Qué duda cabe de que, hoy por hoy, la idea que podamos forjarnos de qué sea la realidad deriva de la física contemporánea, fuertemente apuntalada por la matemática: la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, el modelo estándar de partículas, etc., nos ofrecen una descripción de la misma, incomprensible en gran medida para la persona de a pie, pero cuyas teorías funcionan. La incomprensibilidad que lleva asociada es muy diferente de la que se pudiera tener, por ejemplo, de la ciencia moderna. Lo digo en el sentido de que, en dicho enfoque, en el moderno, la incomprensibilidad que pudiera haber estaba relacionada con la dificultad para alcanzar ciertos conceptos o razonamientos físico-matemáticos, pero no con el marco en que tales conceptos o razonamientos se inscribían; pero ahora no es así, sino que lo que nos es incomprensible es precisamente el marco desde el cual se ejerce la ciencia, un marco diverso al de la ciencia moderna el cual, en definitiva, no era otro que el habitual en el que estamos situados comúnmente en la vida.
La ciencia moderna, cuyo culmen muy bien puede situarse a finales del siglo XIX, se situaba en el marco de que lo que se conocía era una materia regida por ciertas leyes las cuales, una vez conocidas, eran capaces de definir perfectamente su comportamiento. Clásicamente se ha entendido la realidad desde el proceso de individuación de la materia. Lo existente en la realidad eran entes, cosas, algo aceptado como verdad inconcusa; tanto era así que incluso se llegó a pensar ya en la antigua Grecia según este esquema en referencia a los componentes últimos de la materia, los átomos, que no dejaban de ser tampoco cosas, y que tenían ―o debían tener¬― propiedades análogas a las de los cuerpos mesocósmicos. Fue a partir de esta situación que se elaboró el conocimiento científico, apoyado en las ideas fundamentales del movimiento y de la causalidad. El punto de partida eran los cuerpos, los entes, que se desplazan a lo largo del tiempo, trayectoria que puede ser perfectamente establecida y definida, así como su origen, su causa. Todo ello expresable en lenguaje matemático gracias al notable avance que se dio con el nacimiento de la ciencia moderna.
En virtud del tránsito del siglo XIX al siglo XX, este esquema ha resultado no sé si insuficiente, insostenible o, sencillamente, falso. El tránsito de la física moderna (también llamada física clásica) a la contemporánea (cuántico-relativista) ha tenido consecuencias impensables, de las que todavía nos hemos de hacer eco la mayoría de las personas, también los filósofos. Hoy en día se sigue hablando de partículas, aunque con un sentido físico muy distinto al que todos tenemos en mente, y al de los griegos atomistas; estas partículas no pueden ser definidas geométricamente, ni pueden ser localizadas espacialmente de modo determinado, ni es posible prever su comportamiento de modo absoluto. Entra ahora en juego un concepto fundamental: la posibilidad; el cual está muy vinculado a otro que, si bien también estaba presente en la ciencia moderna, ahora lo está con un sentido físico muy distinto: el de probabilidad.
Como es fácil pensar, todo ello tiene consecuencias graves para la idea que nos podamos hacer de realidad. El giro contemporáneo nos lleva a donde lo físico llega a su límite, y que muy bien puede abrirse a lo metafísico. No en vano, no pocos científicos se han interesado por la filosofía para poder clarificar conceptualmente los fenómenos con los que se encontraban y las categorías en las que incardinarlos. Y viceversa: difícilmente se puede pensar metafísicamente la realidad si no es a la luz de los últimos descubrimientos de la ciencia y lo que puedan aportar. Se establece así un diálogo desde ambas partes, mutuamente enriquecedor ―a mi modo de ver―.
La relatividad y lo cuántico nos han mostrado una serie de aspectos o caracteres de la realidad y de la materia de los que nos es muy difícil hacernos eco: básicamente, que el espacio y el tiempo no son absolutos y que las cosas (las partículas) no poseen una identidad definida. Nuestro modo habitual de entender lo que nos rodea se torna inservible cuando nos aproximamos al orden de magnitud de la velocidad de la luz (por un lado) o al del cuanto de acción (por el otro), siendo preciso ir más allá de nuestras formas habituales de intuición para introducirnos a un paradigma radicalmente diverso, donde lo abstracto del cálculo formal parece que toma las riendas, y en el cual ―como decía― la ciencia y la filosofía se tocan. El espacio deja de ser esa gran caja en la que se ubican todos los objetos, el tiempo ese ámbito en el que los cuerpos envejecen, las partículas no son entes, todo lo cual pasa a ser definido funcionalmente. Y el caso es que el modo de ser de la realidad en esos ámbitos próximos a la velocidad de la luz o a la constante de Planck, es aplicable perfectamente al mundo mesocósmico, sólo que, en el caso particular de los órdenes de magnitud medios, ofrecen los resultados coherentes con la física clásica; o al revés, en el caso de los órdenes medios de magnitud, la física clásica arroja resultados coherentes con la física contemporánea, más global y completa que aquélla.
La clave para introducirse en este mundo no es sino un cambio del marco mental, tarea ciertamente ardua. No se puede pensar ‘modernamente’ la ciencia contemporánea, no se puede pensar ‘clásicamente’ la metafísica contemporánea: los nuevos problemas no se pueden plantear desde paradigmas previos, sencillamente porque en esos paradigmas no poseen solución. De hecho, es éste el principal motivo que nos empuja hacia un nuevo paradigma: la incapacidad del existente de dar razón a los nuevos problemas.
Algo que ―como digo― no es fácil, precisamente; así lo explica Heisenberg:
«(…) todo trabajo científico está basado, consciente o inconscientemente, en una posición filosófica o una determinada estructura mental, que prestan al pensamiento un sólido punto de partida. Sin esta definida actitud los conceptos y las asociaciones de ideas difícilmente podrían alcanzar el grado de claridad y de lucidez esencial para el trabajo científico. La mayoría de los científicos están dispuestos a aceptar nuevos datos empíricos y reconocer nuevos resultados con tal de que quepan dentro del marco de su posición filosófica. Pero en el curso del programa científico puede ocurrir que toda una gama de datos empíricos solo puede ser cabalmente comprensible haciendo el enorme esfuerzo de ensanchar el marco filosófico y modificar la misma estructura del pensamiento».
A mi juicio, modificar el marco mental es una de las tareas intelectuales más difíciles. Nuestra razón, no deja de ser una tirana, tratando de comprender las cosas según aquello que le es familiar. Se puede tener la intención de salirse de ese marco, incluso de estar dispuesto a hacerlo; otra cosa es conseguirlo de verdad, porque ello implica constancia, esfuerzo y convicción, y no siempre el resultado está a nuestro alcance, ni mucho menos. Pero entiendo que, para aquél que quiera adentrarse por estos caminos contemporáneos de la física, es un paso ineludible. Porque quien quiera comprender a fecha de hoy la realidad, no puede hacerlo según el marco acostumbrado; tendrá que tomar consciencia de que ha de renunciar positivamente a él, tal y como nos anuncian no pocos científicos contemporáneos, para introducirnos en un ámbito de fenómenos incomprensibles desde él.
...será lógico creer que en nuestro Universo, las partículas elementales no conservan siempre su estado original.
ResponderEliminarNo entiendo a qué te refieres, ladoctorak.
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