Uno de los giros más relevantes de la filosofía contemporánea es el que se conoce como ‘giro lingüístico’, que puso el acento en el grave problema de si aquello que se quiere decir (sea lo que sea) se dice adecuadamente empleando las palabras que se emplean; o, lo que es lo mismo: hasta qué punto el lenguaje es un medio eficaz para poder expresar fielmente las ideas que se quieren expresar o los contenidos a los que nos refiramos. A nadie se le escapa que, en no pocas ocasiones, faltan palabras para poder expresar lo que se está pensando, máxime cuando se trata de experiencias íntimas y personales. Lo que nos lleva a la otra cara de la moneda, a saber: a la dificultad de comprensión que ello entraña; es decir, hasta qué punto podemos estar seguros de haber comprendido lo que el otro ha querido decir. Por un lado, uno no está siempre demasiado seguro de haber dicho lo que quería decir; y, por el otro, menos seguridad tendrá aún de si al otro le ha llegado su mensaje original. Si esto ya es así entre personas coetáneas, se agrava entre autores de diversas épocas a lo largo de la historia de la filosofía, en la medida en que es difícil comprender en profundidad lo que otros, en otros contextos, dijeron o escribieron. Normalmente se usan los mismos términos con significados diversos, lo que provoca confusión y malentendidos. Pues bien, como consecuencia de todo esto, se cuestionó la validez del lenguaje para poder comunicar reflexiones filosóficas, sobre todo en el ámbito de la filosofía analítica de lenguaje de tradición anglosajona (aunque no es la única: la tradición hermenéutica continental, por ejemplo, hizo lo propio desde un marco distinto).
Este giro lingüístico también llegó a la ética de la mano de G.E. Moore (1873-1958) a comienzos del siglo XX, quien pretendió clarificar la terminología filosófica específica de la ética. Este autor se unió a la tradición analítico-lingüística característicamente anglosajona, no muy próxima a planteamientos metafísicos, demarcándose por otra parte de otras corrientes típicamente británicas (como el psicologismo o el utilitarismo). Se puede afirmar que, a partir de Moore, la ética anglosajona será marcadamente una lógica de la ética (como dice Aranguren), preocupada sobre todo por la ‘posibilidad de los juicios éticos’, de modo que esta disciplina pudiera ser científica, tal y como explica al comienzo de sus Principia Ethica. Su idea era logificar la ética, sistematizarla según las reglas de la lógica, para evitar todos los problemas derivados de sus posibles malentendidos propiciados por un uso inadecuado del lenguaje.
Este edificio lógico, como todo sistema axiomático, debe comenzar por los axiomas, es decir, presupuestos o principios no demostrados ni demostrables, y que sirven de base para toda la construcción posterior. Y aquí comenzaron los problemas, en tratar de definir los cimientos de su sistema ético-lógico. Pronto se vio imposibilitado para definir los grandes conceptos de la ética; como, por ejemplo, su concepto clave: ‘bueno’. ¿Qué es ‘bueno’?, ¿cómo se puede definir qué es ‘lo bueno’? Como no podía ser de otra manera, anhelaba encontrar una respuesta concreta del tipo ‘lo bueno es… esto’, ya que iba en pos del ‘rigor lógico’, y las cosas debían estar claras desde el principio. Y, al no encontrarla, declaró su imposibilidad, así como el desperdicio de todo esfuerzo dirigido hacia su búsqueda. Así, Moore sostiene en sus Principia Ethica (1903) que el bien es indefinible, y que el bien moral no se puede reducir a ningún otro significado de bien.
Lo que resolvió fue que, si bien el modo de acceder a lo bueno no era tanto un problema ético al uso, es decir, un problema teórico-práctico, que es de donde vino su esfuerzo ‘científico’, tampoco era un problema lógico-formal del todo (a pesar de que este fuera el modo acostumbrado de reflexionar para él), sino que se debía alcanzar de otro modo. ¿Cuál? Pues mediante la intuición. Más que saberlo o discernirlo racionalmente en un momento determinado, lo que es bueno… se intuye. Era el intuicionismo. Lo bueno sólo puede ser aprehendido por esa especie de impresión intuitiva que despierta en nosotros un determinado objeto (algo que, para otros autores, para MacIntyre por ejemplo, es ‘palmariamente falso’).
Moore siguió aquí la estela de H.A. Prichard para quien estos grandes conceptos (obligación moral, deber, derecho) eran irreductibles a cualquier otro, por lo que no podían ser explicados mediante otras palabras, no podían definirse. Y, si no podían definirse, ¿cómo saber su significado, entonces? Pues a partir de esa especie de ‘aprehensión intuitiva’ (de la que se hizo eco de alguna manera Scheler con su intuición emocional del valor). Y no sólo es que fuera imposible alcanzar una definición conceptualmente lógica, sino que incluso dar razones para el cumplimiento de una obligación moral resultaba vano porque, al igual que los conceptos, esta obligación era primaria e irreductible. El problema, pues, no es que todo ello fuera irrelevante ―que no lo era, todo lo contrario―, sino que no podía ser primariamente expresado en términos conceptuales, siendo necesario recurrir a una comprensión del fenómeno moral de otra índole: intuitiva.
Y aún daba un paso más, por entender que la obligación moral no era el culmen de la ética, sino que éste correspondía a la virtud; y, desde luego, el comportamiento virtuoso cabía todavía menos en las coordenadas de una razón lógico-teórica; porque, lo que de verdad admiramos, no es tanto cumplir el deber moral como, sobrevolándolo, realizar un comportamiento ejemplarmente virtuoso. Como dice Prichard, el the really best man, el hombre realmente mejor, es aquel en el que se unen lo moral y la virtud.
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