen las respuestas, bien porque no se quieren tener. El primer caso es el de aquellos que ofrecen respuestas ya cerradas, acabadas; el segundo, el de los que no quieren alterar su estado de vida, no quieren ‘problemas’. En el fondo, dos modos de expresar que no hay inquietud existencial en la hondura de su ser, lo que, a la postre, puede ser en realidad la peor opción.

La filosofía no puede justificarse más que por sí misma, por su mismo ejercicio. No cabe pensar en ella como un ‘ejercicio para’ otra cosa que no sea ella misma. Pero ocurre así algo mágico, como es que, en esa pureza de su ejercicio, toca algo en lo profundo de las personas (cuanto menos de algunas), impulsando o potenciando esa fuerza o energía que habita en su interior, y que le mueven precisamente a filosofar. La filosofía no está hecha para luchar ni para imponerse, tampoco se puede probar o demostrar con certeza absoluta: tan sólo se puede compartir, poniendo en relación entre sí a las personas en ese fondo de la humanidad compartida del que todos participamos, lo que no es poco. Un fondo que de algún modo nos unifica, una unidad que nunca podremos alcanzar, pero en torno a la cual giran en todo momento los esfuerzos de aquellos que honestamente buscan el bien de las personas y de su estar en la realidad.

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