El ritmo es un fenómeno que posee una gran importancia antropológica y, sin embargo, no se suele profundizar demasiado en ello, sobre todo en su aspecto práctico. Esta relevancia es algo que ya en la antigüedad se tenía presente, empleándolo tanto para relacionarse con la divinidad, como para prepararse para la guerra, entre otras aplicaciones. El ritmo suele entenderse como algo que se repite periódicamente a intervalos fijos; Platón lo definió como ‘orden en el movimiento’. Forma parte de la naturaleza, así como de la vida: hay ritmos naturales (estaciones, días, olas del mar, púlsares), también psicobiológicos (respiración, palpitación, tono anímico). En el mundo natural y personal poco espacio hay para la arritmia: ésta suele ser síntoma de enfermedad o angustia.
La naturaleza y la vida están asociadas al ritmo. En la vida de las personas, lo rítmico suele generar confianza: uno sabe a qué atenerse, si mantiene una dinámica familiar en la jornada diaria. No es algo que se deba vivir apegadamente, pues una vida vivida de un modo intensamente rítmico impide la novedad, la sorpresa, lo diferente; en sentido opuesto, una vida vivida desde un desorden acentuado y constante, caótico, puede muy bien desembocar en ansiedad y trastornos de la personalidad. Como suele ocurrir tantas veces, cada uno ha de encontrar el ritmo en su vida que le permita vivir confiadamente, confianza desde la cual la novedad imprevista puede ser integrada armónicamente. Tal y como ocurre en la misma naturaleza.
Ello tiene también una repercusión espiritual. Partimos de la distinción de dos niveles en la persona: el de superficie y el de hondura. Y, ciertamente, no se tiene la misma vivencia del ritmo en cada uno de ellos; es más, el ritmo (o su ausencia) suele ser un fenómeno de la superficie, no de la profundidad. Es algo así como sucede en los océanos, en los que lo rítmico (o su ausencia) se suele dar en la superficie, mientras que en el fondo todo se aquieta: conforme descendemos, paulatinamente va disminuyendo el movimiento y la influencia del cambio. Algo así ocurre también en nosotros: partiendo ya de cierta paz rítmica en la vida habitual, conforme el ritmo se va dilatando, surge el aquietamiento, llegando hasta su propia desaparición cuando se llega a la hondura esencial: se da el paso al silencio. «Al ir lentificándose el ritmo, todo se va simplificando, el silencio se va manifestando y afirmando», dice Nicolás Caballero.
Cada uno tiene su ritmo vital, el cual debe acompasarse de alguna manera al ritmo de las cosas, también al ritmo de su cuerpo. Y no siempre están acompasados ambos ritmos. Con frecuencia, el ritmo de nuestras vidas no suele ir acompasado al ritmo de las cosas ni al de nuestro cuerpo, todo lo contrario. Lo suyo sería que nuestro ritmo vital habitual, generalmente condicionado por lo que la existencia nos depare, no estuviera ni por encima ni por debajo de ese ritmo que podemos denominar natural, algo que cada cual ha de descubrir por sí mismo. Démonos cuenta de que no se trata de hacer muchas o pocas cosas en la vida, sino de la actitud desde la que se acometen, que es muy distinto: una vida agitada o acelerada en absoluto es sinónimo de una vida eficaz, seguramente todo lo contrario. Es importante que cada cual tenga la sensibilidad suficiente para detectar si su ritmo vital se ajusta al ritmo de las cosas y de su organismo, o no. Dar con ese ajuste genera serenidad y confianza.
Por lo general, solemos vivir no con un ritmo por debajo del ritmo natural, sino por encima, debido a nuestras agitadas agendas, que permean todo nuestro existir. Solemos vivir con un ritmo agitado y desordenado; serenar ese ritmo nos ayuda a encontrarnos con nosotros mismos, y a sentirnos más a gusto ‘en casa’. También puede ocurrir que tengamos un ritmo bajo mínimos, sin el menor ánimo para acometer el día; activarnos un poco también puede ayudar a encontrarnos mejor.
Pero aquí no acaba la cosa: una vez alcanzado ese ritmo natural que nos hace vivir como ‘en casa’, no se acaba todo, sino que entonces se nos puede abrir un mundo nuevo, un mundo interior por descubrir que nos resitúa de un modo radicalmente diverso en la existencia. Para ello es preciso, desde esa situación, buscar espacios en los que tratemos de ralentizar el ritmo personal, lo cual nos aproxima a niveles profundos de interiorización, a niveles crecientes de silencio ‘tocando’ de alguna manera nuestra más honda realidad, y también para disponernos a encuentros con lo trascendente más allá del nivel de superficie, aproximándonos al mundo de la contemplación.
Por lo general, lo rítmico tiene un poder no solo organizador, sino también vitalizador; de modo análogo (en sentido opuesto) a cómo la arritmia tiene un poder desorganizador y desvitalizador. Lo rítmico tiende a disminuir la tensión, tanto física como psíquica, porque lo rítmico es un factor de nuestra dinámica personal, afectando a todo lo que somos, tanto corporal como espiritualmente. Hay un vínculo originario entre nuestro espíritu y nuestro cuerpo: ritmos agitados y desordenados generan tensiones y ansiedad, ritmos serenos y ordenados generan distensión y paz.
La generación de un ritmo sereno se refleja tanto en la psique como en el cuerpo, un ritmo que se puede generar tanto desde el pensamiento como desde el cuerpo. Fisiológicamente, se va generando una armonización de toda la dinámica corporal que, desde lo somático-vegetativo se eleva hasta lo emocional, y desde lo emocional hasta lo cognitivo; se propicia que la razón humana se abra a la novedad desde la confianza y desde la creatividad, no desde el temor y la angustia de un ego superficial. Desde la conciencia, un pensamiento rítmico contribuye a que las funciones orgánicas también tiendan a ordenarse, contribuyendo a ese estado de paz y armonía generalizada que nos dispone adecuadamente para el encuentro profundo con nuestra esencia. El ritmo puede ser atendido, pues, desde dos frentes: desde el fisiológico, como la respiración, y desde el psíquico, mediante la dicción rítmica de una frase dicha con amor.
Con el tiempo, llega un momento en que ese ritmo se interioriza, y nos hacemos uno con él: el ritmo se nos mete dentro, lo internalizamos. Una buena práctica es atender a la respiración para luego decir una frase acompasadamente a ella, de modo que el ritmo mental se acompasa al ritmo fisiológico, buscando una serenidad a modo de mutua retroalimentación. A partir de aquí, desde una conciencia de confianza, nos ponemos en pura disposición de apertura, en un estado de atención amorosa; lo que ocurra a partir de aquí es gracia, no depende de nosotros.
El ritmo alcanzado es propio de cada cual, y cada cual lo debe encontrar enderezado siempre hacia la serenidad y la paz. Nadie le puede decir a nadie qué ritmo adoptar. E incluso puede ocurrir que el propio ritmo varíe con el tiempo. El valor del ritmo no es personal, algo que la ciencia reconoce, sino también espiritual. El ritmo es organizador, armonizador, entrando en un modo de ser que ahorra no pocos recursos, generando descanso y paz, disponiéndonos para la apertura y la receptividad. El ritmo es sanador y vivificador.
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ResponderEliminarEl biorritmo de cada uno es sanador cuando entra en Armonía con el entorno.
ResponderEliminarPues sí, ladoctorak, totalmente de acuerdo. Un saludo.
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