Pestañas

30 de septiembre de 2025

La percepción de segundo nivel en el objeto artístico

Hemos visto cómo junto a los contenidos objetivos de una percepción, hay toda una serie de elementos anímicos, prácticos y sentimentales que se dan a una, y que contribuyen a conformar la percepción. Es nuestro modo natural de percibir; tanto es así que tratar de identificar todo eso ‘otro’ de la percepción, todo eso co-dado, nos genera gran dificultad. Sin embargo, acometer esta tarea supone un paso fundamental para adentrarse en el ámbito de lo estético, ayudándonos a aguzar y a afinar nuestra sensibilidad en sentido amplio. Pues todo eso ‘otro’ es más que relevante.

Este tránsito de una actitud a otra, de la cotidiana —llamémosla así— a la estética, no es brusco, sino en clave de continuidad, diferenciándose difusamente; una tarea que se inicia un poco como por tanteo, experiencialmente, sin tener la seguridad de que vamos por el camino correcto. Ahí está su valor. La percepción no es mero comercio de información sensible, sino que siempre hay algo co-dado junto a lo dado sensiblemente de lo que no solemos hacernos eco. Pero cuando caemos en la cuenta, nos lleva a una actitud distinta ante las cosas, pues empezamos a ser conscientes de que en lo dado primariamente de modo sensible, hay otros contenidos co-dados, que habrá que determinar. En la vida cotidiana esto es algo que ponemos usualmente nosotros y que proyectamos, pero en el arte tiene que ver con lo que el artista ha puesto en su obra y que hemos de percibir adecuadamente.

Empieza a aflorar cierto presentimiento difuso de que en toda percepción artística hay algo más detrás de lo dado que, si bien la propia percepción nos lo anuncia en alguna medida, sabemos que no es capaz de presentárnoslo del todo. Sabemos que se trata de una especie de percepción de segundo nivel, que no se queda en lo dado, sino que lo trasciende, precisamente haciéndose eco de lo co-dado. Esto es lo propio de toda obra de arte: ante ella, no nos quedamos en lo que ahí aparece en primera instancia, sino que tratamos de, contando con todo ello, traspasarlo, trascenderlo en pos de todo ese contenido que el artista ha plasmado oblicuamente (por decirlo así) y que nosotros hemos de percibir también. 

De eso es de lo que se ocupa temáticamente la percepción de segundo nivel, que se endereza hacia lo dado tras lo dado, hacia lo co-dado que aparece tras lo dado en el primer nivel, en el que empieza a mostrarse incipientemente. Esto co-dado tiene que ver con la vida, con lo anímico, con los secretos de la naturaleza, abriéndosenos un horizonte que nos invita a visitar los arcanos del mundo y del ser humano. Algo —insisto— que no se da de modo objetivo, sino difuso.

No hay un límite entre ambas percepciones, motivo por el cual se puede dar precisamente este aparecer de lo co-dado ya no sujeto a reglas objetivas, definidas y determinadas, sino de modo vago, libre, abierto, invitando al sujeto a percibirlo así, oblicuamente; es ahí donde se pone en juego lo auténticamente estético, no antes, algo para lo cual no todos los sujetos estamos preparados, anclados como estamos en la percepción cotidiana.

Esta percepción de segundo nivel, más elevada, se dirige hacia algo más que lo dado sensiblemente, algo que flota ante la conciencia sin saber determinarlo muy bien, enderezada hacia ello por su capacidad de valorar lo importante y lo significativo, sin saber muy bien cómo. Nos sitúa en otra perspectiva, nos instala en otra actitud, desde la cual, aunque veamos las mismas cosas, ya no vemos lo mismo. Hay un salto ya no dirigido por la propia percepción, sino por instancias pertenecientes a otra esfera, que han hecho mella en la conciencia de otro modo; hay un equilibrio entre nuestra percepción abierta, pero que no campa a sus anchas del todo porque se encuentra tensionada o atraída por el contenido de segundo nivel que ha expresado el artista. La percepción cotidiana sigue estando, pero ahora modulada, elevada a este otro orden de cosas, llevándonos a contenidos espirituales cada vez más profundos , más allá de los propios de la cotidianeidad.

23 de septiembre de 2025

El fundamento de la máquina térmica

A raíz del post anterior, un lector me preguntó si podía aclarar cómo se podía fundamentar el funcionamiento de una máquina térmica partiendo de la ley de Charles, tal y como acabé aquellas líneas. Voy a tratar de explicarlo, para luego acabar con una serie de cuestiones que me rondan la cabeza, dejándolas planteadas. Habíamos visto allí que la ley de Charles vinculaba las variaciones de temperatura y volumen de un gas en condiciones isobáricas (de presión constante), y dijimos que nos podía servir muy bien para comprender el funcionamiento de una máquina térmica. ¿Cómo puede ser eso? ¿A qué se debe? Para aproximarnos a ello, vamos a recordar esta ley, para detenernos a analizar con detalle qué ocurre con dichas magnitudes cuando pasamos del primer estado al segundo.

Lo que dice la ley de Charles es que, en un gas sometido a una presión constante, su volumen y temperatura son directamente proporcionales: V / T = k. Es decir, partiendo de un estado inicial a una presión determinada, cualquier variación de temperatura implica una variación proporcional de volumen, siempre que no cambie la presión a que está sometido; y viceversa. ¿Cuándo ocurre esto? O ¿cómo lo podemos llevar a la práctica? Fijémonos en el ejemplo de un recipiente cilíndrico que contiene un gas, y que está tapado (para que el gas no escape) con una tapa dejada caer sobre él.
 
Partimos de un primer estado en el que tenemos en dicho recipiente cilíndrico un gas, que ocupa un determinado volumen y se encuentra a una determinada temperatura, tapado por una chapa circular. ¿A qué presión está sometido el gas? Partimos de que la tapa metálica, de cierto peso, está dejada caer sobre el gas; por su propio peso, someterá a una presion al gas (que se obtiene dividiendo su peso por la superficie de la tapa), presión a la que habrá que añadir la presión atmosférica. Así que podemos decir que la presión a la que está sometido el gas es la suma de ambas: P = Ptapa + Patm. Para lo que sigue, poco importan los valores numéricos. Tan sólo, imaginemos que se trata de una tapa pesada que, dejada caer, efectivamente ejerce cierta presión sobre el gas.


El segundo estado se adquiere al subir la temperatura del gas, calentando el recipiente. En este caso, según la ley de Charles el gas tenderá a expandirse, y lo hará por donde le sea más sencillo: como no puede romper las paredes del cilindro (en principio) se expandirá hacia arriba, empujando la tapa, pues recordemos que ésta sólo estaba dejada caer, con lo cual puede subir y bajar (sin dejar que se escape el gas). Vemos cómo la temperatura ha aumentado, y también el volumen; lo único que no ha variado, tal y como habíamos establecido, es la presión, que sigue siendo la misma, pues la tapa sigue pesando lo mismo (y ejerciendo la misma presión) y la presión atmosférica tampoco ha cambiado.


¿Qué es lo que ha pasado aquí? Pues una cosa muy interesante, como es que el gas calentado ha subido la tapa; es decir, el gas ha realizado un trabajo, el trabajo necesario para subir la tapa una determinada altura. Exactamente el mismo trabajo que deberíamos haber hecho cualquiera de nosotros para elevar la tapa con nuestros brazos esa misma altura. Desde una perspectiva más técnica, lo que ha ocurrido es que la energía calorífica que ha recibido el gas se ha transformado, en este caso, en energía potencial de la tapa: al estar más elevada, posee una energía potencial mayor, para lo cual ha sido necesario un trabajo.

Muy bien podemos poner encima de la tapa cualquier objeto, y ascendería con ella: tendríamos una especie de elevador. E incluso, si es lo suficientemente grande, podríamos subir nosotros junto con ella. Así, si un día no tenemos muchas ganas de trabajar y hemos de elevar algunos utensilios, con un dispositivo así, y con una buena fuente de calor o fuente térmica, podemos realizar dicha tarea. Pero también podemos aprovecharnos de esto en otro sentido. Me refiero a que, una vez subida la tapa a una determinada altura, la energía potencial que ha adquirido la podemos emplear para otra cosa. Por ejemplo, la podemos dejar caer, para que golpee algo, o para que mueva algún engranaje, o para lo que sea. Imaginemos la fuerza que puede ejercer una elemento metálico pesado y dejado caer desde una altura considerable. ¡No me gustaría estar debajo!

En fin, esto no es otra cosa que una máquina térmica, una máquina capaz de intercambiar diferentes tipos de energía entre sí; puede cambiar energía calorífica en energía potencial, como en este caso, pero, sofisticándola, puede realizar muchas más cosas (mover un tren, por ejemplo). Aunque para ello hace falta algo más, y es diseñar esa máquina para que pueda realizar este proceso repetitivamente, es decir, que la máquina pueda realizar una sucesión de ciclos en virtud de los cuales podamos aprovecharla para cualquier uso que nos interese (como mover una rueda, como decía).

También hay un asunto que no quería dejar de comentar, como es que me parece interesante reflexionar sobre el concepto de energía. Hay distintos modos de energía (calorífica, potencial, cinética, electromagnética), y todas ellas coinciden en una cosa, a mi modo de ver: en que son capaces de generar un trabajo, sea el que sea. Un cuerpo con mucha energía puede realizar mucho trabajo, y al revés. Pero ¿qué es exactamente la energía?, ¿hay una naturaleza común que subyazca a todas las formas en que se presenta en la naturaleza? Hemos visto que la energía calorífica se puede transformar en potencial, pero ¿qué parentesco hay entre ellas, consideradas en sí mismas? Para pensar.

16 de septiembre de 2025

La ley del gas ideal

Boyle no era en absoluto el único científico que estaba interesado en el comportamiento de los gases. A partir del siglo XVII y, sobre todo, a lo largo del siglo XVIII, distintos científicos estaban interesados en definir cómo las variables que definían a un gas (básicamente presión, volumen y temperatura) se interrelacionaban entre sí, científicos como Amontons, Charles , Gay-Lussac, Mariotte, etc. Ya vimos cómo Boyle y Mariotte determinaron qué ocurría entre la presión y el volumen cuando se mantenía la temperatura constante: en un proceso isotérmico, la presión y el volumen son inversamente proporcionales. Del mismo modo que, de las tres variables, Boyle y Mariotte mantuvieron una de ellas constante (en este caso la temperatura) para ver qué ocurría con las otras dos, parecía lógico hacer lo propio manteniendo constantes las otras dos variables: el volumen (proceso isocórico) y la presión (proceso isobárico). ¿Qué ocurriría entonces?
 
Una de estas posibilidades la trabajó ―si no me equivoco― el francés Amontons (1663-1705) a principios de siglo, viendo qué ocurría cuando se mantenía el volumen de un gas constante. Y lo que él comprobó fue que, en esta situación, la presión y la temperatura de un gas son directamente proporcionales. Es decir, en un proceso isocórico (por ejemplo, en un recipiente rígido), conforme se calentaba el gas aumentaba su presión, es decir: P / T = k. En términos cuantitativos, se llegó a una expresión muy concreta por parte de Gay-Lussac (1802), según la cual «la presión de un gas contenido en un volumen dado aumenta en un 1/273 de su valor inicial por cada grado centígrado de temperatura», que sería el que daría nombre a la ley, tal y como se conoce en la actualidad, explica Gamow.

Aquí hay un detalle significativo, como es el hecho de que la proporcionalidad se da cuando se mide la temperatura en ºK, y no en ºC. Esto es debido al hecho de que hay una relación directa entre la escala Kelvin y la energía de las moléculas del gas (directamente vinculada con su temperatura y su presión) por su propia definición: esto es así porque el cero absoluto se corresponde con un estado energético nulo por parte de las moléculas del gas, tal y como la teoría cinético-molecular de los gases explica. Así, si se dobla la temperatura del gas medida en grados Kelvin, se duplica su energía, algo que no ocurre en el caso de la temperatura medida en grados Celsius. Por ejemplo, si pasamos la temperatura de un gas de 12 a 24 ºC, ello implica pasarla de 285 a 297 ºK. En la definición matemática, hay que trabajar siempre en unidades del Sistema Internacional: en º K y en Pa (N/m²).

El último caso que queda supone mantener constante la presión (proceso isobárico). Esto fue estudiado por el químico francés Louis Joseph Gay-Lussac (1778-1850). En concreto, observó que los gases se expandían cuando son sometidos a un aporte de calor, aumentando su temperatura, manteniendo su presión inicial. Gay-Lussac comprobó que este ratio de expansión era el mismo para todos los gases con los que había trabajado, es decir, que, considerando una misma presión, ante el mismo aporte de calor todos los gases estudiados se expandían de la misma manera. La conclusión es que, a presión constante, el volumen y la temperatura de un gas son directamente proporcionales: V / T = k. Aunque el primero que la publicó fue Gay-Lussac, parece que dicha ley fue descubierta previamente (1787) por el francés Jacques Charles (1746-1823), por lo que se conoce por su nombre.


Si a las leyes de Charles y de Gay-Lussac añadimos la de Boyle, vemos que las tres magnitudes (presión, volumen y temperatura) se correlacionan proporcionalmente entre sí, bien directa, bien inversamente. Combinándose entre sí, se obtiene una ecuación que las combina a todas (tal y como se observa en la figura) y que se conoce como la ley del gas ideal:


Hay que tener presente dos cosas. Una, que esta ley se denomina así, del gas ideal, no por casualidad, sino porque lo cierto es que ningún gas real se comporta así del todo. Por ejemplo, no es correcta para gases a presión muy baja, ni tampoco para gases a punto de licuarse. No obstante, ofrece un modo más que razonable para estudiar el comportamiento de los gases en condiciones ‘normales’, podemos decir. Si observamos la expresión, la ecuación nos daría un absurdo en aquellos casos en que la temperatura fuese 0 ºK. Ello no deja de tener cierto significado físico, como es la imposibilidad de enfriar un gas a esta temperatura, ya que todos los gases reales se licúan antes de llegar a ella. Y, aun así, licuados, tampoco pueden alcanzarla. Esto equivale a un modo de expresar la tercera ley de la termodinámica, es decir, que no es posible para ningún cuerpo real alcanzar la temperatura de 0 ºK.

La segunda cosa a tener presente es que esta es una ley empírica, es decir, originada por la observación del comportamiento de un gas y la medición de distintas magnitudes, pero sin dar razón del por qué los gases se comportan así. Esto es algo que se atenderá, no mucho más tarde, desde el enfoque cinético-molecular de los gases, postulando sobre la naturaleza de los gases, e intentando dar razón teórica de su comportamiento empírico a partir de ahí.

Como veremos, el secreto de una máquina térmica encuentra sus fundamentos en esta sencilla ley. Especialmente significativa es ―a mi modo de ver― la ley de Charles, pues con ella se pone de manifiesto cómo, al aumentar la temperatura de un cuerpo aportándole calor y, expandiéndose consecuentemente el gas, con ello se puede generar trabajo, de muy variada aplicación. Cuando hablemos de la termodinámica nos referiremos a esto que estoy diciendo aquí. La aplicación de todos estos resultados a una tecnología productiva para nada es evidente, por lo menos para un servidor, y supone una buena expresión del ingenio humano.

9 de septiembre de 2025

La noticia perceptiva privilegiada

Veíamos en otro post cómo hablar de cuál es lo complicado que era hablar de la ‘imagen objetiva’ de las cosas. La verdad es que los análisis que realiza Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción son sumamente interesantes. Pensemos, por ejemplo, en nuestra percepción de una mesa: su forma o su magnitud no es algo que me sea dado como algo invariable, todo lo contrario: es algo que va cambiando continuamente conforme yo voy girando alrededor de ella. En cada posición que ocupe a su alrededor obtendré una percepción diferente, formas y magnitudes distintas: desde arriba, desde abajo, desde el costado, de frente, más cerca, más lejos. Cada cambio de posición de mi cuerpo, por minúsculo que sea, implica una percepción diferente de esa mesa. ¿Cuál de todas es su imagen objetiva?
  
Mi experiencia es que, contando con esto que estoy diciendo, presumo que bajo todas esas percepciones hay un objeto que es como es, y que es precisamente el que se me presenta de diversas maneras. Es en la sucesión de percepciones de la mesa en lo que se funda la constancia de sus relaciones, y desde la que aventuro la estabilidad de sus propiedades. Esta constancia de las formas y de las magnitudes en la percepción no es resultado de una tarea intelectual, sino que surge naturalmente de mi relación con ella; es decir, es algo que se constituye en la relación prelógica que tengo con la mesa, que el sujeto tiene con el mundo, y en virtud de la cual se instala en él. Es con esta postulada estabilidad con la que identifico una percepción ‘objetiva’ de la mesa, la cual luego emparejo con aquella realizada a una distancia y a una posición relativa oportunas, que será la que a posteriori me sirva de referencia para hilvanar las percepciones que de ella pueda tener. Será a partir de esta percepción privilegiada que podré afirmar que la mesa está cerca o lejos, está derecha o al revés; sin ella, ¿cómo lo podría saber? «Esta percepción privilegiada garantiza la unidad del proceso perceptivo y recoge en ella todas las demás apariencias», dice Merleau-Ponty.

Los objetos solemos percibirlos según esta referencia privilegiada, realizada tras la asunción de una distancia óptima y una perspectiva adecuada para percibirlos, y que mantenemos memorizada sin darnos cuenta. El trato continuado con las cosas va cristalizando en nosotros cómo es objetivamente, aun cuando, seguramente, ninguna o casi ninguna de nuestras percepciones de facto se corresponda con ella. Así, todo objeto ‘solicita’ esa distancia y esa perspectiva para ser visto, bajo las cuales da de sí mismo lo que puede dar ‘objetivamente’, de modo que, más acá o más allá, más arriba o más abajo, sólo se obtiene una noticia confusa. Pero estos parámetros óptimos no son definidos científicamente, sino que son consecuencia de la percepción prelógica y acostumbrada según la función que adopten en nuestras vidas, y que será la que tensione cualquier otra percepción. Será ello lo que me diga que estoy situado oblicua, y no frontalmente; que estoy muy lejos, o muy cerca; que estoy en la posición relativa adecuada, o en una desacostumbrada. Estas percepciones ‘distorsionadas’ no nos proporcionan noticias realmente distorsionadas de las cosas, sino otras percepciones también reales pero que se distancian de la asumida como privilegiada. Y nos dan información de la posición de nuestro cuerpo respecto de ella.

Mi cuerpo siempre influye en la percepción que tenga de la cosa. Siempre ha de estar en una posición concreta, en virtud de la cual percibiré la cosa de una manera y no de otra. Como digo, la relación entre esta perspectiva y la privilegiada no es el resultado de un estudio científico, sino de mi experiencia prelógica con un mundo. Mi experiencia se da entre las cosas, pero a la vez las trasciende, porque toda experiencia se da en ‘el marco de cierto montaje respecto del mundo’. Y las trasciende porque, implícitamente, tensionamos nuestras percepciones hacia esa percepción privilegiada que nos dice lo que sea la cosa objetivamente, invitándonos a ir allende la primera. Esa percepción privilegiada la identificamos con cómo sea la cosa en sí misma cuando, como hemos visto, no deja de ser una percepción más, y en absoluto la más frecuente.

Efectivamente, esa constancia subyacente a todas las percepciones de una cosa nos remite a la postulación de un mundo, y de una experiencia de que sus fenómenos junto con mi cuerpo están rigurosamente vinculados. Pero esto no es algo que se despliegue ante nosotros como si fuéramos poseedores de una mirada divina, como un espectador absoluto, sino como un sucederse de puntos de vista en cada uno de los cuales participamos formando parte de los mismos; y es esa pertenencia nuestra a un punto de vista lo que posibilita que, desde él, podamos transitar a los demás: se trata de un punto de vista finito, limitado, y, a la vez, en franquía, abierto a otros puntos de vista con los que se vincula fenomenalmente, llevándonos a un ‘mundo total’ como horizonte de toda percepción. Las experiencias perceptivas se encadenan, se implican unas a otras, se precipitan entre sí, de modo que la percepción del mundo no es sino una dilatación de mi campo de percepción propiciado por mi situación en él, sin transcender nunca las estructuras esenciales de ello: ¿podría ser? «El mundo es una unidad abierta e indefinida en la que estoy situado».

2 de septiembre de 2025

El origen genético de un concepto no es cognitivo, sino vivencial

Caer en la cuenta de esto que comentábamos sobre un ejercicio experiencial de la razón no es fácil, pues, por lo general, estamos acostumbrados a manejarnos desde una razón conceptual: ¿acaso se puede ejercer la razón sin conceptos? Quizá un bueno modo de ilustrar esto que quiero decir es mediante un ejemplo, como es el de un concepto, es decir, su origen genético. Un concepto no surge primariamente de la conciencia, de la razón, ni mucho menos, sino que su origen hay que establecerlo en un trato primario de la persona con las cosas. ¿Cuál es el origen de los conceptos? Esta pregunta parece de Perogrullo: pues de la memoria, o de la conciencia. Pero si nos situamos allá en los inicios de la especie humana, cuando aún no existía el lenguaje como tal y se comenzaban a balbucear las primeras palabras, estableciéndose la comunicación seguramente a base de interjecciones, la cosa es diferente. En este sentido, Nietzsche explica una idea muy interesante en su Más allá del bien y del mal, concretamente en el §268.

Es éste un parágrafo que no tiene desperdicio. En él Nietzsche explica la génesis de un concepto, algo que, mucho antes de que aflore a la razón lógica, se ha generado en lo profundo de nuestro ser. ‘¿Qué es una palabra?’, se pregunta. En una primera aproximación, las palabras pueden ser entendidas como expresiones orales de los conceptos, como signos-sonidos, pero… ¿qué es un concepto?, ¿cómo se llega a formar un concepto en nuestra conciencia, desde un punto de vista genético? Ya digo, situémonos en los primeros individuos de nuestra especie, o en la vivencia de un niño cuya razón se está comenzando a configurar. Desde esta perspectiva, Nietzsche piensa que los conceptos son «signos-imágenes, más o menos determinados, de sensaciones que se repiten con frecuencia y aparecen juntas, de grupos de sensaciones». Es decir, hay algunas cosas externas que mantienen cierta estabilidad en sí mismas, en virtud de lo cual podemos percibirlas coherentemente y con cierta frecuencia, configurando en nuestras conciencias esos signos-imágenes. Me parece una idea muy sugerente. Al final los conceptos surgen de vivencias, de experiencias de relaciones con el entorno: de todas las que podamos tener, no todas se convierten en conceptos, sino aquellas que cristalicen en nuestra conciencia serán de las que hagamos un concepto.

En otro orden de cosas, Nietzsche realiza aquí una extrapolación a mi modo de ver muy aguda, y que tiene que ver con el lenguaje compartido por una comunidad de hablantes: «para entenderse unos a otros no basta ya con emplear las mismas palabras: hay que emplear las mismas palabras también para referirse al mismo género de vivencias internas, hay que tener, en fin, una experiencia común con el otro». No necesariamente diciendo una misma palabra estamos significando lo mismo: es preciso que esa palabra responda a una vivencia interna análoga. Este es el motivo por el cual «los hombres de un mismo pueblo se entienden entre sí mejor que los pertenecientes a pueblos distintos, aunque éstos se sirvan de la misma lengua». De hecho, el pueblo surge cuando varias personas han vivido juntas, con las mismas o similares experiencias, durante mucho tiempo; es en esas condiciones cuando de ahí ‘surge’ algo que se entiende por todos, nace un pueblo como tal.

Pero a lo que iba: los conceptos, pues, surgen de la familiaridad con ciertas vivencias que se repiten a menudo, las cuales obtienen primacía frente a las que se dan más esporádicamente. Sobre estas vivencias más familiares, las personas se entienden entre sí rápidamente, hasta el punto de que un solo concepto y su consiguiente vocablo es suficiente para saber a qué atenerse.

Cuando un concepto o una vivencia es más particular, precisa de mayores explicaciones. En este sentido, todo lengua es la ‘historia de un proceso de abreviación’, abreviación posibilitada por esas experiencias comunes. Esto tiene su lado bueno en situaciones de peligro, pues cuanto mayor es el peligro mayor es la necesidad de ponerse todos de acuerdo, cuanto más rápido mejor, para encontrar la salida más idónea: «el no malentenderse en el peligro ―dice Nietzsche― es algo de que los hombres no pueden prescindir en modo alguno para el trato mutuo».

Pero también tiene una contrapartida. Estas experiencias frecuentes, que cristalizarán en conceptos y en palabras, no son algo baladí; pues cuáles sean estos grupos de sensaciones que despierten más rápido en un alma, serán aquellos que a la postre se adueñen de la palabra, serán los que más nos importen, de modo que sobre ellos descansará la jerarquía de sus valoraciones, lo que en última instancia determina su ‘tabla de bienes’: «Las valoraciones de un hombre delatan algo de la estructura de su alma y nos dicen en qué ve ésta sus condiciones de vida, sus auténticas necesidades». Y de aquí extrae su conclusión, que da para pensar. Si es cierto que las necesidades han propiciado que los hombres se agrupen para poder satisfacerlas, pero facilitando el recurso a signos similares partiendo de necesidades similares, de lo cual se daban vivencias similares, «resulta de aquí, en conjunto, que una comunicabilidad fácil de las necesidades, es decir, en su último fondo, el experimentar vivencias sólo ordinarias y vulgares tiene que haber sido la más poderosa de todas las fuerzas que han dominado a los hombres hasta ahora. Los hombres más similares, más habituales, han tenido y tienen siempre ventaja; los más selectos, más sutiles, más raros, más difíciles de comprender, ésos fácilmente permanecen solos en su aislamiento, sucumben a los accidentes y se propagan raras veces. Es preciso apelar a ingentes fuerzas contrarias para poder oponerse a este natural, demasiado natural, progressus in simile [progreso hacia lo semejante], al avance del hombre hacia lo semejante, habitual, ordinario, gregario ―¡hacia lo vulgar!―».

Creo que aquí se refleja muy bien la descripción que, décadas después, aunque no muchas, hará Ortega y Gasset del hombre masa, así como de aquellos que permanecen solos en su aislamiento, en su famosa obra La rebelión de las masas. He aquí una expresión terrible: ¡lo vulgar! La vulgaridad es una lacra que acompaña a la humanidad desde siempre, independientemente de su clase social o de su capacidad adquisitiva; vulgar es aquél incapaz de atisbar la grandeza cuando pasa por su lado, de tener la mínima dignidad para saber toda la riqueza y responsabilidad que conlleva algo tan sencillo y fascinante como el hecho de ser persona. Aunque me he alejado un poco del tema.