29 de abril de 2025

Las fuentes de la laicidad: la justicia y la verdad

En opinión de Ricoeur, estas dos dimensiones de la laicidad (de abstención y de confrontación) encuentran su justificación en dos valores clásicos de la sociedad: la justicia y la verdad. Es justo reivindicar que cualquier comunidad pueda tener presencia social y ser tratado en términos de igualdad a otras comunidades; y su misma existencia muestra posibles vías para alcanzar la verdad de una existencia que no es ostentada en su totalidad por ningún modo de vida en concreto.

La idea de justicia tiene que ver con ‘igualdad ante la Ley’, con respeto y defensa de las mismas libertades fundamentales para todos. Una de las cuales, de las más importantes, es la libertad de conciencia, y que para darse es preciso que vaya acompañada de la libertad de expresión; algo complicado en una ‘cultura de la cancelación’, una dictadura encubierta que propicia que uno no pueda expresarse ni comunicar sus convicciones profundas, siendo presionado en lo más profundo de su fuero interno. La justicia aboga por posibilitar la libertad de conciencia y su derecho a expresarse a todos los ciudadanos; no toma partido por ninguna opción, pero crea el marco en el que todas las opciones (siempre que no atenten contra los derechos humanos fundamentales) puedan expresarse y convivir. Así, la laicidad de abstención del Estado cobra un sentido positivo: si bien se abstiene de adoptar cualquier postura, reconoce el derecho a la existencia de todas en una sociedad plural, así como a su libre expresión. Éste es el marco en el que se sitúan los Estados occidentales —o deberían situarse— en general; otra cosa es cómo se lleve eso a la práctica, lo que nos lleva al segundo valor.

Como agudamente observa Ricoeur, el problema de la verdad no es uno de los principales problemas del Estado de derecho, no por escepticismo o por relativismo, sino porque no es una cuestión pertinente para él; no es su problema, se podría decir, no es de su competencia. El Estado «no juzga sobre la verdad que puede corresponder a las diferentes creencias». Ciertamente, cada creencia (sea religiosa, política, cultural, o del tipo que sea) encierra una pretensión de verdad, y ninguna de ellas se puede arrogar la presunción de ostentarla en su totalidad, aunque seguramente en todas ellas esté presente, cuanto menos parcialmente. Precisamente por ello es necesario el debate público, pues, en la medida en que no se permita participar a alguna comunidad, no estaremos en condiciones de saber qué es lo que pueda aportar a los demás, cuál es su porción de verdad.

La libertad de creencias es pertinente, necesaria incluso, si queremos de veras alcanzar la verdad; algo que sólo ocurre cuando sentimos la necesidad de realizarnos ciertas preguntas. Está en la experiencia de cada cual que se haya enfrentado o no a estas preguntas, que lo haya hecho honestamente, desde un calado existencial que sólo conoce el que lo ha vivido; y también está en la experiencia de cada cual la limitación en sus respuestas, la conciencia de la parcialidad de sus opciones: si toda comprensión es finita, limitada «hay que ‘admitir que el otro tiene un acceso a la verdad, un acceso diferente, que para mí es inaccesible, en razón de la limitación de mi propio ángulo de visión, de mi propia perspectiva sobre lo verdadero’». Ello razonablemente nos dispone hacia la apertura: quizá no comparta con el otro sus respuestas, pero sí una misma pretensión de verdad, así como una misma evidencia de las limitaciones respectivas para alcanzarla. Como decía Marcel, una cosa es ‘tener la verdad’, algo que nadie en su sano juicio puede afirmar, y otra ‘estar en la verdad’, entendiéndolo como estar en ese camino en pos de ella; porque quizá la verdad no sea algo que se posea sino algo tras lo cual se esté, un ámbito o un medio en el cual uno se sepa caminante aventurero, sin saber muy bien dónde esté su final.

Por aquí hay que buscar la fundamentación de la ‘laicidad de confrontación’ que comentaba, porque la confrontación es necesaria, una confrontación entre opiniones que buscan honestamente la verdad. Si no hay confrontación tampoco hay diálogo; y no hay confrontación porque, en el fondo, no hay convicción, sino opiniones más o menos fáciles e infundadas. La confrontación, pues, no tiene nada que ver con el relativismo, seguramente la mayor falta de respeto con que podría ofender al otro.

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