Pestañas

27 de mayo de 2025

De la botella de Leyden al 'fluido eléctrico' de Franklin

Siguiendo la línea abierta por los trabajos de du Fay, se descubrió que se podía trabajar intencionadamente con las cargas, jugando con la atracción y la repulsión. Resultado de ello fue el electroscopio. Su idea de base es la siguiente: si aproximamos dos cuerpos pequeños no cargados eléctricamente a uno grande que sí lo está, se cargarán con el mismo tipo de energía, por lo que se repelerán entre ellos; si el grande no estuviera cargado, los cuerpos pequeños permanecerán tal y como están. Ésta es la finalidad del electroscopio: detectar la presencia de una carga eléctrica. Fue construido por primera vez en 1705, por parte de Haukesbee, y consistía, sencillamente, en dos palitos finos suspendidas de manera enfrentada al final de una varilla metálica. Cuando la varilla se cargaba bien vítreamente, bien resinosamente, se comunicaba dicha energía a los palitos, separándose. Aún se utiliza el electroscopio, sustituyendo los dos palitos por panes de oro.

Éste fue el primer paso de otros muchos. El hecho de que los fenómenos eléctricos y los magnéticos fueran considerados independientes, facilitó de alguna manera su investigación; sobre todo la de los eléctricos, auténticos protagonistas entre los siglos XVII y XVIII. Comenzó a hacerse presente en el imaginario de la época la idea de fuente eléctrica. Es decir, surgió la inquietud entre los investigadores de la posibilidad de construir máquinas electrostáticas gracias a las cuales algunos elementos, generalmente cilindros o discos de vidrio, eran cargados generalmente por frotamiento, para luego tratar de vehicular o canalizar dicha sobrecarga hacia otros elementos, como esferas metálicas, y que hacían las veces de almacenes de electricidad. La más famosa fue la del abad Nollet. Si bien esto se consiguió hacer exitosamente, con profundo pesar se comprobó que, con el tiempo, dichas esferas metálicas, inicialmente cargadas, se iban descargando. Como es fácil pensar, surgió la inquietud de cómo almacenar dicha energía eléctrica sin el riesgo de que se perdiera. Pronto apareció en el imaginario la idea de un acumulador de cargas eléctricas.

En torno a 1745, el hijo de un oficial prusiano comenzó a trabajar en este sentido: se trataba de Ewald Jurgen von Kleist (1700-1748). Kleist trabajó con una botella de cristal llena de agua sellada con un tapón de corcho, que era atravesado con un clavo largo que unía el agua interior con el exterior. Tenía la intención de cargar eléctricamente el agua, para lo cual puso en contacto el extremo exterior del clavo con una máquina de fricción hasta que estimaba que el agua ya estaba lo suficientemente cargada. Hecho esto, desconectó el clavo de la máquina de fricción, y le aproximó otro elemento no electrificado. El resultado fue el surgimiento de una fuerte chispa. Se trataba del primer condensador, el primer ejemplo de un acumulador de electricidad.

Su trabajo pronto se hizo popular. Se interesó por él Pieter van Musschenbroek (1692-1761), un profesor de matemáticas en la universidad holandesa de Leyden, para tratar de mejorar las prestaciones de la botella de Kleist. Lo que hizo, junto con otros compañeros de la universidad, fue recubrir el interior y el exterior de la botella con unos finos panes metálicos. Los panes metálicos hacían de conductores, y el cristal de aislante. ¿Por qué lo hicieron así? «Si el pan exterior está enlazado con tierra y el interior con un cuerpo electrizado, o viceversa, la electricidad (sea vítrea o resinosa) trata de escapar al suelo pero es detenida por la capa de cristal. De este modo se acumulan en la botella grandes cantidades de electricidad y se pueden extraer chispas impresionantes conectando el interior y el exterior con un alambre», explica Gamow.

Digamos que los dos panes sustituían de alguna manera el papel del clavo, y permitía que existieran esos dos ámbitos eléctricos, uno cargado (el interior) y otro descargado (el exterior) que no necesariamente estaban conectados (como en el caso del clavo a través del tapón) sino que, podían estar desconectados, y conectarlos en un momento dado mediante unas pinzas metálicas, por ejemplo. El cristal intermedio entre ambos panes metálicos lo posibilitaba. Como es fácil pensar, la botella de Leyden es el origen de los actuales condensadores, que no son sino una serie de láminas metálicas separadas por delgadas capas de aire, cristal o mica, con posibilidades energéticas muy elevadas.

Benjamin Franklin (1706-1790) ideó en torno a 1750 un modo muy original para intentar que las botellas de Leyden almacenaran más energía que la que podía ser obtenida frotando dos cuerpos. Para ello se le ocurrió recoger la que la naturaleza ofrecía de modo gratuito y en grandes cantidades: la de los rayos. Construyó al efecto cometas adecuadas conectadas mediante una cuerda humedecida a botellas de Leyden. Este trabajo lo publicó en 1753 en el libro Experimentos y observaciones sobre la electricidad.

A la luz de todo ello, Franklin sugirió una teoría sobre la naturaleza de la electricidad distinta a la de du Fay. Él apostó por la existencia de un único fluido, el fluido eléctrico, el cual pensaba que estaba constituido por pequeñas partículas que se repelían entre sí pero que eran atraídas por las partículas de la materia ordinaria. El comportamiento de un cuerpo dependía de la cantidad que poseía de estas partículas: si tenía un exceso se manifestaba un comportamiento vítreo y, si un defecto, debido por ejemplo a que por frotamiento se perdieran partículas, resinoso. Así, comenzó a fraguar la idea de una carga positiva (exceso) y negativa (defecto). Cuando dos cuerpos, uno con exceso de fluido eléctrico y otro con defecto, se ponían en contacto, tendían a equilibrarse (como dos recipientes con distinta cantidad de agua unidos por un vaso comunicante) yendo el fluido eléctrico del que más tiene al que menos (del cargado positivamente al cargado negativamente).

Las dos teorías ―la de du Fay y la de Franklin― pervivieron, pues con ambas se daba razón de los fenómenos observados; pero con la de Franklin había una ventaja, como es el punto de partida de que en cada cuerpo había una cantidad de fluido que en principio no variaba, salvo que esta variación fuese provocada por un fenómeno de ‘electrificación’ o de transferencia de fluido eléctrico. Implícitamente quedaba postulado uno de los principios universales de la física: la conservación de la energía. Aunque todavía estaban lejanos a la comprensión de lo que era en realidad ese fenómeno tan misterioso, el eléctrico, con Franklin ―a mi modo de ver― se dio un paso importante.

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