Pestañas

29 de abril de 2025

Las fuentes de la laicidad: la justicia y la verdad

En opinión de Ricoeur, estas dos dimensiones de la laicidad (de abstención y de confrontación) encuentran su justificación en dos valores clásicos de la sociedad: la justicia y la verdad. Es justo reivindicar que cualquier comunidad pueda tener presencia social y ser tratado en términos de igualdad a otras comunidades; y su misma existencia muestra posibles vías para alcanzar la verdad de una existencia que no es ostentada en su totalidad por ningún modo de vida en concreto.

La idea de justicia tiene que ver con ‘igualdad ante la Ley’, con respeto y defensa de las mismas libertades fundamentales para todos. Una de las cuales, de las más importantes, es la libertad de conciencia, y que para darse es preciso que vaya acompañada de la libertad de expresión; algo complicado en una ‘cultura de la cancelación’, una dictadura encubierta que propicia que uno no pueda expresarse ni comunicar sus convicciones profundas, siendo presionado en lo más profundo de su fuero interno. La justicia aboga por posibilitar la libertad de conciencia y su derecho a expresarse a todos los ciudadanos; no toma partido por ninguna opción, pero crea el marco en el que todas las opciones (siempre que no atenten contra los derechos humanos fundamentales) puedan expresarse y convivir. Así, la laicidad de abstención del Estado cobra un sentido positivo: si bien se abstiene de adoptar cualquier postura, reconoce el derecho a la existencia de todas en una sociedad plural, así como a su libre expresión. Éste es el marco en el que se sitúan los Estados occidentales —o deberían situarse— en general; otra cosa es cómo se lleve eso a la práctica, lo que nos lleva al segundo valor.

Como agudamente observa Ricoeur, el problema de la verdad no es uno de los principales problemas del Estado de derecho, no por escepticismo o por relativismo, sino porque no es una cuestión pertinente para él; no es su problema, se podría decir, no es de su competencia. El Estado «no juzga sobre la verdad que puede corresponder a las diferentes creencias». Ciertamente, cada creencia (sea religiosa, política, cultural, o del tipo que sea) encierra una pretensión de verdad, y ninguna de ellas se puede arrogar la presunción de ostentarla en su totalidad, aunque seguramente en todas ellas esté presente, cuanto menos parcialmente. Precisamente por ello es necesario el debate público, pues, en la medida en que no se permita participar a alguna comunidad, no estaremos en condiciones de saber qué es lo que pueda aportar a los demás, cuál es su porción de verdad.

La libertad de creencias es pertinente, necesaria incluso, si queremos de veras alcanzar la verdad; algo que sólo ocurre cuando sentimos la necesidad de realizarnos ciertas preguntas. Está en la experiencia de cada cual que se haya enfrentado o no a estas preguntas, que lo haya hecho honestamente, desde un calado existencial que sólo conoce el que lo ha vivido; y también está en la experiencia de cada cual la limitación en sus respuestas, la conciencia de la parcialidad de sus opciones: si toda comprensión es finita, limitada «hay que ‘admitir que el otro tiene un acceso a la verdad, un acceso diferente, que para mí es inaccesible, en razón de la limitación de mi propio ángulo de visión, de mi propia perspectiva sobre lo verdadero’». Ello razonablemente nos dispone hacia la apertura: quizá no comparta con el otro sus respuestas, pero sí una misma pretensión de verdad, así como una misma evidencia de las limitaciones respectivas para alcanzarla. Como decía Marcel, una cosa es ‘tener la verdad’, algo que nadie en su sano juicio puede afirmar, y otra ‘estar en la verdad’, entendiéndolo como estar en ese camino en pos de ella; porque quizá la verdad no sea algo que se posea sino algo tras lo cual se esté, un ámbito o un medio en el cual uno se sepa caminante aventurero, sin saber muy bien dónde esté su final.

Por aquí hay que buscar la fundamentación de la ‘laicidad de confrontación’ que comentaba, porque la confrontación es necesaria, una confrontación entre opiniones que buscan honestamente la verdad. Si no hay confrontación tampoco hay diálogo; y no hay confrontación porque, en el fondo, no hay convicción, sino opiniones más o menos fáciles e infundadas. La confrontación, pues, no tiene nada que ver con el relativismo, seguramente la mayor falta de respeto con que podría ofender al otro.

22 de abril de 2025

Conciencia animal y conciencia humana

Cuando se habla de cognición, habitualmente se la suele comprender bajo dos enfoques diferentes. El primero de ellos tiene que ver con lo que en la tradición filosófica se denominaba conciencia, no en el sentido de ‘conciencia moral’, es decir, en el sentido de esa instancia que nos ayuda a discernir en términos de buenas y malas acciones, sino en el sentido cartesiano de res cogitans, del ‘yo conciencia’ moderno, vinculado al ejercicio del entendimiento y de la razón, distinguiéndose así de la voluntad y de la afectividad. El entendimiento y la razón nos ayudan a representarnos el mundo y a reflexionar sobre él, así como a conducirnos e él mediante la interpretación de nuestros sentimientos y mediante la deliberación racional. El segundo enfoque al que hacía mención se refiere al procesamiento complejo de la información en sentido fisiológico, en cuyo seno cabría situar percepciones, aprendizajes, recuerdos, pensamientos, imaginación, proyecciones, expectativas, razonamientos, así como la toma de conciencia de uno mismo. En el primer caso estamos hablando de una de las tres dimensiones en que se suele describir la vida de las personas, más propio de la antropología filosófica; en el segundo, de la identificación y descripción de los procesos fisiológicos y neurológicos que la subyacen, que será en el que me detenga.

Joseph Ledoux define conciencia (en el sentido de actividad cognitiva) como «la habilidad de crear representaciones de la realidad y usarlas para guiar conductas». Si nos fijamos, a la luz de esta definición muy bien especies no humanas pueden presentar actividad cognitiva, como de hecho sucede. Se sabe que existe en aves y en mamíferos, aunque no se puede afirmar lo propio de otras especies. Otra cosa es la cognición reflexiva (ser consciente de uno mismo y de lo que está haciendo) que, en principio, es específico nuestro (aunque algunos afirman que ciertos primates también la tienen, algo de lo que —hasta donde yo sé— no hay evidencia). Una cosa es lo que podamos llamar conciencia animal, que vendría a ser una especie de sentimiento de identidad no consciente en virtud del cual el individuo sabe a qué atenerse en su relación con el entorno (salir a cazar cuando siente hambre), y otra la conciencia humana, con capacidad reflexiva.

A lo largo de la cadena evolutiva, hay un proceso en virtud del cual el sistema nervioso se va haciendo cada vez más sofisticado, permitiendo modos más creativos y novedosos de superar los desafíos que plantea la vida, más allá de los actos reflejos, de los patrones de acción fija y las conductas aprendidas clásica e instrumentalmente. Cuanto más complejo es un sistema nervioso, cuanto más formalizado está, mayor es la capacidad cognitiva de una especie y, consecuentemente, mayor holgura presenta en su representación del medio y en su conducta, lo que le permite realizar acciones más allá de la mera supervivencia.
  
Joel Sartore; "Orangután y su hijo"
La conciencia humana ha sido posible gracias a su emergencia desde las capacidades cognitivas que poseían otras especies mamíferas menos evolucionadas. ¿Encaja nuestra idea de conciencia en este marco? Si entendemos como conciencia todo lo asociado a actividades de carácter intelectual, tales como pensar, imaginar, memorizar, planificar, decidir, etc., parece que ello presupone que la cognición precisa la consciencia para poder darse, negando su posibilidad a animales no humanos, lo cual no parece adecuado, pues los animales más desarrollados también poseen actividad cognitiva. ¿Es nuestra conciencia ‘algo otro’ a la conciencia animal? Si bien la conciencia humana entiendo que no puede ser reducida a la animal, no creo razonable afirmar que no tenga nada que ver con ella: si bien hay en nosotros algo cualitativamente diverso, la consciencia, no por ello deja de ‘montarse sobre la actividad cognitiva animal’, aunque con la novedad emergente que es la aparición en la cadena evolutiva de la inteligencia.

Si esto es así, habrá que ver qué es la cognición en los animales, la cual parece razonable referirla a los procesos que sustentan la adquisición de conocimiento mediante la creación de representaciones internas de sucesos externos, así como a los que se refieren a su almacenamiento como memoria que, en un momento dado, pueden estar a disposición del individuo para escoger una determinada conducta y no otra, algo que ellos procesan de modo no consciente. En nuestro caso, entiendo que todo eso permanecería, a lo que habría que sumar los procesos causantes de la reflexión, planificación, imaginación… consciente.

En opinión de Ledoux, lo que diferencia la información cognitiva de la que no lo es, es que la primera es capaz de crear representaciones internas de sucesos o de cosas en ausencia del referente externo de la representación. Esto no quiere decir que una representación con su objeto presente no sea cognitiva, ya que su carácter es el mismo que aquella representación cuyo objeto ya no está presente. La idea es que esa representación puede permanecer actual en el individuo, aunque el objeto no esté presente. El grado de permanencia de alcance de la memoria y de la proyección dependerá de la formalización del cerebro de cada especie. Así las cosas, parece razonable rastrear cómo se dan en otros animales aquellos procesos mediante los cuales se pueden representar el entorno y mantenerlas al margen de la presencia del objeto, para luego manejarlas y ponerlas a su disposición para emprender una determinada conducta, para todo lo cual es preciso un sistema nervioso lo suficientemente evolucionado para poder realizar dicha función.

15 de abril de 2025

El ritmo: una caja de sorpresas

El ritmo es un fenómeno que posee una gran importancia antropológica y, sin embargo, no se suele profundizar demasiado en ello, sobre todo en su aspecto práctico. Esta relevancia es algo que ya en la antigüedad se tenía presente, empleándolo tanto para relacionarse con la divinidad, como para prepararse para la guerra, entre otras aplicaciones. El ritmo suele entenderse como algo que se repite periódicamente a intervalos fijos; Platón lo definió como ‘orden en el movimiento’. Forma parte de la naturaleza, así como de la vida: hay ritmos naturales (estaciones, días, olas del mar, púlsares), también psicobiológicos (respiración, palpitación, tono anímico). En el mundo natural y personal poco espacio hay para la arritmia: ésta suele ser síntoma de enfermedad o angustia.

La naturaleza y la vida están asociadas al ritmo. En la vida de las personas, lo rítmico suele generar confianza: uno sabe a qué atenerse, si mantiene una dinámica familiar en la jornada diaria. No es algo que se deba vivir apegadamente, pues una vida vivida de un modo intensamente rítmico impide la novedad, la sorpresa, lo diferente; en sentido opuesto, una vida vivida desde un desorden acentuado y constante, caótico, puede muy bien desembocar en ansiedad y trastornos de la personalidad. Como suele ocurrir tantas veces, cada uno ha de encontrar el ritmo en su vida que le permita vivir confiadamente, confianza desde la cual la novedad imprevista puede ser integrada armónicamente. Tal y como ocurre en la misma naturaleza.

Ello tiene también una repercusión espiritual. Partimos de la distinción de dos niveles en la persona: el de superficie y el de hondura. Y, ciertamente, no se tiene la misma vivencia del ritmo en cada uno de ellos; es más, el ritmo (o su ausencia) suele ser un fenómeno de la superficie, no de la profundidad. Es algo así como sucede en los océanos, en los que lo rítmico (o su ausencia) se suele dar en la superficie, mientras que en el fondo todo se aquieta: conforme descendemos, paulatinamente va disminuyendo el movimiento y la influencia del cambio. Algo así ocurre también en nosotros: partiendo ya de cierta paz rítmica en la vida habitual, conforme el ritmo se va dilatando, surge el aquietamiento, llegando hasta su propia desaparición cuando se llega a la hondura esencial: se da el paso al silencio. «Al ir lentificándose el ritmo, todo se va simplificando, el silencio se va manifestando y afirmando», dice Nicolás Caballero.

Cada uno tiene su ritmo vital, el cual debe acompasarse de alguna manera al ritmo de las cosas, también al ritmo de su cuerpo. Y no siempre están acompasados ambos ritmos. Con frecuencia, el ritmo de nuestras vidas no suele ir acompasado al ritmo de las cosas ni al de nuestro cuerpo, todo lo contrario. Lo suyo sería que nuestro ritmo vital habitual, generalmente condicionado por lo que la existencia nos depare, no estuviera ni por encima ni por debajo de ese ritmo que podemos denominar natural, algo que cada cual ha de descubrir por sí mismo. Démonos cuenta de que no se trata de hacer muchas o pocas cosas en la vida, sino de la actitud desde la que se acometen, que es muy distinto: una vida agitada o acelerada en absoluto es sinónimo de una vida eficaz, seguramente todo lo contrario. Es importante que cada cual tenga la sensibilidad suficiente para detectar si su ritmo vital se ajusta al ritmo de las cosas y de su organismo, o no. Dar con ese ajuste genera serenidad y confianza.

Por lo general, solemos vivir no con un ritmo por debajo del ritmo natural, sino por encima, debido a nuestras agitadas agendas, que permean todo nuestro existir. Solemos vivir con un ritmo agitado y desordenado; serenar ese ritmo nos ayuda a encontrarnos con nosotros mismos, y a sentirnos más a gusto ‘en casa’. También puede ocurrir que tengamos un ritmo bajo mínimos, sin el menor ánimo para acometer el día; activarnos un poco también puede ayudar a encontrarnos mejor.

Pero aquí no acaba la cosa: una vez alcanzado ese ritmo natural que nos hace vivir como ‘en casa’, no se acaba todo, sino que entonces se nos puede abrir un mundo nuevo, un mundo interior por descubrir que nos resitúa de un modo radicalmente diverso en la existencia. Para ello es preciso, desde esa situación, buscar espacios en los que tratemos de ralentizar el ritmo personal, lo cual nos aproxima a niveles profundos de interiorización, a niveles crecientes de silencio ‘tocando’ de alguna manera nuestra más honda realidad, y también para disponernos a encuentros con lo trascendente más allá del nivel de superficie, aproximándonos al mundo de la contemplación.

Por lo general, lo rítmico tiene un poder no solo organizador, sino también vitalizador; de modo análogo (en sentido opuesto) a cómo la arritmia tiene un poder desorganizador y desvitalizador. Lo rítmico tiende a disminuir la tensión, tanto física como psíquica, porque lo rítmico es un factor de nuestra dinámica personal, afectando a todo lo que somos, tanto corporal como espiritualmente. Hay un vínculo originario entre nuestro espíritu y nuestro cuerpo: ritmos agitados y desordenados generan tensiones y ansiedad, ritmos serenos y ordenados generan distensión y paz.

La generación de un ritmo sereno se refleja tanto en la psique como en el cuerpo, un ritmo que se puede generar tanto desde el pensamiento como desde el cuerpo. Fisiológicamente, se va generando una armonización de toda la dinámica corporal que, desde lo somático-vegetativo se eleva hasta lo emocional, y desde lo emocional hasta lo cognitivo; se propicia que la razón humana se abra a la novedad desde la confianza y desde la creatividad, no desde el temor y la angustia de un ego superficial. Desde la conciencia, un pensamiento rítmico contribuye a que las funciones orgánicas también tiendan a ordenarse, contribuyendo a ese estado de paz y armonía generalizada que nos dispone adecuadamente para el encuentro profundo con nuestra esencia. El ritmo puede ser atendido, pues, desde dos frentes: desde el fisiológico, como la respiración, y desde el psíquico, mediante la dicción rítmica de una frase dicha con amor.

Con el tiempo, llega un momento en que ese ritmo se interioriza, y nos hacemos uno con él: el ritmo se nos mete dentro, lo internalizamos. Una buena práctica es atender a la respiración para luego decir una frase acompasadamente a ella, de modo que el ritmo mental se acompasa al ritmo fisiológico, buscando una serenidad a modo de mutua retroalimentación. A partir de aquí, desde una conciencia de confianza, nos ponemos en pura disposición de apertura, en un estado de atención amorosa; lo que ocurra a partir de aquí es gracia, no depende de nosotros.

El ritmo alcanzado es propio de cada cual, y cada cual lo debe encontrar enderezado siempre hacia la serenidad y la paz. Nadie le puede decir a nadie qué ritmo adoptar. E incluso puede ocurrir que el propio ritmo varíe con el tiempo. El valor del ritmo no es personal, algo que la ciencia reconoce, sino también espiritual. El ritmo es organizador, armonizador, entrando en un modo de ser que ahorra no pocos recursos, generando descanso y paz, disponiéndonos para la apertura y la receptividad. El ritmo es sanador y vivificador.

8 de abril de 2025

El descubrimiento de la estructura del ADN

En una época en que se comenzaba a barruntar la relevancia de la molécula del ADN en la transmisión genética, lo cierto es que se conocía muy poco de ella. Por este motivo, los esfuerzos se centraron en ella, tratando de conocerla más en profundidad, de comprender su estructura, con la idea de que, cuanto más se avanzara en este sentido, se podría observar mejor cómo hacía lo que hacía. Un primer esbozo de descripción de su estructura le correspondió a Linus Pauling, de California, experto en cristalografía. Pero ¿qué tiene que ver aquí la cristalografía? Pues mucho, ya que el estudio de los cristales mediante la difracción de rayos X podía ser aplicado aquí.
  
Las leyes que describen la difracción de los rayos X por los cristales fueron definidas por Laurence Bragg durante los primeros años del siglo XX, en concreto en 1912, en el famoso laboratorio Cavendish de Cambridge, al cual dirigió sucediendo al famoso Rutherford, tras la jubilación de éste. En su investigación fue fundamental el trabajo de William, su padre, quien ya había estudiado previamente las radiaciones alfa, beta y gamma. Él ya se había dado cuenta de que, en algunos aspectos, los rayos gamma y los rayos X se comportaban como partículas; pero en el tema que nos ocupa, lo fundamental para desvelar los secretos de las estructuras cristalinas era su comportamiento ondulatorio, pues lo interesante era ver cómo estos rayos eran alterados por sus interferencias con los átomos de los cristales. Estas interferencias dependían de dos variables: por un lado, de la estructura cristalina y la distancia entre los átomos del cristal; por el otro, de la longitud de onda de los rayos X. Jugando con ello, se podía identificar con precisión la localización individual de los átomos del cristal.

Pues bien, fue por estas fechas que la nueva disciplina científica conocida como biofísica estaba naciendo y comenzando a progresar. J. D. Bernal realizó trabajos pioneros tratando de conocer la estructura de moléculas orgánicas mediante la difracción de rayos X. Conforme los años fueron pasando, se depuraba la técnica, y el interés se dirigía hacia biomoléculas cada vez más complicadas, como las proteínas. Por ejemplo, Perutz y Kendrew recibieron el Nobel de Química en 1962 por la determinación (varias décadas antes) de la estructura de la hemoglobina (molécula encargada de transportar el oxígeno en la sangre) y la mioglobina (una molécula muscular).

En este contexto hay que situar a nuestros protagonistas. Como decía, Pauling fue el primero que postuló una hipótesis para la molécula del ADN, pero apostó por una estructura de triple hélice, que a la postre resultó incorrecta. Démonos cuenta de que la tecnología en la época era todavía ‘grosera’, y en absoluto era tan fácil observar las biomoléculas como pueda serlo ahora. La estructura correcta le correspondió obtenerla a un grupo un tanto variopinto, formado por integrantes que realmente no formaban un grupo de trabajo como tal: Maurice Wilkins, Rosalind Franklin, Francis Crick y James Watson.

Los nombres de Watson y Crick han quedado inmortalizados por su premio Nobel de Medicina en 1962, pero el mérito no fue del todo suyo, como vamos a ver. Watson estudiaba cristalografía, y Crick la difracción de los rayos X en moléculas grandes. El primero, estadounidense, llegó a Europa para hacer una investigación posdoctoral, recalando en el Cavendish, el cual dirigía entonces Bragg, quien se interesó activamente por este asunto, enriqueciendo la investigación según su propia experiencia. Crick, por su parte, vio pausada su carrera científica por la Segunda Guerra Mundial, como tantos otros; iniciado en los caminos de la física, a su vuelta se comenzó a interesar por la biología, decisión inspirada, según parece, por el pequeño libro ¿Qué es la vida? de Schrödinger (1944). Lo que trataba de hacer Schrödinger era comprender la actividad de las biomoléculas en términos físicos: no se puede olvidar que las biomoléculas no dejan de ser moléculas, cuyo comportamiento pende de los átomos y de las partículas subatómicas que los componen, todo lo cual se rige por leyes de la mecánica cuántica. Para comprender cómo funcionan las moléculas de la vida, es preciso comprender también por qué los átomos pueden existir según disposiciones concretas, y pueden interactuar entre sí según ciertas leyes, todo lo cual da origen a la vida.

Pues bien, volviendo a nuestro tema, ambos (Watson y Crick) eran más jóvenes e inexpertos que los otros dos miembros del grupo, a saber: Wilkins, persona muy tímida y retraída, desconocida para el gran público, a pesar de haber compartido el Nobel con los dos primeros, y Franklin, que seguía la estela de Pauling, perfeccionando su metodología. Tanto es así que las imágenes que Franklin consiguió de la molécula de ADN eran espectaculares, pero, a causa de sus malas relaciones con el resto, no las compartió. Parece que, a escondidas, en enero de 1953 Wilkins mostró las imágenes de Franklin a Watson, lo que fue el hecho clave para el gran descubrimiento que estaba por venir. Watson lo comentó con Crick quienes, conocedores de las piezas del puzzle (los cuatro componentes del ADN que se combinaban de un modo muy determinado) fueron probando distintas configuraciones mediante maquetas con piezas de cartón, trabajo que se desarrolló en el Cavendish. Al poco, dieron con la solución, tal y como fue publicado en un artículo de la revista Nature el 25 de abril de 1953, titulado “Una estructura para el ácido desoxirribonucleico”. Franklin falleció en 1958, cuatro años antes de que concediesen el Nobel al resto del grupo, permaneciendo en el ostracismo.

La confirmación de la teoría de la doble hélice se dio en los años ochenta. En esta época se decía que la investigación genética ya había llegado a su fin, que poco más había que descubrir. No eran conscientes de que no se había hecho más que empezar pues, cuanto más se avanza, más interrogantes surgen. Por ejemplo, el hecho de que buena parte del ADN, en torno al 97%, parece que no haga nada; los trozos activos parecen ser unos pocos trozos dispersos por aquí y por allá, que son los responsables de controlar y organizar determinadas funciones vitales. A estos trozos activos son a los que se les denomina genes.

1 de abril de 2025

El tránsito a la metafísica contemporánea: pequeño curso de metafísica

Para quien no esté introducido en la metafísica contemporánea, no es fácil hacerse eco de ella, pues tendemos a leerla a la luz de la metafísica clásica, estrategia que en absoluto es la más adecuada. Si recordamos, en el planteamiento clásico de la metafísica, la naturaleza estaba repleta de entes, de cosas en sentido amplio, compuestos de sustancia y accidentes, de materia y de forma, que actuaban causalmente entre sí y que formaban parte del cosmos. Seguramente sea éste el modo en que cada cual pensamos la naturaleza de modo intuitivo, y al cual se ajusta cualquier aproximación cognoscitiva que podamos hacer hacia ella, tanto a nivel filosófico como científico.

Pero lo cierto es que, desde el arranque del siglo XX, todo ha cambiado. La ciencia contemporánea ha contribuido a modificar el enfoque que tenemos de la materia, sobre todo gracias a los estudios decimonónicos iniciales en termodinámica o electromagnetismo, pasando de una concepción ‘cósica’ de la realidad a una concepción ‘campal’, un tránsito que, en el propio ámbito estrictamente científico, fue apasionante, por lo que a cambio de mentalidad se refiere, quiero decir. Este tránsito no pasó desapercibido por la filosofía, sobre todo en el giro fenomenológico. Llama la atención cómo científicos consagrados de la física de esta época (Niels Bohr, sin ir más lejos, aunque no es el único) trataban de comprender la ciencia desde un marco fenomenológico. Todo ello tuvo también su repercusión ―¿podía ser de otro modo?― en el ámbito de la metafísica, llevando a una consideración de la realidad, y de los entes, muy diferente. Porque esta concepción campal de la realidad no tiene por qué quedarse en el ámbito científico, sino que muy bien puede extrapolarse a la reflexión metafísica.

Una primera consecuencia de ello es el cambio en la consideración de los entes, que pasan de ser ‘cosas’ a ser ‘estructuras’, sistemas; dejan de ser sustancias, para pasar a ser sustantividades, es decir, sistemas estructurales de partes vinculadas constructamente entre sí. Pensemos en una molécula de agua, por ejemplo. Las cosas son sustantividades, sistemas que, hacia arriba conforman constructamente sistemas más amplios, y hacia abajo están formados por elementos que a la vez son sistemas más pequeños. La molécula de agua contribuye a la formación de macromoléculas y sistemas más amplios (como un cuerpo orgánico) y, a la vez, está formado por átomos, sistemas más pequeños.

La ciencia avanza cada vez más hacia el interior de los átomos y hacia los confines del universo, tanto que, con frecuencia, al no iniciado le sorprende este mundo que tiene un poco de mágico, y que los propios científicos no acaban de comprender. Hasta donde se pueda descender y ascender en este sentido, es algo que, evidentemente, no compete a la filosofía, sino a la ciencia, que nos sorprende cada vez más con sus importantes descubrimientos, donde la diferencia entre materia y energía se desdibuja. Hacia arriba, se puede entender al universo, al cosmos, como un gran sistema, con los interrogantes que abre su propia naturaleza, sus límites, su origen, etc. En el seno de todo lo cual se puede considerar la estructura dinámica de la realidad, su consideración a lo largo del tiempo, en su devenir tempóreo, en virtud del cual se observa esa dinamicidad intrínseca de lo real, ese ‘dar de sí’ generador de nuevas estructuras cada vez más complejas, algunas de las cuales están vivas, e incluso piensan. Realmente, la realidad posee unas potencialidades que se escapan a nuestra previsión y conocimiento.

¿Dónde cabe situar a la metafísica? La metafísica contemporánea no hay que entenderla como el análisis de un plano de la realidad que subyace al natural, y del que todo emergería. Creo que esto no es exacto. La metafísica contemporánea parte de las cosas que existen, pero atendiéndolas desde un enfoque trascendente, no quedándose en la mera noticia de la cosa. No se debe entender, pues, que la metafísica continúa el camino de la investigación científica, adentrándose por senderos a la que ésta no llega; no es eso, sino más bien de una consideración transversal —se podría decir— a todo lo que existe, y que nos lleva a pensar la realidad desde este nuevo enfoque. La metafísica contemporánea es intramundana, abriéndose, eso sí, al problema de su fundamento, un fundamento que, en lo que toca a las cosas, sólo podemos tener noticia suya a partir de ellas, sin quedar recluidos en ellas. Se trata de pensar a la realidad sin su contenido, por decirlo así, en su aspecto formal; estrategia que no es arbitraria, sino que surge de la inquietud por partir de una noticia de la realidad que no sea ‘construcción’ intelectiva, que no posea dimensión subjetiva, sino que trate de conocer la realidad objetivamente. ¿Es esto posible?

Para atender a esta cuestión, relaciono una serie de posts, que sirve a modo de pequeño curso de metafísica contemporánea, siguiendo el discurso de Hans Driesch en su ¿librito? denominado así, Metafísica. Guarda una analogía interesante con la metafísica intramundana de Zubiri, que espero ir desarrollando también. Los posts en cuestión son los siguientes: